En cuanto nuestro avión aterrizó en Yadz y salimos a la escalerilla, el calor nos dio una bofetada. Acabábamos de llegar a la ciudad más calurosa y seca de Irán, en pleno agosto, y aunque todavía no era mediodía se notaba ¡vaya si se notaba! Pero precisamente por eso habíamos ido a Yadz, no a pasar calor sino a conocer los ingeniosos sistemas que habían desarrollado a lo largo de los siglos para combatirlo.
Ya en el hotel en que nos alojamos, el Mehr Traditional Hotel, lo que aquí llamaríamos un hotelito con encanto, se podía vislumbrar algo de esas técnicas, aunque solo fuera una pequeña parte. El edificio estaba construido íntegramente en adobe, lo que por un lado le proporcionaba un aislamiento natural y por otro lo teñía de un color muy claro, entre siena y azafrán, que reflejaba bastante bien los rayos del sol. Ni una sola ventana se abría en el muro exterior, siguiendo la tradición musulmana de que nadie pueda vislumbrar lo que sucede en el interior. Las habitaciones se iluminaban por unos ventanucos pequeños, que daban a estrechos patios de luces, por los que no entraban los rayos solares. Y la joya era el patio central, ocupado en gran parte por un estanque con surtidores. La evaporación del agua rebajaba la temperatura en varios grados, y el colmo del placer era cenar sobre alfombras y cojines en la plataforma construida sobre el propio estanque, con el patio iluminado con luces de colores y una música suave, creo que sufí, de fondo.
Después de instalarnos en el hotel y descansar un rato, nos fuimos a visitar dos monumentos que distinguen a la ciudad en un país predominantemente musulmán: la Torre del Silencio y el Templo del Fuego, vestigios más o menos vivos de un pasado eminentemente zoroastriano, aunque sería más correcto decir mazdeísta.
El mazdeísmo se considera una de las religiones más antiguas que perviven, ya que se supone que se practicaba ya hace cuatro mil años; Zoroastro no fue más que su sistematizador, pero la religión ya existía muchos siglos antes de su nacimiento. A la vez, es de las menos conocidas, porque después de la islamización de Asia Menor y Central quedaron solo pequeños núcleos que la practicaran. Y precisamente uno de estos reductos es Yadz, donde los mazdeístas negociaron con los invasores árabes que les dejaran seguir practicando su religión a cambio de un impuesto especial, el dhimmah, que también se aplicaba a los seguidores de otras religiones monoteístas, como cristianos y judíos. Hoy en día se calcula que entre el cinco y el diez por ciento de la población de Yadz es mazdeísta, porcentaje en constante reducción ante la ley islámica, que permite la conversión de infieles al islam pero castiga con pena de muerte la apostasía.
Además de sus ritos funerarios, de los que hablaré a continuación, tienen una diferencia cultural que destaca mucho en Irán: El vino forma parte de sus ritos religiosos. Así se comprende que en un país en que la producción, importación, venta y consumo de alcohol están severamente castigadas, los mazdeístas pueden elaborar vino y consumirlo. Eso sí, no pueden vendérselo ni regalárselo a los musulmanes.
Volviendo al tema funerario, que le habría encantado a Nieves Concostrina, como consideran que el fuego y la tierra son sagrados no pueden contaminarlos incinerando ni enterrando sus cadáveres. La solución, muy apropiada para los climas áridos en los que solían vivir, la encontraron en las Dakhmeh, las Torres del Silencio, en las que se depositaban los cuerpos para que fueran consumidos por los buitres y otras aves carroñeras. Todavía recuerdo las protestas en Mumbai, sede de otra importante comunidad mazdeísta, producidas por esta práctica. Resulta que su Torre del Silencio, construida en su momento lejos de la ciudad, había quedado englobada en los suburbios. Además de las molestias de las bandadas de buitres que merodeaban la torre, era relativamente frecuente que algún buitre perdiera un fragmento de cadáver, que al caer contaminaba las viviendas de los alrededores.
