lunes, 29 de febrero de 2016

AVE CESAR (HAIL, CAESAR)

Ficha técnica:


Comentario

Desconcertante película. ¿Tomadura de pelo o falta de talento   de los hermanos Coen para hacer  una película que se ha quedado en un “quiero y no puedo”? Los espectadores salían ayer de la sala con una sonrisa forzada, sin atreverse a decir que no les había gustado una película de los Coen, porque eso queda mal, pero realmente les había defraudado. Como ocurrió en su estreno en el pasado festival de Berlín.

En el Hollywood de los años 50, los Estudios Capital Pictures ruedan una superproducción de romanos,  titulada Ave Cesar, protagonizada por una gran estrella del momento interpretada por George Clooney. El gerente de los Estudios,  Eddie Mannix (Josh Brolin), intenta poner orden en lo que no es más que una casa de locos: El protagonista masculino es secuestrado por unos guionistas comunistas que piden 100.000$ de rescate, que pierden en el mar cuando lo quieren entregar a un submarino ruso en favor de la revolución bolchevique; la protagonista femenina, embarazada de padre desconocido, pone en peligro la película por su laxitud moral; un cowboy, incapaz de decir dos palabras seguidas sin equivocarse, es reconvertido a galán; el director de la película, homosexual, es acusado de haber aupado al protagonista masculino en contraprestación a sus favores sexuales; los representantes de las diversas confesiones cristianas y judía emiten disparatadas opiniones teológicas   sobre el tratamiento en el film de la figura de Jesús; el propio Mannix, un atormentado psicológico de confesión diaria, deja de fumar todos los días para expiar sus pecados. Así una detrás de otra. Anarquía, un tanto infantil,  en estado puro. El camarote de los hermanos Marx en forma de película de romanos. Y los espectadores alternan caras de asombro con medias sonrisas y esporádicas carcajadas.

La película es una parodia del gran Hollywood del Siglo XX, pero, también,   homenajea al cine clásico americano con un número musical de marineros,  que recuerda al New York, New York de Scorsese y otro de nadadoras que recuerda a la Escuela de Sirenas protagonizada por Esther Williams. Posiblemente sean estos números musicales lo mejor de la película.

Y yo creo que los hermanos Coen no nos han intentado tomar el pelo. Han arriesgado haciendo algo muy difícil, una película de los hermanos Marx hoy día, y simplemente no les ha salido del todo bien.


JRL (29-02-2016)

domingo, 28 de febrero de 2016

Ridley Scott nos cuenta un cuento de marcianos.



Queridos Cinéfilos:

Hace un par de meses inicié mi comentario sobre "El puente de los espías" de Steven Spielberg, con los siguientes dos párrafos:

”Es de sabios saber retirarse a tiempo para que el balance final de una vida artística o profesional exitosa no se vea decrecido por obras cuyo nivel no corresponda a las anteriores de esa persona. Pocas cosas más patéticas que finales de "pitos", precedidos de avisos con "palmas y pitos", tras múltiples faenas de "dos orejas y rabo" en los años gloriosos.

Por ello me da mucho placer poder afirmar aquí que, en mi opinión (también de la gran mayoría de la crítica), Steven Spielberg tuvo y retiene, a punto de cumplir 69 años, el talento, la profesionalidad y el ojo clínico para escoger buenos temas y realizar espléndidamente interesantes películas, como ha hecho en el presente caso con "El puente de los espías"


Lamentablemente no puedo aplicarle la misma calificación a las películas filmadas por Ridley Scott en los últimos 15 años, con soberanos fiascos, al menos en mi opinión, como “El Reino de los Cielos” o “Robin Hood”, aquí comentada hace tiempo, o como la última, “The Martian”, titulada para el mercado español “Marte”, ya que bautizarla con la traducción literal “El marciano” habría producido una catarata de chistes carpetovetónicos (¿entenderán las ultimísimas generaciones el calificativo?.

Fui a verla hace ya un par de meses y me defraudó profundamente, no digamos si la comparamos con el trío de sus obras maestras, “Alien” (1979), “Blade Runner” (1982) y “Thelma y Louise” (1991), absolutamente espléndidas, o con las “simplemente” muy buenas “Los duelistas”, “Legend”, “La sombra del testigo”, ”Black Rain”, incluso “Gladiator”, muy bien realizada a pesar de la simpleza de su guión (mucho mejor era el de “La caída del Imperio Romano”, su muy claro antecedente).

Trato de descubrir el por qué del pertinaz “bajonazo” de calidad en la producción de Ridley Scott. Se me ocurren fundamentalmente dos razones:


La tripulación
  • Que desde su “emigración laboral”, por ahora permanente, a la industria americana, con el consecuente enfoque profesional al mercado USA, se ha volcado en productos primordialmente comerciales “to have fun”, abandonando el espíritu de búsqueda de “calidad” y de “trascendencia europea”, perfectamente aplicable a películas que además resulten muy amenas y por lo tanto con éxito de taquilla, como ocurrió con sus tres citadas obras maestras. Una pena.
  • La indiscutible peor calidad de los guiones de sus películas más o menos recientes frente a las de su época dorada. Por ejemplo, los de sus dos primeras películas como director, “Los duelistas” y “La línea de la sombra”, estaban basados en sendas novelas del magnífico escritor polaco-inglés Joseph Conrad (autor de la extraordinaria “El corazón de las tinieblas”, de la que algo hemos hablado ya en este Foro y se adaptó en el guión de “Apocaypse Now”), mientras que el de “Blade Runner” lo fue de “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas” de Philip K. Dick.
Después del largo preámbulo vamos a ajustar cuentas respecto a “el marciano”:
Un invernadero en Marte
  • La fotografía y los efectos especiales son excelentes. Lo digo lo primero porque es lo único que considero muy bueno y así puedo pasar a los “tirones de oreja”.
  • El guión es bastante inverosímil y parece dirigido a levantar el orgullo humano y americano en tiempos difíciles. Diría que en el campo de la ciencia ficción esta película equivaldría a la serie de películas “Desaparecido en combate 1, 2,3, ….,N” en el campo del cine bélico USA tras la derrota en Vietnam. O peor aún, el “ambiente” de la acción me recuerda al de la nefasta “Independence Day”, muchísimo más reciente.
  • Algunos pasajes parecen perfectos ejemplos de “buenismo” naif, como el de la colaboración fraternal con la República Popular China para salvar al “marciano”.
  • Lo del cultivo “hidropónico marciano, en atmósfera artificial con abono orgánico humano” es propio de estudiar en “Cuarto Milenio” (en mi infancia hubiéramos dicho que es un “invento del TBO”).
  • No sólo eso, sino que aparecen paradojas científicas como que, si una feroz tormenta en Marte es casi capaz de derribar una nave posada en su superficie o hacer volar a los astronautas, se permita en un despegue de emergencia sustituir la caperuza de protección frontal de una nave por una tela plástica para aligerar peso (literal).
  • Tampoco parece muy normal que, cuando todavía esté en Marte la misión ARES N (no recuerdo si 2, 3, 4…), ya esté en ese planeta, perfectamente preparada para despegar, una nave de vuelta para la siguiente misión ARES N+1 (que como mínimo llegaría un par de años más tarde, supongo) , eso sí, a unos cientos de kms. No soy experto en esos temas, pero me resulta inexplicable.
  • La interpretación es, en mi opinión, muy, muy floja, especialmente negativa la de Matt Damon ya que no me puedo creer su absoluta parsimonia y ánimo en una situación tan desesperada y…¡está nominado para el Oscar!. Los demás o se dedican a “pasar el rato” (Jessica Chastain, tan excelente en todas las otras películas suyas que he visto), o no “se creen” su papel (Chiwetel Ejiofor) o son tan malos actores como siempre lo han sido, especialmente Jeff Daniels, cuya única actuación aceptable lo fue en la excelente “La Rosa púrpura de El Cairo”, quizás porque hacía el papel de simplón personaje de “comedia blanca” de los años 30. Claro que su personaje en “Marte” es tan tópicamente falso que dudo que Michael Caine lo hubiera podido hacer creíble.
  • Y como responsable final de semejante fiasco, Ridley Scott aparece como un director que lo mejor que podía haber hecho, habida cuenta de sus últimos trabajos, es retirarse para que pudiéramos recordarle como el mago que nos regaló maravillas como, reitero la calificación, “Alien” , “Blade Runner” y “Thelma y Louise”.
Ante semejante resultado, no voy a buscar ni facilitar enlaces ni críticas. Desde mi punto de vista, la película no lo merece.

