En la química, en la física y en las matemáticas hay una poesía difícil de encontrar en otras ramas del saber. Frases como “La solución de la completa es la suma de la general de la homogénea y la particular de la incompleta” son un paradigma perfecto del concepto de “lectura difícil”, en clara contraposición al de “lectura fácil”, tan bien explicado por Cristina Morales.
¿Qué decir de la entropía, magnitud que pretende medir “el grado de desorden del universo”? Lo más preocupante es enterarse de que, según la termodinámica, en todo proceso físico la entropía tiende a crecer, hasta alcanzar su máximo valor, instante que coincidirá con el del fin del universo.
En la geometría, una de las partes más hermosas de las matemáticas, encontramos conceptos tan atrayentes como el de “momento de inercia”. No se refiere, como podríamos pensar en una lectura apresurada, a esos instantes en que no dejamos llevar por los acontecimientos, incapaces de tomar una decisión que pueda cambiar nuestra trayectoria vital. Mucho más fascinante es la definición real del momento de inercia como, en un cuerpo en rotación, la suma de los productos de las masas de sus partículas multiplicadas por el cuadrado de la distancia de cada partícula al eje de giro.
Así comprendemos que Platón, el de las anchas espaldas, ordenara grabar en las puertas de la Academia la famosa inscripción: “Que no entre aquí quien no sepa geometría”.
Si pasamos ahora al álgebra, preciosa palabra árabe que designa a la parte de la aritmética que estudia los números, nos encontramos con conceptos tan curiosos como el de número primo, con una definición decididamente esotérica: “Número que solamente es divisible por sí mismo o por la unidad”. La extrañeza aumenta cuando nos enteramos de que los números no son primos unos de otros, sino de manera aislada, algo difícilmente comprensible para una mente normal. Sería fácil comprender que el diecisiete es primo (casi hermano, diría yo) del diecinueve, pero ¿decir que el veintitrés es un número primo? ¿primo de quién? Solo añadiéndole el artículo indeterminado cobraría sentido, si bien muy diferente del matemático: “el veintitrés es un primo”. Y, para colmo, resulta que no hay números hermanos, hijos, tíos ni cuñados. Toda posible relación numérica de parentesco se limita a la condición de primo, aunque sea de sí mismo.
Otro ejemplo de literatura de lo absurdo lo tenemos en los números imaginarios. ¿A quién se le ocurriría imaginarse un número? De hecho, los números con los que podemos soñar, incluso durante la peor de nuestras pesadillas, no dejan de ser reales, según la terminología matemática. La definición canónica de número imaginario no consigue añadir claridad, antes al contrario. Un número imaginario es un número complejo cuya parte real es igual a cero. ¿Y? O sea que para poder imaginar un número debe ser complicado —complejo— y su parte real tiene que ser cero. ¿No es posible, por tanto, imaginarse un dos, un siete o un mil novecientos cuarenta y dos?
No voy a dejar el álgebra sin mencionar otro concepto, el de transfinito, definido como el conjunto de todos los números infinitos. ¡Qué minúsculos se quedan lugares comunes como odio infinito o hastío infinito! El transfinito llega mucho más allá. Cuando le digamos a otra persona “mi amor por ti es transfinito”, solo le quedarán dos opciones: darnos una bofetada o caer rendida en nuestros brazos.
Miremos ahora hacía la química. Ya la tabla periódica de los elementos es pura poesía conceptual, con grupos fácilmente comprensibles, como los metales nobles o las tierras raras, junto a otros que hacen volar nuestra imaginación. Uno de ellos es el de los elementos transuránicos, a los que suponemos errando por los confines más lejanos de nuestro sistema solar. O los llamados gases nobles, no por utilizarse para la joyería, sino por ser incapaces de mezclarse con ningún otro elemento. Algunos muy conocidos, como el helio de los globos aerostáticos, el neón de los tubos fluorescentes o el kriptón que asociamos con Superman; otros son menos obvios, como el argón, el xenón y el radiactivo radón.
Siguiendo con los gases, nos podría entusiasmar el concepto de gases perfectos, hasta que nos enteramos de que son un mero artificio de cálculo y que no se encuentran en el mundo real. Son, por tanto, imaginarios.
Habrá quien se pregunte si existen, en contraposición con los gases
nobles, también gases
innobles. Pues sí, existen, aunque este sea un término más escatológico que científico. Por cierto, en la composición de estos gases innobles entra un porcentaje significativo de los conocidos como
gases aromáticos, cuyo aroma no es, exactamente, a rosas.