martes, 26 de diciembre de 2023

MAESTRAS

Del el 31 de octubre de 2023 al 4 de febrero de 2024, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha organizado una exposición de obras de arte,  realizadas exclusivamente por artistas mujeres, desde finales del siglo XVI a las primeras décadas del siglo XX.


Rocío de la Villa, comisaria de dicha exposición, presenta MAESTRAS, como un recorrido feminista por la historia del arte. Pero también se exploran aspectos estéticos, sociales y políticos, en palabras de la propia Rocio.

 La exposición abre el recorrido con tres versiones de Judit decapitando a Holofernes. Judit y su criada de Artemisa Gentileschi, Judit con la cabeza de Holofernes de Lavinia Fontana y Judit y Agra de Fede Galizia. No se puede dejar pasar por alto el mensaje de estas artistas eligiendo el tema, en el que una mujer, por venganza, decapita a un hombre. Consideración aparte es que Judit fuera una heroína bíblica o que la víctima fuera rey o no. La misma Artemisa fue violada por su maestro de pintura, poco antes de la creación del cuadro.


En la  siguiente sala seguimos con cuadros históricos como Jael y Shara también de Artemisa, un tema igualmente violento en el que Jael mata a Shara clavándole un clavo en la sien o Porcia hiriéndose en el muslo de Elisabetta Sirani.

De Susana y los viejos también de Artemisa hay dos versiones. En una, Susana es acosada por dos viejos que la descubren bañándose. En la segunda, Susana aparece desnuda mientras que uno de los viejos le exige silencio, señalando  un dedo sobre el labio. En ambas la expresión de Susana es de indefensión.

 En la siguiente sala veremos los bodegones del siglo XVII de Centroeuropa, como María Moninckx, Sibylla Merian y su hija Johanna Helena Herolt. Flores, frutas, insectos. Sí, pero manzanas a punto de marchitarse, moscas sobre una raja de melón, mariposas sobrevolando flores para chupar su néctar. No son cuadros bonitos, son cuadros que reflejan el paso del tiempo. Algunas de estas pintoras no pudieron firmar sus obras, como Clara Peters que recurre a un subterfugio, se pinta su propio rostro como un reflejo en el cuadro. Otras tuvieron que aceptar que sus obras fueran firmadas por varones de su entorno.



En el siglo XVIII, con la Ilustración la mujer adquiere más independencia y aparecen los retratos de mujeres. Pintoras como Elisabeth Vigeé-Le Brun, Adélaide Labille-Guiard, Angelica Kauffmann, y esculturas como Marie-Anne Collot y Anne Seymour Damer. Todas representan mujeres cultas que buscan su identidad en escenarios como las ruinas arqueológicas al pie del Vesubio de Lady Hamilton. Merece la pena destacar a una española, Victoria Martín, única mujer que fue admitida en la Real Academia de Bellas Artes Santa Cristina de Cádiz.


Con el Romanticismo se va buscando el exotismo: pastores, gitanas y campesinos habituales en la pintura costumbrista española serán interpretados en clave orientalista en Paris. La gitana de Marie Blanchard. Muchacha española apoyada en un alfeizar de Mary Cassatt, Cabeza de campesino de Gertrude Vanderbit- Witney, son algunos ejemplos, que merecen la pena verse en la exposición.

Mujeres y trabajo, es el título de la siguiente sala. La zapatería de Elizabeth Sparthawk-Jones, El cerezo de Berthe Morisot, Las lavanderas de Marie Petiet o mujeres trabajando en el campo como Alice Havers y Eloisa Garnelo.

Nuevas maternidades  refleja con ternura la dependencia del bebé. Escena de empeño de la sevillana María Luisa Puiggener muestra una pobre mujer cargando con su hijo y esperando que el prestamista le dé algo por las baratijas que le muestra. Maternidad, retrato de mujer desnuda dando de amamantar a su hijo, de Paula Modersohn-Becker. Cuidadoras de enfermos de Henriette Browne.


Complicidades: retratos de mujeres charlando  en grupo como Un día de verano, Las hermanas de Berthe Morisot. Otras impresionistas como Lola Anglada, Verbenas de Maruja Mallo, Mary Blanchad, En el palco de Helene Funke, Niña tehnocana Lucha María de Frida Kahlo.

Las hermanas de Berthe Morisot

Resumiendo, más de cien obras de arte que conviene no perderse, ya que es un momento único para ver muchas de ellas. en nuestro pais.

viernes, 15 de diciembre de 2023

"El tercer hombre" ("The Third Man" G.B. 1949) la obra maestra de Carol Reed (esta noche en Classics de TRECE TV, presentada por José Luis Garci)

Queridos Cinéfilos:
Carátula de mi dvd

Muy brevemente porque en dos horas, a las 22:15 en TRECE TV, en abierto y cobertura nacional, José Luis Garci va a presentar, y debatir tras su emisión, en su programa semanal de Cine en la noche de los viernes  Classics, la extraordinaria cinta "El tercer hombre",  dirigida por Carol Reed, con guion sobre la novela homónima de Graham Greene, que se consideró como la mejor película británica de la historia en una encuesta de la crítica a comienzos de los 60s hasta esa fecha... y hasta bastantes años después, diría yo, opinión que sustento en los siguientes hechos:
  • La excelencia del guion.
  • La perfecta dirección y realización, sin el mínimo fallo.
  • Interpretaciones muy buenas: Orson Welles, Alida Valli, Joseph Cotten, Trevor Howard y los secundarios, sin excepción.
  • Fotografía SOBRESALIENTE en B/N de una Viena semidestruida tras la guerra, pero maravillosa incluso en esas terribles circunstancias, ocupada por las cuatro potencias vencedoras en 1947, donde los habitantes intentaban rehacer su vida, no siempre de la manera más ortodoxa.
  • El tema musical de Antón Karas, utilizando una especie de cítara típica centroeuropea, que se hizo absolutamente famoso.
Sugiero que consultéis la muy útil ficha de Filmaffinity, a cuyo enlace refiero,  para conocer más detalles de esta película, porque se me acaba el tiempo  para explayarme en ella.

Tan sólo quisiera recomendar vuestro más detallada atención a varias escenas que me encantan:
  • La conversación del protagonista, Holly Martins (Cotten), a través del hueco de la escalera con el portero cuando le pregunta por lo que le ha pasado a su amigo Harry Lime (Welles), al que ha ido a buscar a Viena.
  • Cuando en casa de la "chica" (Valli) se presenta una patrulla de la policía militar ocupante para detenerla.
  • La que se desarrolla en la gran noria vienesa del parque Prater (de 125 años de edad), momento esencial de la trama.
  • La que se desarrolla en las alcantarillas. 
  • El travelling del final de la película. 
La vi por primera vez en un cine de Arte y Ensayo en 1970, con 20 años, y cada vez que la veo de nuevo, ya más de cinco, con seguridad, me gusta más.

Excelente CINE, Amigos.

Manrique

lunes, 4 de diciembre de 2023

"La Verbena de la Paloma" (José Luis Sáenz de Heredia 1963), recordando a la inolvidable Conchita Velasco. DEP

Queridos Cinéfilos

Concha Velasco en su retirada (2021)

Hoy no es un día feliz, ni siquiera alegre para muchos españoles y para mí, porque a los crecientes problemas nacionales y mundiales que nos amenazan se suma una sensible pérdida, lamentablemente esperada por natural,  la muerte anteayer de Concha Velasco, que los españoles de mi generación (ella era 11 años mayor que yo) y la anterior que aún vivimos preferimos llamarla y recordar como Conchita Velasco, la actriz joven más famosa y, sobre todo, más querida en la España de los años finales 50s y todos los 60s, por ser preciso con independencia del caso de Marisol, que era todavía una niña.

Aunque ya había actuado en papeles menores de siete películas desde 1955, "saltó a la fama" con su participación como una de las protagonistas en tres filmes corales consecutivos, comedias costumbristas de ámbito madrileño que obtuvieron un enorme éxito de taquilla: "Las chicas de la Cruz Roja" (Rafael J. Salvia 1958), "Los tramposos" (Pedro Lazaga1959) y "El día de los enamorados" (Fernando Palacios 1959). 

Ya cuando las vi, y aún más ahora, mi favorita era y es la segunda, que me sigue garantizando hora y media de diversión con los que considero que son los mejores y más carpetovetónicos gags de la historia del Cine Español...junto con los de las mejores películas de Berlanga

En esas tres películas y otras muchas comedias posteriores siempre dio imagen a sus personajes de lo que realmente ella era: una alegre, simpática y positiva joven española, una "muchachita de Valladolid", como se tituló una exitosa comedia teatral llevada al cine en 1958, pero no protagonizada  por ella porque aún era demasiado joven para el papel de protagonista absoluta y tampoco había alcanzado el status para ello.