Si esta noche le dan un óscar diferente al de los efectos especiales o a la fotografía, pensaré que los votantes de la Academia están seriamente presionados por la productora. No me cabe que puedan ser tan simples como para gustarles esta película.

Y lo peor es que no he terminado de ajustar cuentas con Ridley Scott. Dejo para otro día comentar su ”Prometheus” …o cómo manchar la memoria de “Alien”.

Manrique

PD: Vi la película en un cine lleno a tope, mayoritariamente de gente muy joven, mientras el espectador sentado delante de mí dedicó intermitentemente un 30%, diría yo, de su tiempo en consultar su muy luminoso móvil. Al final de la película hasta hubo algunos aplausos. Me hubiera encantado hacer una encuesta entre todos los asistentes con una sola pregunta: ¿Por qué la misión espacial se llamaba "ARES"? Me temo que, lamentablemente, sólo una ínfima minoría conoceríamos la respuesta. Apuesto 10 a 1 a que hace 50 años lo sabría un mucho mayor porcentaje de espectadores.

viernes, 26 de febrero de 2016

Kashán, Teherán y Tabriz


Por la mañana temprano salimos con pena de Isfahán, creo que la ciudad más bonita de todo el viaje. Al cabo de un par de horas de autopista nos llevamos una buena sorpresa: a unos cientos de metros de la autopista, en lo alto de unos cerros pelados, vimos varios nidos de ametralladoras y emplazamientos de misiles antiaéreos. En seguida, un rótulo en farsi y en inglés, indicando una salida: “Natanz Uranium Processing Plant – 2 km”. Según nos confirmó Ciro, estábamos pasando al lado de la famosa planta de enriquecimiento de uranio que había servido de pretexto para la imposición de sanciones internacionales. Ni escondida ni secreta, se levantaba al borde de la principal autopista del país. Evidentemente, y menos después de haber visto aquel letrero, no voy a negar que Irán enriqueciera uranio. Lo que es más discutible es que tuvieran intención de construir una bomba atómica, como sí han hecho los israelíes sin recibir la más mínima sanción.

Dicen las malas lenguas que lo que hubo detrás de la invasión de Irak y la demonización de Irán no fue más que la decisión de ambos países de abandonar para sus operaciones de venta de crudo el patrón dólar y pasarse al euro, mucho más estable en aquel momento. Esta decisión podía haberse extendido a otros países productores, con lo que el dólar habría salido muy mal parado e incluso habría perdido su condición de divisa-refugio, cosa que no podían tolerar las grandes multinacionales y los especuladores financieros que gobiernan el mundo.

Marc había decidido que era mejor no parar en Qom, como estaba previsto; los fundamentalistas andaban un tanto revueltos y no parecía aconsejable que un grupo de guiris se metiera en esta ciudad, la más sagrada de Irán, cuna del poder de los ayatolás y sede de los grupos shiitas más intolerantes. Habían prohibido temporalmente la entrada de infieles al mausoleo de Fátima, la hija del Profeta, y también teníamos vedado el acceso a la mezquita Jamkaran, construida siguiendo las indicaciones dadas por el Mahdi en una de las escasas ocasiones en que se dio a conocer a los mortales durante los doce siglos que llevaba desaparecido. La biblioteca Mar’ashi Najafi por sí sola no parecía motivo suficiente para entrar en la ciudad, aunque contuviera más de medio millón de manuscritos.

A cambio nos propuso en cambio hacer una parada en Kashán, más o menos a mitad de nuestro camino, para hacer una rápida visita y comer antes de seguir ruta hasta Teherán. Así tuvimos la oportunidad de conocer otro tipo de arquitectura iraní, la de los siglos XVIII y XIX.

Por algún motivo que no he conseguido averiguar, a principios del XVIII Kashán se puso de moda como lugar de vacaciones entre los nobles y los comerciantes ricos, un poco como San Sebastián en España cien años después. Se construyeron numerosos palacios particulares, pero también un bazar, una mezquita y un hamman acordes con la categoría de sus nuevos habitantes. Un recorrido por aquellos edificios nos metió de lleno en el concepto de lujo oriental, que es infinitamente más lujoso, más cómodo, más brillante y más fastuoso que ninguno de los lujos occidentales de la época. Patios enormes y armoniosos, como descendientes del de los Leones en la Alhambra, proporcionaban luz y frescor a aquellos palacios, en los que no era difícil imaginarse el harén, al haram, lo prohibido, instalado entre los surtidores para mayor goce de los sentidos de los que todo se lo podían permitir. Como ahora, como aquí, los que monopolizaban el poder y el dinero también se creían los dueños del placer. Esto se apreciaba en Kashán como en pocos lugares de la tierra. ¿Cuánto dinero habrían amasado aquellos comerciantes, aquellos nobles, para poder construir esos palacios? ¿A quién habían robado, cuántas familias habían destruido guiados solo por su anhelo de poder y placer? Probablemente a muchas menos que cualquier magnate-mangante de hoy en día.

