sábado, 27 de junio de 2015

“El Zoo de Cristal” (“The Glass Menagerie”) de Tennessee Williams: Una madre americana de los años 30 en Saint Louis.


Queridos “Cinéfilos”:

En noviembre pasado tuve la suerte de poder disfrutar en el Teatro Fernán Gómez de Madrid de la representación de “El Zoo de Cristal”, la famosa obra de Tennessee Williams, por una compañía encabezada por Silvia Marsó, pero, como era una de las últimas funciones y casi ninguno de vosotros podría ir a verla en el caso de que le convenciera mi consejo, me pareció que no tenía ningún sentido que os la comentara en el Foro. Ahora las circunstancias se han modificado drásticamente, ya que la misma obra se repone con idéntico montaje y compañía en el Teatro Bellas Artes (desde el 24 de junio al 26 de julio) y por ello he decidido escribir esta entrada.

No voy a repetir lo que sabréis todos sobre Tennessee Williams (aunque como desde hace décadas ya no hay “Estudio 1” en TVE, cadena batida en su cuota de espectadores por programas de la competencia con salvados de lujo, cocinillas con pretensiones culinarias, algo de tetas (sic) y el paraíso, etc., los que no tengáis el castigo de vivir en una gran ciudad, difícilmente podréis ir al teatro), pero sí recordar a los “Cinéfilos” que algunas obras de este sureño autor americano fueron llevadas al Cine con gran éxito de crítica y público, como, por ejemplo, “Un tranvía llamado Deseo”, “La gata sobre el tejado de cinc (caliente)” o “Dulce pájaro de juventud”.

¿De qué va “El zoo de cristal”, con ese extraño nombre?. No voy a reescribir lo que ya figura muy bien resumido en la página “Madrid es Teatro” (enlace que facilito al final), cuya sinopsis refiero:

“El zoo de cristal” retrata la vida de los Wingfield, una familia sureña de los EEUU en los años 30: la madre, Amanda, obsesionada con salir de la pobreza y sacar adelante a su hija; la hija, Laura, una joven cuya leve cojera la ha transformado en un ser patológicamente inseguro, volcada exclusivamente al cuidado de sus figurillas de cristal; el hijo, Tom, joven ambicioso que se debate entre el deber de cuidar a su familia y el deseo de salir al mundo.

Amanda y Tom cenando con Jim
El último personaje es Jim, un candidato de convencional buena apariencia, que representa todo lo que la familia ha deseado. 

 A su vez, impacta la figura del padre ausente, que está en boca de los personajes y cuya fotografía se destaca en momentos clave, gracias a las indicaciones expresas del autor para con la iluminación. También la música aparece muy pautada. 

El argumento gira alrededor de la obsesión de Amanda por encontrar un candidato para su hija Laura. La historia se cuenta desde la perspectiva de Tom, quien abre y cierra la obra con dos monólogos estremecedores, que en cierto sentido recuerdan hechos biográficos del autor.

Advierto que la obra es amarga, muy en línea con el "feeling" de la literatura americana de mediados del siglo XX y, en este caso, de Tennessee Williams en particular. Pero, no sé cómo decirlo sin parecer masoquista: sales de verla con una especie de empatía reforzada hacia la “hermosa (de espíritu) gente”. Vamos, por lo menos yo así lo sentí. A nosotros nos gustó mucho (yo no la conocía en directo, ni recordaba haberla visto en “Estudio 1”). 


Madre e hija
Considero que la dirección, versión e interpretación (los responsables figuran en el cartel que inserto al comienzo del comentario), son muy acertadas, destacando en esta última la de Silvia Marsó como Amanda, la madre. Excelente. No conocía a la actriz, Pilar Gil, que hace de hija, Laura, que cumple sobradamente. 

Lo que estéticamente no me gustó (y teóricamente se repite, en esta reposición) es la escenografía de casi la única localización: el salón-comedor de los Wingfield, absolutamente deprimente y gris. Claro que, pensándolo bien, resulta que muy posiblemente fue diseñada como la más coherente con la historia que se nos cuenta. 

La nota luctuosa al respecto es que el responsable del espacio escénico era el muy notable y premiado Andrea D’Odorico… que falleció muy pocos días después de que yo viera la obra y se retirara de cartel. Fue/es su último trabajo. Creo recordar que algunas escenografías suyas anteriores me parecieron magníficas. 

Algunos enlaces sobre la obra en la red:
Laura y Jim

Tráiler oficial de la función: 
https:// www.youtube.com/watch?t=63&v=eq66-H-Ob_c

“Francisco Vidal revive el ‘Zoo de Cristal’ de Tennessee Williams”, amplio comentario de Isabel Valdés Aragonés en El País (con ocasión del estreno del presente montaje en noviembre pasado):

“Una buena función de teatro es una lección de vida”, entrevista de Julio Bravo a Silvia Marsó con motivo de la presentación del montaje en ABC del 07.11.2014:

Dossier sobre obra y montaje en “Madrid es Teatro” con motivo de su reposición actual en el Teatro Bellas Artes:

Tema económico-práctico: Oferta de entradas al 50% para ver la obra:

Si vivís o estáis de paso por Madrid (parece ser que, tras terminar en Madrid, se irán de gira por otras ciudades) os aconsejaría firmemente ir a ver “El zoo de cristal”.

Buen Teatro, Amigos

Manrique

JUANJO MENA Y LA NOVENA SINFONIA DE BEETHOVEN

La sinfonía número 9 en re menor, “Coral”, de Ludwig van Beethoven  ha sido la composición elegida este año para terminar la temporada de 24 conciertos de la Orquesta y Coro Nacionales de España en el Auditorio de Madrid.

Hablar de la novena de Beethoven a nuestra edad resulta superfluo. Todos la conocemos. Todos hemos leído alguna vez la oda a la alegría de Schiller y todos nos hemos emocionado oyendo su cuarto movimiento cantado por enormes coros de miles de japoneses, cientos de europeos o figuras del pop y rock actual. Hasta los políticos de Bruselas  han encumbrado la melodía coral de su cuarto movimiento a himno de Europa. La novena de Beethoven es, posiblemente, la obra sinfónica más famosa y más admirada.

Juanjo Mena  es un director de orquesta vasco, de Vitoria, de 50 años de edad, formado en el Conservatorio de Música de Madrid y que ha desarrollado su carrera primero en Bilbao al frente de la Orquesta Sinfónica y, ahora, como Director de la Orquesta Filarmónica de la BBC y director invitado de numerosas orquestas internacionales de primer orden.

Juanjo Mena ha dirigido hoy la Novena magistralmente. Hacía tiempo que no se tocaba en el Auditorio esta sinfonía con tanta calidad. El adagio del tercer movimiento ha conmovido hasta a los espectadores más críticos. El coro en el cuarto ha estado insuperable y ha tapado alguna deficiencia de los solistas. Los espectadores han vibrado con lo que han escuchado.

El programa se completaba con la interpretación del Concierto para dos pianos número 10 en  mi bemol mayor de Mozart  por las famosas hermanas pianistas Katia y Marielle Labeque que han estado muy bien  y han recibido el reconocimiento del público.

En definitiva, buena tarde de música, que seguro se repetirá el sábado y el domingo.


(JRL 26 -06- 2015)


viernes, 26 de junio de 2015

Ciervos y ogros


 En Onsen y Ryokan terminábamos mencionando un grupo de restaurantes españoles que nos encontramos volviendo para el hotel. De los tres, muy similares por fuera, no sé por qué elegimos uno en concreto, El Pepito. Llevábamos ya varios días a base de arroz glutinoso, algas y soja fermentada, y nos apetecía recuperar algún sabor familiar.

 El rito de entrada (reverencias, pregunta de cuántos éramos y asignación de mesa) fue el habitual en cualquier restaurante. Esto, unido a que la camarera era evidentemente japonesa, y a que no había ni un solo cliente, en un primer momento nos hizo temer que el restaurante no tenía de español más que el nombre.

 Nos pusimos a leer la carta, que no tenía mala pinta: platos muy españoles, como jamón de Jabugo, angulas de Aguinaga, olla podrida o rabo de toro y vinos igualmente españoles, como manzanilla La Gitana y un Faustino VII que parece perseguirnos por todo el mundo, pero a unos precios muy elevados, incluso para Japón.

 Menos mal que, cuando estábamos a punto de irnos, la camarera se dirigió a nosotros en un español bastante aceptable y con un claro acento andaluz:

 -¿Ustedes sois españoles? Un momento, que voy a avisar a Pepito- Y en un momento se plantó allí el tal Pepito, gitano de San Fernando, del barrio de Gallineras por más señas, bailaor y evangelista, según nos contó. Me recordó inmediatamente al Maestro Juan Martínez, el personaje de Manuel Chaves Nogales al que la Revolución de Octubre pilló en Kiev vestido de corto, en sus propias palabras.