En los años 60s y posteriores participó en multitud de comedias pero ya con algunos dramas, el más temprano de todos ellos "El Indulto", notable cinta de 1961 con dirección y guion de José Luis Sáenz de Heredia sobre una nada complaciente novela de Emilia Pardo Bazán. Para mí el paso definitivo a actriz dramática llegó con una de las películas de Pedro Olea en las que trabajó, "Pim, pam pum.. ¡Fuego!" (1975).

Después, ya mujer de media edad y definitivamente como Concha Velasco, participó en muchas películas y bastantes obras de teatro durante nada menos que cuatro décadas, aunque con anterioridad había actuado en varias obras del añorado "Estudio 1" semanal de TVE, que fue el espacio cultural que más ilustró a la gran masa de españoles en nuestra historia (podéis ver "a la carta" desde este enlace, naturalmente con la escasa calidad de grabación disponible en esa época, 1965, una de mis favoritas, "La Dama del alba" de Alejandro Casona, en la que ella trabajaba y cuya trama me encantó a mis 15 años).

 también hay que destacar su excelente actuación como protagonista en una muy buena serie, dirigida por Josefina Molina en 1984 para TVE"Teresa de Jesús" (8 capítulos), ya en color y con razonable definición, disponible en este enlace de RTVE Play.

Susana, D. Hilarión y Casta
Pero he dejado para el final la película musical de Conchita, cuando no era aún Conchaque más deseo volver a ver y aconsejo que descubran los que no la conozcan, porque para mí es una maravilla cómo actúa en todos los aspectos, perfecto ejemplo de la chulapa castiza Susana, hablando, cantando, bailando y enamorándonos en "La Verbena de la Paloma", famosísima zarzuela de finales del siglo XIX magníficamente adaptada y realizada en 1963 por José Luis Sáenz de Heredia, estimo que con el mejor nivel de producción alcanzado en la historia de los musicales españoles, añadiendo a todo lo anterior las esplendidas interpretaciones de los principales secundarios, destacando entre ellos los veteranos  Milagros Leal, Mercedes Vecino y el sobresaliente Miguel Ligero (antológico cuando canta la celebérrima "Una morena y una rubia" e interpretando el papel del simpático boticario Don Hilarión, viejecito verde y rico que ilusamente sueña conseguir algún éxito con alguna de las dos jóvenes, la morena Susana o la rubia Casta, papel interpretado por la guapa mejicana Irán Eory). 

Antes de despedirme tengo que dudar seriamente del criterio de necesariamente muchos votantes en la valoración en FilmAffinity para esta película, cuyo nota media resultante se nos informa que es un rácano 5,2, lo que es perfectamente incoherente con las valoraciones firmadas, justificadas y registradas en la ficha de la película en esa página de su web correspondientes a las 9 críticas de usuario existentes, que le asignan las siguientes valoraciones,  ordenadas desde la más "útil/fiable" hasta la menos): 8, 10, 8, 10, 7, 10, 7, 5, 7, que suman 72 y al dividir entre 9 da una media exacta de 8. Sorprendente discrepancia entre los 9 usuarios que se han molestado en escribir su crítica justificando su valoración y los otros 809, a fecha de hoy, votantes anónimos que votan y "pasan". No recuerdo caso igual en FilmAffinity. Desvelo que yo, uno de esos 809, le he dado un 8.

Como el director de la película era familia de un fusilado en la Guerra Civil, hecho muy conocido, ¿podría pensarse que un necesariamente numeroso grupo de personas haya votado muy pobremente para calificar esta película debido a esa referencia más que por su calidad, suponiendo que la hayan visto?

Aclaro, la película, cuya trama se desarrolla en el año 1894, exactamente cuando se estrenó la zarzuela original, no tiene ni un solo fotograma o frase con intencionalidad política, en mi opinión, que agradeceré me corrijáis si detectáis algún dato que la invalide.

Reitero: Si no la conocéis, buscadla y la disfrutaréis..... 

Más fácil, aquí tenéis el enlace para poder verla desde internet libre, o desde Movistar+ si estáis suscritos.

Te recordamos y queremos, Conchita/Concha

Manrique


jueves, 30 de noviembre de 2023

"Moonlight Shadow", recordando a Marta.


Queridos Cinéfilos y Amigos asimilados (entre éstos, a los del GSA), inicio este comentario con un preámbulo que considero necesario:

La inmensa mayoría de las civilizaciones, por no decir todas, y hasta la de los grupos étnicos conocidos actualmente que nunca han alcanzado un equivalente nivel de desarrollo humano, debido a sus creencias han profesado respeto por sus ancestros, a los que consideran ya ausentes del mundo material pero sobreviviendo espiritualmente en un nivel superior desde el que continúan conectados, de alguna forma, con la vida de los que aún viven su existencia terrenal. 

Los cristianos, con independencia del particular grado de racionalidad y estudio que cada uno haya dedicado a investigar las más posibles respuestas a las esenciales cuestiones filosóficas sobre nuestra existencia (algo que, en mi opinión, debería hacer todo ser humano, cualquiera que sea su creencia previa o falta de ella), tenemos la convicción de que nos componemos de cuerpo mortal y alma inmortal, algo así como el hardware y el software. ¿Verdad o ilusión infantil? Interesante debate, al menos para mí, pero que en absoluto estoy aquí abriéndolo, simplemente lo he referenciado porque es dato significativo para este comentario.

¡Basta de rollo, Manrique!: ¿A qué viene esta homilía?

Tranquilos, Cinéfilos, ahora lo entenderéis, cuando os cuente una experiencia vital: 

En casa, ni nuestras dos hijas (Marta y Virginia, ferrolanas de 1976 y 1980) ni Mari Carmen o yo éramos seguidores de la música de Mike Oldfield, que no conocíamos prácticamente hasta finales de los 90s, pero la poca que habíamos oído nos pareció novedosa y atrayente cuando la encontramos, muy incoherentemente aplicada, en una buena película, la impactante, necesaria y verídica "Los gritos del silencio" ("The Killing Fields" 1984, ganadora de tres Oscar en sus siete nominaciones) en donde trama y música no casaban, en mi opinión.
Pero nuestro aprecio por la música de Mike Oldfield se elevó mucho una noche de nuestras vacaciones familiares en Las Navas del Marqués en el verano de 1999, cuando La 2 emitió en diferido el concierto de lanzamiento de su composición sinfónica moderna Tubular Bells III, 25 años después del gran éxito de su inicial Tubular Bells de 1973 y a los cinco de la más floja Tubular Bells II

Años felices en Ferrol
A falta de mejor plan para aquella noche, vimos y grabé dicho concierto, que se había celebrado el 04.09.1998 al aire libre en el Horse Guards Parade de Londres, en una noche que acabó lluviosa, lo que no consiguió deslucir su gran éxito, como podéis comprobar en el vídeo de La 2 del concierto completo, accesible en este enlace.

Nos gustó, tanto más cuanto que una de las tres cantantes en las arias de Tubular Bells III era Rosa Cedrón, voz y cello del muy buen grupo de folk gallego “Luar na Lubre” (“Luar”, atractivo nombre para la luz de luna y “Lubre”, femenino, el de un bosque sagrado celta; la contracción “na” es en español “en la”) conjunto del que os inserto aquí el enlace para , poder ver y oír la interpretación en directo de su preciosa canción original “Camariñas”. Y como argumento para convencer a los escépticos respecto a mi querencia por Galicia, tras vivir en Ferrol mis más felices 14 años, inserto este otro enlace de cuando se interpretó en uno de los conciertos de los celebérrimos BBC Proms del Albert Hall de Londres esa misma canción, con acompañamiento sinfónico, en gallego y gaélico, por la cantante escocesa Julie Fowlis.

El vídeo del concierto completo dura 85 minutos, desde los primeros acordes teloneros con la apertura del Tubular Bells iniciático de 1973 como referencia, interpretados por el grupo de acompañamiento para dar entrada a Mike Oldfield con su guitarra solista, continuando ininterrumpidamente hasta el final de la première del Tubular Bells III, que termina con unas inmensas campanadas tubulares que callan exactamente en el minuto 59:50 del vídeo, ¡en estudiada y perfecta sincronía!, sólo unos pocos segundos antes de que la campana del cercano Big Ben diera las 10 en punto, cuya imagen se recoge en directo en ese instante. Perfeccionismo puro del productor e intérpretes del concierto. No es extraño que, ante la "magia" de ese momento, alcanzase un máximo la ola de gritos de aprobación y aplausos de los espectadores, enfocado entre ellos al entusiasmado magnate Richard Branson (Virgin Air, Virgin Music Records, etc,), que apoyó desde el principio de su carrera a Oldfield.

Marta, con Clara y Sofía, 2017
Pero lo que realmente nos encantó, a los cuatro, fue el primero de los bises a continuación, la clásica “Moonlight Shadow” (Sombra de luz de luna) de 1983, para mí la mejor canción que conozco de Mike Oldfield, con la valiente y no edulcorada interpretación, necesaria para una historia de tristeza y rabia, por parte de una de las tres cantantes que habían intervenido en la pieza principal, Pepsi DeMacque, versión que aquí podéis acceder, aunque también está grabada a partir del minuto 61 en el vídeo del concierto completo cuyo enlace antes he insertado.