Después de entrever lo que pudo haber sido la vida de la oligarquía persa de hace dos o trescientos años, qué menos que una buena comida, y qué mejor lugar que Kashán para disfrutarla. Así que nos metimos en un restaurante del centro, cuyo nombre no recuerdo, y probamos delicias como el khoresh loobia subz, que dicho así suena de lo más exótico, aunque no era más que un buen guiso de cordero con judías verdes y azafrán. Solo faltaba un buen vino para acompañarlo y una copita de brandy de Jerez como remate, pero no se podían pedir imposibles.

Envueltos en el sopor de la sobremesa nos tragamos otras tres horas de autopista, hasta que nos despertaron los frenazos de nuestro autobús y los bocinazos de miles de vehículos. Estábamos entrando en Teherán, la capital. Gran ganga, gran ganga, soy de Teherán. Gran ganga, gran ganga, él es de Teherán. Calamares por aquí, boquerones por allá… La descabellada canción de Almodóvar y Macnamara se me vino inmediatamente a la cabeza, y no conseguí olvidarla hasta que dejamos la ciudad; aún hoy en día es lo primero que he recordado cuando me he puesto a escribir. Nada que ver el ambiente pacato de Teherán con el desmadre de Laberinto de Pasiones, pero seguro que algo tenían en común, aunque solo fuera lo absolutamente irracional de muchas situaciones.

Lo primero que vimos de Teherán, antes incluso de ir al hotel, podía haber formado parte de cualquier película de Almodóvar, igual que las narices de las pocas iranís no operadas no dejaban de recordarme a Rossy de Palma. Se trataba nada menos que el lugar más sagrado del Irán actual, el mausoleo del Ayatolá Khomeini y de su hijo, un complejo de más de veinte kilómetros cuadrados que en aquellos momentos todavía estaba en construcción. Además de un aparcamiento para veinte mil coches, cuando se termine albergará el propio mausoleo, una universidad, una estación de metro, un centro comercial y otros edificios.

El mausoleo de los ayatolás –y aquí me acordé inmediatamente de otra canción alusiva e irreverente, “Ayatola no me toques la pirola”, de mis paisanos Siniestro Total- era una especie de gigantesca nave industrial sin el menor glamur, como el Mercado Nacional de Ganado de Santiago de Compostela. Del aparcamiento se pasaba a un inmenso atrio porticado, muy minimalista y muy ergonómico, en el que en cada columna había un estante y varios enchufes, para dejar el móvil a cargar mientras visitabas el interior sin miedo de que nadie te lo robara en lugar tan santo. Del pórtico se accedía a la nave central, con techo de fibrocemento, cerchas metálicas e iluminación a base de tubos fluorescentes de luz fría. En el centro de la nave, un recinto enrejado y con doble valla, dentro del cual se veían los túmulos de padre e hijo. Los fieles se agolpaban contra las barandillas, e introducían billetes y monedas a través de los barrotes; más o menos cada cuarto de hora pasaban unos mullah con escobas y bolsas de basura, que recogían el dinero y se lo llevaban a algún destino desconocido. Me dio la impresión de que allí se recolectaban millones de riales cada día, probablemente usados luego para la ingente obra social de la Fundación Imam Khomeini.
 
Ahora toca, como en todas las ciudades visitadas, una breve introducción histórica. Pero no os alarméis, que no voy a hablar de nuevo de medas, partos, elamitas, aqueménidas ni safávidas, por mucho que todos ellos hayan intervenido en la historia de Teherán. Me limitaré a un breve repaso a lo sucedido en los últimos doscientos años, más o menos.

Ya hemos comentado en otros relatos de esta serie que toda Asia Central fue durante los siglos XIX y XX el escenario del “gran juego” colonial, primero entre británicos y rusos, y luego entre rusos y americanos. Precisamente esa presión colonial y de las compañías petroleras fue la que originó el proceso de modernización de Irán en el siglo XIX, que duró a trancas y barrancas hasta la segunda guerra mundial. Terminada la guerra, cuando el presidente Mohammad Mosaddeq intentó nacionalizar el petróleo, fue inmediatamente acusado de comunista  por la CIA, que lo expulsó del poder en 1953.

Esa ocasión la supo aprovechar el rey, Shah Reza Pahlevi, para hacerse con el poder absoluto, apoyado por las potencias occidentales en el exterior y por la sangrienta policía secreta Savak en el interior. En aquellos años ya destacaba el imam Khomeini como líder de la oposición al Shah, apoyado incluso por el relativamente poderoso partido comunista de Irán.

El resto es más conocido. En 1979 se produjo una sublevación popular que logró expulsar al Shah a su exilio dorado en la isla de Contadora y que permitió volver de París a Khomeini, rápidamente proclamado líder de la nueva República Islámica. Las matanzas de comunistas, el asalto de los estudiantes a la embajada estadounidense en Teherán, el apoyo de Estados Unidos a Sadam Hussein en la guerra Irak-Irán, y la proclamación del Eje del Mal por el presidente Bush conforman la historia reciente del país y de su capital.

Cuando escribo estas líneas se acaba de declarar el fin parcial del embargo occidental a Irán, con lo cual las cosas pueden empezar a cambiar y creo que se facilitará la vuelta de la democracia al país.

No voy a contar mucho de Teherán, una inmensa ciudad de catorce millones de habitantes que se encuentra entre las más contaminadas del mundo. Tiene mezquitas, universidades, museos… pero después de haber estado en Mashad, Yadz e Isfahán poco más nos podía ofrecer. Por supuesto visitamos lugares tan icónicos como el exterior de la antigua embajada americana, todavía cubierta de pintadas antiimperialistas, o el Gran Bazaar, donde vimos vender al por mayor etiquetas falsas de todas las grandes marcas de moda. Pero me marché de allí sin demasiada pena.

