Antes de narrar esta nueva etapa de nuestro viaje, quiero hablar de un problema que ya he esbozado y que nos había perseguido durante estas primeras etapas del viaje: la dificultad de llevar una alimentación sana.
Incapaces de abordar un desayuno australiano a base de huevos, salchichas, panceta ahumada, alubias cocidas y pan de molde untado con Vegemite, solíamos comenzar el día con un té que nos preparábamos con el hervidor que nunca faltaba en la habitación del hotel, unas galletas de mantequilla y, con suerte, alguna pieza de fruta absolutamente insípida.
En el outback los supermercados eran muy básicos, así que a mediodía nos teníamos que conformar con unos sándwiches de queso, de sardinas en aceite, de atún o de salchichón, todo igualmente insípido; los días buenos añadíamos un pepino y unos tomates cherry. Para cenar, a eso de las seis o siete de la tarde nos metíamos en algún pub, donde la oferta solía estar limitada a fish and chips, pescado barramundi empanado, alitas de pollo fritas, parmesana de pollo, pizza y hamburguesas. En un arranque de cordura, solíamos compartir unas raciones descomunales que trasegábamos ayudados con vino, cerveza o sidra.
Menos mal que cuando llegamos a zonas más pobladas nos salvaron los restaurantes chinos y vietnamitas, con menús menos sabrosos pero bastante más sanos.
En las áreas de descanso o zonas de pícnic comprobé que los turistas australianos, que viajan cargados de provisiones, con neveras, cocinas y barbacoas, comían más o menos lo mismo que nosotros. A nuestra dieta solían añadir chuletas, fideos chinos instantáneos y muchas chucherías.
Pero sigamos con nuestro viaje.
La tarde que llegamos a Darwin en un vuelo procedente de Alice Springs, nos limitamos a tomar posesión de nuestra habitación en un motel del centro, recorrer la zona peatonal y comer en el patio de comidas de un centro comercial con aire acondicionado. Después de tantos días de sándwiches y fritangas, el sushi y la sopa de wangtung nos supieron a gloria.
Al anochecer, después de comprar provisiones para el recorrido que íbamos a hacer dos días más tarde por el parque nacional Kakadu, nos acercamos hasta el Darwin Waterfront, una antigua zona portuaria reconvertida en barrio de lujo, con magníficos apartamentos con vistas al mar y numerosos restaurantes de pescado.
El centro de Darwin, muy pequeño para sus ciento treinta y cinco mil habitantes, era una combinación de avenidas anchas con pequeñas zonas comerciales y galerías en las que se concentraba todo el comercio y la hostelería, huyendo del calor tropical del exterior. Una ciudad con una población muy similar a la de Cádiz pero con un diseño urbanístico radicalmente opuesto.
Darwin es la capital del Territorio del Norte, una de las entidades que forman la Mancomunidad Australiana. El Territorio tiene solamente trescientos mil habitantes, repartido en casi millón y medio de kilómetros cuadrados, el triple que España, lo que significa una de las densidades de población más bajas del mundo.
Desde su fundación en 1869, Darwin ha vivido durante décadas muy al margen del resto de Australia, cuya capital está a casi cuatro mil kilómetros. Los primeros europeos en visitar la zona fueron holandeses procedentes de Indonesia, a comienzos del siglo XVII. De ellos viene algún topónimo, como Arnhem, y el nombre, valanda, que los indígenas aplican a los blancos. Los primeros ingleses que pasaron por allí fueron los tripulantes del Beagle, en el que viajaba el naturalista Charles Darwin, cuyo nombre adoptaría la ciudad.
Hasta 1870 no llegó a Darwin el telégrafo, que rompió en parte su aislamiento, pero la ciudad no se incorporó totalmente a Australia hasta la Segunda Guerra mundial, cuando diez mil soldados se instalaron allí para proteger la ante un previsible ataque japonés, que no se produjo hasta dos años después. El bombardeo fue más intenso y extenso que el de Pearl Harbour y todavía hoy los australianos guardan una deuda de gratitud hacia la flota estadounidense, que impidió un desembarco japonés. La ciudad quedó prácticamente arrasada.