La vimos bastantes veces en nuestro antiguo vídeo y luego en internet,, porque nos gustaba mucho, aunque entonces yo no podía imaginar que veintiún años después, tras el maldito junio de 2020, cuando el más inhumano asesino mató a Marta, me emocionaría infinitamente más… 

La letra de la canción (la copio al final en inglés), escrita para voz femenina, narra cómo en una trágica noche su chico muere asesinado a tiros en un alboroto nocturno, del que no supo salir, llevado al más allá por una sombra de la luz de luna. 

La chica termina lamentándose repetidamente con una mezcla de rabia, dolor y esperanza: 

Vivo, rezo.                                               I stay, I pray  
Nos veremos en el cielo, muy lejos.    See you in heaven far away
Vivo, rezo.                                               I stay, I pray 
Nos veremos en el cielo algún día.      See you in heaven one day

Pues a mí me pasa lo mismo y por eso me emociona escuchar esta canción, recordando a mi hija Marta, como he hecho muchas veces en este mes que hoy acaba, el de especial recuerdo de difuntos queridos para los cristianos ... y quizás también para bastantes no creyentes. 

Manrique

MOONLIGHT SHADOW 
The last that ever she saw him 
Carried away by the moonlight shadow 
He passed on worried and warning 
Carried away by the moonlight shadow
Lost in a riddle that Saturday night 
Far away on the other side 
He was caught in the middle of a desperate fight 
And she couldn't find how to push through 
The trees that whisper in the evening 
Carried away by the moonlight shadow 
Sing a song of sorrow and grieving 
Carried away by the moonlight shadow 
All she saw was a silhouette of a gun 
Far away on the other side 
He was shot six times by a man on the run 
She couldn't find how to push through 
I stay, I pray 
See you in heaven far away 
I stay and I pray 
See you in heaven one day 
4 a.m. in the morning
Carried away by the moonlight shadow 
As I watched your vision forming 
Carried away by the moonlight shadow 
Stars move slowly in a silvery night 
Far away on the other side 
Will you come to talk to me this night 
But she couldn't find how to push through 
I stay, I pray 
See you in heaven far away
I stay, I pray 
See you in heaven one day 
Caught in the middle of a hundred and five 
The night was heavy and the air was alive 
She couldn't find how to push through 
I stay, I pray 
See you in heaven far away
I stay, I pray 
See you in heaven one day
I stay, I pray
See you in heaven far away 
I stay, I pray 
See you in heaven 
See you in heaven 
See you in heaven 
See you in heaven one day

domingo, 12 de noviembre de 2023

Calle del Sol

Negras banderas agitan los aires, 

nubes oscuras nos impiden ver. 

Y aunque nos oprime el dolor y la muerte, 

contra el enemigo nos llama el deber. 


     Arrimado a la ventana, a la luz cálida del sol de primavera, vuelvo a escuchar la grabación, ya un tanto deteriorada por el uso.

     En la funda del disco, con los bordes raídos, aparece pulcramente rotulado el título, “La varsoviana”, junto al sello del sindicato y la signatura de la fonoteca: Cantos del pueblo-CP03. 

     Debería devolverlo.

     Observo a Concha levantar el cierre de su mercería. Ligeramente coqueta, o simplemente alegre, nunca olvida algún toque de color, como el broche rojo que ahora recoloca en la solapa de su traje sastre.

     Creo que Concha sabe muy bien lo que quiere y lucha por conseguirlo. Hace ya cinco años que murió su hijo. Ella no es como otras mujeres, cuyos maridos o hijos también cayeron durante el interminable año de la Guerra. No lleva un lazo negro, ni tiene un retrato de Andrés presidiendo la mercería con su uniforme de soldado. Tampoco hay una foto de Eugenio, su marido, fallecido de cáncer muchos años antes de que comenzara todo esto.

     Nunca le ha perdonado a Eugenio que se muriera, irresponsable, justo cinco años después de la boda, y que la dejara sola con un hijo que más que travieso parecía una mezcla de tiovivo y colibrí. Considera esa muerte un abandono, una traición.

     Tampoco le gustó que su hijo, con solo dieciocho años, se presentara voluntario cuando comenzó la Guerra. Fueron cuatro las columnas que el sindicato organizó en Madrid y que se desplegaron en poco tiempo, cruzando la península para reducir los conatos de sublevación en Valencia, en Pamplona, en Ferrol y en Sevilla. O hasta cinco, si contamos la motorizada, infinita, que bajó por el valle del Tajo hacia Talavera, Mérida y Badajoz. A su Andrés lo mataron en una dehesa sin nombre, mientras impedía el avance hacia Sevilla de las divisiones africanas. Decenas de miles de hombres y de mujeres de ambos bandos murieron en la cordillera Cantábrica, en la brecha de Almansa y —sobre todo— en los bombardeos de las grandes ciudades. No como ratas, porque no huían ni se escondían. Fue más bien una especie de suicidio colectivo. Pero eso a ella no le consuela, ni a mí tampoco.

     Toda aquella gente, héroes los llaman a unos, facciosos a los otros, cayó sin tiempo de darse cuenta, sufriendo durante unas horas, unos días en el peor de los casos. Momentos duros, negros, pero finitos. No tuvieron la maldita fortuna de sobrevivir, como yo, de quedarse amarrados para siempre a estos arneses, a estas prótesis inquisitoriales. El negro sarcasmo de que un médico me dijera, con cara alegre, que no me preocupara, que las cicatrices habían cerrado muy bien, que aún viviría muchos años.

     Y que añadiera, en el colmo del escarnio, que había tenido mucha suerte.

     Esas mismas cicatrices que, cada pocas horas, me obligan a abandonar mi puesto de observador para curarme, limpiarme, masajearme; que me hacen perder el hilo de lo que escribo.

      Vuelvo a releer el cuaderno y de paso borro, corrijo, encerrado en mi jaula de hierro y hueso. A mí nadie me vengará, salvo yo mismo. El día que muera nadie firmará mi esquela.

     

     

     

     El odio de Concha se concentró, al principio, en los asesinos de su hijo. Aquellos soldados morenos, mal afeitados, que invadieron nuestras calles una mañana, mirando sin ojos con sus gafas negras, apuntando a azoteas y peatones con el dedo en el gatillo, avanzando sincronizados en giros de ballet. Pronto desaparecieron, huyendo en desbandada hacia los puertos que todavía conservaban en su poder. Con ellos se fue el miedo.

     Mi rencor, en cambio, va contra mis compañeros. Los que me enviaron a aquella misión innecesaria, los inútiles que se olvidaron de retirar la mina que explotó bajo mi moto.

     Un día de abril acabó la guerra, quedaron solo algunas partidas dispersas por las montañas del Rif; poco a poco fueron rindiéndose, o cruzaron la frontera. No hubo represalias contras los soldados, pero no quedó más remedio que fusilar a los oficiales. Fueron tiempos de alegría para unos y de llanto y rabia para otros.

     Los primeros años fueron maravillosos. Una nueva era. Millones de campesinos celebraban el reparto de tierras a las cooperativas. Los ricos huían a Tánger, a Lisboa, a Londres, llevándose todo lo que podían. Las fábricas, colectivizadas, funcionaban a pleno rendimiento. La noche de San Juan se quemaron todos los papeles. En algunos pueblos, entre audaces e inocentes, se abolió el dinero. De cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades. Bellas palabras que se hicieron realidad. Libertad, Igualdad, Fraternidad, viejos ideales alcanzados. Regadíos, escuelas libres, dispensarios. Misiones pedagógicas, La Barraca mil veces multiplicada. No hizo falta quemar las iglesias, los curas se fueron, miles de edificios quedaron libres para teatros, auditorios, gimnasios. Cada día un nuevo avance, una victoria. Aborto, eutanasia, todo era progreso; atrás quedaron los viejos vicios, las costumbres que parecían leyes, los “porque lo digo yo”, los señoritos.

     Llegaron gentes nuevas de cien países, fugitivos de otras guerras e injusticias. Internacionalismo proletario. Las fronteras matan. De Alemania, de Ucrania, de las colonias africanas, de Siam y Cochinchina, desde todas partes fluía hacia España una riada libertaria.

     Poco a poco, sutilmente, algo fue cambiando, en un casi imperceptible retroceso. El bloqueo, la quinta columna, la lucha contra el fascismo triunfante en el resto de Europa, hasta en América, justificaban los matices, los controles. Todo por la Revolución, sin la Revolución nada. Diferencias, privilegios, castas, las malas hierbas volvían a crecer con fuerza. Policía Popular Revolucionaria. Centro de Rehabilitación para los enemigos del Pueblo. Los delegados pasaron a ser camaradas presidentes, luego presidentes a secas, ahora señores presidentes. No excelentísimos, todavía. Se volvió a escuchar el usted, el señor y otras palabras casi olvidadas. Regresaron las corridas de toros, solo cambiaron las letras de los pasodobles. Y los trajes de los toreros, ahora todos rojinegros.