De Teherán nos fuimos a Tabriz, en el noroeste del país, cerca de la frontera con Armenia, pero esta vez no usamos el avión ni el autobús, sino el tren. Para un recorrido de más de seiscientos kilómetros parecía muy razonable viajar en un tren nocturno de primera clase, con compartimentos de 4 camas, que tardaba unas doce horas. El horario no es que fuera muy bueno, ya que llegaba a Tabriz antes de las seis de la mañana, pero era cómodo, seguro, y nos permitiría conocer otros aspectos de la vida iraní. A cuatrocientos mil riales por plaza me pareció muy barato, sobre todo si lo pasábamos a euros, menos de catorce. Lo más complicado, como en los anteriores países que habíamos visitado, era que como el mayor billete en circulación era de 500 riales, habríamos necesitado  nada menos que ochocientos billetes para pagar cada plaza. Menos mal que la agencia iraní era la que se encargaba de estos asuntos, porque para acabarlo de arreglar las tarjetas de crédito europeas no funcionaban en Irán.

A quienes se pregunten cómo habíamos hecho para pagar los millones de riales de las dos alfombras y el kilim que llevábamos a cuestas, les contaré que un comerciante iraní no se detiene ante nada, y que cuando Occidente les impuso el embargo comercial, crearon rápidamente empresas en los emiratos del Golfo. Así podían facturar en euros con tarjetas europeas contra bancos catarís. De paso, se ahorraban los impuestos y evadían el capital a paraísos fiscales. Nada nuevo, que le pregunten al Molt Honorable Pujol y a su familia.

Pero volvamos al tren. Nos repartimos por varios compartimentos de literas y solo hubo un pequeño problema cuando el revisor nos pidió que acomodáramos con nosotros a un padre iraní con su hija adolescente. Al parecer, por motivos religiosos la hija no podía compartir alojamiento con ningún hombre, ni siquiera con su padre, por lo que nos reajustamos para acoger a la niña en un compartimento con tres de nuestras compañeras. La pena es que ninguno de los dos hablaba ni una palabra de inglés, por lo que la relación con ellos fue bastante lacónica.

A la hora en punto salimos de Teherán y al cabo de unas dos horas tuvimos la primera parada, en una estación bastante pequeña. Antes, la megafonía del tren había anunciado que el tren se detendría unos minutos para la oración de magrib o puesta del sol, por lo que se organizó un revuelo de gente yendo y viniendo a los aseos para las abluciones. En cuanto paró el tren se bajaron los empleados y los pasajeros iraníes, hombres en su inmensa mayoría, y se ordenaron en filas mirando a La Meca. Un anciano dirigió la oración, que las mujeres siguieron algo apartadas.

Poco después de la oración nos sirvieron la cena en los compartimentos, y por una vez no nos ofrecieron cordero asado. El menú de pollo guisado con salsa de tomate y arroz tampoco es que fuera una alegría, pero estaba caliente y el servicio fue rápido y pulcro. Como no había mucho más que hacer, y a la mañana siguiente nos tocaba madrugar, nos acostamos pronto, para despertarnos a los pocos minutos con una nueva y última parada, esta vez para la oración isha, la de la noche. Nunca había viajado en un tren tan piadoso.

A Tabriz llegamos al amanecer, con lo que nos ahorramos otra parada para el fajr, la oración de la mañana, que ya se podía hacer en la mezquita de la estación. Porque las estaciones, como los aeropuertos o las grandes empresas, tenían su propia mezquita.

Tabriz, la antigua Tauris de los asirios, capital del Azerbaiyán iraní, es con dos millones de habitantes la segunda ciudad de Irán. Ciudad fronteriza, en el pasado cambió de manos con frecuencia, entre persas, turcos, iraníes, georgianos, mongoles, turcomanos, rusos… ¡Mala suerte estar en la encrucijada de tantos imperios, en la ruta natural entre Rusia y el Golfo Pérsico!

Nos llevaron en autobús al hotel Azerbaiyán, el segundo peor del viaje pero infinitamente mejor que el infame Uzboy de Dashoguz. Era como un hostal de capital de provincia en los años setenta, limpio pero anticuado y algo raído. Por ejemplo, no nos podían abrir las habitaciones ni servir el desayuno porque era muy temprano, y no había ningún café abierto por lo alrededores porque era viernes, o sea que teníamos dos opciones: quedarnos en el vestíbulo del hotel o salir a conocer la ciudad.

María y yo no lo pensamos ni un momento; nos dirigimos al Bazaar, pese a las advertencias del recepcionista de que estaría cerrado como todos los viernes. Efectivamente, casi todas las tiendas y caravasares estaban cerradas a cal y canto, pero por lo menos pudimos recorrer las calles abovedadas y contemplar algunos edificios de los siglos XV al XVIII. Citaré al gran viajero Ibn Battuta, que lo visitó en 1334: “Crucé el bazar de los joyeros, y mis ojos quedaron deslumbrados por la variedad de piedras preciosas que vi. Las exhibían hermosos esclavos vestidos con prendas de seda, que permanecían de pie frente a los comerciantes, exhibiendo las joyas a las esposas de los clientes, los cuales las compraban en grandes cantidades para superarse unos a otros"

Aunque el Bazaar de Tabriz es famoso en Irán por la riqueza y variedad de sus alfombras, de lo que da fe esta foto de una de las pocas tiendas abiertas, no caímos en la tentación. Bastante teníamos con cargar con las tres que ya habíamos comprado, y todavía nos quedaba mucho viaje por delante.
 
La Mezquita Azul estaba cerrada por obras de restauración, que aparentemente consistían en pintar de ese color los huecos dejados por los azulejos turquesas perdidos en el último terremoto; una chapuza en toda regla, así que nos volvimos al hotel no sin antes comprarnos un pan en la única panadería que encontramos abierta, propiedad de un católico armenio que hacía su gran negocio los viernes, cuando cerraban todas las demás.

A media mañana salimos en el autobús a visitar Kandovan, a un par de horas de viaje. Se trataba de una aldea troglodita construida en las faldas del monte Sahand, a lo largo del rio Osku.

Más que el pueblo en sí, espectacular pero muy parecido a otros de Capadocia, me gustó poder ver de cerca la vida en una aldea, llena de gallinas, ovejas, burros y otros animales sueltos, aunque ni un solo cerdo. Los niños jugaban en la calle sin demasiada vigilancia, y me sorprendió ver a muchas mujeres con chadores estampados en colores vivos; se notaba que en la aldea no había muchos guardianes de la revolución. Las viviendas estaban excavadas en conos de una piedra volcánica muy blanda pero que se endurece al contacto con el aire, con lo que en cuanto se excava una nueva habitación sus paredes se van oxidando y volviéndose cada vez más resistentes. Algunas viviendas abarcaban varios de estos conos, unidos bajo tierra o por simples sombrajos, y las puertas, porches y ventanas abiertas en la piedra les daban a los conos una apariencia fantasmagórica.