Pero en Yadz la ciudad no ha crecido en dirección a su Torre, por lo que no existía ese problema. Lo malo allí era que la menguante comunidad mazdeísta se había visto presionada por los ayatolás a abandonar sus ritos, y habían vuelto a enterrar a sus muertos, con gran dolor de corazón. La Torre consistía en una torre cilíndrica, abierta por arriba y situada en lo alto de una colina. En el interior había una serie de graderíos, como en una plaza de toros, sobre los que se dejaban los cadáveres. El conjunto, bastante fotogénico y un tanto tétrico, estaba semiabandonado. De hecho los edificios situados al pie de la colina, en los que antes se desarrollaban algunos ritos preliminares, estaban cayéndose.
Creo que hoy en día puedes contratar a un chaval que te lleve en una motillo hasta lo alto de la colina, pero cuando estuvimos nosotros no había esos lujos, por lo que después de subir, pasar un buen rato arriba y volver a bajar, todo ellos a más de treinta grados y bajo un sol refulgente, lo que más nos apetecía era una cerveza bien fría. Pero tuvimos que conformarnos con unas latas de “Coca Cola Original”, que lo más original que tenían era que se trataba de una imitación. Eso sí, no sabía peor que la americana, si acaso un poco más dulce, como en tantos países árabes.
Siguiendo con los mazdeístas, volvimos al centro de la ciudad para visitar el Atashkadeh o Templo del Fuego, cuya hoguera ritual alberga un fuego que ha permaneció encendido desde el año 470, sin apagarse ni una sola vez. Este fuego no solo es un elemento sagrado, sino que su ceniza es clave en los rituales de purificación.
Con la invasión árabe y la caída del imperio sasánida en el siglo VII, la mayoría de los Templos del Fuego fueron destruidos o convertidos en mezquitas, pero los fieles mazdeístas consiguieron llevarse el fuego sagrado y mantenerlo escondido en sus casas durante siglos. En el caso de Yadz, hasta la llegada del Shah en el siglo XX no han podido reconstruir el templo, o sea que el fuego sagrado había estado oculto nada menos que trece siglos. Gracias a los contactos de Ciro nos dejaron visitar el interior, aunque no hacer fotografías. Solo conservo esta de la fachada principal, con una imagen de Ahura Mazda, el dios del fuego.
Antes de comer todavía nos dio tiempo de comprar una alfombra “persa”, aunque allí preferían llamarle iraní; no íbamos con ninguna intención predeterminada, pero sabíamos que en Irán no había las fuertes restricciones a la exportación de alfombras establecidas en Uzbekistán y Turkmenistán. A la vuelta de una esquina de un callejón nos encontramos con una placita en la que había una tienda de alfombras muy atractiva. No voy a describir aquí el largo proceso de regateo y compra, que seguro que ya conocéis de Turquía, Marruecos o Egipto, ya que es muy similar. Aunque habíamos medido las habitaciones candidatas a ser alfombradas y nos habíamos informado previamente sobre técnicas, diseños, tintes y número de nudos por centímetro cuadrado, en manos de aquellos magníficos comerciantes todo se vino abajo; hay que tener en cuenta que mientras un turista compra como máximo dos o tres alfombras artesanales en su vida, el dueño de la tienda no hace otra cosa en todo el día: intentar engañarle o darle coba es una batalla perdida. De entrada había leido que una alfombra de calidad media tiene unos 2.500 nudos por centímetro cuadrado, pero el vendedor utilizaba una extraña unidad, equivalente a un cuadrado de siete centímetros y medio, y que se mide con un cigarrillo iraní que tiene exactamente esa longitud. Ahí ya me perdí y fui incapaz de calcular la equivalencia mentalmente.
Para acabar de liarla, el vendedor me daba los precios en tomanes, que pueden equivaler a diez, diez mil o diez millones de riales. Vamos, que si no salimos estafados fue porque Allah no lo quiso.