     Odio a los que se aprovecharon de nuestro esfuerzo, de la muerte de tantos luchadores, para implantar este régimen de hormigas. No soporto a los altos funcionarios, gorilas envejecidos, hienas de trastienda, que siguen pretendiendo organizar el mundo como una mala copia de tan bella utopía. Que han impuesto su lenguaje altisonante, hueco, con palabras que ya nunca significarán lo mismo. Que se olvidaron de las palabras de Durruti, siempre tan certero: “Es necesario abolir la burocracia parasitaria que se ha desarrollado considerablemente en los organismos municipales y en el Estado.”

     Esos funcionarios especializados en el vuelva usted mañana, que han cambiado hasta el nombre de las calles: mi casa, sin moverse del sitio, ahora está en el 14 de la calle de la Solidaridad Internacional, como dice el letrero de la esquina, sistemáticamente apedreado por los chiquillos al salir de clase. Nadie usa los nuevos nombres al hablar, pero las cartas dirigidas a Calle del Sol, 14 son devueltas sistemáticamente con el sello “DIRECCIÓN DESCONOCIDA” en el reverso. Esos pequeños detalles son los que, a todas horas, día tras día, me refuerzan en mi plan.

     Pasados los primeros días de duelo por la muerte de Andrés, todavía en plenos combates, con los sublevados en franca retirada hacia Algeciras, Concha reabrió la mercería que en su momento montara con la ayuda de su Eugenio. Un martes cualquiera llegó la carta del sindicato: la tienda había sido colectivizada y pasaba a manos de sus trabajadores. Poco cambiaría, ella era la única empleada. En el escaparate colocó el letrero obligatorio “Empresa colectivizada por sus trabajadores. Sindicato Único del Comercio”. Dentro, los mismos hilos, botones, puntillas, cintas expuestas en arcoíris, madejas de lana. Cada vez menos, porque los suministros menguaban más deprisa que las ventas. No hay divisas, le decían unas veces. Otras le echaban la culpa al bloqueo. Más de una vez intentó cerrar el negocio, harta de discutir con los burócratas del sindicato por una partida de agujas y dedales. No le dejaron. Era un servicio público, un trabajo vitalicio, le decían.

     La mercería ocupa un bajito mínimo, no más de cuatro metros de fachada. El cristal del escaparate, astillado en un bombardeo, todavía luce una raja de esquina a esquina. Hay otras prioridades, le dicen cuando reclama uno nuevo. No sabe cuáles. Un papel engomado cruza el ventanal. Heridas de guerra mal vendadas.

     Dentro no hay mostrador, ha sido reemplazado por una mesa camilla. En invierno, el cisco calienta a duras penas y cuatro sillas desparejas acogen la tertulia. Protegido por columnas de anaqueles, de cajones, alguna rinconera, un par de vitrinas, el local es un oasis de colores.

     La mercería, con los años, conforme la crisis y la incompetencia han ido causando el cierre por defunción de otras tiendas del barrio, se ha convertido en el núcleo de una nueva tela de araña, la de las viudas, las muchas mujeres que viven solas o con sus hijos pequeños. Las veo entrar y salir a todas horas, negándose a vestir los colores de la muerte. Ni de luto, ni de alivio. Tonos pastel, de una alegría desteñida. Con el pretexto de comprar una cremallera o un carrete de hilo para hilvanar, entran en la tienda a compartir penas, noticias, rumores, recetas o una simple taza de menta poleo.

     Ahora el polo de interés es el tablón de anuncios, improvisado al principio, luego dignificado por Sergei. Un tablero, enmarcado detrás de la puerta, recoge las humildes demandas, las ilusiones, las miserias de las clientas. Se vende juego de té en buen estado. Busco piso barato, dos habitaciones. Se cuidan niños, enfermos, tengo referencias. Ofrezco habitación con derecho a cocina. Precio a convenir. Necesito trabajo, urge. Los papelitos, con mejor o peor letra, van cubriendo todo el espacio disponible. Para algunas son la última esperanza, una botella lanzada al mar de la tristeza.

     Noto en sus caras, de abatimiento al entrar y sonrientes al salir, cómo esta red ha ido evolucionando de manera casi imperceptible, hasta convertirse en un confesionario de quejas y de agravios. Me quieren subir el alquiler. Este mes todavía no me han pagado. No hay manera de encontrar lentejas. A la Chari la han despedido. Todas comparten indignación y están de acuerdo en que hay que hacer algo, pero no saben por dónde empezar. Me gustaría bajar a hablar con ellas, pero, desde que el ascensor se averió definitivamente y los vecinos comprendimos que nunca podríamos repararlo, me cuesta mucho huir de este palomar. Solo Sergei, el portero, me visita cada pocos días para limpiar la casa y subirme la compra. Y charlar un rato, pero poco, que el hombre no es de muchas palabras. Muy de tarde en tarde le pido que me ayude a bajar a la calle. Tampoco quiero abusar.

     Estoy convencido, o me gustaría estarlo, de que las mujeres de la mercería empiezan a darse cuenta de que no están solas, de que sus parientes y amigas de otros barrios, quizás de otras ciudades, también tejen redes similares. Panaderías, fruterías, pescaderías —las poquísimas que quedan— y sobre todo peluquerías, conforman una constelación de núcleos de resistencia.

     

     Sergei, que afirma ser lituano, apareció por la finca en plena guerra, cuando el anterior portero murió de un infarto al enterarse de que una bomba había destruido la casa de su hija, con los nietos dentro.

     Venía recomendado por Antonio, el jubilado del segundo B. Hubo quien protestó porque se contratase a un ruso, como le llamaban, habiendo tanto paro; a mí me pareció bien. Qué importa el lugar donde has nacido. Sergei no cobra un sueldo fijo, acepta realizar sus tareas a cambio del alojamiento gratuito en la propia portería y de que la comunidad pague sus escasos gastos de agua, luz y gas. Él vive de las chapuzas que hace en nuestros pisos, de las tareas domésticas que desempeña para los que, como yo, no podemos realizarlas. Limpio, cumplidor, sobrio, discreto, se atreve con todos los oficios, aunque su verdadera especialidad es la electrónica. Viste casi siempre un mono gris, con las huellas desteñidas de unos galones que, por la forma, pueden haber sido de cabo.

     En su cuchitril junto a la escalera se amontonan radios, magnetofones, hasta tomavistas. Canibaliza unos equipos para reparar otros, consigue recambios nadie sabe dónde. Como un nuevo doctor Frankenstein, con su única mano sana es capaz de reconstruir y hacer funcionar la mayoría de los aparatos que le llevan. No siempre a la perfección, pero sí lo suficiente como para atender las necesidades básicas de sus dueños.

     Recuerdo, de la época en la que funcionaba el ascensor, que la portería era como un túnel sin salida; creo que no ha cambiado nada. Por una mínima puerta de cristales, encajada al fondo del portal, junto al hueco del ascensor, se accede a un espacio oscuro, largo, estrecho, sin ventanas. Solo al final, una cocina, escueta como la de un barco, se abre a un ventanuco que da a un patio profundo, en el que la ropa tendida de lado a lado impide casi por completo el paso de la luz.

     La mesa de la entrada está siempre ocupada por cualquier aparato polvoriento, con las tripas al aire, que Sergei manipula mezclando la indiferencia del taxidermista con la precisión de un cirujano. Entre esta habitación y la cocina, un sofá cama y una taza de wáter, oculta tras una cortina deshilachada, ocupan todo el espacio disponible. En la pared, sobre el sofá, el gran lujo de Sergei: una tabla procedente de cualquier mueble desechado sostiene dos o tres docenas de libros, casi todos clásicos rusos. Tolstoi y Dostoievski ocupan un lugar de honor, pero también hay espacio para escritores más modernos, como Sholojov, Bábel y Anna Rostóvtseva. Lo que no recuerdo es un solo libro lituano.

     Un ejemplar de “La dama y el perrito”, muy manoseado, suele descansar sobre la almohada. Con él pasa Sergei, según me cuenta las pocas veces que tiene ganas de hablar, las horas de la madrugada, cuando el insomnio lo expulsa de su sueño agitado. Frente al sofá, un cromo de una ciudad báltica, supongo que Vilna, tapa a medias las manchas de humedad. Su poca ropa, ya con bastantes años de uso, cuelga de un par de perchas en la misma pared o se esconde en una vieja maleta bajo el sofá.

     En sus ratos de ocio, los que pasa cada atardecer sentado en la calle, junto al portal, procura no cruzar una palabra con nadie. Sergei no tiene familia ni amistades, aparentemente.

     Solo muy esporádicamente, cada seis u ocho semanas, recibe la visita de un compatriota, o eso me parece por el pelo rubio casi blanco, la piel frambuesa y los ojos de un verde desvaído. Al cabo de dos horas justas, su supuesto amigo se marcha, mirando furtivamente a un lado y otro de la calle antes de abandonar la oscuridad del portal.