Una familia nos invitó a visitar su casa, muy humilde, que estaba formada por un establo en la planta baja y un salón-comedor-dormitorio en la superior. Para dormir se usaba el suelo y los bancos tallados en la misma piedra a lo largo de las paredes, cubiertos de cojines y tapices, y la cocina consistía en un horno de barro ubicado en el exterior. Como el horno estaba abierto por arriba, lo mismo valía para hacer pan que para cocer el puchero o freír huevos, colocando una sartén sobre la apertura. Por el cuarto de baño ni preguntamos, pero me imagino que usarían el hammam público para el aseo, y el establo para otros menesteres.

Comimos un buen asado de cordero con puerros y berenjenas en uno de los varios mesones-merenderos que se alineaban junto al río, al lado de unos manantiales de agua mineral, y por la tarde volvimos a Tabriz, donde todavía nos dio tiempo de visitar el interesantísimo Museo de Azerbaiyán, solo superado en todo Irán por el Museo Nacional de Teherán, que no habíamos tenido tiempo de conocer durante nuestra breve estancia en la capital.

Las piezas más interesantes eran de la dinastía sasánida y de la aqueménida, pero lo más sorprendente fue encontrarnos con que una planta entera del museo estaba dedicada a la obra en bronce de Ahad Hosseini, un escultor contemporáneo que presentaba una visión muy personal sobre la miseria en el mundo. En un primer momento pensé que se trataba de una exposición temporal de algún aficionado local, pero luego me enteré de que era permanente. Me imagino que el artista tendría muy buenos contactos, porque la calidad de sus obras no justificaba en absoluto aquella exposición, por mucho que hubiera nacido en Tabriz o estudiado un año en la Escuela de Bellas Artes de Florencia.
 
Esa noche celebramos junto con el resto del grupo nuestra cena de despedida de Irán en un restaurante que podríamos llamar de lujo, situado en un islote en el centro de un estanque artificial del parque El Goli. Aunque los surtidores de colores que surgían del estanque refrescaban mucho el ambiente, el menú no pasó de pinchos de pollo, cordero o verduras, pan sin levadura, arroz y cerveza sin alcohol.
 
A la mañana siguiente salimos para Armenia, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí .

jueves, 25 de febrero de 2016

Una película española rompedora: "Peppermint Frappé” (1967) de Carlos Saura



Queridos Cinéfilos:

Hace días circulé uno de mis frecuentes “avisos a Cinéfilos” advirtiendo que en el programa “Historia de nuestro Cine” en La 2  iban a emitir la película "Peppermint Frappé” (1967), de Carlos Saura, recomendando verla, al mismo tiempo que anunciaba que la comentaría en el Foro por considerarla muy interesante, lo que paso a hacer:

Fue la primera película del entonces llamado “nuevo Cine español” que me impactó, me gustó mucho y asumí como plenamente innovadora (había visto otras presuntamente “muy modernas”, jaleadas por muchos jóvenes críticos de la época como “rompedoras”, que la implacable “moderna inquisición cultural” nos imponía so pena de echarnos de la “élite culta”, así nos tragamos productos de la autodenominada “Escuela de Barcelona”, felizmente olvidados salvo por los yeyés con eterno síndrome de Peter Pan, como las fallidamente ambiciosas y hoy absolutamente insufribles (¡fijaos en sus títulos!) Fata Morgana”, “Dante no es únicamente severo”, “Ditirambo”, “Después del Diluvio”, “Aooom”, “Nocturno 29” ...).

En cambio he vuelto a ver "Peppermint Frappé” tres o cuatro veces a lo largo de las últimas décadas y sigo opinando que es una buena o muy buena película que en su factura casi no ha envejecido, al menos en mi opinión. Claro está que la sociedad española ha cambiado una barbaridad y evolucionado, para bien, habiendo disminuido, aunque no desaparecido, ciertas aptitudes que se reflejan en la trama, siendo aconsejable que nos situemos mentalmente en el entorno de esa época para entender plenamente las reacciones de los personajes en el desarrollo de la historia.


La americana Elena (Geraldine Chaplin)
Y, como suelo desvelar en mis comentarios, ¿de qué va?:

En Cuenca, Julián, un médico solterón (José Luis López Vázquez, que con esta película se reveló como capaz de representar papeles dramáticos, por primera vez en su vida) recibe la perturbadora visita de Pablo, un antiguo amigo de la infancia y juventud (Alfredo Mayo), que se ha casado con Elena, una americana treinta años más joven que él (Geraldine Chaplin, sí, la hija de Charles Chaplin) que inmediatamente deslumbra a Julián con su dinamismo y alegría de vivir. Éste se ofrece como guía para visitar la ciudad y les invita a unos días de descanso en su casa de campo, situada junto a un antiguo balneario abandonado. Ya tenemos los componentes de un cocktail que puede resultar explosivo…

Referenciada así, la historia parece tópica y previsible pero su desarrollo sorprende con varios recovecos muy bien tramados y astutas elecciones, como el hecho de que Geraldine Chaplin represente otros dos papeles más como facetas diferentes de un personaje femenino caleidoscópico (la enfermera empleada con Julián, a la que éste trata de modelar, como Pigmalión, y la fugazmente vista participante en la famosa tamborrada de Calanda, evidente homenaje a Buñuel, que siempre fue un admiradísimo maestro para Carlos Saura).


La española Ana (también Geraldine Chaplin)
El guión (como os recuerdo a menudo, para Kurosava y, modestísimamente, para mí, es el componente esencial para conseguir una buena película) fue escrito por el propio Saura junto con el mejor guionista de esa época, Rafael Azcona (lo fue de “El pisito”, “El cochecito”, “Plácido”, “El verdugo”, “La escopeta nacional”…) , y Angelino Fons, otro notable director español. Con semejantes “padres” y en esa época tardofranquista, cuando ya era posible realizar un cine crítico con el Régimen siempre que se hiciera “no explícitamente”, la película mostraba una clarísima condena de la cerrazón y falta de “europeísmo” que griseaba España, con figuras antitéticas evidentes, como:
  • El triste, provinciano y reprimido solterón Julián frente al cosmopolita y rejuvenecido, por su tardía boda, Pablo, viejos amigos de la misma edad, educación y origen.
  • La vivaz y extrovertida Elena frente a la rancia enfermera Ana.
  • Hasta se contraponen dos estilos de música cantada diametralmente opuestos: la tardomedieval de “El Misterio de Elche” (declarada Patrimonio Inmaterial por la UNESCO), que tanto le gustaba oír a Julián, frente a la canción que baila Elena cuando lo deslumbra, “The incredible Miss Perryman”, de Los Canarios (cuyo líder y cantante era Teddy Bautista), canción que rebautizaron como “Peppermint Frappé” tras incorporarla Carlos Saura a la banda sonora.
La interpretación fue muy buena colectivamente (especialmente rompedora la de José Luis López Vázquez respecto a todos sus anteriores papeles; recuerdo que, al salir del cine cuando la estrenaron, la gran mayoría de los que ya no eran jóvenes salían comentando muy negativamente la película, la nueva “actitud” del actor y el chasco que se habían llevado cuando habían ido a ver otra comedia del cine español) y sirvió para que Geraldine Chaplin conociera a Carlos Saura, con el que formó una pareja vital y artística durante más de diez años, siendo ella la protagonista de casi todas las películas dirigidas por él en ese periodo, entre las cuales yo destacaría especialmente “Cría cuervos”, de la que quizás ya os comenté anecdóticamente que se rodó en un gran chalet de la calle María de Molina de Madrid, a menos de 100 metros del edificio de Velázquez 132, donde muchos de vosotros y yo trabajáis o hemos trabajado.