Cuando empezaba a recuperarse, en 1977, la puntilla se la dio un ciclón que destruyó tantos edificios que tuvieron que evacuar a más de la mitad de sus habitantes. La nueva ciudad, construida sobre las ruinas, es un tanto desangelada.
El ferrocarril no llegó hasta 2003.
Al día siguiente nos acercamos en autobús hasta el Museo y Galería de Arte del Territorio del Norte, ubicado en las afueras. En el autobús, muy barato, éramos los únicos blancos; en el museo, centrado en la historia local, las salas aborígenes estaban cerradas por reformas. Desde el museo dimos un largo paseo siguiendo la playa de Mindil.
Luego fuimos a la agencia de coches de alquiler a recoger el que habíamos reservado para recorrer el parque nacional Kakadu, el de Cocodrilo Dundee. Nos entregaron un coche enorme, con muy poca potencia, volante a la derecha y mandos del volante ubicados como en los coches europeos, para mayor lío del conductor. José Antonio, un antiguo compañero de trabajo y gran aficionado a los coches, me dijo que era chino y que la marca, GWM, significaba Great Wall Motors.
Pasamos el atardecer sentados en un parque frente al mar, empapándonos de brisa marina y viendo cómo se preparaba el escenario para una boda.
Esa noche cenamos en un buen restaurante asiático muy cercano a nuestro motel. En la carta ofrecían cangrejo herradura, un animal de aspecto extraterrestre que en realidad es una especie más cercana a las arañas o a los escorpiones y que el camarero nos aconsejó no pedir si éramos solo dos personas. También tenían sea bugs, literalmente “bichos de mar”. Incapaz de explicarnos lo que eran, acabó trayéndonos un par de ellos; eran como lo que en Cádiz llamamos galeras pero mucho más grandes, unos crustáceos de aspecto repelente y sabor delicioso, bastante difíciles de comer.
Pronto descubrimos que el camarero era timorense. Se emocionó cuando le hablé en portugués y le conté nuestros intentos de visitar Dili en 1996, durante las luchas por la independencia contra Indonesia, pero esa es otra historia que podéis leer aquí.
A la mañana siguiente salimos temprano rumbo al este. En cuanto nos alejamos un poco de Darwin, la carretera se internó en los wetlands, unos inacabables humedales cubiertos de hierba alta y encharcados en las épocas de lluvia, que ocupan una parte muy importante de la Tierra de Arnhem, el territorio más indígena de Australia. Era frecuente ver a cuervos y otros carroñeros devorando walabis atropellados. En los cruces de ríos, lagunas y pantanos solía haber rótulos advirtiendo contra el peligro de los cocodrilos.
La primera parada la hicimos en una gasolinera, para comprar las últimas provisiones y pagar los permisos de entrada al parque nacional Kakadu, que tiene una extensión similar a la de Eslovenia. En la tienda tenían un buen surtido de ropa deportiva, artículos de camping y pesca y souvenirs de mala calidad. Entre estos últimos, nos llamó la atención un pulverizador repelente de cocodrilos; por suerte, no nos vimos en la necesidad de utilizarlo, pero me temo que habría sido muy poco eficaz.
El siguiente alto lo hicimos en el humedal de Mamukala, uno de los pocos puntos en que es razonablemente seguro caminar hasta el borde del agua, gracias a unas pasarelas de madera protegidas por rejas. Desde una caseta de observación de aves pudimos contemplar un billabong (laguna) aparentemente ilimitado, entre cuya vegetación se escondían gansos urraca, milanos, jacanas, cormoranes, lavanderas, gallinas de pantano, pinzones y martines pescadores.
Un panel explicaba las seis estaciones que reconocen los indígenas bininj y cómo los cambios en el régimen de lluvias y el nivel del agua afectan a su vida cotidiana.