     

     

     

     Cada tarde, conforme baja el sol que ha estado todo el día tostando los adoquines, la calle se anima ligeramente.

     La primera en aparecer suele ser Concha, que a las cinco en punto abre su mercería. Cuando terminan la merienda, van bajando los niños, diez o doce, excitados como si fuera la primera vez, felices en su libertad provisional, dispuestos a jugar hasta la hora de la cena.

     Habitualmente, el último en salir es Antonio, el jubilado, que después de la puesta de sol saca a pasear a su perrillo mil leches. No falta ni una tarde, laboral o festiva, haga frío o calor. A él le da igual. Recorre la calle despacio, como ensoñado, mirando al suelo, sin saludar a sus vecinos, dejándose arrastrar por su perro histérico hasta un parque semiabandonado, un par de manzanas más allá.

     A media tarde asoma de su portería Sergei, con una sillita plegable y un vaso de agua. Si el tiempo es propicio, se recuesta contra una pared en sombra y ve pasar las horas hasta la noche. Nunca se termina la bebida; antes de plegar la silla y volver a su vivienda mínima y oscura, vierte en la alcantarilla lo que queda.

     Con frecuencia, aunque no siempre, llegan cuatro amigos, vestidos con restos de equipaciones de distintos equipos, la mayoría ya inexistentes. Juegan un simulacro de partido, con pases cortos, limitados. Tristes, como sus vidas de profesionales del fracaso. Todos habían soñado alguna vez que los ficharía un equipo importante, que serían millonarios y, sobre todo, famosos. El que más lejos ha llegado es el Vasco, jugador durante un par de temporadas en un equipo de segunda regional, hasta que una lesión de menisco lo condenó a su actual trabajo de pintor de carteleras. El fútbol es su sucedáneo de los bares, cerrados hace tiempo. Los hombres no tienen donde reunirse, fuera de los locales sindicales. Vagan sin rumbo, o se encierran en sus casas.

     Si hace sol no falla la Rubia. Nadie sabe a qué se dedica o dónde vive, pero todos la observamos, tarde tras tarde, cuando recorre la calle, orgullosa, taconeando con fuerza, la cabeza bien alta, la mirada esmeralda por encima de las cabezas de los paseantes. Al principio, alguno de los jugadores solía lanzarle un silbido, o un piropo más cursi que procaz. Hasta que se fueron aburriendo, a la vista de su indiferencia. Podría ser sorda, para el caso que les hace.

     

     

     

     Este Primero de Mayo comienza igual que todos, pero algo pasa, difícil de detectar e imposible de describir. En el ambiente se percibe una tensión, quizás una amenaza para nuestras vidas, sencillas y monótonas. Todo va a cambiar para siempre, pero los que estamos aquí no lo sabemos. O puede que alguno sí.

     Lo más extraño es el silencio. Faltan los niños, ni uno solo ha bajado hoy a jugar.

     Otros detalles menores podrían llamar la atención de un observador minucioso. La Rubia, por ejemplo, esta vez se paró en la esquina y encendió un cigarrillo; ella, que llevaba años sin fumar. Cuando por el final de la calle apareció la cabecera de la manifestación, la contempló unos segundos, con desdén, y tiró el cigarrillo casi sin empezar. Minutos después, Juanillo, el trapero, aparcó en la esquina su carro lleno de papeles y chatarra y se metió en el portal del 18.

     

     

     

     Casi dos años llevamos Sergei y yo perfilando nuestro plan. Dos años de miedo a que nos descubran y de esperanza de que algo cambie. Análisis de cada detalle, cálculos, búsqueda de materiales. Las tuercas fue lo más fácil. Poco a poco, Sergei recorrió todas las ferreterías que quedaban en la ciudad, comprando una, dos docenas cada vez.

     Lo de la dinamita fue mucho más difícil, nunca la habría conseguido sin la ayuda de mis amigos. Busqué a los viejos compañeros, los que liberaron Asturias a golpe de barreno, los picadores del pozo María Luisa, de La Güeria, de Les Roces. Ninguno quedaba. Solo el Ñeru, pero su cabeza hacía años que estaba en otro mundo, creo que más feliz que este. Sonrió cuando le conté mis planes, luego volvió a ojear un periódico atrasado, sin decir nada. No podría decir si me había entendido, o si su mente se escapaba por otros caminos.

     Pasaron las semanas. Una tarde apareció por casa Urquizu, un viejo taxista, reconvertido ahora en camionero, con un paquete. Seis kilos. Me manda el Ñeru. Son mil durrutis, se disculpó. Le entregué mis últimos ahorros. No me preguntó para qué quería el explosivo. Suerte, compañero, se despidió, el puño en alto, la cara seria.


     Por el fondo de la calle aparecen las primeras banderas, los estandartes rojinegros de los sindicatos, los antiguos milicianos hoy convertidos en funcionarios. Suenan por la megafonía los viejos himnos anarquistas. A las barricadas. Hijos del pueblo. Arroja la bomba. Amarrado a mi silla de ruedas, daría todo por recuperar la ilusión que un día tuve y desfilar con los que antes eran mis compañeros.

Hijo del pueblo, te oprimen cadenas,

y esa injusticia no puede seguir;

si tu existencia es un mundo de penas,

antes que esclavo prefiere morir.

     Pero me limito a saludar, puño en alto, desde mi puesto privilegiado en primera fila, frente a la tribuna de autoridades. Mutilado de guerra. El mono azul, casi blanco de tantos lavados, la boina negra. Algunos me saludan al pasar.

     Lo normal sería que, cuando acabe el desfile, yo vuelva a mi eterna e inacabable tarea. Escribir. Contar lo que sucedió entonces, criticar lo que está pasando ahora, demostrar que el régimen que sufrimos no es sino una burda imitación de lo que pudo haber sido. Pero esa vida se acabó. Cuando esto termine, nada volverá a ser normal.

Acudid los anarquistas, 

empuñando la pistola hasta morir. 

Con petróleo y dinamita 

toda clase de gobierno combatir y destruir

     Pocos quedamos de los antiguos compañeros, los que creíamos en la propaganda por el hecho, la democracia directa, el poder soberano de la asamblea, el comunismo libertario. Los que seguimos dispuestos a morir para defender nuestras ideas.

     Hay que decirlo. Estos, a los que se les llena la boca hablando de la primera república anarquista del mundo, no son de los nuestros. Quizás algún día lo fueron, o al menos lo simularon, pero hoy son solo unos traidores. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. ¡Qué razón teníamos! Lo descubrimos al alcanzar ese tan denostado poder. Por el camino quedaron los ideales, las proclamas de Bakunin y Durruti, de Kropotkin y de Malatesta. Y aquí los tengo, frente a mí, en la tribuna, a escasos metros. Gordos, engreídos, cubiertos de medallas, odiosos.

No más militares, 

beatas ni curas. 

Abajo la Iglesia, 

que caiga el Poder

     Veo desfilar ahora al delegado de mi portal, con su mono planchado, su camisa negra, a medida, y su gorro de miliciano. El mismo que me quiere desahuciar por no aceptar la última subida del alquiler. Ahora es presidente del Sindicato Regional de la Construcción. Él, que no ha colocado un ladrillo ni cogido un palustre en su vida, que no sabe lo que es subirse a un andamio. A lo único que se subió en su momento, con toda la desvergüenza, fue al tren de la revolución. Pero no para echar carbón a la caldera, sino para hacerlo descarrilar, o al menos desviarlo hacia una vía muerta.

Arroja la bomba, que escupe metralla. 

Coloca el petardo, empuña la "Star"

     Es el momento. Llevo muchos meses, más de dos años, preparándolo todo. Seis kilos de dinamita, que se comieron mis últimos ahorros, y cinco kilos de tuercas, formando un cojín de muerte bajo mis nalgas. La Star, recién engrasada, la lleva Sergei en el bolsillo. Lo veo desde aquí, protegido en el quicio de un portal. Si no quedo destrozado en la explosión, él se ocupará de darme el tiro de gracia. Será un héroe, yo un traidor, pero moriré contento.

     

     

     

     Pedro se esconde tras las cortinas, en un apartamento del tercer piso, desde donde domina toda la calle. El fusil de precisión, apoyado en un trípode, no asoma por la ventana entreabierta. Llegó anoche, cuando le confirmaron la presencia del objetivo al que llevaban tanto tiempo buscando.

     Pedro pasó una infancia sin juguetes. Como mucho, una peonza, o un tirachinas que se fabricó él mismo. Nada de balones ni bicicletas.

     La vida y la muerte se ven de otra manera a través de una mira telescópica, decía su padre. Para las visitas, esa frase era una simple broma, una más de aquel hombre cariñoso, divertido, que cada pocos meses montaba una paella en el jardín, o ayudaba al cura en la colecta. Una familia perfecta, con su mujer tan discreta, tan guapa, los niños perfectos, educados. No podían imaginar el infierno que brotaba cada noche.

