jueves, 3 de agosto de 2023

Wollongong y Melbourne

    Salimos de Sídney en un coche de alquiler, una mañana desapacible de viento frío y cielo gris, mientras nuestros amigos de Kyneton nos contaban que en su pueblo estaba nevando. Nuestra intención era cruzar el Royal National Park, seguir doscientos kilómetros por la espectacular ruta costera conocida como Grand Pacific Drive hasta Jervis Bay y luego regresar a dormir a Wollongong.

   El Royal National Park, fundado en 1879, es el segundo parque nacional más antiguo del mundo, solo por detrás del de Yellowstone, en Estados Unidos, declarado siete años antes y con una extensión sesenta veces superior que el australiano.

   Para los españoles, el eucalipto es la maldición australiana, un árbol que, debido a su rápido crecimiento, es el preferido por la industria papelera y en muchos lugares de España ha sustituido a los bosques autóctonos. Además, es un árbol a la vez muy combustible y que rebrota rápidamente después de un incendio. Por si fuera poco, sus hojas y frutos acaban con el sotobosque. Por eso, “parque nacional” y “bosque de eucaliptos” nos parecen expresiones contradictorias.

   Sin embargo, en los cuarenta kilómetros que pudimos recorrer en coche por el interior del parque, vimos lo errado de nuestra apreciación. En su ambiente original, un bosque de eucaliptos no ofrece esa imagen gris y polvorienta que conocemos en España. Los eucaliptos, al dejarlos crecer en libertad sin talarlos cada pocos años para transformarlos en pasta de papel, pueden llegar a alcanzar más de sesenta metros de altura y cobijan a una gran variedad de flora y fauna, entre la que se encuentran los casi invisibles koalas.

   Nos dio pena no poder recorrer ninguna de las numerosas rutas de senderismo que se abrían, perfectamente señalizadas, a uno y otro lado de la carretera. No se nos había ocurrido cuando planificamos el viaje y cuando llegamos allí nos dimos cuenta de que no nos daba tiempo. Tampoco pudimos acercarnos con el coche a ninguna de sus playas, ya que el acceso en coche a la costa estaba cortado por obras.

   Solo a la salida del parque pudimos asomarnos a un mirador para imaginarnos lo que nos habíamos perdido.


   A los pocos kilómetros de salir del parque nos encontramos con el Sea Cliff Bridge, un viaducto de más de seiscientos metros de longitud construido entre el acantilado y el mar. Se puede recorrer andando o en bici, no como el puente de La Pepa en la bahía de Cádiz, y tiene zonas de aparcamiento en ambos extremos. Construido para evitar los continuos desprendimientos de rocas sobre la antigua carretera, se inauguró a finales de 2005 con un coste de cincuenta y dos millones de dólares australianos, unos 35 millones de euros.

   Como docenas de otros turistas, dejamos el coche en el extremo sur y retrocedimos andando un buen trayecto, azotados por un viento húmedo y frío. No tuvimos la suerte de ver a ballenas francas ni jorobadas en su migración anual hacia el norte, que comenzaría pocos días después.

   De la tranquilidad del parque pasamos de pronto al tráfico intenso de la autopista, que nos acompañó hasta nuestra siguiente escala: Port Kembla. En el mapa habíamos visto que era una amplia albufera, separada del mar por una barra y con un puente que permitía salvar el canal que la comunicaba con el Pacífico. La realidad era que Port Kembla se había convertido en el puerto que manejaba todo el tráfico de mercancías de Sídney, expulsado de la ciudad por las presiones del mercado de viviendas de lujo. Era un lugar lleno de camiones, líneas de ferrocarril, tanques de combustible, cementeras y montañas de carbón. Como no conseguíamos encontrar ni un solo sitio agradable para comer, decidimos dar por finalizado nuestro recorrido y regresar a Wollongong.

    Llegamos a nuestro motel de Wollongong a eso de las dos, hora bastante tardía para comer en Australia. En la recepción nos recomendaron acercarnos al Builders Club, la asociación de empresarios de la construcción, donde nos miraron de arriba abajo y nos denegaron la entrada con el pretexto, evidente, de que no éramos socios. Muertos de hambre, acabamos comiendo lo que pudimos en uno cualquiera de los muchos establecimientos de comida basura de Smith Street, la calle comercial por excelencia de la ciudad.

