jueves, 20 de julio de 2023

De chicharras y medusas

  Ngurrungurrudjba es una gran zona inundable formada por el río al que caen las cataratas Jim Jim. El humedal se encuentra cerca de la carretera que lleva desde Jabiru hasta Katherine, la siguiente etapa de nuestro viaje. Tenía fama de ser muy abundante en cocodrilos, no solo de los de agua dulce que comen pescado y no suelen atacar al hombre sino también de los salties, los de agua salobre, mucho más grandes y peligrosos.

   Un pequeño catamarán de aluminio hacía tres o cuatro recorridos diarios por el humedal, cuando el nivel del agua estaba suficientemente bajo como para que los coches llegaran al embarcadero, pero no tanto como para que el barco no pudiera navegar. Nosotros llegamos en un buen momento, con el agua al máximo nivel que permitía hacer el recorrido fluvial, de unos cuatro kilómetros.

   Por una pasarela protegida por rejas contra eventuales ataques de los cocodrilos, nos embarcamos unos veinte turistas, australianos en su mayoría. En un grupo de ese tamaño no podía faltar un ejemplar de los que se colocan en el mejor sitio y protestan si alguien les tapa una foto pero no tienen el menor reparo en molestar a todos los demás. En este caso, la encargada de tal misión era una francesa, que subió a bordo la última pero que, todavía no entiendo cómo, no tardó en ocupar un asiento en primera fila.


 La ruta transcurría entre praderas y bosques inundados, con muchos pájaros y continuas explicaciones y chistes del piloto, que nosotros no entendíamos pero que les hacían mucha gracia al resto de pasajeros, a juzgar por sus carcajadas y sus comentarios. El recorrido se animó cuando, en dos ocasiones, avistamos cocodrilos, alguno de ellos muy cerca de nuestra embarcación. No llegué a enterarme de si eran de agua dulce o de agua salobre, cosa que tampoco me importaba demasiado.

   En una de las zonas que emergían del agua vimos las consecuencias de la estancia de una manada de búfalos, cuyos efectos ya he descrito más arriba. El islote, en contraste con otros de alrededor, estaba cubierto de huellas de pezuñas y totalmente despojado de vegetación. 

   A media tarde llegamos a Katherine, una población de unos seis mil habitantes, fundada en 1872 y que durante décadas llevó una vida languideciente, a pesar del descubrimiento de varios yacimientos de oro en sus cercanías. Tuvo su momento heroico en 1942, cuando un avión japonés bombardeó el pueblo, matando a un hombre. Hoy en día sirve como centro logístico para los ganaderos y agricultores de una amplia región, a la vez que comienza a desarrollar su industria turística en torno a la garganta de Nitmiluk, principal objetivo de nuestra visita.

   Nos alojamos en un motel muy cerca del centro del pueblo, si es que se puede llamar centro a la aglomeración de supermercados, talleres, tiendas y bares que se extiende por ambos lados de la carretera nacional a lo largo de un par de manzanas. Aquello a mí me recordaba El Colorado, una zona de hostales, gasolineras, talleres y tiendas a orillas de la N-IV, cerca de Conil. Quizás la principal diferencia es que en Katherine hay varias oficinas bancarias y del Gobierno, mientras que en El Colorado tenemos frutería, pescadería, carnicería y mercería, tiendas todas ellas muy poco frecuentes en Australia.

   El motel estaba formado por tres edificios de dos pisos que rodeaban un patio central, ocupado por el aparcamiento y una buena piscina con zona de barbacoa.

   Después de ducharnos y deshacer ligeramente el equipaje, nos instalamos en la piscina, a la sombra de unos toldos, dispuestos a pasar una tarde de descanso que nos merecíamos ampliamente. Desde nuestras tumbonas vimos llegar un camión no muy grande con remolque, que aparcó al lado de recepción. De él se bajaron dos chavales jóvenes, que rápidamente colocaron sus toallas no muy lejos de tres chicas, también jóvenes, que tomaban el sol en bikini. Después de muchos baños y varios intentos infructuosos de ligar, los camioneros se metieron en su habitación y no salieron hasta el atardecer, momento en que se subieron al camión. Pensamos que habían hecho una breve parada para descansar y que ahora seguirían ruta.