Acabamos comprando una alfombra preciosa, de nudo turco, fabricada por nómadas Qashqai, los mismos que han dado nombre al modelo de todoterreno de la casa Nisan, o por lo menos eso nos dijo el vendedor. No recuerdo cuánto nos costó, pero medía casi dos por tres metros, y en invierno cubre el suelo del salón de nuestra casita de campo. Con su forma irregular, su color rojo desvaído y cambiante con las tintadas de la urdimbre, y un diseño de los llamados “árbol de la vida”, alegra toda la habitación. Lástima que conserve un penetrante olor a cordero que en siete años no he conseguido eliminar; claro que no puedo hacer como los iraníes, que todos los años lavan las alfombras en algún arroyo cercano y casi todos los días las airean en las azoteas.
Esa tarde nos dedicamos a pasear por la ciudad, recorriendo sus callejuelas de casas de adobe, sus parques repletos de familias y sus avenidas comerciales, para llegar al atardecer a la Mezquita del Viernes, la más importante de Yadz, construida en el siglo XIV y cuyos minaretes pasaban por ser los más altos de Irán. Las mezquitas iraníes presentaban ciertas diferencias con las uzbekas; la más importante era que estaban en uso y controladas por los mullahs. Pese a eso, y fuera de los cinco rezos, permitían entrar a los infieles, siempre y cuando fuéramos correctamente vestidos, lo que en el caso de Yadz no obligaba a las extranjeras a cubrirse con el chador. Cuando llegamos a esta nos encontramos con que se estaba celebrando un funeral, pero los hombres de la familia, rigurosamente vestidos de negro y alineados a la entrada de la mezquita para recibir el pésame, nos invitaron a pasar.
En la maqsura, el pórtico que alberga el mihrab, se situaban los amigos, parientes y vecinos del difunto, un médico muy respetado y querido en el barrio. Allí, delante de un televisor que proyectaba fotos del médico, un amigo proclamaba sus virtudes y bondades. En el patio abierto se ubicaban las mujeres, la mayoría de negro y todas con chador, que nos llamaron para que nos sentáramos con ellas. Yo permanecí de pie, por respeto a las costumbres locales, y en seguida apareció una mujer de unos cincuenta años, que hablaba un buen inglés y hasta unas palabras de español, que nos explicó todo lo que estaba sucediendo y nos hizo mil y una preguntas, traduciendo nuestras respuestas a sus amigas. Resulta que había estudiado en la London School of Economics, y que viajaba a Europa con cierta frecuencia para atender a sus negocios. Conocía las principales ciudades españolas, y le gustaba especialmente Barcelona. Ni que decir tiene que nos invitó a ir a su casa a conocer a su familia y compartir su cena, pero con gran dolor de corazón seguimos la costumbre iraní del t'aarof, que obliga al anfitrión a ofrecer a su invitado hasta lo que no tiene, y en consecuencia obliga también al huésped a rechazar firmemente cualquier oferta que se salga de lo normal.
A la mañana siguiente nos dedicamos a conocer los diferentes sistemas tradicionales de refrigeración, cuya conservación ha hecho que Yadz sea patrimonio de la humanidad; perdonad si me extiendo demasiado en los detalles, pero como buen ingeniero me resultaron de lo más interesante.
Todo empieza con los qanat, que son conducciones subterráneas que traen el agua desde los manantiales de las montañas hasta las zonas cultivables y las ciudades. Para evitar la fuerte evaporación que haría perderse una parte importante del agua, desde tiempos inmemoriales los persas desarrollaron este sistema, que luego los árabes trajeron al norte de África y parecer ser que hasta España. Para construir los túneles se empezaba excavando pozos en línea recta a partir de las cercanías del manantial o donde hubiera un nivel freático apropiado, separados entre sí no más de dos o trescientos metros.