 Cuando terminamos de comer empezaba a oscurecer y volvía a llover, a la vez que las temperaturas seguían bajando. Mientras dábamos vueltas por un centro comercial buscando alguna prenda de abrigo, llegó el momento de preguntarnos a qué habíamos ido a aquella ciudad anodina, cuya principal atracción turística parecían ser unas palmeras tumbadas a lo largo de Smith Street. Tardamos un rato en recordar que habíamos elegido Wollongong por estar cercana tanto al parque nacional que queríamos visitar como a Sídney, de forma que al día siguiente no tuviéramos que madrugar mucho para devolver el coche de alquiler en el aeropuerto.

   Por la mañana, de mejor ánimo ante la mejoría del tiempo, nos dimos una vuelta por una playa preciosa, cerrada por unas baterías y un faro. Luego subimos al monte Keira, un mirador con muy buenas vistas sobre toda la costa del Mar de Tasmania.

   Al aterrizar en el aeropuerto de Melbourne nos estaban esperando nuestros amigos Juanita y Peter, ansiosos de conocer nuestras opiniones sobre su país. Mientras se las contábamos, Peter nos preparó una cena deliciosa a base de ensalada, pasta y marisco. A última hora vinieron a despedirse de nosotros su hija Firenze con sus tres hijos y pasamos un rato la mar de divertido.

   A la mañana siguiente nos fuimos en tren a Melbourne, acompañados de Juanita y Peter, que iban a pasar unos días en la capital, para ver alguna película y cenar con unos amigos. Nos despedimos bastante tristes en la parada del tranvía que nos llevaría al apartamento que habíamos alquilado, pensando que posiblemente no nos volveríamos a ver. La promesa de desayunar juntos dos días más tarde nos subió el ánimo.

   Después de algunas dificultades con el candado-caja fuerte que guardaba las llaves del apartamento, pudimos deshacer el equipaje y bajar al súper a comprar provisiones para los pocos días que nos quedaban en Australia. Nos acercamos al Queen Victoria Market, un conjunto de edificios construidos en 1878, que albergaban desde zonas de mercado tradicional (carnicerías, pescaderías, charcuterías…) hasta una especie de mercadillo donde se mezclaban puestos de ropa barata, tiendas de souvenirs de mala calidad y frutas y verduras muy frescas. Entre otras cosas, compramos unos níscalos tan buenos o mejores que los que recojo cada otoño en los pinares de Roche.

 Tras dejar la compra en el apartamento, nos subimos de nuevo al tranvía, que sería nuestro medio favorito de movilidad por Melbourne. Por lo rápido, por lo frecuente, por lo sencillo de usar y porque era gratuito en todo el centro de la ciudad. Como decimos los gallegos, “está pago”. Empezamos nuestro recorrido en la estación de tren de la calle Flinders, la más fotografiada de la ciudad y bajo cuyos relojes suelen darse cita los melburnianos.

   Melbourne, sin dejar de ser australiana, es quizás la más europea de las ciudades que hemos visitado. El tranvía, los viejos edificios victorianos, los rascacielos bajitos, las antiguas galerías comerciales, los callejones del centro repletos de terrazas y paseantes y los hoteles Art Decó nos hacían sentirnos como en cualquier capital europea.

   Para descansar un rato de nuestro paseo, comimos algo ligero en un bistró de uno de los callejones del centro. En el exterior anunciaban tapas, paella, chorizo, sangría y algún otro plato español. A nuestro alrededor se oía hablar italiano, portugués de Brasil y otro idioma que nos sonaba muy familiar pero del que no entendíamos ni una palabra, por lo que dedujimos que sería griego.

   Al final del recorrido, como yo seguía con la espalda contraída desde que subimos al Sydney Tower Eye cinco días antes, cuando vi un local de masajes con buen aspecto decidí arriesgarme. Bajo un rótulo que anunciaba masajes curativos según la medicina tradicional china, un hombre de unos cuarenta años, vestido con bata blanca, escuchó atentamente mis síntomas, me cobró cuarenta euros por adelantado y me acompañó a uno de los gabinetes del sótano. Las paredes cubiertas de azule




jos blancos, la camilla con sábana de papel, el incienso y las botellas con aceites aromáticos contribuyeron a convencerme de que era un local más o menos serio. Tras casi una hora de masajes, demasiados suaves para mi gusto, salí del sótano con la espalda aparentemente relajada. La mejoría me duró más o menos media hora. A duras penas llegué al apartamento, donde ni siquiera tumbado en el sofá se me aliviaban los dolores. Desde ese día hasta que llegué a casa tuve que agotar nuestras reservas de metamizol para soportar el dolor. Como para denunciar al presunto masajista.

