jueves, 6 de julio de 2023

Las rocas sagradas

    A la mañana siguiente nos levantamos temprano, llenamos el coche de gasoil a un precio bastante más caro que en Melbourne y salimos para Yulara, la localidad más cercana a Uluru y Kata Tjuta. Teníamos por delante trescientos kilómetros de carretera, por suerte asfaltada, en una zona muy poco poblada. En las dos primeras horas de recorrido adelantamos a un solo coche, un gran todoterreno con remolque cuyo conductor entraba dentro de la abundante categoría de anempáticos. En una carretera muy estrecha, con el remolque dando bandazos por el viento, no hizo ningún esfuerzo para facilitarnos el adelantamiento: ni se arrimó al arcén ni redujo mínimamente la velocidad. Esa misma mañana ya habíamos encontrado a otros dos ejemplares de la misma especie, que habían dejado sus largos todoterrenos con remolque aparcados a ambos lados de los surtidores de la gasolinera mientras desayunaban y hacían su compras en el supermercado anexo. Hasta que no terminaron y pusieron en marcha sus coches nadie más pudo rellenar combustible en ninguno de los cuatro surtidores teóricamente disponibles.

   Cuando hablamos del desierto rojo se nos puede venir a la cabeza imágenes del Sáhara con sus inmensos arenales, pero la zona que atravesábamos no era así; en esta época del año, tras las recientes lluvias, se parecía más a las dehesas extremeñas. Una llanura con pequeñas ondulaciones que se extendía monótona hasta el infinito en todas las direcciones que mirases. La tierra era roja, embarrada por las lluvias recientes. Había bastantes casuarinas y robles australianos creciendo sobre un mar dorado de Spinifex, una hierba áspera que los aborígenes utilizan para cestería. Dentro de su monotonía, el paisaje cambiaba de manera casi imperceptible. Había zonas con más o menos arbolado, otras ennegrecidas por algún incendio; en unas el mar de hierba era dorado y en otras verde, pero en todas el paisaje era desértico e inhumano. Acababas sintiendo una manida sensación de pequeñez, se te encogía el estómago ante aquella inmensidad sin límites.

   Paramos a tomar café en la primera gasolinera que nos encontramos después de dos horas de viaje. El empleado tardó quince minutos en decirnos, tras volver a pedirle los cafés, que la cafetera no funcionaba. ¡Viva la empatía! Menos mal que unos pocos kilómetros más adelante divisamos en la lejanía la silueta fantasmal del monte Conner, un anticipo de lo que sería Uluru, el punto más sagrado del desierto central. El monte me recordó al Valle de la Muerte, en California, donde nunca he estado pero que he visto en muchas películas.

Yulara, la población más cercana a Uluru, es un ejemplo perfecto de los abusos de los monopolios. Los indígenas, tras recuperar la propiedad de todo el parque nacional e incapaces de reunir los capitales y conocimientos necesarios para una explotación racional y sostenible, le han cedido los derechos de explotación turística a una sola empresa, Ayers Rock Corporation, que ha concentrado en esa localidad todos los recursos para los visitantes. Está prohibido pernoctar en ningún otro lugar del parque nacional y tampoco hay otros establecimientos comerciales fuera de Yulara, donde se puede encontrar un camping, un supermercado, varios hoteles, cinco tiendas de recuerdos y una gasolinera. Los precios son muy altos, incluso para Australia, pero no del todo descabellados si tenemos en cuenta que las mercancías y la inmensa mayoría de los empleados proceden de Adelaida o de Darwin, a dos mil kilómetros de distancia. De esa operación los aborígenes han conseguido una buena renta anual, pero prácticamente ningún puesto de trabajo, ningún avance real en su integración. Aunque han logrado un cierto respeto por sus lugares más sagrados, no se los ve trabajando en bares, restaurantes, hoteles, tiendas, gasolineras ni oficinas del gobierno; como mucho, de ayudantes de guardias del parque o guías de paseos didácticos. Uluru no es más que un fiel reflejo de la falta de integración de los indígenas y de los pocos esfuerzos del gobierno en ese sentido.