     Pedro lo recuerda desde muy pequeño, no sabría precisar la edad, pero aún no habían nacido sus hermanos. Una calle tranquila de una ciudad cualquiera, una casa baja en las afueras, sin vecinos, sin testigos. Gritos, golpes. Su madre llorando de miedo y de dolor, agazapada en un rincón, intentando protegerse. Él sollozaba flojito, para que no le oyeran. El miedo era constante, se lo recordaba en cualquier momento un gesto, una mirada.

     Eran otros tiempos, justificarán algunos. Pero no, él sabe que el problema no eran los tiempos, era su padre. Su odio —injustificable— hacia sí mismo, hacia los demás. Su afán por destruir todo lo bueno, de recrearse en las caras de miedo, cuando no de odio.

     Primero se marchó Alberto, el mediano, el más débil de los tres hermanos. No quiso resistir, era un valiente disfrazado de cobarde. La alcachofa de la ducha fue su clavo en llamas. Él sólo se colgó, sin ayuda de nadie. Victoria, la menor, fue la siguiente, murió una mañana triste de verano, de un aborto. Todos sabían quién era el padre.

     La venganza es el premio a la constancia. Porque Pedro sobrevivió, pese a todos los pronósticos. Aguantó, nadie entiende cómo, hasta los quince años. Una noche, después de otra paliza, escapó de su casa para siempre. No pidió ayuda a los vecinos, solo quería alejarse del horror. Caminó hasta la estación y en la madrugada se subió a un tren de carga. Nada se sabe de lo que hizo después, hasta que, en cuanto empezaron los combates, se presentó en un centro de reclutamiento, sin papeles, aparentemente sin pasado.

     Desde el primer día destacó en los entrenamientos. Frialdad, fortaleza, obediencia sin protestas. Con sus compañeros no tenía relación, su mirada congelaba cualquier acercamiento, no consentía la menor camaradería. Hasta sus jefes le tenían miedo, aunque nunca se salió de la disciplina. Dolían sus ojos negros, que te traspasaban, como si no te vieran. Ojos de alumbre.

     Y la puntería. Excepcional. Le daba igual el arma, pistola, fusil, ametralladora pesada. Comprobaba la carga, el seguro, el alza. Metódico. Miraba a la diana, el hombro tenso, un ojo guiñado, disparaba. Blanco. Siempre.

     Al acabar la guerra decidió seguir en el oficio. En las fuerzas especiales aprendió a controlar su rabia, a dosificar el odio, incluso a fingirlo. A liberarlo solamente en el momento de la acción. A no pensar en lo innecesario, solo en el objetivo. Localizarlo, buscar el ángulo, la distancia, el momento que le garantizase un blanco seguro, disparar, eliminar las huellas. Huir sin prisas, a cámara lenta. Profesional. El mejor.

     Lleva años en la organización, más incluso que su jefe, pero nunca ha querido ascender. Prefiere que lo dejen en paz, hacer su trabajo y luego perderse. Nadie sabe dónde se esconde en los intervalos.

     Pedro ha borrado de su memoria todo lo demás. Las muchas ciudades en las que vivió, siempre errante. Los nombres de sus hermanos. Ni siquiera recuerda la cara de su madre. Pero a su padre no lo olvida.

     Ajusta el alza apuntando a una señora que empuja un carrito con un niño. Desvía el arma, es a otro al que busca, otro el que tiene que morir.

     Pedro recuerda una vez más la frase de su padre. La vida y la muerte se ven de otra manera a través de una mira telescópica. En el círculo cuadriculado aparece por fin la cabeza que busca, la barba recién afeitada, el pelo blanco cortado casi al cero, los ojos grises. Centra la cruz sobre la oreja derecha, ajusta el alza a ciento cincuenta metros. Quita el seguro, presiona ligeramente el gatillo. No dispara todavía, dejará que viva unos minutos más. Es su regalo.

     No puede fallar, no esta vez. En la luz rojiza de la tarde nadie verá el fogonazo. Aprovechará esos minutos de desconcierto para desarmar el fusil, guardarlo en la bolsa y bajar hasta el coche. Nadie sabrá que ha estado aquí.

     

     

     

     Pongo en marcha la silla, avanzo hacia la tribuna con un ramo de claveles rojos en la mano derecha, la izquierda en el detonador. Aplausos. Me acerco al presidente, que sonríe a los fotógrafos y se agacha para recibir el ramo.

     

     

     

     Tras la explosión, que cubre totalmente el ruido del disparo, las palomas abandonaron los aleros, huyendo hacia lo alto. La gente se movía desorientada, corriendo por las bocacalles o escondiéndose en los portales. Pedro las contempló sin demasiado interés, luego volvió la mirada, indiferente, hacia el hombre que yacía en el suelo, la cabeza deshecha por la bala explosiva, el carrito volcado, las ruedas girando en el aire.

     Pedro sigue en forma. Un disparo, un blanco. Parece en paz, absorto, insensible a las llamas que envuelven la tribuna, a las sirenas de las ambulancias, a los gritos de los heridos, a la lluvia de cristales. Las cintas de la mercería cruzan la calle, movidas por el viento cual confeti. Banderas y pancartas cubren el suelo, abandonadas en la huida. Nadie mira hacia su ventana. Recoge todo, cierra la habitación, se sube al coche. Se quita los guantes. Se aleja por la nacional, hacia el sur, John Denver en la radio.

     

     Country roads, take me home

     To the place I belong


lunes, 11 de septiembre de 2023

Vuelta a casa tras el veraneo, que inicié conociendo Oiquixa, el pueblo pesquero vasco cuya mágica existencia me desveló Ana María Matute en su "Pequeño teatro"

Portada de mi edición
Queridos Cinéfilos

Hay un viejo refrán que dice "El buen paño, en el arca se vende" pero me temo que la opresiva "atmósfera" del presente siglo, hiper saturada de informaciones variopintas no demandadas, actúa como un bosque de árboles muertos que nos oculta la vista de los mejores ejemplares vivos. Por ello considero que cada vez que tenemos la suerte de encontrar una "perla literaria, cinematográfica o de otra categoría", entre tantas "ostras podridas", debemos compartirla en este Foro

He tenido la inmensa suerte de encontrar tres en estos últimos meses, por lo que voy a hacerlo hoy con la primera, muy brevemente porque esta "perla" no necesita ningún complemento para ser apreciada por lectores con buen gusto, como estoy seguros que sois. 

Se trata de "Pequeño teatro", una encantadora novela que escribió Ana María Matute con ¡diecisiete años!, informa Soledad Puértolas en el prólogo de la edición que he leído (2001, colección "Las cien mejores novelas en castellano del siglo XX" de El Mundo) y que diez años después, en 1954, presentó al premio Planeta, que ganó. 

A mí me ha encantado, por las siguientes razones:
Recibe el Planeta por "Pequeño teatro" en 1954 
  • La juvenil frescura de su "estilo", supongo que revolucionario para el jurado del premio de esa época. 
  • La "elaboradamente" sutil presentación de sus personajes, no más de diez, tres de ellos protagonistas, lo que no se puede conseguir sin una sagaz estructuración de la aparición en escena y caracterización de cada uno por su circunstancia y actos, no por "declaraciones" de un narrador omnisciente.
  • Por la trama de melancólica maduración de dos de ellos, el adolescente Ilé Eroriak (vamos, "Pelos caídos") y la muy joven Zazu (diminutivo de Aránzazu) tras la llegada del marino extranjero, el tercero, que alterará las vidas de los habitantes de kale Nagusia, la calle principal de Oiquixa, y hasta de los de su barrio de pescadores, San Telmo. La historia se desarrolla en unos meses de un tiempo no determinado de las primeras décadas del siglo XX, con un trasfondo de poética sensibilidad. Gran mérito éste en una autora tan joven, como lo era Ana María Matute cuando la escribió.
  • Porque me atraen sobremanera esos pueblos pesqueros de la costa norte española y cómo la autora es capaz de reflejar su ambiente y la mentalidad de los diversos habitantes de ese microcosmos.
  • Y, por no alargarme ni desvelar más, porque me parece genial el guiño metafórico de haber incluido el personaje secundario de Anderea, el anciano dueño del teatro de marionetas, cuyas "obritas" son el único espectáculo disponible del pueblo. ¿Imagen de las propias vidas de sus habitantes?
Su dedicatoria de "Primera memoria"
El 24 de abril de 2011 Ana D. publicó aquí una fundada glosa sobre esta excelente autora con motivo de la entrega del Premio Cervantes, que se le había concedido ese año. 
Siguiendo su consejo, en la Feria del Libro compré un ejemplar de "Primera Memoria", Premio Nadal 1959,  que la Autora me firmó con una cálida dedicatoria. La leí, me encantó y aquí os la recomendé. Aviso que por la  profundidad social de la trama y mayor madurez de la autora, esta novela, excelente según nos adelantó Ana D. en otro comentario, es muy diferente a "Pequeño teatro", que es la que "toca" hoy.