 Rápidamente nos organizó la cena: -Ni se os ocurra pedir jamón, ni nada que venga de España. A los japos les encanta, pero entre los portes, las comisiones y los impuestos se pone por las nubes. Pero si queréis os preparo unos boquerones fritos, en tempura que dicen aquí, un gazpacho y una buena tortilla de patatas. Y p’a beber, cervecita de aquí, que no es tan buena como la Cruzcampo pero cuesta diez veces menos.

 Dicho y hecho. Su mujer (él se dedicaba más a las relaciones públicas) nos preparó una magnífica cena casera, mientras entre los dos nos contaban su historia. Resulta que Minako, a la que en un principio habíamos tomado por una camarera, era la verdadera propietaria del restaurante. Años atrás había ido a Sevilla a estudiar baile flamenco. Pepito se mal ganaba la vida como profesor en una academia especializada en extranjeros, y en pocos meses acabaron casados. La boda, o mejor las bodas, porque celebraron primero una evangelista en Jerez y luego otra sintoísta en Kyoto, debió de ser todo un ejemplo de interculturalidad, aunque por algún comentario que hicieron pienso que fue más un choque de culturas que una alianza de civilizaciones.

 Mientras cenábamos y charlábamos, el restaurante se había ido llenando hasta no quedar ni una mesa vacía. Al final, Pepito nos invitó a una copa de Fino La Ina, mientras nos confesaba que nos habían puesto en la mejor mesa, en el centro del local, como reclamo para los japoneses. Habían comprobado que cuando los indígenas veían a españoles cenando en el restaurante se animaban mucho más a entrar.

De su vida poco más nos contó. En la boda jerezana se dio cuenta de que a la familia de la novia le encantaba el vino y la comida española, y cuando vino a Kyoto a celebrar su segunda boda, y comprobó que en toda la ciudad no había todavía ni un solo restaurante español, tuvo muy claro cuál era su futuro. Con el dinero y el trabajo de su mujer y el arte del propio Pepito, llevaban ya seis años con el negocio, y no tenían la menor intención de volver a España, al menos mientras no ahorraran lo suficiente como para poder establecerse en Jerez por todo lo alto, con un restaurante andaluz-japonés de categoría.

 En un momento dado, nos abandonó: -Ustedes me vais a perdonar, pero tengo que trabajar un rato- Y sin más, agarró una guitarra, se subió a una pequeña tarima en el fondo del local, y se arrancó a tocar y cantar por sevillanas. Minako, que había cambiado el delantal por un traje de lunares, hizo una buena exhibición de baile, ante los aplausos entusiastas de los clientes. Lo que no consiguieron fue que María y yo les acompañáramos, ni siquiera con las palmas. ¡Hasta ahí podíamos llegar, un gallego y una vascas tocando palmas en Kyoto! Eso sí, fuimos los últimos en abandonar el local, entre promesas de volver otro día, que al final no cumplimos.

 La noche en el ryokan, entre el agotamiento de la visita a no recuerdo cuantos templos, el remate con juerga flamenca, y la paz que irradiaba nuestra habitación minimalista, nos trajo un largo y profundo sueño reparador, que nos permitiría al día siguiente afrontar otro largo recorrido, esta vez por los llamados templos del este.

 Empezamos por el Toji-in, solo para abrir boca, ya que está considerado como un templo menor. Pero quedaba al lado de la parada del autobús, estábamos todavía frescos, y no pudimos resistirnos. Este templo era el favorito del clan Ashikaga, de forma que todos los sogunes de esta dinastía están enterrados en él, y en uno de sus pabellones se pueden contemplar las estatuas de los quince señores feudales. El lugar era muy tranquilo, sin más visitantes que nosotros dos, y pudimos disfrutar paseando tranquilamente por los jardines, en los que destacaban unos grandes estanques cubiertos de lotos.

 Pero el verdadero objetivo de nuestra excursión era el templo Ryoan-ji, que albergaba el que se considera mejor jardín seco de Japón. Sería un lugar encantador si no fuera por las hordas de turistas que lo visitan, o mejor dicho que lo visitamos. El principal atractivo del templo era su jardín de rocas, ubicado en un patio rodeado por un muro de adobes y varias galerías de madera, y que se cree que permanece inalterado desde que se diseñó en el siglo XV. Consistía en una amplia explanada de arena, rastrillada hasta mucho más allá de la perfección, sobre la que se asentaban quince rocas, dispuestas de tal manera que, las mirases desde donde las mirases, nunca se veían más de catorce a la vez. Por si sentís la tentación de buscar el jardín en Google Maps, os adelanto que en la vista satélite solo se distinguen ocho. Los visitantes se sentaban en las galerías de madera, en teoría para meditar sobre el presunto sentido oculto de la disposición de las piedras, pero en la práctica para hacer fotos, comer chucherías y mandar SMS frenéticamente. Hoy en día me imagino que estará invadido por los palitos de los selfies, y que los turistas dedicarán más tiempo a subir las fotos a las redes sociales que a disfrutar del lugar. Cambian las tecnologías pero no la idiotez.

 Otro de los templos que visitamos, pero esta vez en el sur de la ciudad, fue el de Sanjusangen-do, cuyo nombre significa el salón con treinta y tres espacios entre columnas, y que albergaba el edificio de madera más largo del mundo, con unos 120 metros de longitud. Siempre me ha llamado la atención este tipo de afirmaciones prácticamente imposibles de comprobar, pero que nadie pone en duda y que internet eleva a la categoría de dogma. Algunas, como esta, no es que no se puedan verificar, pero a ver quién pierde el tiempo en medir todos los edificios de madera del mundo, para poder estar seguros de que no hay otro más largo que este. Tarea tediosa y absolutamente inútil. Hay otros títulos, como el que escuché en un concierto de música tradicional vasca, que son por definición imposibles de verificar: “El mejor acordeonista del mundo en su categoría”. ¡Toma ya! Y yo en la mía…

 Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, me voy a atribuir desde ahora mismo un honroso título: Soy el segundo mayor coleccionista mundial de etiquetas de infusiones (sólo conozco la existencia de otro, un alemán que tiene más del doble que etiquetas que yo, o sea que yo debo de ser el segundo). Y lo de ser el segundo tiene sus ventajas: cualquier otro coleccionista supondrá que él es el primero, y no pondrá en duda mi título.

 En fin, volvamos al Sanjunsanjen-do. Además de la longitud de su sala principal, que impresiona, en su interior hay nada menos que mil y una imágenes de Kannon bodhisattva, la misma deidad budista de la compasión a la que estaba dedicado el templo Senso-ji en Asakusa. Los datos de la propia web del templo son algo confusos, ya que hablan de diez filas con cincuenta estatuas cada una. No hace falta ser ingeniero para darse cuenta que 10*50 = 500. ¿Dónde están las otras 501? Milagros de la fe.

 Lo que sí es cierto es que las estatuas, talladas en madera de ciprés y cubiertas de pan de oro, cada una con más de veinte pares de brazos (entre veinte y cuarenta mil brazos en total), no dejan a nadie indiferente. En realidad solo quedan ciento veinticuatro de las estatuas del siglo XII, ya que las demás son copias más modernas ¡del siglo XIII!, después de que un incendio destruyera las originales.

 Esta advocación de Buda, descrita a veces como deidad por influencia del hinduismo, es la que en sánscrito se conoce como Avalokitesvara y en chino como Guanyin, el señor o señora que mira hacia abajo o que escucha los lamentos de los de abajo. En realidad se supone que no representa a una persona, sino a una idea que abarca toda la compasión de los diferentes avatares de Buda. Cuenta la leyenda que renunció a alcanzar la suprema condición de Buda para poder ayudar a todas las personas que buscaban el nirvana, la liberación de los deseos, de la conciencia individual y de la reencarnación. Por eso a veces se le representa con veinte pares de brazos, ante la magnitud de la tarea que tiene por delante.

 En algunas zonas del sur de la India he encontrado un curioso sincretismo entre Kannon bodhisattva y la Inmaculada Concepción: la misma cara, la misma expresión, la misma postura, los mismos atributos, La principal diferencia era que a la Inmaculada la vestían de blanco y azul, y a Avalokitesvara de rojo y oro.

 Al día siguiente cogimos un tren de cercanías y nos dirigimos a Nara, con la intención de pasar allí el día y volver a pasar la noche a nuestro delicioso ryokan. Cuarenta kilómetros y una hora después estábamos en esta ciudad, primera capital de Japón allá por el siglo VII. Por cierto, menos de setenta años después tuvieron que llevarse la capital a Nagaoka, ante el poder desmesurado que habían adquirido los monasterios budistas de la ciudad.

 Un paseíto de media hora, todavía con el frescor de la mañana, nos llevó hasta el Parque de Nara, por el que vagaban en libertad más de mil ciervos relativamente domesticados, aunque podían llegar a atacar si creían que llevabas comida escondida. En la entrada del parque había vendedores de una especie de chuchería especial para ciervos, nutricionalmente equilibrada, y estaba prohibido alimentarlos con otra cosa. Quizás por eso se cabreaban.

 Los japoneses alimentaban y reverenciaban a estos ciervos, a los que la religión sintoísta considera mensajeros de los dioses, y que han sido declarados símbolo de la ciudad y monumento nacional.