El triángulo principal
La fotografía de Luis Cuadrado, entonces uno de los mejores “cameramen” españoles, fue más que correcta, aunque su obra maestra la consiguió con la espléndida, en todos los sentidos, “El espíritu de la colmena” (Gran Premio del Jurado en Cannes 1976), de Víctor Erice, de la que ya hemos hablado alguna vez en este Foro. Recuerdo que el desgraciado Luis perdió la vista totalmente por una enfermedad y tuvo que contar con la ayuda de su magnífico auxiliar y sucesor Teo Escamilla para poder acabar alguna película. Murió en 1980.

Concluyo: no puedo juzgar impersonalmente esta película por las razones arriba señaladas, pero si tomo las nueve críticas consideradas como “más útiles” por los participantes en Filmaffinity, todas sus calificaciones oscilan entre 8 y 9. Yo dudaría entre ambas, por lo que matemáticamente elegiría la mediana 8,5. 

Por si fueran de vuestro interés, incluyo los siguientes enlaces:

Ficha de la película en Filmaffinity:

Presentación de la emisión de la película en “La noche del Cine español” en TVE2 el 16 de febrero de 2016 (5 min):

Comentario de Antonio Lázaro en ABC “45 años de una obra maestra rodada en Cuenca”:
“El envoltorio de ese pasional y letal triángulo es fastuoso, hipnótico, aunque también previsible”

Buen CINE, Amigos. O al menos a mí (y a otros también, por ella le dieron a Saura el Oso de Plata al Mejor Director en la Berlinale de 1968) me lo parece, a lo mejor porque me recuerda mi juventud…

Manrique

sábado, 20 de febrero de 2016

El Manuscrito Encontrado en Zaragoza

El Manuscrito Encontrado en Zaragoza es un libro de Jean Potocki publicado en 1804 que yo leí hace muchos años. Debo decir que es una de esas lecturas de adolescencia a las que no se renucia nunca.

Potocki fue un noble polaco, escritor, aventurero y viajero que si alguna vez estuvo en España no se enteró de nada. Que nadie busque descripciones costumbristas, geográficas, o culturales medianamente realistas porque su libro es una sarta de aventuras disparatadas situadas en España, supongo que porque al autor le parecía el lugar mas exótico del globo.

Aún asi, o precisamente por esto, el libro es muy atrayente con una combinación de tensión erótica y misterio muy lograda y lo recomiendo a cualquiera que quiera leer algo original y alejado del mundanal ruido. También se hizo una película del mismo nombre en 1965 por el director polaco Wocjciec Has.


Si a estas alturas te estás preguntando, amigo lector, por qué te cuento todo esto, te diré que viene a cuento del sentido fallecimiento del intelectual, escritor y filósofo italiano Umberto Eco.


Cuando leí "El Nombre de la Rosa" no pude evitar que viniera a mi recuerdo la novela de Potocki debido a que uno de los argumentos que sostienen los dos o tres centenares de páginas del libro de Eco está sacado del Manuscrito. Este misterio, que no voy a comentar por si queda alguien que aun no haya leido el Nombre de la Rosa, es el motivo principal de que la película del mismo nombre con Sean Connery  de protagonista resultase medianamente aceptable.

Unos escritores nos dejan y otros llegan. Gloria y agradecimiento a los que se han ido y respeto y cariño para los que llegan y para todos los que nos hacen amar la literatura.


Se llevan escribiendo libros desde los tiempos de Hammurabi. Cada día se publica más literatura de la que un ser humano podría leer durante toda su vida si se dedicase a ello de forma exclusiva. Por favor admitamos que si un libro ha sobrevivido más de 200 años tiene que ser por algo.

A todos los escritores de este siglo y del pasado les deseo que en el siglo XXIII alguien les recuerde.


jueves, 18 de febrero de 2016

Isfahán, nómadas y alfombras

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.
Después de asistir a los entrenamientos místico-deportivos de la Casa de la Fuerza en Yadz, nos pasamos bastantes horas metidos en el autobús, recorriendo los trescientos kilómetros que nos separaban de Isfahán (frente a la más usada en España de Ispahán, prefiero utilizar esta grafía, más parecida a la pronunciación farsi).

Isfahán siempre había sido para mí otra de esas ciudades míticas, como Samarkanda, que saben a arena y huelen a cúrcuma; solo leer ese nombre soñaba con califas y con visires, con caravanas y con bandidos, con desiertos y con oasis. Y cuando por fin pude conocerla, aunque fuera muy superficialmente, no me decepcionó. No en vano un antiguo refrán persa decía que Isfahán es la mitad del mundo, en el sentido un tanto exagerado de que contenía por lo menos la mitad de todos los monumentos del mundo entonces conocido.

Aunque se han encontrado en los alrededores restos paleolíticos, se cree que el primer asentamiento estable corresponde al período elamita (hace entre cuatro y cinco mil años, mucho antes de que se escribiera el código de Hammurabi) y que se convirtió en un núcleo agrícola de cierta importancia en el poco conocido imperio meda, gracias a las huertas regadas por el río Zayandeh, que cruza la ciudad. Adquirió una gran relevancia durante el imperio aqueménida (siglos VI a IV antes de nuestra era), cuando se convirtió en residencia de verano del emperador gracias a su clima relativamente menos caluroso que el del resto de Persia. Además, siguiendo una política de libertad religiosa muy avanzada para su época, Ciro el Grande permitió el establecimiento de una gran colonia judía procedente de Babilonia, en convivencia con la mayoría mazdeísta y grupos budistas. Esta diversidad llevó a la creación de una fuerte red de relaciones comerciales con otros países, creándose así el embrión de la Ruta de la Seda y constituyendo una importante fuente de ingresos para la ciudad.