   Menos mal que esa noche María me preparó un revuelto de níscalos como para chuparse (literalmente) los dedos.

   La mañana siguiente amaneció con la ciudad cubierta por una niebla espesa, que hacía que los rascacielos en construcción parecieran todavía más futuristas. Habíamos decidido visitar el Shrine of Remenbrance, un santuario laico en recuerdo de “todos los australianos que han participado en una guerra”. Como en Sídney, entre estos australianos no se incluye a los aborígenes de las Guerras de Frontera, en realidad los únicos que murieron defendiendo su país frente a la invasión de los colonos ingleses.

   Desde el monumento, dimos un largo paseo por el jardín botánico, lleno de familias cargadas de niños disfrutando del sol, para luego acercarnos a cumplir un encargo muy especial: una conocida nuestra de Cádiz, al saber que íbamos a visitar Melbourne, nos contó que ella había nacido allí, en un hospital cuyo nombre no recordaba pero que sabía que era muy antiguo, y nos había pedido que nos acercáramos al hospital para hacerle unas fotos al edificio. El hospital, según nuestros amigos australianos, tenía que ser el Alfred. Cuando llegamos allí, vimos que quedaba un solo edificio antiguo, rodeado de centros médicos privados con un diseño ultramoderno. A la vuelta a Cádiz, nuestra amiga nos confirmó que aquel era el hospital que buscaba y del que no tenía ninguna imagen.

   Como Melbourne tiene fama de albergar los mejores museos de Australia, decidimos pasar la tarde visitando dos de los más importantes, el Centro Australiano de Arte Contemporáneo y la Galería Nacional de Victoria. El primero, instalado en un edificio de acero corten que podría haber firmado Norman Foster o Herzog & de Meuron, albergaba varias exposiciones de la más rabiosa actualidad. La principal cuando estuvimos allí era Mothertongue (Lenguamaterna), de la artista bengalí Mithu Sen. La exposición, puro arte conceptual, “explora los mitos de la identidad y su intersección con las estructuras de nuestro mundo, sean sociales, políticas económicas o emocionales” a partir del estudio de las formas en que el lenguaje influye o interfiere con el dibujo, la escultura, los medios de comunicación y las performances. Tengo que confesar que no era fácil seguir el hilo de razonamientos de la artista y que, en muchas ocasiones, tuve que echar mano de los paneles explicativos, pero el resultado final me resultó muy interesante.

 

  De allí nos fuimos andando hasta la Galería Nacional, cuya visita teníamos planeada para esa tarde. Entramos, comenzamos a recorrer sus salas y a los pocos minutos nos dimos cuenta de que ni nuestro cuerpo aguantaba más horas de pie ni nuestra mente admitía más estímulos en un mismo día. Pensamos, con muy buen criterio, que mejor nos retirábamos a nuestro apartamento y que ya intentaríamos visitarla al día siguiente, en un estado más receptivo.

   Mientras esperábamos el tranvía en la puerta del museo, vimos una obra de arte que nos pareció muy original. En el bulevar que separaba los carriles de la avenida de san Kilda habían instalado unas
pantallas LED que repetían los movimientos de unos ibis blancos virtuales, impertérritos ante el ruido del tráfico y la cercanía de los viandantes.

   Se acercaba el día fatídico de nuestro regreso a España y nos faltaba comprar algunos regalitos. Como en las tiendas de recuerdos del centro no encontrábamos más que objetos de muy mala calidad, en general fabricados en China, nada más salir a la calle nos acercamos al mercado Reina Victoria, donde recordábamos haber visto muchos puestos de recuerdos. Lo que encontramos allí era más de lo mismo. Grandes cantidades de artículos de recuerdo, también fabricados en China, muy baratos y de muy mala calidad. Como última esperanza nos quedaban las tiendas del aeropuerto, donde recordábamos haber visto lo que buscábamos.

   Menos mal que nuestra siguiente visita, la Biblioteca Victoria, nos levantó el ánimo. Fundada en 1854, solo veinte años después que la ciudad, es la más antigua de Australia y una de las primeras bibliotecas públicas gratuitas del mundo. En un primer momento, el edificio actual albergó también el museo estatal, la Galería Nacional y el archivo del estado de Victoria.