 En este parque se elevaban los principales monumentos de la ciudad, o al menos los más visitados, como Todai-ji, “el gran templo oriental”, construido justo después de la declaración de capitalidad, y principal culpable de que la ciudad perdiera tal condición. Llegó a ser el templo central del budismo japonés, el equivalente a la catedral de San Pedro del Vaticano, y su salón principal, el Daibutsuden, se considera el mayor edificio de madera del mundo (volvemos al libro Guinness de los Récords). Y eso que la reconstrucción actual, de 1692, es un tercio menor que la original. En cualquier caso, la imagen sedente de Buda, de quince metros de alto, asustaba por su tamaño. Era casi tan grande como el Corcovado, pero en vez de erguirse en lo alto de un monte se situaba dentro de un salón, lo que resaltaba sus dimensiones.

 En un costado del salón había un pilar con un orificio del tamaño exacto del agujero de la nariz de Buda. Dicen que los que consiguen pasar por él alcanzarán la iluminación en su próxima reencarnación. Yo ni lo intenté.

 La entrada al templo se hacía a través de una puerta monumental, Nandaimon, guardada por sendos ogros, Agyo (boca cerrada) y Ungyo (boca abierta), tallados en madera, de casi ocho metros de alto, y verdaderamente terroríficos. Dice la leyenda que mantienen los terrenos del templo libres de demonios y de ladrones. ¡Lástima que no hubiera una pareja de ogros, o al menos de guardias civiles, en la estación de ferrocarril de Nara!

 

 Digo esto porque, después de haber pasado una mañana muy agradable, cuando llegamos a la estación, agotados como siempre, nos sentamos en un banco en el andén a esperar el tren de Kyoto. Inmediatamente se sentó a nuestro lado un japonés, cosa que nos extrañó pues había numerosos bancos vacíos, y si algo odian los japoneses es el contacto físico y la invasión del espacio vital. Cuando llegó el tren, nos subimos, pero antes de sentarnos María se dio cuenta de que le había desaparecido del bolso la cartera, con su tarjeta de crédito y algo de dinero. Bajamos rápidamente, pero tanto la cartera como el japonés habían desaparecido.

 Llegamos a nuestro ryokan bastante quemados, solo para encontrarnos con que nos habían desalojado de nuestra habitación porque nuestra reserva había caducado hacía unas horas. Por un error a la hora de rellenar el formulario en internet, habíamos reservado hasta el lunes, no hasta el martes. Por suerte, conseguimos que nos adjudicaran otra habitación, no tan amplia ni bonita como la inicial, y gracias a la diferencia horaria pudimos hablar con el Banco Zaragozano y cancelar la VISA.

 Al anochecer, y para quitarnos el mal cuerpo, nos dimos un paseo por Gion, el antiguo barrio de las geishas. Hoy es prácticamente un parque temático, recorrido por grupos de turistas que siguen a sus guías, pero todavía queda alguna casa de té a orillas de un canal, en la que los extranjeros no somos bien vistos. Desde la otra orilla pudimos entrever o quizás imaginar, a través de las cortinas de tiras de bambú, escenas de Memorias de una Geisha, la novela de Arthur Golden luego llevada al cine con el mismo nombre por Rob Marshall, y que consiguió tres Óscar en 2006.

 Al día siguiente nos subiríamos de nuevo al tren bala para visitar el castillo de los ninja, pero esa es otra historia.

Si quieres leer el siguiente episodio, pincha aquí.

viernes, 19 de junio de 2015

Onsen y Ryokan

Si quieres leer el primer relato de esta serie pincha aquí.

Onsen y Ryokan no son dos personajes de los Genji Monogatari, sino dos instituciones hosteleras muy arraigadas en Japón, que muestran muy bien el apego de este país a la tradición, y con las que entramos en contacto durante nuestra estancia en Kyoto.

 El viaje desde Tokio hasta Kyoto fue nuestro primera experiencia con los Shinkansen (tren bala), que recorren los casi quinientos kilómetros que separan ambas ciudades en poco más de dos horas. Una vez en la estación central de Tokio, con nuestros flamantes Japan Rail Pass y gracias a que el taquillero hablaba algo de inglés, pedimos dos billetes a Kyoto, y nos entregaron sendas cartulinas con el tamaño y la consistencia de los billetes de RENFE. Pero ahí acababa todo parecido. Cinco o seis renglones impresos, en los que se alternaban kanji, números, katakanas e hiraganas, a cual más incomprensible. Menos mal que nos habíamos descargado de un blog un guía burros que nos ayudó a comprender los billetes:

 Todo muy sencillo, como podéis ver, pero no sé qué habríamos hecho sin esta chuleta. Lo primero era averiguar de qué andén salía nuestro tren. Para eso, bastaba con buscar en los paneles electrónicos alguna palabra formada por los mismos kanji que el nombre de nuestro tren, algo así como los “Iberia Exprés” o “Estrella Levante” que hace años usaba RENFE. Y suponer que el número que aparecía a continuación era el del andén.

 Cuando llegamos al andén, nos encontramos con que en el suelo había pintadas muchas rayas paralelas, parecidas a las del metro, pero de distintos colores, y con números también de colores. Entonces había que volver a mirar a los tableros electrónicos, hasta encontrar un renglón con el nombre de nuestro tren. Si ese renglón estaba escrito, por ejemplo, en verde, se buscaban en el suelo los números verdes, hasta encontrar el de nuestro vagón, el 10 en el ejemplo. Conseguido eso, ya solo quedaba situarse al lado de las rayas verdes correspondientes al 10, y esperar a que, a la hora en punto, llegara el tren y se parara de forma que la puerta del vagón número 10 quedara exactamente entre las dos rayas verdes. Cerca de nosotros, pero no revueltos, veíamos a personas esperando en las rayas rojas, amarillas, azules o violeta la llegada de sus trenes respectivos, que se sucedían con una cadencia de menos de cinco minutos entre tren y tren.

 Esto, que podía parecer una tontería, exigía que todos los trenes con el mismo nombre fueran exactamente iguales todos los días del año. Las mismas locomotoras, los mismos vagones, todo igual. Y que los maquinistas se pararan en un punto exacto de cada estación, con un error medido en milímetros. Parecía mágico, pero funcionaba. Y menos mal, porque el tiempo de parada de los trenes oscilaba entre uno y dos minutos.

 Llegó el tren, se abrieron en nuestras narices las puertas del vagón 10, nos subimos y buscamos nuestros asientos. Antes de que nos diera tiempo a sentarnos el tren ya había arrancado, y en pocos minutos circulaba a más de doscientos kilómetros por hora. Nos pareció poco, pero en cuando salimos de la ciudad se puso a casi trescientos.

 Algo más relajados, nos dedicamos a contemplar cómo pasaban a toda velocidad los suburbios de Tokio, que parecían no acabar nunca. Los primeros cien kilómetros (poco más de media hora) eran puramente urbanos, pero luego hicimos un breve recorrido a lo largo de la costa de la Bahía de Sagami, cruzamos en cuestión de minutos la península de Izu, aunque no vimos el Fujiyama oculto por las nubes, y nos metimos de nuevo en una sucesión ininterrumpida de suburbios hasta que llegamos a Nagoda, donde el tren hizo su primera y única parada, de dos minutos. No nos dio tiempo ni de tomar un té.

 Otra media hora más tarde nos bajamos en Kyoto medio mareados, subimos al metro, y en veinte minutos habíamos llegado al Hotel Nishiyama. Menos mal que llevábamos impresa la reserva en japonés para ir preguntando por la calle, porque el sistema japonés de direcciones postales era, como no podía ser de otra manera, endiablado.

 La dirección postal de un edificio era algo así como “Asakusa, 22-5-17, Tokio”. Esto, que a primera vista parecía una fecha o un versículo de los Monogatari, significaba que el edificio estaba en la ciudad de Tokio, en el barrio de Asakusa, distrito 22, manzana 5, bloque 17. Puede parecer sencillo, pero los distritos y las manzanas suelen numerarse en espiral a partir del centro del barrio, y los bloques se numeran ¡por orden de construcción! Con lo fácil que lo tienen los pollitos, que siempre cuentan de izquierda a derecha… O sea que no había manera de encontrar un edificio sin preguntar varias veces.

 Cuando por fin llegamos al hotel, nos encontramos con la agradable sorpresa de que no era un hotel impersonal de negocios, como el de Tokio, sino un auténtico ryokan, un alojamiento tradicional. Y pese a eso, el personal de recepción hablaba un correcto inglés.