Los partos continuaron con la política de libertad religiosa de los aqueménidas y los sasánidas instalaron allí la base de su ejército, como punto central desde el que podían desplazarse con cierta facilidad a cualquier otro punto del imperio. La invasión árabe del siglo VII puso fin a esta tolerancia y significó un periodo neutro, con ascensos y descensos de su población, con su punto culminante durante el dominio seljúcida y su peor momento con las hordas de Genghis Khan y el imperio timúrida.

Pero hubo que esperar a la llegada de los safávidas en el XVI, y especialmente del Shah Abbas I, para que Isfahán alcanzara todo su esplendor. Este rey la convirtió en su capital, construyó muchos de los edificios que hoy admiramos, y la población sobrepasó el millón de habitantes, convirtiéndose en una de las mayores ciudades del mundo de la época. Por entonces recibió también fuertes migraciones de georgianos y armenios.

Hoy en día es una de las ciudades más importantes de Irán, no solo por la fabricación de alfombras, sino por su industria textil en general, altos hornos e incluso no muy lejos se eleva una planta de tratamiento de uranio para su uso en reactores nucleares. Pero basta ya de historia, y vamos a recorrer la ciudad.

Nuestro hotel, el Sepahan, estaba a unos cientos de metros de la plaza central, la Naqsh-e-Jahan, más conocida como Maidán, a la que nos dirigimos a través de unos callejones semicubiertos, que formaban un pequeño bazar. Se agradecía poder caminar a la sombra, con el solazo que caía después de comer. Se notaba una animación especial, que se debía a la proximidad de una importante fiesta religiosa.

Faltaban dos días para el 18 de agosto, que aquel año de 2008 coincidía en el calendario musulmán con el 15 del mes de shaabán del año 1429, y en el que se celebraba el aniversario del nacimiento de Muhammad al-Mahdi (el prometido o el esperado), duodécimo imam chií. Este curioso personaje, hijo del undécimo imam, desapareció el día en que su padre fue asesinado, allá por el siglo IX de nuestra era. Una tradición chií atribuye a Mahoma esta frase, que no aparece en el Corán: “Habrá doce imames después de mí. El primero serás tú, Alí, y el último será El Prometido, que con la ayuda de Allah conseguirá la victoria sobre el este y el oeste del mundo”. Basados en esto, muchos chiitas creen que el Mahdi vive oculto, y que algún día volverá para restablecer la justicia, o sea el dominio del Islam sobre la tierra.

Esta tradición del regreso pendiente del Mahdi ha provocado sublevaciones cada vez que un iluminado se ha autoproclamado Mahdi y ha lanzado la Yihad, la guerra santa; uno de estos casos es el que relata la película Khartoum, en la que los más cinéfilos recordarán como Charlon Heston dice: ”Yo soy el Mahdi, el Esperado” antes de lanzar el ataque en el que fallecería el general Gordon, interpretado por Sir Lawrence Olivier.

Los chiitas celebran como se merece un día tan señalado, similar a la navidad de los cristianos, y dedican toda la semana anterior a repartir alimentos entre amigos, vecinos, parientes, necesitados y hasta viajeros como nosotros. Cada pocos metros, en una boca de garaje o en la entrada a un almacén, un grupo de hombres engalanaba un tramo de calle con guirnaldas de papel de colores, bombillas o arcos de flores, a la vez que preparaban el puchero y los dulces que compartirían al anochecer con cualquiera que pasara. En más de un caso tuvimos que prometer que volveríamos por la noche a probar su guiso.

Muy significativa fue una anécdota que nos pasó al día siguiente. Caminábamos por la acera de una avenida de cuatro carriles, con un tráfico bastante intenso, cuando vimos a un señor, vestido de traje gris, que sacaba potitos de yogurt del maletero de un coche y los repartía a todos los que pasaban. Cuando María y yo llegamos a su altura también nos ofreció, y ante nuestro rechazo inicial, nos insistió, señalando a los arcos y banderas que colgaban de las farolas. Uno de los viandantes, que hablaba inglés, nos explicó lo que pasaba: el señor del coche era forastero, y la fiesta del Mahdi le había pillado lejos de su casa, por lo que no podía participar en la celebración de su barrio. Pero como no quería ser menos, había comprado unos cien tarros de yogurt y los regalaba, como muestra de su alegría. Por supuesto, una vez aclarado esto, aceptamos la oferta y nos comimos allí mismo el yogurt. En una muestra del espíritu práctico y el sentido de la organización que caracterizaba a los iraníes, el anónimo donante también repartía cucharitas de plástico y servilletas de papel. Servicio completo.

Volviendo a nuestro paseo del primer día, de pronto se abrió ante nosotros la plaza de Naqsh-e Jahan, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO; una de tantas obras de Abbas I, que al parecer la utilizaba para jugar al polo. Creo que pocas plazas he visto en el mundo que me cautivaran desde el primer momento como esta; no tenía los anuncios luminosos de Times Square ni la carga simbólica de la Plaza Roja de Moscú, quizás la segunda de mis favoritas. No se extendía a los pies de una catedral como la del Obradoiro, ni era tan grande como la Plaza de la Independencia de Jakarta; de hecho está en el número trigésimo segundo por extensión a nivel mundial. Pero era armónica a la vez que asimétrica, imponente a la vez que humana.

Tenía forma rectangular (más de quinientos metros de largo por unos ciento cincuenta de ancho) y estaba bordeada por una serie de galerías porticadas de dos plantas donde se distribuían numerosas tiendas de artesanía, lo que la alejaba de la frialdad oficialista de tantas otras plazas monumentales. Pero también se asomaban a ella varios monumentos a cual más grandioso: el palacio Ali Qapu, la mezquita del Jeque Lotfollah, y la mezquita del Imam, la más apabullante de todas, por lo menos desde fuera. Pero sobre todo estaba viva, tremendamente viva. Calesas que paseaban a familias enteras dando vueltas en torno a los jardines centrales, grupos de turistas procedentes de todo Irán, faquines cargando con carretillas y bultos, trayendo y llevando mercancías al Gran Bazaar, que comenzaba en su extremo norte… Y como elemento diferenciador, la intensa vida social que se desarrollaba día y noche en sus jardines.