“En Gudjewg (enero y febrero), las lluvias del monzón hacen subir el nivel de ríos, lagunas y arroyos. Los cocodrilos aprovechan esta subida para moverse por todos los wetlands y colonizar nuevas áreas. Es el momento de recolectar los tubérculos yam yam y los huevos de ganso.
Durante Banggerreng (de marzo a mayo), los vientos rolan al sudeste, las tortugas de cuello largo ponen sus huevos y los peces vuelven a los ríos y billabongs después de alimentarse en los llanos inundados.
En la estación Yegge (mayo y junio), comienza la temporada seca y las temperaturas bajan. Es el momento de quemar los herbazales secos y cazar a los cocodrilos que toman el sol en las riberas.
En Wurgeng (de junio a agosto), bajan más las temperaturas y los ríos comienzan a secarse. Es más fácil cazar ratas y pitones, que regresan a las llanuras.
Gurrung (de agosto a octubre) es la temporada seca y calurosa. Comienzan a formarse los monzones, es el momento de cazar gansos y tortugas y recolectar huevos de cocodrilo.
La última estación es Gunumeleng (octubre a diciembre); por las tardes se forman nubes de tormenta, los ríos comienzan a crecer y las ranas se aparean.”
A la entrada de Jabiru, el poblado más grande de Kakadu, pasamos por el punto de información del parque nacional, donde nos informaron de que nuestro objetivo para aquella tarde, el paso de Ubirr, debido al alto nivel del agua, estaba cerrado para vehículos sin doble tracción. Este año Yegge, el comienzo de la estación seca, venía con retraso y la empleada nos dio una lista de los pocos puntos del parque accesibles con nuestro coche chino.
Nos llevamos una desilusión. Después de un recorrido tan largo, no íbamos a poder ni divisar la Tierra de Arnhem, una de las zonas más salvajes de Australia, a la que se han retirado muchos aborígenes que desean seguir viviendo al margen de la civilización occidental. Como podéis comprobar en el mapa. ni una sola carretera asfaltada la cruza y a la mayoría de los poblados solo se puede llegar en canoa o en avioneta.
Jabiru, con mil habitantes, debe su fundación y crecimiento a la existencia en sus inmediaciones de la mina de uranio Ranger. El yacimiento, descubierto en 1969, ha estado en explotación por el grupo Rio Tinto desde 1980 hasta su agotamiento en 2012. Curiosamente, los límites del yacimiento de uranio coinciden notablemente con la zona conocida tradicionalmente por los indígenas como Buladjang, el país de la enfermedad, al que procuraban no acercarse en sus desplazamientos. Hoy solo queda una inmensa excavación a cielo abierto y varias balsas de decantación del agua de lavado del mineral.
“En el tiempo del ensueño, el espíritu lagarto de lengua azul Bula llegó del norte, del país de las aguas salobres. Con sus dos esposas, las Ngalenjelenje, cruzó este territorio mientras cazaba, a la vez que transformaba el paisaje con sus sueños y dejaba su imagen pintada en la roca.
Al llegar a Buladjang se introdujo bajo la tierra, donde sigue hoy en día. Bula es muy peligroso y no se le debe molestar. Si se despierta, puede producir incendios y terremotos que destruirían la tierra.”
Jabiru no es una ciudad, aunque tenga tres hoteles, un centro de salud, una gasolinera, un club de golf y otros servicios. Se mantiene una clara segregación social y racial, con los blancos ricos viviendo en grandes chalets en una zona residencial; los pocos trabajadores que quedan en la mina en un poblado prefabricado y los indígenas en un área cerrada a los visitantes no autorizados.