   Para cenar, el encargado del motel nos había informado de que su restaurante solo abría para desayunos y nos había entregado una lista de establecimientos más o menos cercanos. Elegimos uno casi al azar, fiados en que en el croquis del pueblo que había junto a recepción figuraba a solo dos o tres manzanas de distancia. Ya anocheciendo, echamos a andar. Teníamos intención de cenar bien y no nos apetecía volver conduciendo de noche y con un par de vinos en el cuerpo. 

   A los pocos minutos nos dimos cuenta de lo que significaba el trazado urbanístico del pueblo. Cada manzana podía tener más de un kilómetro de longitud. No había casi alumbrado público y las pocas viviendas a los lados de la calle estaban totalmente oscuras; aquello parecía el decorado de una película de zombis. Volvimos al hotel, cogimos el coche y, al llegar al restaurante, nos encontramos a los dos camioneros con su camión aparcado en la puerta. En aquel pueblo no caminaba nadie por las calles. En la carta, la típica fritanguería de cualquier pub, consumida por una clientela claramente forastera y por algún que otro lugareño tomándose una cerveza. Al volver al motel, el de recepción nos dijo que el restaurante tenía un servicio de recogida y entrega a domicilio de sus clientes, para solucionar el problema del alcohol al volante.

   A la mañana siguiente salimos del motel a una hora razonable, dispuestos a conocer la famosa garganta Nitmiluk. Al tratarse de un punto en el que hay agua potable durante todo el año, tiene mucha importancia para los aborígenes, que conservan varias leyendas sobre la garganta. Una de ellas cuenta que su creadora fue Bolung, la serpiente arcoíris que yo siempre asocio con Oxumaré, una deidad del panteón del candomblé brasileño. Una vez creada la garganta, la serpiente arcoíris descansa en una poza muy profunda en la que los aborígenes no pescan, beben ni se bañan; esto último me parece muy sensato ante la abundancia de cocodrilos. Como excepción, si tienen mucha hambre, los aborígenes pueden pescar un poco en las pozas cercanas; si les sobra algo de pescado deben devolverlo al agua para aplacar a Bolung. Porque Bolung, como la trimurti del hinduismo, es a la vez destructora y creadora. Cuando se enfada, puede lanzar rayos o enviar una riada.

   El recorrido en barco, que en esta época del año se limita a los dos primeros tramos navegables de los trece en que se divide la garganta, duró solo dos horas, aunque espero que su recuerdo perdure muchos años en mi mente. El patrón, uno los pocos trabajadores de origen indígena que habíamos visto en todo el viaje, recitaba otra leyenda sobre la creación de la garganta a la vez que nos recordaba el peligro constante de los cocodrilos y nos mostraba sus huellas en la arena de las playas. Hace años, nos contó con nostalgia, aquí no había cocodrilos.

Durante Buwurr, el tiempo del ensueño, llegó del oeste un ser con forma de dragón. Se llamaba Nabilil. Nabilil cruzó los caminos de ensueño de Bula, el lagarto de lengua azul, en Yerrelijirriyng y Wingurri.

Nabilil escuchaba a las chicharras: NIT NIT, NITNIT, por eso llamó a este lugar Nitmiluk, el sitio de las chicharras.

Esta tierra era muy seca, por eso Nabilil llevaba agua para beber en su zurrón de hierbas.

Mientras Nabilil descansaba, Walark, el murciélago de las cuevas, le lanzó un arpón. El zurrón se agujereó y el agua derramada llenó la garganta y creó el rio.

Los pájaros se alegraron y bebieron el agua. Los pájaros también encontraron los palos de encender fuego de Nabilil y encendieron una hoguera para cocinar su comida.