 Después de pagar por adelantado, como en todos los hoteles del viaje, nos condujeron a nuestra habitación. El botones se paró delante de la puerta, deslizante y con paneles de papel translúcido, y se descalzó, gesto que repetimos nosotros, muy bien aleccionados. La habitación, muy amplia, recordaba tanto “El imperio de los sentidos” como “El último samurái”. Suelo de tatami, una mesita baja con un precioso juego de té para dos personas, una ventana también translúcida, y varios paneles deslizantes en las paredes. El resto de la habitación estaba absolutamente vacío. Nos miramos pensando en dónde íbamos a dormir, hasta que el botones fue abriendo los paneles. Uno, como era de esperar, ocultaba la entrada al cuarto de baño, absolutamente occidental. Otro tapaba un simple nicho en la pared que albergaba un jarrito de porcelana con una rama de mimosa en flor y un precioso rollo emaki pintado a acuarela sobre seda, que reproducía la famosa obra de Josetsu “Atrapando un siluro con una calabaza”. Y en otro se ocultaban dos futones, dos almohadas duras, dos juegos de sábanas y dos sillas con respaldo pero sin patas. Lo de los futones, las almohadas y las sábanas estaba claro, se suponía que por la noche nosotros mismos nos haríamos las camas en la esquina de la habitación que más nos gustase, pero lo de los asientos sin patas no lo entendíamos. Cuando se los señalamos al botones con gesto de interrogación, los cogió con mucha parsimonia y lo colocó a los lados de la mesita de té. Al final resultaron ser más cómodos de lo que parecían, y casi la única manera de comer o escribir en una mesa tan bajita.


En cuanto se marchó el botones sacamos los aperos de dormir para hacer sitio en el armario y guardamos allí las mochilas. Nos daba reparo mancillar con un equipaje occidental un espacio tan encantador.

 En la página web del hotel había leído que disponía de onsen, baños termales. Pensé en darme uno para relajarme antes de salir a recorrer Kyoto, y me puse un yukata y unas zori, las sandalias tradicionales de paja de arroz, que había en el cuarto de baño. Los yukata eran preciosos, de color blanco con el nombre del hotel estampado en negro. Pero eso me lo imaginé; los kanji eran muy bonitos y para lo que yo entendía podían contener un poema de Yamagushi Seishi. Por cierto, en la tienda del hotel vendían yukata idénticos a los de las habitaciones, pero a un precio dos o tres veces más caro que en una tienda normal de ropa tradicional.

 A los pocos minutos bajé a recepción, ataviado cual judoka, a preguntar por el onsen, y muy amablemente me dirigieron hacia el sótano. ¡Menos mal que las puertas estaban señalizadas con unas inconfundibles siluetas con falda o pantalones, en lugar de con quimono! Dentro de la zona reservada a los hombres, lo primero que me encontré fue un vestuario, aunque más bien debería llamarse desvestuario, porque lo que se hacía allí era quitarse el yukata y las zori, dejarlas en unos estantes de bambú y coger una toallita de aproximadamente un palmo cuadrado. Así ataviado (o sea en pelotas), pasé a otra habitación con toda la pinta de una barbería para enanitos. Paredes cubiertas de espejos, suelo de azulejos blancos, grifos de agua fría y caliente, champú, gel de baño, duchas de grifo y banquitos de plástico de poco más de un palmo de alto. Por suerte, cuando entré había dos indígenas, a los que pude imitar para no quedar demasiado mal. Eso sí, se largaron en cuanto pudieron, sin duda poco dispuestos a compartir baño con un diablo extranjero.

A los onsen no va uno a asearse, sino a relajarse. Y como el agua se comparte, es de muy mala educación meterse dentro si no se va impecablemente limpio. Como las duchas en las piscinas españolas, pero a rajatabla. No bastaba con un rápido enjuague, había que sentarse en los banquitos, enjabonarse y frotarse a conciencia, y aclararse varias veces, para que ni una gota de jabón contaminase el agua del baño.

Más limpio que nunca, pasé a la tercera y última sala. Allí me encontré el auténtico onsen, aunque en este caso fuera artificial. Muchos ryokan aprovechaban manantiales naturales de aguas termales para montar su onsen, habitualmente al aire libre y rodeado de un jardín encantador. El de mi hotel se limitaba a una amplia pileta, de unos cinco por cinco metros, que ocupaba todo el ancho de la habitación. La pared del fondo estaba cubierta de roca negra tapizada con helechos, por entre los que caían chorritos de agua, como una mini cascada.

El acceso a la pileta se hacía por una amplia escalinata, en la que te podías sentar más o menos cubierto por el agua casi hirviente. Lo de hirviente no es un eufemismo, no había termómetro pero creo que aquello estaba a unos cincuenta grados. Había que irse metiendo muy despacito, como si se tratara de una playa del Cantábrico, pero la piel se enrojecía en lugar de azulear. Se cortaba la respiración, y parecía que en cualquier momento ibas a cubrirte de ampollas.

Con el ruido de la cascada y la visión de las rocas negras y los helechos, la experiencia podría haber sido muy relajante, si no fuera por la sensación de cocedero de marisco. Confieso que no aguanté más de diez minutos, y que no fui capaz de meter la cabeza debajo del agua, por miedo a que los ojos se me cocinaran al baño maría. En lugar de carne de gallina, lo que te quedaba era más bien un color de quemadura solar. En cuanto consideré que mi honor había quedado a salvo salí del agua, me pegué una ducha de agua fría para cortar el comienzo de cocción, y volví a la habitación armado con un par de latas de cerveza Asahi bien frías, de las máquinas dispensadoras que había a la salida del onsen.

Ya vestidos con ropas más europeas salimos a conocer Kyoto, capital de Japón desde el año 794 hasta la Restauración Meiji, en 1868. Por suerte o por una inusitada decisión política de los norteamericanos, no sufrió graves bombardeos durante la segunda guerra mundial, por lo que es una de las ciudades que mejor conservan sus edificios y barrios tradicionales. No voy a describir cada uno de los innumerables templos que visitamos, ya que no pretendo que esto sea un catálogo del patrimonio ni una guía turística, pero sí que me detendré en los que más me gustaron.

La primera impresión que recibimos fue la de estar en un pueblecito; en cuanto abandonamos el núcleo más comercial nos encontramos en barrios de calles muy tranquilas con casas bajas, Aunque en realidad Kyoto es la séptima ciudad más grande del país, con una población de millón y medio de personas en la fecha de nuestra visita.

Ese primer día queríamos visitar una serie de templos situados en unas colinas boscosas que se elevaban al este de la ciudad, a varios kilómetros de nuestro hotel. Los amabilísimos y políglotas recepcionistas nos aconsejaron tomar un autobús urbano que paraba a pocas manzanas del hotel y nos dejaría a doscientos metros del primer templo.

De los cinco templos que recorrimos ese día, no voy a hacer una descripción rigurosa, sino contar algunas impresiones, algunas sensaciones. Empezamos por Ginkaku-ji (Templo de Plata), más que nada porque era el más cercano a la parada del autobús, y porque desde allí podíamos ir recorriendo los demás siguiendo un itinerario más o menos recto. El calor, que nos acompañó como una tortura durante toda la estancia en Japón, era especialmente intenso en Kyoto; creo que las montañas que rodeaban la ciudad impedían que corriera la menor brisa. Aprovecho para recomendaros que si tenéis la suerte de visitar Japón, procuréis evitar los meses de julio y agosto, verdaderamente agobiantes. La primavera, especialmente si el viaje coincide con la floración de los cerezos, y el otoño, con bosques y jardines pintados del intenso color rojo de los arces, son meses mucho más apropiados.

Pese al calor, los jardines del templo se mantenían absolutamente impecables. No podía creer lo que veía: los jardineros usaban palillos (para recoger una a una las hojas secas) y una especie de maquinilla de barbero (para recortar a mano el césped). Y el filo de los macizos de césped lo perfilaban con unas tijeritas como de costura. Si el césped lo cuidaban así, lo mismo sucedía con arbustos, flores, estanques y senderos. Ni un papel, ni una hoja seca, ni una flor mustia, nada enturbiaba la belleza y la serenidad que emanaban de aquellos espacios. Por no hablar de los jardines zen, con sus piedras cubiertas de musgo y sus arenales rastrillados durante horas, días y años -creo que incluso siglos- hasta alcanzar la perfección.

El edificio principal se elevaba al borde de un pequeño lago. Aunque el original fue construido en 1397, resultó totalmente arrasado por un incendio a mediados del siglo pasado, y lo que quedaba era una perfecta reconstrucción, hecha con materiales tradicionales: madera sin clavos y tejas vidriadas.

Lentamente, según avanzaba la mañana y subía la temperatura, fuimos recorriendo el Camino de los Filósofos, un sendero que corría entre bosques e iba uniendo los templos de Ginkaku-ji, Honen-in y Eikan-do. Todos merecían ampliamente una visita detallada, pese al cansancio. Uno por sus escalinatas de piedra y tejados cubiertos de musgo; otro por su camino de la meditación, fabricado en teca, cubierto, y que discurría por una empinada ladera, otro por sus impresionantes paneles lacados o pintados a acuarela. Todo esto sumido en un silencio solo roto por el canto de los pájaros, el zumbido de las chicharras y el murmullo del agua en los canalillos de bambú. Ni un grito, ni una radio, ni un teléfono, ni un bocinazo. La antesala del nirvana.