Nuestro hotel (categoría que habría que poner entre muchas comillas), era más bien un camping que también alquilaba tiendas de campaña y bungalós. Nosotros nos alojamos en una cabaña con un cuarto de baño austero pero muy bien ventilado; a nuestro alrededor, caravanas y autocaravanas enormes, todoterrenos equipadísimos, remolques para equipajes y barquitos de pesca deportiva. Muchos grupos de hombres sin mujeres, supongo que pescadores aficionados, que bebían cerveza como si no hubiera un mañana.
Pedimos una cerveza en el restaurante del hotel y nos encontramos que no tenían licencia para vender alcohol, aunque admitían el que aportara cada huésped. En todo Jabiru solo vendían alcohol para llevar en el club de golf, nos explicaron. Para allí nos fuimos, sedientos de vino o de cerveza. Tengo que confesar que nunca había entrado en un club de golf, por lo que abrí la puerta un poco acobardado. El encargado nos dijo que sí que vendían alcohol, pero solo a los socios. Ante nuestra cara de desilusión, nos informó que, por diez euros por persona, podíamos hacernos socios temporales, para una semana. María, mi mujer, pagó su cuota, nos trajeron un balde con un muestrario de todas las botellas de vino que tenían y salimos de allí con una botella de vino y un pack de seis cervezas, suficiente para varios días, a un precio muy razonable. Eso sí, nos advirtió de que solo podíamos ir a comprar una vez al día. Normas absurdas. Delante de nosotros, una pareja de australianos cargó unas veinte cajas de cerveza en el remolque de su todoterreno.
Aprovechamos la tarde que nos había dejado libre el cierre del paso de Ubirr para acercarnos a Burrungui, unos cuarenta kilómetros al sur. Según Nakangila Nadjok Jeffrey Lee, del clan Djok,
“Burrungui es una zona en la que se reúnen las familias y los clanes para compartir sus leyendas, compartir sus conocimientos, enseñar a los más jóvenes a cazar, a encontrar los alimentos que nos da la tierra, a pintar y a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor.
Todas las gentes de todas partes, todos los clanes solían venir aquí y compartir sus conocimientos y sus canciones, pasándoselos a la siguiente generación… igual que hacéis vosotros en Navidad, toda la familia se reunía aquí, eso es lo que solíamos hacer.”
Desde el aparcamiento, el sendero recorre un complejo de abrigos con innumerables pinturas rupestres, a lo largo de uno de los muchos acantilados que se elevan desde los humedales hasta las mesetas secas. Es una zona ideal para refugiarse del agua en la temporada húmeda y del sol y el calor en la seca.
Las pinturas que se conservan en Burrungui, datadas desde hace 20.000 años hasta los años sesenta del siglo pasado, son una de las razones por las que la UNESCO ha declarado a Kakadu Patrimonio de la Humanidad.
Para los indígenas, el acto ritual de pintar es mucho más importante que las pinturas en sí, por eso muchas de las imágenes más antiguas están repintadas o cubiertas por otras más recientes. Las pinturas pertenecen a varios estilos artísticos, como los más primitivos, que se limitaban a soplar pigmento rojo sobre la mano del artista; el mimi, con ciertas similitudes con el arte del neolítico español, en el que los espíritus ancestrales se representan extremadamente delgados, mostrando así su capacidad de ocultarse en cualquier grieta, o el “rayos X”, en el que se recogen los detalles anatómicos internos (esqueleto, venas, órganos) tanto de animales como de personas.
Entre las escenas representadas, aparecen con frecuencia los espíritus Namandi, Namarrkon (el hombre rayo) y animales extintos hace más de tres mil años, junto a otros introducidos por los colonos europeos. Como curiosidad, las pinturas más recientes incluyen un pigmento azul hecho a partir del azulete que usamos para blanquear las prendas amarillentas.
La llegada de colonos holandeses en el siglo XIX provocó un desastre humano y ecológico. Los holandeses, al descubrir los enormes humedales, decidieron criar búfalos de agua. Los 250 búfalos traídos en barco desde Indonesia en 1820 se adaptaron muy bien a los pantanos de la tierra de Arnhem. Cuando la crisis económica de 1845, con la caída del precio de la carne, hizo fracasar a la mayoría de los ganaderos, los colonos regresaron a Indonesia y abandonaron allí unos cincuenta búfalos. Estos pocos animales se han reproducido hasta alcanzar en la actualidad más de 160.000 cabezas.