Pues nada más que aconsejaros leerla y rogaros, Cinéfilos, que publiquéis aquí vuestra opinión sobre ella, coincidente o enriquecedoramente corrigiendo la mía.

Buena Literatura, Amigos.

Manrique

Añado un excelente complemento para conocer a Ana María Matuteel enlace al muy ameno programa "Imprescindibles: La niña de los cabellos blancos" (58 min) que La 2 de TVE emitió en su honor el 04.01.2013.

jueves, 3 de agosto de 2023

Wollongong y Melbourne

    Salimos de Sídney en un coche de alquiler, una mañana desapacible de viento frío y cielo gris, mientras nuestros amigos de Kyneton nos contaban que en su pueblo estaba nevando. Nuestra intención era cruzar el Royal National Park, seguir doscientos kilómetros por la espectacular ruta costera conocida como Grand Pacific Drive hasta Jervis Bay y luego regresar a dormir a Wollongong.

   El Royal National Park, fundado en 1879, es el segundo parque nacional más antiguo del mundo, solo por detrás del de Yellowstone, en Estados Unidos, declarado siete años antes y con una extensión sesenta veces superior que el australiano.

   Para los españoles, el eucalipto es la maldición australiana, un árbol que, debido a su rápido crecimiento, es el preferido por la industria papelera y en muchos lugares de España ha sustituido a los bosques autóctonos. Además, es un árbol a la vez muy combustible y que rebrota rápidamente después de un incendio. Por si fuera poco, sus hojas y frutos acaban con el sotobosque. Por eso, “parque nacional” y “bosque de eucaliptos” nos parecen expresiones contradictorias.

   Sin embargo, en los cuarenta kilómetros que pudimos recorrer en coche por el interior del parque, vimos lo errado de nuestra apreciación. En su ambiente original, un bosque de eucaliptos no ofrece esa imagen gris y polvorienta que conocemos en España. Los eucaliptos, al dejarlos crecer en libertad sin talarlos cada pocos años para transformarlos en pasta de papel, pueden llegar a alcanzar más de sesenta metros de altura y cobijan a una gran variedad de flora y fauna, entre la que se encuentran los casi invisibles koalas.

   Nos dio pena no poder recorrer ninguna de las numerosas rutas de senderismo que se abrían, perfectamente señalizadas, a uno y otro lado de la carretera. No se nos había ocurrido cuando planificamos el viaje y cuando llegamos allí nos dimos cuenta de que no nos daba tiempo. Tampoco pudimos acercarnos con el coche a ninguna de sus playas, ya que el acceso en coche a la costa estaba cortado por obras.

   Solo a la salida del parque pudimos asomarnos a un mirador para imaginarnos lo que nos habíamos perdido.


   A los pocos kilómetros de salir del parque nos encontramos con el Sea Cliff Bridge, un viaducto de más de seiscientos metros de longitud construido entre el acantilado y el mar. Se puede recorrer andando o en bici, no como el puente de La Pepa en la bahía de Cádiz, y tiene zonas de aparcamiento en ambos extremos. Construido para evitar los continuos desprendimientos de rocas sobre la antigua carretera, se inauguró a finales de 2005 con un coste de cincuenta y dos millones de dólares australianos, unos 35 millones de euros.

   Como docenas de otros turistas, dejamos el coche en el extremo sur y retrocedimos andando un buen trayecto, azotados por un viento húmedo y frío. No tuvimos la suerte de ver a ballenas francas ni jorobadas en su migración anual hacia el norte, que comenzaría pocos días después.

   De la tranquilidad del parque pasamos de pronto al tráfico intenso de la autopista, que nos acompañó hasta nuestra siguiente escala: Port Kembla. En el mapa habíamos visto que era una amplia albufera, separada del mar por una barra y con un puente que permitía salvar el canal que la comunicaba con el Pacífico. La realidad era que Port Kembla se había convertido en el puerto que manejaba todo el tráfico de mercancías de Sídney, expulsado de la ciudad por las presiones del mercado de viviendas de lujo. Era un lugar lleno de camiones, líneas de ferrocarril, tanques de combustible, cementeras y montañas de carbón. Como no conseguíamos encontrar ni un solo sitio agradable para comer, decidimos dar por finalizado nuestro recorrido y regresar a Wollongong.

    Llegamos a nuestro motel de Wollongong a eso de las dos, hora bastante tardía para comer en Australia. En la recepción nos recomendaron acercarnos al Builders Club, la asociación de empresarios de la construcción, donde nos miraron de arriba abajo y nos denegaron la entrada con el pretexto, evidente, de que no éramos socios. Muertos de hambre, acabamos comiendo lo que pudimos en uno cualquiera de los muchos establecimientos de comida basura de Smith Street, la calle comercial por excelencia de la ciudad.

 Cuando terminamos de comer empezaba a oscurecer y volvía a llover, a la vez que las temperaturas seguían bajando. Mientras dábamos vueltas por un centro comercial buscando alguna prenda de abrigo, llegó el momento de preguntarnos a qué habíamos ido a aquella ciudad anodina, cuya principal atracción turística parecían ser unas palmeras tumbadas a lo largo de Smith Street. Tardamos un rato en recordar que habíamos elegido Wollongong por estar cercana tanto al parque nacional que queríamos visitar como a Sídney, de forma que al día siguiente no tuviéramos que madrugar mucho para devolver el coche de alquiler en el aeropuerto.

   Por la mañana, de mejor ánimo ante la mejoría del tiempo, nos dimos una vuelta por una playa preciosa, cerrada por unas baterías y un faro. Luego subimos al monte Keira, un mirador con muy buenas vistas sobre toda la costa del Mar de Tasmania.

   Al aterrizar en el aeropuerto de Melbourne nos estaban esperando nuestros amigos Juanita y Peter, ansiosos de conocer nuestras opiniones sobre su país. Mientras se las contábamos, Peter nos preparó una cena deliciosa a base de ensalada, pasta y marisco. A última hora vinieron a despedirse de nosotros su hija Firenze con sus tres hijos y pasamos un rato la mar de divertido.

   A la mañana siguiente nos fuimos en tren a Melbourne, acompañados de Juanita y Peter, que iban a pasar unos días en la capital, para ver alguna película y cenar con unos amigos. Nos despedimos bastante tristes en la parada del tranvía que nos llevaría al apartamento que habíamos alquilado, pensando que posiblemente no nos volveríamos a ver. La promesa de desayunar juntos dos días más tarde nos subió el ánimo.

   Después de algunas dificultades con el candado-caja fuerte que guardaba las llaves del apartamento, pudimos deshacer el equipaje y bajar al súper a comprar provisiones para los pocos días que nos quedaban en Australia. Nos acercamos al Queen Victoria Market, un conjunto de edificios construidos en 1878, que albergaban desde zonas de mercado tradicional (carnicerías, pescaderías, charcuterías…) hasta una especie de mercadillo donde se mezclaban puestos de ropa barata, tiendas de souvenirs de mala calidad y frutas y verduras muy frescas. Entre otras cosas, compramos unos níscalos tan buenos o mejores que los que recojo cada otoño en los pinares de Roche.

 Tras dejar la compra en el apartamento, nos subimos de nuevo al tranvía, que sería nuestro medio favorito de movilidad por Melbourne. Por lo rápido, por lo frecuente, por lo sencillo de usar y porque era gratuito en todo el centro de la ciudad. Como decimos los gallegos, “está pago”. Empezamos nuestro recorrido en la estación de tren de la calle Flinders, la más fotografiada de la ciudad y bajo cuyos relojes suelen darse cita los melburnianos.

   Melbourne, sin dejar de ser australiana, es quizás la más europea de las ciudades que hemos visitado. El tranvía, los viejos edificios victorianos, los rascacielos bajitos, las antiguas galerías comerciales, los callejones del centro repletos de terrazas y paseantes y los hoteles Art Decó nos hacían sentirnos como en cualquier capital europea.

   Para descansar un rato de nuestro paseo, comimos algo ligero en un bistró de uno de los callejones del centro. En el exterior anunciaban tapas, paella, chorizo, sangría y algún otro plato español. A nuestro alrededor se oía hablar italiano, portugués de Brasil y otro idioma que nos sonaba muy familiar pero del que no entendíamos ni una palabra, por lo que dedujimos que sería griego.

   Al final del recorrido, como yo seguía con la espalda contraída desde que subimos al Sydney Tower Eye cinco días antes, cuando vi un local de masajes con buen aspecto decidí arriesgarme. Bajo un rótulo que anunciaba masajes curativos según la medicina tradicional china, un hombre de unos cuarenta años, vestido con bata blanca, escuchó atentamente mis síntomas, me cobró cuarenta euros por adelantado y me acompañó a uno de los gabinetes del sótano. Las paredes cubiertas de azule




jos blancos, la camilla con sábana de papel, el incienso y las botellas con aceites aromáticos contribuyeron a convencerme de que era un local más o menos serio. Tras casi una hora de masajes, demasiados suaves para mi gusto, salí del sótano con la espalda aparentemente relajada. La mejoría me duró más o menos media hora. A duras penas llegué al apartamento, donde ni siquiera tumbado en el sofá se me aliviaban los dolores. Desde ese día hasta que llegué a casa tuve que agotar nuestras reservas de metamizol para soportar el dolor. Como para denunciar al presunto masajista.