A mediodía, cuando ya no podíamos más, tuvimos la suerte de encontrarnos con una de las efigies de marmota que menciono en un relato anterior, y en el restaurante que anunciaba nos hartamos de beber té helado y sorber fideos con brotes de bambú.

Después de comer, y sin siesta ni nada parecido, todavía tuvimos el valor de tragarnos dos templos más, el de Nanzen-ji, cuya puerta principal, de madera y con unos quince metros de alto, daba paso a un inmenso recinto de unas diez hectáreas lleno de bosques y edificios religiosos, y el Konchi-in, escondido entre las callejuelas retorcidas de un barrio residencial de clase alta. Como no éramos capaces de encontrarlo, cuando vimos aproximarse a la única persona que caminaba por el barrio, una señora mayor, nos acercamos a ella para preguntarle. Nada más vernos bajó la sombrilla y aceleró el paso, para intentar esquivarnos. Esta conducta, bastante frecuente en Japón, no debe interpretarse como descortesía o falta de solidaridad. Se debe al pánico a “quedar mal”, a perder el prestigio, Me imagino que a aquella señora, posiblemente observada por sus vecinas a través de las celosías que protegían los jardines privados, le horrorizaba que todas se dieran cuenta de que no había sabido atender a unos forasteros.

Por eso no tuve el menor reparo en cortarle el paso, plantarme delante de ella y decirle, con una reverencia de quince grados: sumimasen (disculpe). No le quedó más remedio que pararse, apartar la sombrilla y mirarnos con cara de susto. Cuando escuchó mi chapurreado Konchi-in doko desu ka? (¿Dónde está el Konchi-in?), se le iluminó la cara. Señaló una puertecita sin marca alguna que estaba justo a nuestro lado, y se alejó sonriente y muy ufana, Había quedado bien delante de todo el barrio.

Después de arrastrarnos sudando por el último templo del día, si cabe más íntimo y tranquilo que los anteriores, decidimos que ya estaba bien. Por suerte o por una perfecta planificación, muy cerca de Konchi-in había una parada de metro, y en menos de diez minutos estábamos en nuestro barrio. De camino al hotel todavía nos dio tiempo de recorrer una calle en la que se juntaban nada menos que tres restaurantes españoles, fácilmente identificables por las banderas de España que colgaban de sus fachadas.

Pero esa es otra historia.

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viernes, 12 de junio de 2015

El coche fantasma

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Volviendo a nuestro recorrido por la capital, que la víspera se había centrado en los ultramodernos barrios de Shinjuku y Harajuku, decidimos dedicar un día al Tokio tradicional. Como consecuencia de los terribles bombardeos norteamericanos durante la segunda guerra mundial, no quedaba ningún barrio auténticamente antiguo, pero sí bastantes lugares que –aunque reconstruidos- podían darnos algunas pistas sobre la vida en otras épocas.

 Empezamos el recorrido por el cementerio de Tokugawa Shogun. Como no estaba demasiado lejos de nuestro hotel, decidimos ir en autobús, para probar otra forma de transporte urbano. El autobús suele ser mucho más agradable que el metro, pero exige un cierto conocimiento de la ciudad, para bajarse en la parada correcta. En Tokio, además, resultaba bastante complicado comprender cómo y cuánto había que pagar.

Encontramos la parada sin dificultades, y en un poste vimos lo que parecía un horario. Debajo del número 08, que era el del autobús que queríamos coger, había tres columnas de números en formato hh:mm. Dedujimos que eran las horas a las que pasaba nuestro autobús, y a la vista de la frecuencia de paso de los autobuses supusimos que la primera columna era para los días laborales, la segunda para los sábados y la tercera para los domingos y festivos. En efecto, dos minutos antes de la hora marcada para los días entre semana llegó nuestro autobús, que luego permaneció detenido en la parada hasta la hora exacta de salida. Se ve que tan malo era retrasarse como adelantarse.

Siempre observadores, vimos que los pasajeros que se subían en nuestra parada retiraban un número, como el de las carnicerías, de un aparato situado junto a la puerta de entrada. Hicimos lo mismo, y comprobamos que nuestros dos papelitos llevaban impreso el mismo número, el 17. No entendíamos para que podían servir, pero los guardamos cuidadosamente. En la siguiente parada nos fijamos en que todos los papelitos que iban cogiendo los pasajeros llevaban el 18, y llegamos a la conclusión de que el 17 era el número de la parada en la que nos habíamos subido.

 En el mamparo que nos separaba del conductor, además de varios avisos en japonés, había un tablero electrónico con seis filas de números. Las filas impares eran fijas, y contenían respectivamente los números 1 al 14, 15 al 28 y 29 al 42. Los números con dos decimales que aparecían en las filas pares iban variando en cada parada. Incomprensible, hasta que nos dimos cuenta de que estaban vacías todas las superiores al 18, pero que se iban rellenando conforme el autobús abandonaba la parada correspondiente. Dedujimos entonces que los números variables indicaban los yenes que debía abonar un pasajero que se bajara en ese momento, en función del número de la parada en que se hubiera subido, que marcaban los números fijos. Parece complicado, y lo era.

 Mentalmente agotados tras este proceso de razonamiento, mirábamos pasar las calles de nuestro barrio mientras veíamos como los pasajeros, segundos antes de llegar a su parada, se ponían en fila junto a la puerta delantera. En cuanto se abría la puerta, iban echando su numerito de la carnicería, junto con unas monedas, en una especie de embudo que había junto al conductor, y se bajaban.

Estábamos un tanto preocupados por si tendríamos el cambio exacto cuando nos llegara el momento de bajarnos, pero nos volvió a salvar la observación atenta del comportamiento de nuestros compañeros. Uno de ellos, con el autobús en marcha, echó un billete de banco en el embudo y apretó un botón. Por la parte de abajo de la máquina salió un montón de monedas. También nosotros cambiamos un billete en calderilla, y cuando llegamos a nuestro destino pagamos muy dignamente, como si lleváramos toda la vida haciendo lo mismo.

Aprovechando esta descripción del autobús, voy a hablar de los coches, que dan título a este capítulo.

 Lo más fantástico de los coches japoneses era que no había. No es que no hubiera ninguno, pero sí muy pocos, al menos para una ciudad del tamaño de Tokio. El resultado más evidente era que casi no se oía el ruido del tráfico, ni siquiera en las avenidas más concurridas. Y el carril más cercano a la acera, el que en el resto del mundo ocupan los coches aparcados, estaba allí totalmente despejado y funcionaba como carril bus-taxi. Encantados por esa situación, investigamos un poco hasta averiguar cómo lo habían conseguido.

 Todo partía de dos medidas aparentemente muy sencillas, pero que en España dudo mucho de que ningún partido se atreva a tomarlas, porque estoy seguro de que serían tremendamente impopulares. Las dos normas básicas eran que no podías comprar un coche si no demostrabas que eras propietario de una plaza de aparcamiento debidamente registrada en el ayuntamiento, y que tampoco se podía aparcar en la calle. Esta última medida era la madre del cordero. Ni zona azul, ni carril bus, ni parquímetros. Directamente prohibido aparcar fuera de un aparcamiento público o privado. De entrada me pareció tremendamente justo ¿con qué derecho el conductor de un automóvil se apropia de un bien público, cual es la calzada, para usarlo como plaza de aparcamiento?

Las consecuencias eran impresionantes. De entrada, como no se podía aparcar en la calle, proliferaban los aparcamientos de pago, todos muy caros y algunos muy sofisticados, para optimizar el uso del terreno edificable. En el centro de las ciudades la inmensa mayoría estaban automatizados, con unos ascensores que subían los coches hasta siete u ocho plantas, para ahorrar el espacio de las rampas, o con un sistema tipo noria, en el que los coches se dejaban en unos cangilones de acero galvanizado, y se recogían pagando la tarifa en un cajero automático, en cuyo momento la noria se ponía en marcha hasta dejar el coche deseado en el nivel de la calle.

Como aparcar en las ciudades era tan caro, casi todo el mundo se movía en transporte público, que era rápido (por el poco tráfico privado), frecuente (por el alto número de usuarios) y barato (por decisión política y por economía de escala). Un perfecto círculo vicioso, aunque mejor sería llamarlo virtuoso. Las calles eran silenciosas, el aire limpio, los servicios de emergencia circulaban sin obstáculos, se podía barrer las calles sin problemas… Una maravilla.

 Algo parecido sucedía con los desplazamientos entre ciudades. Si no ibas a poder aparcar en la ciudad de destino sin pagar una fortuna, lo lógico era viajar en tren, como hacían a diario millones de japoneses. En consecuencia, las carreteras estaban despejadas, había muy pocos accidentes de tráfico, y los trenes era rápidos y frecuentes (aunque no precisamente baratos).

 Os preguntaréis cómo se desplazaban los tokiotas en distancias demasiado largas como para ir andando. En un capìtulo anterior ya he hablado del metro, al que volveré más adelante, y en este mismo del autobús. Pero me faltaba la bicicleta, muy utilizada en distancias cortas.