El peso de los búfalos, que puede llegar a los 1.200 kilos, hace que sus huellas estrechas compacten la tierra, destruyendo la vegetación autóctona, cegando los cursos de agua y provocando la desaparición de muchas especies animales y vegetales que sirven de base para la alimentación de los aborígenes.
Por este y otros problemas ecológicos, importados por los colonos junto con enfermedades contra las que los aborígenes no tenían defensas, a comienzos del siglo XX resultó extinguido el clan Warramal, propietario original de estas tierras. Por suerte, los clanes vecinos Djok, Murrumburr y Mirarr Kundjeyhmi se ocupan en la actualidad de mantener los ritos en Burrungui.
A la mañana siguiente, la salida del sol nos trajo una bandada de cientos de cacatúas, muy escandalosas, que dieron varias vueltas sobre nuestra cabaña hasta conseguir que nos levantáramos. Después de nuestro desayuno habitual, discutimos sobre cómo equiparnos para una excursión en avioneta sobre el parque nacional, única manera de apreciar su inmensidad y su dificultad de acceso. ¿Sandalias para ir más cómodos en la avioneta o botas por si teníamos que hacer un aterrizaje forzoso y necesitábamos caminar hasta la civilización? Al final nos decidimos por la comodidad de las sandalias, fiados en la pericia de la piloto. Luego, desde el aire, comprobamos lo inútil de la discusión. No había casi ningún espacio despejado donde aterrizar y el terreno, en general, era impracticable.
Nos dirigimos a la pista de aterrizaje de Jabiru, donde se ubicaba el galpón de Kakadu Air. En el mismo barracón nos dieron las instrucciones de seguridad habituales, junto con una detalladísima explicación del uso de las bolsas para vomitar. Aquello resultaba sospechoso, aunque el sol lucía radiante sobre la pista y no corría ni una racha de viento. Antes de despegar, la piloto le insistió a un pasajero chino que ocupaba el asiento del copiloto en que no tocara ninguno de los mandos: Here, problem; here also problem, here big problem. Creo que el chino asumió su responsabilidad, porque en todo el vuelo solo separó las manos de los reposabrazos para agarrar la bolsa de vomitar.
Nada más despegar, se confirmaron nuestros temores: la avioneta empezó a saltar como un toro mecánico y siguió así la interminable hora que duró el recorrido. Confieso que hubo momentos en los que sentí miedo. De los seis pasajeros, dos chinos, dos australianos jóvenes y nosotros, vomitaron cuatro; por suerte, la piloto se mantuvo impertérrita y se limitó a informarnos que era normal, que el sol provocaba columnas térmicas y que ella, volando a baja altura para que viéramos bien el parque, no podía detectarlas ni evitarlas. La piloto nos ordenó que nos colocáramos los auriculares y no paró de hablar en todo el viaje. Creo que contaba cosas tremendamente interesantes, pero, entre los saltos de la avioneta, lo espectacular del paisaje y las arcadas del chino que se sentaba detrás de mí, me temo que me perdí gran parte de sus explicaciones.
Desde el aire pronto nos dimos cuenta de por qué era casi imposible recorrer aquellas tierras. Las zonas bajas, inundadas gran parte del año, estaban infestadas de cocodrilos desde que el gobierno prohibiera su captura, hasta el punto de que los aborígenes ya no podían caminar por ellas en sus expediciones de caza. Las zonas altas, separadas por acantilados de las bajas, consistían en llanuras estériles de piedra cortadas por barrancos muy profundos. Las pocas comunidades indígenas que resisten lo hacen precisamente en el fondo de esos barrancos y en las cuevas de los acantilados, con una disponibilidad de alimentos muy reducida.