   
Uluru impresiona y emociona desde el primer momento en que la ves, irguiéndose solitaria en medio de la llanura. Luego, conforme te acercas y la rodeas, va cambiando según la hora del día, con el ángulo de incidencia y la intensidad de los rayos solares. Parece que se mueve, que cambia de forma, que está viva.

   Uluru es la mayor roca de una sola pieza en el mundo, quizás el ejemplo más famoso y antiguo de lo que en geología se conoce como monte isla. Hace unos 550 millones de años, en el período cámbrico, se produjo la emersión y plegamiento de los materiales que afloran actualmente en la cuenca del lago Amadeus. La brutal erosión que se produjo a continuación creó grandes depósitos de areniscas y conglomerados, que en el futuro servirían de materiales para Uluru y Kata Tjuta.

   Ciento cincuenta millones de años después comenzó un nuevo período de plegamiento, fracturación y elevación. Se prolongó durante otros cien millones de años y, mientras duró el proceso, los estratos originalmente horizontales adquirieron una nueva disposición casi vertical. La erosión posterior ha eliminado los materiales sueltos, sacando a la luz estos montes isla. Para que comprendamos mejor el tamaño de Uluru, pensemos que a los trescientos cuarenta y ocho metros que vemos sobre el nivel del terreno habría que añadir otros dos mil quinientos metros de roca bajo tierra y que tiene un perímetro de diez kilómetros.

   Para los Anangu, avistar esta roca tan singular en sus recorridos por el desierto en busca de comida significaba llegar a un lugar donde encontrarían caza, agua, sombra y cuevas para refugiarse del sol; por eso, Uluru concentra varias leyendas del tiempo del ensueño. Todavía hoy hay zonas cerradas a los visitantes y los indígenas siguen celebrando en sus cuevas distintos ritos religiosos. Los Anangu cuentan que Uluru, sus cuevas y manantiales han sido creados en distintos momentos, por la acción de hasta diez seres ancestrales. Trataré de contar alguna de estas historia conforme describa los lugares a los que se refieren.

   Desde que los Anangu recuperaron el control de la zona se han tomado una serie de medidas para mejorar el respeto al fuerte significado religioso de la roca. Así, desde hace años está prohibido trepar a ella y sobrevolarla con drones o globos aerostáticos; los visitantes no pueden acercarse a ciertas zonas de su cara sur ni fotografiar determinadas pinturas.

   Comenzamos nuestras visita por la cara sudoeste de Uluru, donde nos encontramos con el manantial de Mutitjulu, un lugar fresco y umbrío, un oasis en el desierto rojo. Esta es su canción de ensueño:

Minyima Kuniya, la mujer pitón, llegó desde el este, cerca de Erldunda. En su estómago creció un mal sentimiento, algo iba mal. Tenía que ir a Uluru.

Kuniya organizó una ceremonia para entrelazar sus huevos. Los llevó hasta Uluru en un anillo en torno a su cuello y los colocó en Kuniya Piti.

Mientras, el sobrino de Kuniya llegó a la otra cara de Uluru, perseguido por un ejército de Liru, hombres víbora procedentes de Kata Tjuta. El sobrino había infringido la ley en Kata Tjuta y los Liru querían castigarlo.

Los hombres víbora arrojaron sus lanzas contra el sobrino de Kuniya; una de ellas le atravesó la pantorrilla y las otras se clavaron en la roca, dejando las marcas que todavía se ven.

Un guerrero, Wati Liru, se quedó para cuidar al hombre pitón herido, pero no cumplió su obligación y dejó solo al herido.

Minyma Kuniya se dio cuenta de que su sobrino estaba herido y que no lo estaban cuidando apropiadamente. Corrió hacia el manantial Mutitjulu y vio a Wati Liru en lo alto del acantilado. Lo llamó para que viniera a cuidar de su sobrino, pero él se rio.

Minyma Kuniya clavó su palo de excavar en el suelo, frente a ella. Arrodillándose, cogió puñados de arena y los arrojó sobre su propio cuerpo, cantando a la vez que se fortalecía. Era una ceremonia para ayudarla a luchar contra Wati Liru.