   La sala de lecturas más visitada y fotografiada, La Trobe, inaugurada en 1913, mide seis pisos de alto hasta la base de la cúpula y puede acomodar treinta y dos mil libros y trescientos veinte lectores. En su momento fue el mayor edificio de hormigón armado del planeta.

   Para nuestro último día completo en Melbourne nos quedaba una tarea pendiente de la víspera: la visita a la Galería Nacional. Al leer el directorio de la entrada ya nos dimos cuenta de que era imposible ver todo en un solo día, por lo que decidimos olvidarnos de sus colecciones de arte europeo clásico, moderno y contemporáneo, y centrarnos en los temas más difíciles de ver en Europa: el arte asiático.

   Si las salas de antigüedades japonesas, chinas, indonesias e indias se pueden comparar con las del Museo de Oriente de Lisboa, entre las exposiciones temporales había una que nos impactó especialmente. Se trataba de la dedicada a las maquetas realizadas por el escultor Takahiro Iwasaki, como esta Maqueta reflejada del tempo de Itsukushima. Las maquetas de Iwasaki incluyen tanto una detalladísima reproducción a escala de un edificio como una copia especular que simula la reflexión del mismo edificio en una inexistente lámina de agua.

   Al salir de la Galería Nacional era la hora de comer. No queríamos irnos de Australia sin probar, al menos una vez, la comida aborigen, y en Melbourne estaba Mabu Mabu, considerado como el mejor restaurante del mundo especializado en la cocina de las islas del estrecho de Torres. Su chef pertenece a la tribu Komet de la isla Mer, una islita de cuatro kilómetros cuadrados y cuatrocientos cincuenta habitantes, a dos horas en avión del punto más cercano del continente australiano.

   Pedimos una emulsión de hígado de emú acompañada de uvas moscatel encurtidas y crujientes de raíces de loto, como entrante, y cocodrilo frito con moras de zarza, salicornia y alioli de ostras ahumadas como plato fuerte. Todo delicioso, aunque dudo que sean platos habituales entre los isleños del estrecho de Torres.

   Siguiendo con nuestra despedida de Australia, país al que me encantaría volver, aquella noche decidimos que había que celebrarla en un pub de nuestro barrio, el Old Lincoln Inn, inaugurado en 1853, cuando Melbourne aún no tenía ni veinte años de existencia. En los años treinta del siglo pasado sufrió una transformación a fondo, desde el nombre, que pasó a ser Lincoln Hotel, hasta el estilo del edificio, puro Art Deco.

   El menú, como no, siguió las pautas de la comida de pub: empanada de venado a la cerveza negra con cebollas fritas y puré de patatas. Para beber, yo pedí un tempranillo del valle McLaren, muy digno, y María pudo elegir entre doce diferentes cervezas de barril.

   La mañana siguiente se nos fue en tirar algunas prendas de ropa que estaban destrozadas por el uso diario, empaquetar todo en nuestras maletas y salir con tiempo para el aeropuerto, donde comenzaría nuestra interminable vuelta a casa.

   El taxista que nos llevó al aeropuerto nos dijo que era somalí, la primera persona de ese país que he conocido. Cuando le insistí ¿Somalí somalí?, detalló un poco más. Me explicó que, en cierta manera, él era somalí pero también puntlandés, nacido en Puntlandia, una zona de Somalia que se ha declarado estado autónomo, uno de esos países no países en los que solo viven los que no tienen un sitio mejor.

   Le pregunté si viajaba mucho a su país y si era peligroso viajar allí. Me explicó que visitaba a su familia cada dos añosy que no era peligroso si al aeropuerto iba a recogerte un grupo numeroso de tu clan, aunque en realidad él usó la palabra inglesa gang, que podemos traducir como banda.

   Me contó que tenía cuarenta y dos hermanos y más de doscientos sobrinos, repartidos por todo el mundo, y que el año próximo pretendía ir a Puntlandia para casarse con su novia de toda la vida. Me explicó que en Australia había aprendido que un hombre no puede mantener a ocho mujeres y más de cuarenta hijos, como había hecho su padre, y que él se conformaba con una sola mujer y cinco niños. Le deseé suerte y le di la enhorabuena por tan sabia decisión.

   Empezamos así el viaje de regreso, de nuevo con escalas en Singapur, Milán y Barcelona, que duraría treinta y seis horas.

   Pero esa es otra historia, que no pienso contar aquí.

Un país soñado

El desierto rojo

Las rocas sagradas

El salvaje norte

De chicharras y medusas

La ciudad del mar



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