Luego se iban excavando túneles casi horizontales que conectaban unos pozos con otros, hasta que se conseguía que el agua llegara a su destino, sin que se calentara ni se evaporara. En las llanuras desérticas era fácil observar los montones de escombros que marcaban las bocas de los pozos, e incluso poceros en plenas labores de mantenimiento. Gracias a los qanat ya teníamos lo principal: Una fuente de agua fría en la ciudad. Y no solo de agua fría, sino que el flujo de agua bajo los pozos absorbía aire también frío de las montañas, por el conocido efecto Ventouri.
Ya dentro de la ciudad, los canales se solían dividir en muchas bifurcaciones, para repartir el agua a toda la población, dando servicio a tres tipos de construcciones asociadas: las fuentes públicas, las torres del viento y los depósitos de nieve.
Lo más curioso de las fuentes es que solían ser subterráneas. En la calle se abría un arco, habitualmente muy decorado y con el nombre del benefactor que había mandado construirlo. Desde el arco descendía una escalera amplia, por la que incluso podían bajar los burros de los aguadores. Al final se llegaba a una especie de estanque por el que el agua fresca fluía lentamente. En los mejores había también baños públicos subterráneos, con el agua casi helada.
Mucho más interesantes eran las torres del viento, que salpicaban toda la ciudad. Eran unas torres de adobe, cuadradas u octogonales, con unas filas de aperturas verticales en lo alto. Bajo la torre se encontraba una amplia habitación, llamada shabestán o sala de verano, que se comunicaba a través un gran agujero en el techo con la torre, y mediante un pozo con el qanat que pasaba por debajo. Un cuidado diseño de estas aberturas hacía que el viento, soplara de donde soplara, provocara de nuevo un efecto Ventouri, de forma que el aire frío que circulaba por el conducto subterráneo era absorbido por la torre, refrigerando al pasar la sala de verano, cuya temperatura podía llegar a bajar hasta veinte grados por debajo de la del exterior. Por cierto que el croquis que adjunto no es correcto, el viento nunca penetra en la torre y menos todavía llega hasta el shabestán. Las casas de categoría tenían varias torres del viento, y se ubicaban siempre sobre un qanat en la parte más elevada de la ciudad, para que el aire y el agua que circulaban por debajo fueran lo más puros y frescos que se pudiera.
Otras construcciones relacionadas con el calor y el frío eran los yakhchal, unos depósitos subterráneos con gruesas paredes, en los que en invierno se almacenaba nieve traída desde las montañas en caravanas nocturnas. Los yakhchal se mantenían fríos con el mismo sistema descrito más arriba de torres del viento, y permitían disfrutar en verano de bebidas frías y de helados, a los que tan aficionados siguen siendo los iraníes.
Todavía tuvimos tiempo de visitar al atardecer el arco de Amir Chakhmakh, para mi gusto el edificio más bonito de Yadz y puede que de todo Irán. Aunque parecía ser la entrada del bazar, en realidad se construyó a comienzos del XIX como escenario para representar el equivalente a un auto sacramental, pero en recuerdo de la muerte de Hussein, el más venerado de los doce imames. Como estaba permitido subir a la terraza superior, María y yo nos metimos en la escalera de caracol que subía por el interior de uno de los minaretes. La escalera, muy estrecha, era francamente agobiante, ya que se subía en completa oscuridad, salvo por la poca luz que entraba por los accesos a las dos plantas intermedias. No había ningún ventanuco, como en otros minaretes similares, y el ancho de la escalera permitía a duras penas subir a una persona no muy obesa.
Después de un buen rato en la terraza, disfrutando de un precioso atardecer sobre las azoteas, cúpulas y torres del viento de la ciudad, se había acumulado tanta gente que no estábamos cómodos, por lo que consideramos que había llegado el momento de bajar. Y allí se planteó el problema: Cuando llegamos al otro minarete, suponiendo que por su interior habría otra escalera para la bajada, no encontramos con que estaba clausurada. No teníamos más salida que la misma escalera estrechísima por la que habíamos subido, y en la que era imposible que se cruzaran dos personas.