Kuniya avanzó hacia el Liru cantando y bailando la danza guerrera de las mujeres. Kuniya le golpeó en la cabeza con su palo de excavar. Él cayó pero se volvió a levantar. Ella lo golpeó por segunda vez y lo mató.

Luego, Kuniya recogió a su sobrino herido, lo limpió y se lo llevó al manantial Mutitjulu. Allí celebró una ceremonia para fusionar su espíritu con el de su sobrino, transformándose en Wanampi, la serpiente arcoíris, que desde entonces vive en el manantial para protegerlo.

      Después de descansar un rato a la sombra, comenzamos a rodear la roca en el sentido del reloj, en busca del manantial de Kantju. Por el camino pasamos frente a varias cuevas, entre las que nos llamó la atención el nombre de una de ellas: Mala Puta.

La historia ancestral de esta cueva comenzó en el tiempo del ensueño, cuando el pueblo Mala, el de los hombres walabi liebre, organizó una ceremonia.

Cuando su ceremonia acababa de comenzar, llegó desde el este una invitación para unirse a otra fiesta, pero los Mala no podían interrumpir sus ritos. Sus vecinos se enfadaron y crearon a Kurpany, un diablo perro gigante, para destruir a los Mala.

El diablo viajó hacia los Mala; Lunpa, la mujer martín pescador, fue la primera en verlo y avisó a sus compañeros, pero no le hicieron caso. El diablo se transformó en muchas cosas: pájaros, rocas, árboles, hasta volver a adoptar la forma del perro gigante. Lunpa volvió a gritar para alertar de su llegada, hasta que, por fin, los Mala lo vieron y quedaron aterrorizados.

El perro atacó y mató a muchos de los hombres Mala; los que quedaron vivos huyeron hacia el sur de Uluru. El diablo Kurpany no atacó a las mujeres Mala, las walabi liebre. La mujer martín pescador sigue vigilando y las huellas de las garras del perro han quedado grabadas en la roca Uluru para que recordemos esta historia.

   Hoy en día, la cueva Mala Puta solo puede ser utilizada por las mujeres del clan walabi liebre, mientras que en el manantial de Kantju pueden bañarse todos los indígenas, hombres y mujeres, pero no los blancos.

   Atardecía y había que abandonar el parque nacional. Solo los aborígenes y los espíritus pueden recorrerlo después de la puesta del sol.

   A la mañana siguiente nos dirigimos a Kata Tjuta, a cincuenta kilómetros al oeste de Yulara, para caminar entre las rocas y gargantas que forman este otro lugar sagrado de los Anangu. Al contrario que Uluru, Kata Tjuta no es una sola roca, sino una aglomeración de rocas algo menores, de donde le viene su nombre anangu, Muchas Cabezas.

   El primer europeo en ver Kata Tjuta fue un explorador y buscador de oro, Ernest Giles, que en 1872, en su búsqueda de una ruta hacia el oeste, partió de la línea de telégrafo Adelaida – Alice Springs – Darwin y siguió el rio Finke hasta descubrir el lago Amadeus. Hundido con sus compañeros en el barro salado que rodea el lago en época de sequía, se dio cuenta de que no podía seguir avanzando. Deslumbrado por el reflejo del sol en el lago, Giles creyó ver una montaña distante, Kata Tjuta, a la que bautizó como Monte Olga. Sabía que debía volver cuanto antes si quería ser el primero en llegar a ella. Al año siguiente consiguió alcanzarla, pero se encontró con las huellas de William Gosse, su gran rival, también el primer europeo en llegar a Uluru.

   Pero Giles no se desanimó. Dos años después logró su gran objetivo, establecer una ruta terrestre hasta Perth, a dos mil trescientos kilómetros de distancia. Para que no quedaran dudas sobre su hazaña, en 1876 regresó a Alice Spring por la misma ruta.

   Comenzamos nuestro recorrido por la garganta Walpa, que cruza el macizo en dirección este - oeste a lo largo de más de dos kilómetros. Como todas las gargantas del desierto rojo, Walpa es un refugio fresco y húmedo frente al calor exterior; la sombra de las propias rocas y el aire fresco que corre hacen bajar la sensación térmica desde los 35 grados del exterior hasta 24 en el fondo de la garganta. 