   Yo intentaba cerrar la boca, abierta de admiración desde que iniciáramos el recorrido por este cañón que puede llegar a alcanzar los cincuenta metros de altura, con unas paredes casi verticales. Me imaginaba la alegría de los indígenas al llegar a estas gargantas, frescas, repletas de pesca y de animales que se acercaban a beber, libres de cocodrilos… De fondo, el chirrido incesante de las chicharras: NIT NIT, NITNIT.

   De vuelta al embarcadero, hice una rápida y breve ascensión a un mirador en lo alto del acantilado, desde el que se tenía una amplia visión del último tramo de la garganta.

   A la mañana siguiente abandonamos Katherine para regresar a Darwin, en un recorrido de poco más de trescientos kilómetros por la National Highway 1, que a priori nos parecía sencillo.

   Nuestros amigos australianos, Juanita y Peter, nos habían advertido de la conveniencia de llevar el depósito de combustible siempre lleno y rellenarlo a tope cada vez que pudiéramos, ante las enormes distancias que podía haber entre una gasolinera y otra. Mientas estuvimos en el outback, donde lo habitual era recorrer doscientos kilómetros sin encontrar una estación de servicio, seguimos su consejo a rajatabla, pero ahora, en la carretera más importante de Australia y con la experiencia de tres semanas de viaje sin problemas, nos relajamos un poco. Salimos de Katherine con medio depósito y, como las dos gasolineras del pueblo estaban al lado contrario de la carretera, decidimos seguir hasta el siguiente pueblo, Pine Creek, cien kilómetros más al norte. Por el camino no encontramos ninguna gasolinera y las de Pine Creek estaban en el centro del pueblo, algo lejos de la carretera. Un rótulo anunciaba la próxima estación de servicio a cincuenta kilómetros, por lo que resolvimos arriesgarnos.

   Esa mañana nos encontramos incontables road trains, trenes de carretera, camiones que arrastraban tres remolques y podían medir más de cincuenta metros de largo y pesar ciento treinta toneladas. Dada su longitud, si hacía viento la cola del último remolque podía oscilar más de un metro a un lado y al otro.

   En aquella carretera, muchas veces sin arcén, de un solo carril por sentido y un límite de velocidad de ciento treinta kilómetros por hora, era casi imposible adelantar a uno de ellos. Por eso, cada cierto tiempo el carril se desdoblaba en dos.

   La siguiente gasolinera estaba cerrada, con un rótulo que indicaba que no les quedaba combustible y que perdonáramos las molestias. La siguiente también estaba cerrada y no encontramos otra hasta la entrada de Darwin, a donde llegamos ya en la reserva. Tampoco habíamos tenido en cuenta el tremendo consumo del coche chino que habíamos alquilado, muy superior a lo que estábamos habituados en España.

   No me habría apetecido nada quedarme sin combustible en medio de la nada, sin cobertura de teléfono móvil y a treinta seis grados a la sombra.

   Devuelto el coche a la empresa de alquiler y mientras escribía estas notas en la piscina del motel, el canto de un gecko me recordó los hotelitos sencillos de Ubud, la antigua capital de Bali, en un viaje muy diferente que podéis leer aquí. El encanto se rompió al levantar la vista del cuaderno y, en lugar de los arrozales de mil tonos de verde y el gorgoteo de los canales de riego, encontrarme frente a un edificio de apartamentos de veinte pisos y al zumbido incesante de sus torres de refrigeración.

   En Darwin recordé a un navegante portugués, Vaz de Torres, que trabajó al servicio del rey español Felipe III y fue el primer europeo que atravesó el estrecho que separa el norte de Australia de la isla de Nueva Guinea y que todavía hoy lleva su nombre. En una expedición mandada por Pedro Fernández de Quirós, zarpó de El Callao en 1605 en busca de un continente, Terra Australis, que ningún europeo había visto. Torres se separó del resto de la expedición por motivos poco claros y cartografió los numerosos bajos e islotes de este estrecho de difícil navegación. Se supone, pero no se ha podido demostrar, que avistó el cabo York, en el extremo norte de Australia. Las cartas de navegación que dibujó Torres permanecieron ocultas al resto de armadas, hasta que en 1762 una flota inglesa tomó Manila y logró hacerse con una copia.