En un momento en que no se oía subir a nadie, emprendimos el descenso. Pero antes de llegar a la mitad del tramo hasta el segundo nivel, nos encontramos con un grupo muy numeroso que subía. Como detrás de nosotros bajaba más gente, se produjo un bloqueo que nos pareció interminable. A la imposibilidad de avanzar o retroceder se unía la oscuridad total, pues ya había anochecido, y la imposibilidad de comunicarnos con las demás personas que ocupaban la escalera. Al cabo de un tiempo que probablemente fueran solo cinco minutos, pero que yo percibí como una hora, los que se agolpaban detrás de mí, contra toda lógica, empezaron a retroceder. Yo esperaba que se cumpliera el principio universal de “antes de entrar dejen salir”, pero se ve que no se aplicaba en Irán, o al menos no en aquel monumento.
Así nos encontramos de nuevo en el último piso, un tanto preocupados por tener que volver a intentarlo. Menos mal que un iraní joven, que hablaba un buen inglés, se acercó a nosotros y nos dijo que él iba a intentarlo de nuevo, y que cuando llegara al segundo piso bloquearía la subida para permitirnos salir a los que estábamos arriba. Por suerte la maniobra salió bien y la repitió en los dos tramos restantes, con lo que al final pudimos respirar aliviados, ya en la calle.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, Marc nos llevó a conocer una zurkhana o casa de fuerza, sede de una cofradía sufí de lucha tradicional. En una barriada de las afueras nos metimos en un local subterráneo, después de entregar un donativo para el mantenimiento de la cofradía. El local consistía en una sala circular cubierta por una cúpula de adobe y con graderíos en descenso hacia el círculo central, en el que tenían lugar los entrenamientos. Una zona de los graderíos estaba reservada para los luchadores, y todo el local olía a gimnasio, es decir a sudor concentrado y rancio.
Marc nos explicó que cuando los árabes invadieron Persia e impusieron el islam, algunos de los guerreros derrotados no se resignaron a perder sus habilidades, y se reunían a entrenar clandestinamente en viviendas particulares. A lo largo de trece siglos, las limitaciones de espacio les llevaron a desarrollar unas técnicas de entrenamiento muy peculiares. Con el tiempo, el misticismo de estos guerreros se fusionó con el sufismo, y hoy en día siguen ritos sufíes tales como la oración al Profeta, besar el suelo al llegar al círculo de lucha, o pedir permiso al maestro de ceremonias antes de entrar o salir del círculo. También es totalmente sufí el hecho de que durante las pausas de los entrenamientos un lector recite poesía mística, de alabanza al Imam Alí y sus descendientes.
Poco a poco fueron llenándose los graderíos, y en un momento dado comenzó la música, un sencillo y monótono toque de tambor ejecutado por el maestro de ceremonias. A toque de campana iban entrando los luchadores, empezando por los de menor grado y terminando por el pahlavan-i pahlavanan, el campeón de campeones, al que todos mostraban un gran respeto y que luego dirigiría los ejercicios. Los luchadores iban descalzos y vestían unos pantalones de cuero hasta la pantorrilla, muy ceñidos, como los de la lucha turca, pero bordados con flores y dibujos geométricos.
Después de tandas de estiramiento y calentamiento ejecutadas al ritmo del tambor, comenzaron los ejercicios de fuerza, como el que vemos en la fotografía. No sé cuánto pesarían los bolos de madera, pero los movían con una agilidad pasmosa. Al final se celebraron varios combates, que servían para confirmar o modificar el rango de los luchadores; incluso el campeón de campeones podía perder su título si era derrotado. La lucha en sí era muy similar a la turca, los contendientes se agarraban por hombros, brazos, piernas o por el cinturón, y trataban de derribar a su adversario, mientras el maestro quemaba incienso para mantener alejados a los malos espíritus (y de paso camuflaba el fuerte olor a sudor que subía del círculo central).
Cuando terminó la sesión le dimos las gracias a los luchadores por habernos dejado asistir, y nos subimos al autobús que nos iba a conducir a través de trescientos kilómetros de desierto hasta Isfahán. Pero eso es otra historia.
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