 Mientras que otros países vecinos, como China o Vietnam, habían ido “progresando” y abandonando el uso masivo de la bicicleta frente al coche o al ciclomotor, en Japón seguía siendo un medio de transporte muy habitual dentro de las ciudades. Era frecuente ver pedalear a amas de casa con la compra, oficinistas vestidos de lo más formal, estudiantes con sus libros, y padres o madres con un remolque para los niños más pequeños. Los aparcamientos para bicicletas eran abundantes, sobre todo en las estaciones de ferrocarril. En los suburbios, la gente que trabajaba en el centro solía ir en bici hasta la estación más cercana, dejarla allí, y seguir hasta su destino combinando el tren de cercanías y el metro.

 Después de esta digresión sobre ecología urbana, sigo contando las actividades de ese tercer día en Tokio, aunque ya os habréis dado cuenta de que me impactaron mucho más los aspectos de la vida cotidiana que los monumentos y museos.

 En poco más de un cuarto de hora, nuestro autobús recorrió los casi tres kilómetros y las ocho paradas que nos separaban de nuestro destino, y después de cruzar las vías de ferrocarril por un paso elevado nos encontramos en el cementerio. Aunque sabíamos que el mejor momento para visitarlo era en abril, cuando se tiñen de blanco los almendros que cubren su famosa Avenida de los Almendros en Flor, también en agosto resultaba interesante. Por desgracia, la zona reservada para las tumbas de los quince sogunes Tokugawa no estaba abierta al público, pero el resto del cementerio rebosaba de tumbas tradicionales. En aquel momento todavia desconocíamos la importancia que este clan había tenido en la historia de Japón; lo iríamos descubriendo a lo largo del viaje.

 Lo primero que nos chocó fue la ausencia de nichos. Las tumbas, a ras de suelo, estaban presididas por una losa vertical o un monolito de granito, sobre el que aparecían tallados kanji de todos los tamaños. Por supuesto, no entendíamos nada, aunque suponíamos que las inscripciones más cortas eran los nombres de los difuntos y las más largas algún poema en su honor. Ni siquiera reconocíamos las fechas de nacimiento y defunción, ya que los números también estaban escritos con kanji, en lugar de los símbolos arábigos que los japoneses usaban en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana.

 El efecto era a la vez sencillo y tremendamente estético, como suele ocurrir con el arte japonés. Al lado de estas losas solían erguirse entre dos y quince tablas de unos dos metros de longitud, con más kanji, esta vez grabados a fuego. La elegancia de los caracteres y los distintos tonos de la madera, más o menos envejecida por la intemperie, contribuían al encanto del lugar.

 Ni que decir tiene que no había ramos de flores, sino bonsái de todos los tamaños, colores y formas, con alturas de entre un palmo y dos metros. En el centro del cementerio el efecto romántico se acentuaba por la presencia de las ruinas de la Pagoda de los Cinco Tejados, que ardió en 1957 en un incendio provocado por el doble suicidio de una joven costurera y su amante, casado y mayor que ella. Con muy buen criterio, las autoridades decidieron no reconstruir la pagoda, y allí sigue recordando a los visitantes las locuras a que puede dar lugar un amor imposible.

 Pasamos el resto del día recorriendo el parque Ueno, en el que habíamos intentado sin éxito descansar el día de llegada. Gran parte de este parque se encontraba ocupada por diversos museos, como el Metropolitano de arte, el Nacional de arte occidental y el Nacional de ciencia y naturaleza, pero nosotros nos centramos en el denominado Museo Nacional de Tokio. En realidad, está formado por varios edificios, de los que unos destacan por su contenido y otros por el edificio en sí.

 El edificio principal, denominado Honkan, era una construcción de los años treinta muy característica del “estilo imperial”, muy influido por la obra de Frank Lloyd Wright, el cual a su vez bebió de las fuentes de la arquitectura japonesa tradicional. El resultado de esta arquitectura de ida y vuelta era una recreación historicista en hormigón con elementos decorativos de etapas anteriores. En España un equivalente podría ser el estilo neoherreriano, como el antiguo Ministerio del Aire en Moncloa. Pero seguro que mi cuñada Miya no está de acuerdo con esta opinion.

 El Honkan albergaba una impresionante colección de arte tradicional japonés, muchas veces indistinguible de la artesanía más refinada. Escudos, quimonos, catanas, armaduras, juegos de té, biombos de laca o de seda, rollos pintados, manuscritos, cestas…

 Desde el punto de vista arquitectónico me resultaron mucho más interesantes el Toyokan, que recoge obras de arte, artesanía y restos arqueológicos del resto de Extremo Oriente (China, Corea, Vietnam…), y la Galería de los tesoros, que exhibe unas 300 joyas y objetos de arte donados a la familia imperial en 1878 por el templo Hōryūji. Estos dos edificios, diseñados por el arquitecto Taniguchi Yoshirō, son para mi gusto la máxima expresión de la arquitectura minimalista.

 Por cierto, la tienda de regalos de este museo nacional merece una visita por sí sola. Es el sitio ideal para comprar regalos y recuerdos de muy buena calidad, como por ejemplo una reproducción de alguno de los rollos Genji Monogatari, magníficamente ilustrados en el siglo XII, que en sus once metros de longitud recogen diferentes capítulos de esta narración del siglo X.

 Agotados, a media tarde volvimos en metro a nuestro barrio de Asakusa. Como en el capítulo pasado pasamos muy rápidamente sobre este medio de transporte, aprovecho ahora para describirlo. El metro era una de las maneras más sencillas de moverse por la ciudad, sobre todo cuando las máquinas expendedoras de billetes estaban rotuladas en romaji. También en romaji estaban transcritos la mayoría de los rótulos, incluidos los nombres de las estaciones. Lo más complicado era adaptarse a los códigos de conducta no escritos, pero muy estrictos. En el metro nadie hablaba ¡ni por el móvil! Cientos de personas circulaban en absoluto silencio por los pasillos y escaleras, donde lo único que se escuchaba era el ruido constante de los pasos de la multitud. Ni niños llorando, ni vendedores ambulantes, ni música ambiental…. Nada.

 Para agilizar la entrada y salida en los vagones de semejante multitud, en el suelo de los andenes se repetían unas marcas muy fáciles de interpretar. Dos rayas amarillas, perpendiculares a las vías, llegaban hasta el mismo borde del andén. Entre ellas, unas huellas de pasos verdes que se alejaban de las vías. Por fuera de las rayas, otras huellas, pero estas rojas y de unos pies parados, paralelos a las vías. El significado era evidente: teníamos que esperar con los pies sobre las huellas laterales; cuando el tren se detenía y se abrían las puertas, que coincidían milimétricamente con las rayas amarillas, salían los pasajeros pisando las huellas centrales verdes; luego entrábamos los que esperábamos fuera de las rayas. Fácil, barato y perfecto. Como todo en Japón, en cuanto lo conseguías entender. Y que no se te ocurriese quedarte esperando en la zona reservada para la salida. Las miradas de horror que te dirigían los demás pasajeros eran harto elocuentes.

 Dentro de los vagones reinaba el mismo silencio que fuera. Algunas pasajeras se maquillaban minuciosamente pese a los botes y bandazos, sin que se les corriera el rímel. Había quien ojeaba los famosos manga, con aspecto de guía de teléfonos de Madrid, por lo gordos que eran y por el tipo de papel reciclado en que los imprimían. Y la mayoría se dedicaba a leer y escribir SMS, como ya he explicado en otro relato.

 Después de descansar un buen rato, todavía tuvimos ánimos para salir a cenar por el barrio. Descubrimos así una zona muy animada, llena de cines y teatros, y con mucha vida nocturna. Calles peatonales, carritos de helados o crepes, vendedores ambulantes, pero ni una sola escultura humana. Grupos de adolescentes, familias enteras y muy pocos turistas se paseaban, comían porquerías en los puestos callejeros y compraban gadgets horrorosos. Después de dar varias vueltas, en un callejón lateral vimos unas escaleras que subían hasta una azotea en el primer piso, con el universal jeroglífico /-B-Q, que en Estados Unidos se usa para representar una barbacoa.

 Subimos, saludamos, y nos llevaron a una mesita ocupada en su tercio central por una plancha de gas, con los mandos debajo de la mesa. Ante nuestra cara de sorpresa, y después de recurrir por enésima vez a las frases mágicas wakari masen, gomen nasai (perdone, no entiendo nada), apareció el encargado, joven y con un inglés rudimentario, pero suficiente para explicarnos cómo funcionaba la plancha y ayudarnos a elegir los ingredientes. La cerveza la pedimos sin ayuda. Nos hizo una demostración con una tortilla francesa rellena de verduras salteadas, preparada sobre la misma plancha. La cena fue de lo más entretenida, aunque cuando se nos acabaron los ingredientes y quisimos pedir más resulta que ya se había marchado el encargado, y tuvimos que ir señalándole a la camarera las zanahorias, tomates o filetitos de otros comensales. De muy mala educación, pero con todo el restaurante pendiente de nosotros y haciendo esfuerzos para no soltar la carcajada.