   A la mañana siguiente nos levantamos a las cuatro de la madrugada para volar a Cairns, en la costa nordeste de Australia, y navegar desde allí a la isla Fitzroy.

   Siempre he odiado los resorts, esos complejos vacacionales de pulserita, y felicidad garantizada y obligatoria, pero en este caso era una de las pocas posibilidades asequibles de visitar la Gran Barrera. Sin embargo, reconozco que disfruté de aquellos tres días en la isla Fitzroy, primer momento del viaje en que me sentí verdaderamente de vacaciones.

   Cada mañana, cuando me despertaba, era plenamente consciente de que no tenía nada ineludible que hacer. Preparaba un desayuno ligero en la habitación y luego decidía si bañador, toalla, libro y chanclas (piscina) o botas, sombrero y agua (senderismo). Así llegaban las doce, hora de comer en este país. Luego, siesta, un poco de escritura y un paseo corto hasta la hora de sentarse en una terraza para admirar la puesta de sol con una copa de vino en la mano y hacer el tiempo hasta la hora de cenar.

   La segunda mañana conseguí subir hasta el pico más elevado de la isla Fitzroy, de unos trescientos metros de altura. Siguiendo las instrucciones que te repetían por todas partes, inicié la ruta temprano, con botas de monte, pantalón y camisa de manga larga, sombrero de ala ancha y un litro de agua.

   El comienzo del sendero parecía sencillo, con barandillas, pasarelas y escalones de hormigón en los escasos tramos empinados, pero poco a poco fueron desapareciendo todas estas comodidades a la vez que la ruta se hacía más estrecha y crecía la pendiente. Hubo momentos en que estuve tentado de darme la vuelta, pero una mezcla de vergüenza ante la derrota y de adrenalina provocada por mi deseo de superación me ayudó a seguir trepando hasta el mirador que coronaba la montaña. En las dos horas que duró la subida solo me encontré con otra persona, un turista australiano que descendía con chanclas y sin agua ni sombrero.

   Desde arriba no solo se veían las treinta y cuatro hectáreas de la isla, sino el mar en trescientos sesenta grados, las islas cercanas y algunos arrecifes de coral de la Gran Barrera, que se extiende más de dos mil trecientos kilómetros frente a la costa del estado de Queensland.

   Aunque en muchos sitios se lee que la Gran Barrera es el ser vivo más grande de la Tierra, esto no es exacto. En realidad, está formada por millones de pólipos de más de seiscientas especies diferentes. Sí que es la única estructura visible desde la Luna.

Otra tarde hicimos un breve recorrido hasta la mal llamada Playa Nudista, en la que no solo nadie se desnudaba sino que todos los bañistas iban cubiertos con un traje de neopreno protector antimedusas.

   Estos trajes protectores, cuya conveniencia te reiteraban cada pocos metros, cubren desde las muñecas hasta los tobillos, con una capucha que solo deja libre el espacio para las gafas y el tubo. Para los pies te daban unos escarpines tobilleros y para las manos unos guantes. 

      A la vuelta, al borde del sendero una serpiente pitón trituraba una especie de paloma, antes de engullirla.

Esa noche, en el restaurante conocimos a una camarera, Laura, única española que hemos encontrado en todo el viaje. Palentina, abandonó su trabajo en una empresa de informática de Barcelona y consiguió un visado de estudio y trabajo para Australia. Para que se lo renovasen por otro año tenía que trabajar al menos tres meses en algún lugar considerado remoto por el gobierno. Quizás algo similar podría ayudar a resolver el problema de despoblación de la España Vaciada. 