El punto más alejado de nuestra ruta era Twin Falls, unas cataratas dobles de cincuenta metros de altura, que se encuentran al final de una pista de tierra de sesenta kilómetros, accesible solo en vehículos todoterreno durante la temporada seca.
Durante el vuelo, vimos varias columnas de humo en el horizonte. La piloto nos explicó que se trataba de incendios forestales y que había una fuerte controversia sobre este asunto entre aborígenes, partidarios de las quemas tradicionales controladas, y los ecologistas, defensores de la rápida extinción de todos los incendios. Reproduzco a continuación el argumentario de un aborigen, Jim Wok Wok.
“Ya sabéis como es la ley de los ancianos para quemar, desde hace mucho tiempo.
Sabíamos cuándo está seca la hierba, la quemábamos.
Lo sabíamos antes de que llegaran los blancos, quemábamos cuando no hacía viento.
En el tiempo frío, quemábamos sin viento. Lo sabíamos, cuidábamos el fuego.
Si no quemamos así es muy peligroso, porque vendrá un gran incendio que acabará con todo.”
En la actualidad los expertos les dan la razón a los aborígenes y los rangers, los guardias del parque, provocan pequeños incendios forestales en los días sin viento, lanzando bombas incendiarias desde helicópteros para evitar una acumulación excesiva de material combustible. Estos incendios controlados dejan vivos a la mayoría de los árboles y de los animales y despejan el terreno para el crecimiento de nueva hierba en la siguiente estación húmeda.
Esa misma tarde, ya repuestos del mal rato en la avioneta, intentamos visitar Nangawulurr, otra cueva con pinturas rupestres muy cercana a Burrungui. Habíamos leído que en ese abrigo había muchas imágenes, de diferentes estilos, entre las que se encontraban un velero de dos palos, un buque de vapor y un bote que los expertos relacionan con la llegada de los holandeses y sus búfalos de agua. Por desgracia, al comienzo de los años setenta unos turistas destruyeron algunas de las pinturas y robaron objetos ceremoniales. La descripción me recordó al Tajo de las Figuras, en la sierra de Cádiz, donde unas pinturas rupestres muestran también el contacto entre dos culturas mediante la representación de unos barcos fenicios por parte de los artistas neolíticos.
Cuando aparcamos el coche en el comienzo de la ruta eran las tres de la tarde y el termómetro marcaba 36 grados. No había ningún otro coche en el aparcamiento y en un panel explicativo leímos que los aborígenes, al representar los buques holandeses en el estilo “rayos X”, habían dibujado también una vista esquemática de las calderas. El rótulo también indicaba que el sendero, trazado a lo largo de un bosque ralo de eucaliptos, tenía dos kilómetros de largo y que los últimos trescientos metros eran bastante empinados.
Echamos a andar animosamente, ilusionados ante la posibilidad de poder disfrutar de las pinturas en absoluta soledad. A los muy pocos minutos nos dimos cuenta de la locura que representaba caminar dos horas con aquella temperatura, bajo el sol, sin más agua que la que cargábamos en nuestra mochila ni la posibilidad de pedir ayuda en caso de un accidente o un golpe de calor. Nos paramos, conferenciamos y no tardamos en decidir dejar la excursión para la mañana siguiente muy temprano, antes de que apretara el calor.
Esa noche soñé que, cuando avanzábamos por el sendero de Nangawulurr, un cocodrilo gigantesco nos cortaba el paso. Al darnos la vuelta, otro cocodrilo de la misma talla nos impedía regresar al coche.
A la mañana siguiente, con muy buen criterio y recordando que estábamos en el país de los sueños, decidimos hacer caso de los mensajes que tan claramente nos había enviado Kinga, el cocodrilo ancestral, y dejar la visita a Nangawulurr para un futuro viaje. En su lugar, partimos con el coche hacia Katherine, trescientos kilómetros al sur, pero esa es otra historia que podréis leer pinchando aquí.
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