 A la mañana siguiente decidimos seguir explorando nuestro barrio, y empezamos la visita por el templo de Senso-ji.

 Este templo se construyó nada menos que en el siglo VII de nuestra era. Parece ser que unos pescadores encontraron enganchada en sus redes una estatua de Bodhisattva Kannon, y el alcalde de Asakusa decidió adoptar los hábitos monacales y convertir su casa en un templo dedicado a esta deidad budista. Creo que tuvo una idea magnífica, porque la imagen encontrada en el río se convirtió en un importante punto de turismo religioso, y el número de visitantes siguió creciendo hasta alcanzar en la actualidad nada menos que treinta millones al año, unos ochenta mil al día. Y el negocio que generaban los visitantes transformó la aldea de pescadores en un importante núcleo comercial, cosa que se ha mantenido hasta hoy en día.

  Siguiendo el ejemplo de los miles de japoneses que nos rodeaban, compramos unas varitas de incienso, que quemamos en el vestíbulo principal mientras pronunciábamos las palabras rituales: Namu Kanzeon Bosatsu, pongo mi confianza en Bodhisattva Kannon.


El mapa que se entrega a los visitantes, perfectamente rotulado con kanji, da una idea de la extensión del complejo. El salón principal, marcado con una C en el mapa, alberga en un recinto herméticamente cerrado tanto la escultura original secreta, como una copia que se exhibe al público el 13 de diciembre de cada año. No me puedo imaginar el gentío que se congrega ese día, si tenemos en cuenta que en una semana normal pasa por allí más gente que por El Rocío en todo un año.

 Aunque este salón, de una superficie superior a los mil metros cuadrados, parece un perfecto ejemplo de arquitectura medieval, la triste verdad es que el templo original resultó arrasado durante los bombardeos norteamericanos, junto con la cercana pagoda de cinco pisos y la casi totalidad del recinto. Lo que hoy vemos es una reconstrucción de los años cincuenta, con estructura de hormigón y tejas de titanio.

 Las casetas que se ven a los lados de la principal avenida de acceso son puestos de venta de recuerdos, incienso, agua, ropa tradicional, juguetes, y cualquier otra cosa que pueda necesitar un visitante. Este ambiente comercial se extiende por el resto del barrio, que un poco más lejos se especializa en todo lo relacionado con la cocina y la restauración, como ya contaré más adelante.

 Al día siguiente nos subiríamos al tren bala, pero esa es otra historia.

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sábado, 6 de junio de 2015

Buscando marmotas

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Hoy me centraré en las dificultades que entraña comer fuera de casa en Japón. Pero que nadie se asuste: os aseguro que ni un solo día nos quedamos sin comer o sin tomar una cerveza.

Una de las maneras más sencillas de comer era utilizar uno de los restaurantes que exhibían en el exterior o en el escaparate unas reproducciones en plástico exactas de todos los productos que ofrecían en la carta, con el precio al lado. Y cuando digo exactas, no exagero. Las jarras de cerveza no solo tenían el color y la turbidez convenientes, sino que parecían estar empañadas por la condensación, y hasta parecía que se deslizaban unas gotas por el exterior. Si un falso plato de camarones a la plancha mostraba dieciocho camarones de plástico, dieciocho era el número de camarones que llegaba a tu mesa. Y para facilitarlo todavía más, también había bandejas con un menú completo, como podía ser un cuenco de sopa, unos encurtidos, un plato de filetes de pollo empanados y un flan de arroz glutinoso. El método era muy sencillo. Primero examinabas detenidamente las muestras del exterior y decidías lo que querías comer, y en cuanto entrabas le señalabas el expositor al camarero, que inmediatamente te acompañaba para tomar nota de la comanda. Ibas indicándole con el dedo los platos que deseabas, y también con los dedos cuántas unidades de cada plato (dos cervezas, una de gambas y otra de arroz), tomaba nota, te acompañaba a una mesa, y ya solo quedaba esperar unos minutos, comer y pagar. Por desgracia, este tipo de restaurantes solo abundaba en las zonas más concurridas por los viajeros, tanto japoneses como extranjeros; por ejemplo, en las áreas comerciales de las estaciones de tren. Sabías perfectamente lo que ibas a comer y a beber y lo que te iba a costar; y no caías en los problemas que me han planteado en varias ocasiones alemanes de visita por España: ¿Cuántos gramos entran en media ración de jamón serrano? ¿Qué es más grande, un platito o media ración? ¿Qué diferencia hay entre una cazuela y una ración? ¿Por qué le llaman cazuelita y luego to lo sirven en un plato?...

Otros lugares razonablemente sencillos para comer, aunque con mucho menos surtido, eran los bento, que podríamos traducir por comida para llevar. Era bastante fácil encontrar locales o carritos de bento en cualquier calle concurrida, pero sobre todo en las estaciones de ferrocarril, en cuyo caso se les llamaba eki bento. Se trataba de unas bandejitas preciosas, imitando bambú lacado, divididas en compartimentos rectangulares que contenían diversos alimentos, salsas o aliños. La comida no sólo estaba perfectamente presentada, sino que la elaboración era muy buena y los ingredientes fresquísimos. Además, era muy sencillo elegir, ya que lo habitual era que cada puesto de comida tuviera un solo menú, por lo que bastaba con indicar con los dedos cuántas bandejas necesitabas. Por lo visto, hay guías y rutas gastronómicas dedicadas exclusivamente al eki bento. Hay gente que emprende viajes en tren con el único objetivo de ir probando las múltiples ofertas posibles, que además suelen incluir recetas o productos locales solo disponibles en una determinada estación. El único problema de los eki bento era que nunca estabas muy seguro de qué era lo que comías. El contenido de las bandejas, en el mejor de los casos, estaba indicado con kanji, nunca en romaji y mucho menos en inglés. En la bandeja de la foto, por ejemplo, a la derecha se identifica bastante bien el arroz glutinoso con setas y verdura en juliana y en la parte inferior izquierda se aprecia un pedazo de tortilla francesa, una seta shiitake y un poco de queso de soja. En la parte superior izquierda hay una cosa verde que parece verdura, pero que es una simple lámina de plástico que separa algo frito en tempura de lo que parece otra seta y unas escamas violetas de nari, el delicioso jengibre encurtido.

A partir de estas dos opciones, el problema se complicaba mucho. Era muy difícil encontrar un restaurante convencional, porque las ventanas solían estar tapadas por gruesas cortinas, y los rótulos siempre estaban en kanji. En alguna ocasión llegamos a ir abriendo una por una todas las puertas de una calle, y después de habernos metido en una peluquería, una oficina y una empresa de transportes, acabamos entrando en un restaurante, sin nada en su exterior que nos permitiera distinguirlo de los otros locales. Y en los mejores no dejaban entrar a nadie que no fuera recomendado por un cliente habitual.

En los restaurantes convencionales otro de los obstáculos lo constituían las cartas, raras veces traducidas al inglés. Si la carta tenía fotos, cosa no muy habitual, era bastante fácil, pero lo normal era elegir a ciegas. Así llegamos a probar platos deliciosos, como las anguilas ahumadas, pero también comidas bastante poco agradables, como muchos de los platos derivados de la pasta de soja fermentada, cuyo sabor, olor, consistencia y color prefiero no describir.

Había una excepción a esta falta de rótulos inteligibles, que ya el primer día nos salvó de la inanición: las marmotas, que dan título a este texto. A base de ensayos y errores, acabamos dándonos cuenta de que cualquier local que exhibiera en el exterior la efigie de una marmota era un restaurante especializado en fideos. Creo que todo se basaba en una leyenda tradicional que ya no recuerdo.
Aunque el plato estrella eran los udon, unos fideos gruesos elaborados con harina de trigo, también solía haber sopa de fideos, un plato parecido a la fideuá, spaghetti, fideos de arroz y cualquier otra presentación imaginable. Lo más curioso de estos locales, en los que se comía bien, abundante y barato, era el ruido de sorbeteo que se elevaba sobre cualquier otro sonido. Por lo visto, no se consideraba de mala educación hacer ruido al sorber los fideos, sino todo lo contrario. Y os puedo asegurar que veinte o treinta personas comiendo fideos con palillos provocan un nivel sonoro considerable.

Un tipo de local que nos puede parecer accesible a los que frecuentamos los restaurantes japoneses en Europa o los hemos visto en Manhattan en cualquier película americana son los sushi bar. En principio, son sencillísimos. Basta con sentarse en una larga barra e ir cogiendo platillos de los que pasan por delante. Al final te cobran por el número y color de los platillos vacíos que hayas reunido. Muy sencillo, pero en Japón creo que no abundan este tipo de locales, o por lo menos yo no encontré casi ninguno. Y en los pocos que estuve, no sabías de qué eran los platitos que ibas cogiendo.
La única comida del día verdaderamente sencilla era el desayuno del hotel. Normalmente funcionaba en régimen de autoservicio, con la bebida (café con leche o té verde o rojo) en termos, la inevitable sopa de miso en ollas calefactadas, un buen surtido de verduras encurtidas y varias bandejas de moldes de arroz glutinoso con diferentes condimentos. No sé por qué, quizás por su precio o exotismo, los excelentes cruasanes del hotel Asakusa Toyoku Inn nos los entregaban en mano en una ventanilla, previo intercambio de saludos con la camarera de turno. Siempre procurábamos repetir, era lo más parecido a un desayuno europeo que podíamos encontrar.