   Una de las cosas curiosas de Australia, que en el resort se hacía más patente, es la cantidad de gente joven y de parejas con al menos dos niños, algo cada vez menos frecuente en España. La edad media de los australianos es de treinta y ocho años, frente a cuarenta y cinco en España. Los niños, de los que aparentemente se ocupaban por igual los padres y las madres, iban protegidos contra las quemaduras del sol por unos bañadores de cuello cerrado y manga larga. En la piscina, donde sus padres les dejaban jugar sin demasiado control pero bajo constante vigilancia, tenían prohibido entrar en el agua con pañales.

   He mencionado antes los peligros de las medusas, especialmente la Irunkandji, con un cuerpo de un centímetro de largo y tentáculos de casi un metro. Esta medusa prolifera en los meses más cálidos y su picadura puede llegar a matarte. Las advertencias me parecieron exageradas, pero cada vez que me sumergí en el arrecife cercano para contemplar los corales y los peces no dudé en embutirme en un traje protector, por incómodo que resultara.

   En una de las inmersiones me llevé un susto de muerte, que me hizo salir despavorido del agua. Me tropecé de frente con una tortuga verde gigantesca, que por lo visto anida en esta isla y es bastante frecuente. Luego me enteré de que los ejemplares adultos llegan a medir más de metro y medio de largo y a pesar casi cuatrocientos kilos.

   A la mañana siguiente, última de nuestra estancia en la isla, mientras esperábamos al ferri que nos devolvería a Cairns, vimos que el personal del resort obligaba a desalojar el pantalán, indicando que se esperaba una evacuación. A los pocos minutos apareció un helicóptero que se estacionó en la vertical del muelle y del que descendieron por un cable tres hombres con abundante material. Sin perder ni un segundo, dos de ellos se despojaron de cascos y arneses y se dirigieron al interior del hotel, mientras el otro desplegaba una camilla. Cuando ya estábamos convencidos de que era un simulacro, regresaron los dos sanitarios con un hombre en silla de ruedas, con una vía en cada brazo y un monitor de constantes vitales, lo trincaron a la camilla y lo izaron con la grúa al helicóptero, para luego subir ellos y largarse rumbo al continente.

   Al parecer, había sido víctima de una picadura de la maldita Irunkandji.

   Llegó el ferri y en menos de una hora estábamos en Cairns, donde atracamos al final del pantalán, a casi un kilómetro de la parada de taxis. Los tripulantes bajaron todo el equipaje al muelle y cada viajero agarró su maleta y echó a andar. Todos, menos una señora, la esposa del evacuado, que se encontró sola y con dos maletones y una mochila, que nadie le ayudaba a transportar hasta los lejanos taxis. Le ofrecimos ayuda, un tanto sorprendidos ante la falta de empatía de sus paisanos. Ella se resistió a aceptarla, alegando que las maletas eran muy pesadas y que el recorrido era muy largo. Por fin, logramos convencerla y, por el camino, nos contó lo sucedido. Habían llegado desde Perth, en la otra punta de Australia, a pasar en isla Fitzroy el puente del primero de mayo. Después de varios días buceando con su traje protector, la última mañana, mientras esperaban la llegada del ferri, su marido había decidido darse un chapuzón rápido en la playita frente al hotel. Menos de un minuto necesitó una medusa para picarle. La sustancia que inyecta la medusa, relacionada con la estricnina y la dopamina, provoca un dolor muy intenso y una fuerte subida de tensión que puede dar lugar a una hemorragia cerebral. Varios supervivientes han descrito la sensación como de muerte inminente. Los efectos de la picadura, sumados al asma crónica que padecía su marido, habían estado a punto de matarlo. La rápida llegada de los sanitarios y su evacuación al hospital le habían salvado la vida, aunque necesitaría permanecer varios días ingresado. No eran exagerados los avisos en la playa.