   Las restricciones de los aborígenes nos impidieron llegar hasta el final de la garganta, desde donde supongo que habría una vista espectacular sobre el desierto. En su lugar, hicimos otra ruta por el Valle de los Vientos Andantes, más abierto y más expuesto al sol.

   Tras un rápido picnic en pugna con las moscas, volvimos a Uluru para rodearla en coche. Pasamos del costado oeste, donde el sol poniente agudizaba las arrugas de la roca, al lado este, casi a oscuras, con oquedades que producían formas fantasmagóricas.

   Luego asistimos a un gran espectáculo, la puesta de sol, que congrega cada día a cientos de personas en las dos áreas habilitadas para contemplarla, una para autobuses y otra para coches. Desde varios kilómetros antes estaba prohibido aparcar al borde de la carretera, aunque muchos australianos hacían caso omiso de estas prohibiciones.

   Nosotros llegamos al aparcamiento con el tiempo justo y nos costó encontrar un hueco. Cientos de coches se alineaban meticulosamente entre las marcas pintadas en el suelo y sus ocupantes habían desplegado sillas, mesas, trípodes con enormes cámaras fotográficas y neveras repletas de botellas de cerveza o de cava. A nuestro lado, unas influencers en bikini posaban para sus redes sociales, con un anorak a mano para protegerse del fresco nocturno. No sé cuántos miles de fotos pueden hacerse allí cada día, pero vale la pena. El contraste entre el despliegue de colores y los cambios de luz de la roca, con el despliegue de medios de los australianos, resulta sorprendente y cautivador.

   Mientras, la roca iba cambiando de color desde un rojo brillante, casi dorado, hasta un granate que terminaría fundiéndose con el azul oscuro del cielo.

   En el camino de regreso a Yulara, cuando pensábamos que ya nada podría superar las imágenes del día, nos asaltaron unos inolvidables contraluces de Kata Tjuta en el horizonte. Siempre hay un más allá.

   En el hotel, pomposamente denominado “Albergue del Pionero”, solo había dos alternativas para cenar, barbacoa por kilos o barra libre de ensalada. Las distintas opciones para combinar la ensalada que te apeteciera se resumían en un uno por ciento de lechuga o tomate frente a una amplia variedad de salsas, patatas, maíz asado, verduras y legumbres cocidas, encurtidos o pan con mantequilla. Resultaba casi imposible seguir una alimentación mínimamente sana.

   Si optabas por la barbacoa, primero tenías que comprar la carne (pollo, cordero, ternera o cerdo) en la barra y luego preparártela tú mismo en una de las muchas planchas a disposición de los clientes. Las raciones eran descomunales, excesivas incluso para dos personas que, como nosotros, nos habíamos pasado gran parte del día andando con solo unos sándwiches a mediodía. A mi lado, una adolescente china con un enorme rulo sobre la frente ponía cara de asco ante la carne que le había cocinado su padre.

      Al día siguiente regresamos a Alice Springs, disfrutando por última vez del paisaje del desierto rojo en otro largo recorrido de más de cuatrocientos kilómetros, sin más indicios de presencia humana que dos desviaciones, cuatro gasolineras, alguna granja que se atisbaba en la distancia y, ya cerca de Alice, un correccional aislado del mundo.

   No quiero dejar sin reseñar un dato interesante en relación con Alice Springs. Si te interesa el arte aborigen y quieres llevarte a casa alguno de los maravillosos óleos que dibujan, mi consejo es que lo compres en alguna de las galerías especializadas de esta ciudad. En ellas encontrarás un surtido mucho más amplio que en las propias comunidades de donde proceden los artistas, muchas veces limitadas a un solo artista o a un solo estilo, y mejores precios que en las grandes ciudades como Darwin, Sídney o Melbourne.

   En Alice volvimos a la normalidad habitual. Había que eliminar el polvo rojo antes de volar a Darwin, mil quinientos kilómetros al norte, pero esa es otra historia que podrás leer pinchando aquí.

Otros capítulos de este cuaderno:

Un país soñado

El desierto rojo

De chicharras y medusas

La ciudad del mar

Wollongong y Melbourne

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