   Menos mal que esa noche María me preparó un revuelto de níscalos como para chuparse (literalmente) los dedos.

   La mañana siguiente amaneció con la ciudad cubierta por una niebla espesa, que hacía que los rascacielos en construcción parecieran todavía más futuristas. Habíamos decidido visitar el Shrine of Remenbrance, un santuario laico en recuerdo de “todos los australianos que han participado en una guerra”. Como en Sídney, entre estos australianos no se incluye a los aborígenes de las Guerras de Frontera, en realidad los únicos que murieron defendiendo su país frente a la invasión de los colonos ingleses.

   Desde el monumento, dimos un largo paseo por el jardín botánico, lleno de familias cargadas de niños disfrutando del sol, para luego acercarnos a cumplir un encargo muy especial: una conocida nuestra de Cádiz, al saber que íbamos a visitar Melbourne, nos contó que ella había nacido allí, en un hospital cuyo nombre no recordaba pero que sabía que era muy antiguo, y nos había pedido que nos acercáramos al hospital para hacerle unas fotos al edificio. El hospital, según nuestros amigos australianos, tenía que ser el Alfred. Cuando llegamos allí, vimos que quedaba un solo edificio antiguo, rodeado de centros médicos privados con un diseño ultramoderno. A la vuelta a Cádiz, nuestra amiga nos confirmó que aquel era el hospital que buscaba y del que no tenía ninguna imagen.

   Como Melbourne tiene fama de albergar los mejores museos de Australia, decidimos pasar la tarde visitando dos de los más importantes, el Centro Australiano de Arte Contemporáneo y la Galería Nacional de Victoria. El primero, instalado en un edificio de acero corten que podría haber firmado Norman Foster o Herzog & de Meuron, albergaba varias exposiciones de la más rabiosa actualidad. La principal cuando estuvimos allí era Mothertongue (Lenguamaterna), de la artista bengalí Mithu Sen. La exposición, puro arte conceptual, “explora los mitos de la identidad y su intersección con las estructuras de nuestro mundo, sean sociales, políticas económicas o emocionales” a partir del estudio de las formas en que el lenguaje influye o interfiere con el dibujo, la escultura, los medios de comunicación y las performances. Tengo que confesar que no era fácil seguir el hilo de razonamientos de la artista y que, en muchas ocasiones, tuve que echar mano de los paneles explicativos, pero el resultado final me resultó muy interesante.

 

  De allí nos fuimos andando hasta la Galería Nacional, cuya visita teníamos planeada para esa tarde. Entramos, comenzamos a recorrer sus salas y a los pocos minutos nos dimos cuenta de que ni nuestro cuerpo aguantaba más horas de pie ni nuestra mente admitía más estímulos en un mismo día. Pensamos, con muy buen criterio, que mejor nos retirábamos a nuestro apartamento y que ya intentaríamos visitarla al día siguiente, en un estado más receptivo.

   Mientras esperábamos el tranvía en la puerta del museo, vimos una obra de arte que nos pareció muy original. En el bulevar que separaba los carriles de la avenida de san Kilda habían instalado unas
pantallas LED que repetían los movimientos de unos ibis blancos virtuales, impertérritos ante el ruido del tráfico y la cercanía de los viandantes.

   Se acercaba el día fatídico de nuestro regreso a España y nos faltaba comprar algunos regalitos. Como en las tiendas de recuerdos del centro no encontrábamos más que objetos de muy mala calidad, en general fabricados en China, nada más salir a la calle nos acercamos al mercado Reina Victoria, donde recordábamos haber visto muchos puestos de recuerdos. Lo que encontramos allí era más de lo mismo. Grandes cantidades de artículos de recuerdo, también fabricados en China, muy baratos y de muy mala calidad. Como última esperanza nos quedaban las tiendas del aeropuerto, donde recordábamos haber visto lo que buscábamos.

   Menos mal que nuestra siguiente visita, la Biblioteca Victoria, nos levantó el ánimo. Fundada en 1854, solo veinte años después que la ciudad, es la más antigua de Australia y una de las primeras bibliotecas públicas gratuitas del mundo. En un primer momento, el edificio actual albergó también el museo estatal, la Galería Nacional y el archivo del estado de Victoria.

   La sala de lecturas más visitada y fotografiada, La Trobe, inaugurada en 1913, mide seis pisos de alto hasta la base de la cúpula y puede acomodar treinta y dos mil libros y trescientos veinte lectores. En su momento fue el mayor edificio de hormigón armado del planeta.

   Para nuestro último día completo en Melbourne nos quedaba una tarea pendiente de la víspera: la visita a la Galería Nacional. Al leer el directorio de la entrada ya nos dimos cuenta de que era imposible ver todo en un solo día, por lo que decidimos olvidarnos de sus colecciones de arte europeo clásico, moderno y contemporáneo, y centrarnos en los temas más difíciles de ver en Europa: el arte asiático.

   Si las salas de antigüedades japonesas, chinas, indonesias e indias se pueden comparar con las del Museo de Oriente de Lisboa, entre las exposiciones temporales había una que nos impactó especialmente. Se trataba de la dedicada a las maquetas realizadas por el escultor Takahiro Iwasaki, como esta Maqueta reflejada del tempo de Itsukushima. Las maquetas de Iwasaki incluyen tanto una detalladísima reproducción a escala de un edificio como una copia especular que simula la reflexión del mismo edificio en una inexistente lámina de agua.

   Al salir de la Galería Nacional era la hora de comer. No queríamos irnos de Australia sin probar, al menos una vez, la comida aborigen, y en Melbourne estaba Mabu Mabu, considerado como el mejor restaurante del mundo especializado en la cocina de las islas del estrecho de Torres. Su chef pertenece a la tribu Komet de la isla Mer, una islita de cuatro kilómetros cuadrados y cuatrocientos cincuenta habitantes, a dos horas en avión del punto más cercano del continente australiano.

   Pedimos una emulsión de hígado de emú acompañada de uvas moscatel encurtidas y crujientes de raíces de loto, como entrante, y cocodrilo frito con moras de zarza, salicornia y alioli de ostras ahumadas como plato fuerte. Todo delicioso, aunque dudo que sean platos habituales entre los isleños del estrecho de Torres.

   Siguiendo con nuestra despedida de Australia, país al que me encantaría volver, aquella noche decidimos que había que celebrarla en un pub de nuestro barrio, el Old Lincoln Inn, inaugurado en 1853, cuando Melbourne aún no tenía ni veinte años de existencia. En los años treinta del siglo pasado sufrió una transformación a fondo, desde el nombre, que pasó a ser Lincoln Hotel, hasta el estilo del edificio, puro Art Deco.

   El menú, como no, siguió las pautas de la comida de pub: empanada de venado a la cerveza negra con cebollas fritas y puré de patatas. Para beber, yo pedí un tempranillo del valle McLaren, muy digno, y María pudo elegir entre doce diferentes cervezas de barril.

   La mañana siguiente se nos fue en tirar algunas prendas de ropa que estaban destrozadas por el uso diario, empaquetar todo en nuestras maletas y salir con tiempo para el aeropuerto, donde comenzaría nuestra interminable vuelta a casa.

   El taxista que nos llevó al aeropuerto nos dijo que era somalí, la primera persona de ese país que he conocido. Cuando le insistí ¿Somalí somalí?, detalló un poco más. Me explicó que, en cierta manera, él era somalí pero también puntlandés, nacido en Puntlandia, una zona de Somalia que se ha declarado estado autónomo, uno de esos países no países en los que solo viven los que no tienen un sitio mejor.

   Le pregunté si viajaba mucho a su país y si era peligroso viajar allí. Me explicó que visitaba a su familia cada dos añosy que no era peligroso si al aeropuerto iba a recogerte un grupo numeroso de tu clan, aunque en realidad él usó la palabra inglesa gang, que podemos traducir como banda.

   Me contó que tenía cuarenta y dos hermanos y más de doscientos sobrinos, repartidos por todo el mundo, y que el año próximo pretendía ir a Puntlandia para casarse con su novia de toda la vida. Me explicó que en Australia había aprendido que un hombre no puede mantener a ocho mujeres y más de cuarenta hijos, como había hecho su padre, y que él se conformaba con una sola mujer y cinco niños. Le deseé suerte y le di la enhorabuena por tan sabia decisión.

   Empezamos así el viaje de regreso, de nuevo con escalas en Singapur, Milán y Barcelona, que duraría treinta y seis horas.

   Pero esa es otra historia, que no pienso contar aquí.

Un país soñado

El desierto rojo

Las rocas sagradas

El salvaje norte

De chicharras y medusas

La ciudad del mar