   Una vez acomodada en un taxi la australiana, nos dirigimos a la pensión que habíamos reservado en el paseo marítimo de Cairns. Allí, Caixabank nos dio el segundo susto del viaje. La empleada nos dijo que no podíamos subir a la habitación hasta que se solucionara el pago del alojamiento, ya que nuestro banco había rechazado el cargo. Descubrimos que Caixabank, cuyo director de sucursal conocía perfectamente nuestros planes de viaje, había bloqueado sin previo aviso las cuatro tarjetas de crédito que llevábamos. La pensión, como muchos negocios australianos, no aceptaba pagos en metálico, por lo que nos veíamos durmiendo en un parque y con el resto del viaje en peligro, ya que en Australia se utiliza la tarjeta de crédito hasta para pagar el tranvía. Menos mal que la empleada se apiadó de nosotros y aceptó que le entregáramos el precio del alojamiento en metálico, para pagarlo ella con su propia tarjeta de crédito.

   Minutos después, recibimos un aviso del banco anunciando el bloqueo de las tarjetas “por motivos de seguridad” e indicándonos un número de teléfono en el que, tras un largo interrogatorio, conseguimos que nos desbloquearan las tarjetas sin ofrecernos ningún tipo de disculpas. Añadiré que, a mi regreso a Cádiz, en mi sucursal siguieron insistiendo en que la culpa había sido “del sistema”, sin lograr explicarme por qué “el sistema” no me había avisado previamente. Cada vez me considero más antisistema.


   Solucionado el incidente, fuimos a relajarnos paseando frente a la playa urbana de Cairns. Frecuentes avisos prohibían bañarse, advirtiendo del peligro de los cocodrilos. A la vista de lo ocurrido con las medusas, esta vez me no me parecieron tan exagerados. Minutos después, hojeando un periódico local, una noticia en portada atrajo mi atención: un hombre de mi edad había desaparecido mientras pescaba en una playa cercana. Según el periódico, se temía que hubiera sido víctima del mismo cocodrilo que, días antes, había devorado a un perro ante los ojos de su dueña. Me lo imaginé buscando un buen sitio para pescar, un arroyo con aguas frescas y transparentes, a la sombra de unos eucaliptos, solitario, tranquilo. Desplegar su silla, montar su caña y su carrete, elegir cuidadosamente el señuelo y lanzar el anzuelo lo más lejos posible. Minutos más tarde, descubrir que él era la presa.

Saltie

Es duro ser un perro en Australia. Siempre con la correa puesta, en tu parque habitual limitan hasta su longitud máxima: tres metros de libertad. Te prohíben la entrada en muchos campings y hoteles y en prácticamente todos los restaurantes y parques naturales.

Un sábado, tu dueña decide llevarte a pasar el día en una playa remota. Después de un largo rato encerrado en tu jaula del asiento trasero —los perros no podéis viajar sueltos en un coche—, durante unas horas llegas a soñar que eres libre.

Tu dueña te saca del coche y te deposita sin correa en la arena. Corres, saltas, persigues a algún pájaro, te revuelcas en la arena esperando siempre la llamada que te devolverá a tu vida prisionera.

Tu dueña te mima y te lanza una pelota, que tú buscas y le devuelves una y otra vez. Nunca te cansas. Una de las veces el viento desvía la pelota, que cae al mar, a escasos metros de la orilla. Tu dueña te llama: Saltie, Saltie. Tú no haces caso, te puede la excitación del momento. Vences tu miedo al agua, tu primera vez en el mar, y nadas hacia la pelota.

El cocodrilo, que llevaba un buen rato observándote oculto en la rompiente, te devora de un solo bocado.

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   Esa noche cenamos en un muy buen restaurante indonesio. No pude resistirme a pedir un pincho de cocodrilo en salsa de cacahuete.

   Al día siguiente volamos hasta Sídney, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí

Otros capítulos de este cuaderno:

Un país soñado

El desierto rojo

Las rocas sagradas

El salvaje norte

Wollongong y Melbourne

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