No puedo terminar este repaso a los locales de restauración sin mencionar las cervecerías de las azoteas de los grandes almacenes. Lo dejo para el final porque, desgraciadamente, las descubrimos justo la última noche de nuestra estancia en Japón, y no pudimos repetir. Al atardecer, cuando estábamos haciendo las compras finales, consultando el directorio de ISETAN, una especie de Corte Inglés, vimos que anunciaban un “beer garden” en la azotea. Pensando en descansar un rato con una jarra de cerveza antes de volver al hotel, subimos en el ascensor al último piso, y luego ascendimos otro tramo de escaleras, hasta desembocar en uno de los sitios más animados que encontramos en todo el viaje. Toda la azotea era una gran cervecería, ocupada sobre todo por grupos de oficinistas perfectamente trajeados, pero también por pandillas más jóvenes y hasta alguna familia.

El servicio era similar al de muchas fiestas y conciertos multitudinarios: Elegías lo que querías beber y comer, comprabas en una taquilla los tickets correspondientes, y te sentabas en una mesa, desde la que tratabas de llamar la atención de alguna camarera. También podías pedir en la barra, pero estaba llena de gente intentando que les hicieran caso, y que tenían la ventaja absoluta de dominar el idioma. El menú era sencillo: cerveza, salchichas y poco más.

Lo mejor era el espectáculo que ofrecían tanto las animadoras profesionales como el público. En un escenario que destacaba contra un fondo de rascacielos iluminados sobre el cielo nocturno, un grupo de chicas regordetas vestidas con mallas color carne y biquinis rojos desarrollaba una coreografía no muy complicada siguiendo cualquier musiquilla ratonera. El público, en pie, intentaba seguir la coreografía como mejor podía, hasta que al cabo de un minuto aproximadamente se interrumpía la música. Quedaban eliminados los espectadores que no se detuviesen exactamente en la misma postura que las chicas del coro, que parecían variantes del juego de "piedra -papel - tijera". Se repetía el juego varias veces hasta que solo quedaban tres o cuatro participantes, que subían al escenario entre los gritos de apoyo del público, y seguían bailando hasta que iban siendo eliminados. El premio para el ganador solía ser un vale para una jarra de cerveza, aunque en la gran final consistía en una foto de las bailarinas firmada por todas ellas. Y todo esto amenizado por frecuentes gritos de ¡Kanpai!, tras los cuales los concursantes (y gran parte del público) se bebían de un trago su vaso de cerveza. Los japoneses, tan modosos en la calle y en el trabajo, se desmelenaban en aquellas juergas un tanto infantiles, aunque sin abandonar nunca su espíritu gregario y su respeto a las reglas.

Si complicado resultaba encontrar un sitio en el qué comer, y más todavía comer lo que se deseaba, o por lo menos saber qué era lo que se comía, las reglas de urbanidad relacionadas con la alimentación tampoco eran sencillas.

Al entrar en un restaurante, lo primero que había que hacer era responder a la reverencia (ojigi) que nos hacía el camarero o encargado con otra similar, nunca de más de quince grados de inclinación, para no dejarlo en mal lugar, ni de menos de 5 grados, para no menospreciar su saludo. Para hacer bien esta reverencia se necesitaría mucha práctica ante el espejo, pero también es verdad que los japoneses que tratan con los bárbaros extranjeros saben perfectamente que somos incapaces de apreciar estas sutilezas, y están dispuestos a pasar por alto errores menores.

Lo siguiente, sistemáticamente, era que el camarero nos preguntara cuántos comensales éramos, aunque estuviera más que claro que íbamos los dos solos. La respuesta, aunque no hubiéramos entendido nada de la pregunta, era siempre la misma: levantar la mano derecha con los dedos índice y corazón apuntado hacia arriba, pero siempre con la palma mirando hacia el camarero; hacerlo con la palma hacia uno mismo significaba lo mismo que en los países anglosajones: “que te den..” Se podía perfeccionar diciendo “futatsu”, dos.

Dicho esto, te conducían a una mesa, a la barra o a una esterilla en el suelo (en los sitios más tradicionales). Sentarse en la esterilla es todo un arte que yo no dominaba en absoluto. Era totalmente incapaz de conseguir la postura del loto, y lo máximo que alcanzaba era una mala imitación de la postura “de la sirenita”, que se consideraba suficientemente aceptable para un guiri. Por suerte, pocas veces tuvimos que comer en el suelo.

Una vez acomodado y resuelto el problema de elegir el menú, te solían traer todo a la vez, para que fueras comiendo en el orden que quisieras. Eso sí, siempre con cuchara (las sopas) o palillos (todo lo demás). Si ya es difícil dominar estos utensilios, y llegar al virtuosismo de pellizcar un solo grano de arroz o un guisante, no se podían olvidar otras muchas reglas, si no querías que te consideraran un maleducado. Sin extenderme demasiado, no se podía echar la salsa de soja sobre el arroz, pero si en la sopa. No se podían dejar los palillos clavados en el cuenco del arroz, ni sonarte, ni señalar nada con  el dedo (pero sí se podía señalar con la mano entera, siempre y cuando la mantuvieras con la palma hacia arriba). Te podías refrescar la cara con la toallita helada que te ofrecían, pero la tenías que dejar bien doblada en el borde de la mesa. Los palillos se usaban exclusivamente para servirte comida de la fuente en tu cuenco (con el extremo plano) o para llevarte la comida del cuenco a la boca (con el lado afilado), pero no para señalar, para ofrecerle un bocado a otro comensal ni para pinchar un trozo de comida. Y si tenías que pasar por delante de alguien (para llegar a tu mesa o ir al servicio), había que pararse antes, inclinarse un poco y mover la mano como si se estuviera cortando algo. Vamos, que si quedábamos bien era de casualidad.

Releyendo este capítulo me doy cuenta de que puede parecer que no hacíamos otra cosa más que comer, cuando en realidad nos hartamos de recorrer el país. O sea que sigamos con nuestro recorrido por Tokio desde donde lo dejamos en el capítulo anterior, en el barrio de Shinjuku, repleto de oficinas del gobierno y tiendas de ropa.

La simple llegada en metro ya impresiona. La estación dicen que es la más concurrida del mundo, con dos o tres millones de pasajeros al día. No nos pusimos a contarlos, pero asustaba un poco ver los largos pasillos literalmente repletos de gente, casi hombro contra hombro, caminando cual zombis sin un ruido, con la vista perdida en el inexistente horizonte.

Lo primero que hicimos, como buenos turistas, fue subir al último piso del ayuntamiento. Así contado no parece nada apasionante, pero cuando llegamos a la planta 45, a más de doscientos metros de altura sobre la calle, no pudimos evitar abrir la boca cual paletos de visita en la capital, que en el fondo es lo que éramos. Es verdad que no era tan alto como el Empire State, pero sí mucho más moderno, y con unos ascensores muchos más rápidos. Y desde arriba, en lugar de los requetevistos (en las películas) rascacielos de Manhattan, se veían los para nosotros desconocidos edificios de Tokio, contra el fondo impresionante del Monte Fuji.

Recorrimos después las calles más comerciales, como Omotesando, repletas de tiendas de ropa, desde las cadenas más exclusivas hasta locales mínimos especializados en ropa manga, pasando por franquicias tan familiares para nosotros como Zara o Camper.

No voy a extenderme sobre este barrio, salvo una referencia a las tribus urbanas, especialmente a los cosplay, que en aquella época se reunían en el cercano barrio de Harajuku. Cientos de adolescentes, con amplia mayoría de chicas, vestidos con disfraces a caballo entre el manga, los personajes de Disney, Lolita y cualquier otra extravagancia que se te pueda ocurrir, charlaban, paseaban, o simplemente se exhibían y posaban en los alrededores del puente Jingu-bashi, justo al lado de la estación de metro. No era solo que se dejaran fotografiar, sino que la mayoría consideraba un triunfo conseguir atraer la atención de los turistas o los simples paseantes.

Para el primer día ya estaba bien, y después de media hora de metro y otra media hora andando llegamos a nuestro hotel de pinipón, no sin antes pasar por el supermercado de nuestro barrio para comprar provisiones y prepararnos un picnic en la habitación. Por suerte, los súper japoneses funcionaban más o menos como los españoles, aunque gran parte de los productos a la venta nos resultaban irreconocibles. Nos limitamos a comprar un par de tomates (magníficos, pero a precio de oro), arroz glutinoso ya cocido, una lata de atún y unos palillos, pero al final nos salió más caro que comprar un eki bento en la estación de metro. Poco a poco iríamos aprendiendo.

Pero eso es otra historia.

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