Solo en las horas de mediodía podía encontrarse un hueco en el que tenderse sobre la hierba, pero en cuando empezaba a ponerse el sol el césped se llenaba de grupos de amigos o parientes que se sentaban sobre sus esteras y bebían te de enormes samovares o de pequeños termos, comían sandía o pastelillos de miel y pistachos, jugaban al parchís, al ajedrez o a las tablas reales, y –sobre todo- charlaban. Por supuesto, sin entender ni una palabra de farsi no tengo ni idea de cuáles eran los trending topics; de lo único que puedo dar fe es de la placidez con la que se desarrollaban sus conversaciones. Fuera de política, de religión o de asuntos domésticos de lo que hablaran, por la plaza se extendía un ambiente relajado, sonriente, como si todos se hubieran fumado unos cuantos canutos de chocolate afgano. En cualquier caso, todos daban la impresión de estar felices. Los niños correteaban o gateaban entre los grupos, los turistas y los peregrinos se hacían fotos contra los surtidores de las fuentes, los taxistas esperaban clientes en una esquina, y un grupo de japoneses escuchaba atentamente las explicaciones de su guía.



Y en un sitio tan concurrido no podía faltar toda la fauna que malvive del turista, del viajero: Fotógrafos ambulantes, narradores de historias, repartidores de propaganda, y hasta ganchos que pretendían llevarnos a la mejor tienda de alfombras de Isfahán, donde nos harían un precio de amigo, no de turista, o juraban que era la auténtica tienda descrita en "La cueva de Alí Babá” por Ana Briongos, la popular escritora de viajes.

Volviendo a la plaza, la historia dice que el Shah Abbas la construyó para contrarrestar un poco el poder de los ulemas; por eso hizo levantar en ella una nueva mezquita, que en teoría vendría a sustituir a la del viernes existente en el otro extremo del Gran Bazaar, a unos dos kilómetros al norte. Desconozco si será cierto, pero la verdad es que el centro de la ciudad se desplazó rápidamente hacia la zona que rodeaba esta nueva plaza.

Empezaba ya a anochecer y quería visitar alguna buena tienda de alfombras. Las de Isfahán siempre han sido famosas por su calidad y variedad, o sea que llegué allí dispuesto a comprar alguna más, por mucho que me pesara en la mochila la qashqari que me traía de Yadz. Y además mi hermano me había encargado un kilim enorme para la nueva casa que se acababa de comprar, o sea que tenía por delante una larga sesión de regateo. Lo único bueno de comprar una alfombra es que no hay que ir de compras; quiero decir que no puedes ir de tienda en tienda, mirando lo que tienen y comparando precios y calidades, salvo que tengas unos cuantos días por delante. En cada tienda que entres tendrás que ver todo el muestrario, sin que tenga mucho sentido preguntar el precio, ya que ese concepto no existe entre los persas (ni entre los musulmanes en general).

Buscamos una tienda con buena pinta, no en la propia plaza sino en una avenida cercana, y nos metimos dispuestos a lo que hiciera falta. Dos horas y al menos cuatrocientas alfombras después, ya había conseguido comprar –mejor dicho, habían conseguido venderme- un precioso ejemplar realizado artesanalmente por alguna familia baluchi, cerca de la frontera con Paquistán. Pero todavía me faltaba comprar el kilim de mi hermano, cosa que resultó bastante más rápida. Como mi hermano me había explicado claramente lo que quería y no estaba dispuesto a gastarse mucho dinero, y por otra parte la tienda no tenía un gran surtido de kilim, a los que consideraba de poca categoría, en unos minutos llegó un chico enviado desde otra tienda cercana cargando con dos grandes kilim kurdos que coincidían más o menos con el encargo. Como los dos eran muy bonitos y entraban dentro del presupuesto, me limité a elegir entre ellos el que más me gustaba, regatear ya un poco cansado, pagar, y salir de la tienda cargado con una enorme bolsa con ruedas, dentro de la cual habían conseguido meter la alfombra y el kilim perfectamente doblados. No sé cuántos riales o tomanes pagué por las dos piezas; a más de trece mil riales por euro seguro que serían unos cuantos millones.

Antes de volver al hotel por otra ruta, para no tener que probar todos los pucheros a los que nos habíamos comprometido, todavía nos dio tiempo de volver al Maidán a admirar la iluminación de la Mezquita del Imam. No inserto aquí una foto, pero si habéis visto la portada de la feria de Sevilla os haréis una idea bastante precisa.

A la mañana siguiente, bien temprano, salimos todos juntos con el autobús para hacer un poco de senderismo y visitar un asentamiento de nómadas qashqai. Por el camino paramos en una tienda de alimentación para comprar aceite, harina, legumbres, fruta, arroz y otros alimentos, como regalo a los nómadas en agradecimiento por dejarnos visitar su campamento y compartir unas horas con ellos. Siguiendo viaje, por carreteras cada vez más secundarias nos fuimos acercando a las estribaciones de los Montes Zagros. Después de pasar el último pueblo, el autobús se detuvo donde acababa el asfalto; yo me esperaba una larga caminata por las colinas en búsqueda de los rebaños y los campamentos de los nómadas, pero al cabo de menos de un kilómetro de recorrido por una pista ya avistamos las primeras tiendas, en un terreno pelado sembrado de postes eléctricos.

Toda mi idea romántica se vino abajo: ni dunas, ni camellos, ni jinetes dirigiendo sus rebaños; en realidad el terreno era árido pero no totalmente desértico, no había ningún rebaño a la vista y en las tiendas solo quedaban mujeres y niños. Eso sí, nos recibieron muy amablemente, nos ofrecieron una de las tiendas para que nos sentáramos, y en pocos minutos prepararon té en una hoguera. Las mujeres se dedicaban a cocinar, a cuidar de alguna oveja enferma, a vigilar de lejos a los niños y a tejer; tenían un par de telares de alto lizo, supongo que desmontables, en los que había sendas alfombras a medio elaborar. Como su idioma era de origen turco, se entendían a duras penas con Ciro, nuestro guía local, que les hablaba en farsi, y le contaron que los hombres habían subido a la montaña con las ovejas, buscando los pastos más frescos, y que no volverían hasta el anochecer; solo en invierno emprendían la larga migración de más de quinientos kilómetros, para llevar sus rebaños a pastos más templados al sur de Shiraz, cerca ya del Golfo Pérsico. Cuando estábamos allí apareció un chico de unos quince años conduciendo una moto de montaña hecha pedazos, y después de cargar con una olla de comida volvió a marcharse colina arriba para llevársela a los demás pastores.

Se cree que esta tribu, o mejor dicho esta confederación de tribus, llegó a Asia Menor siguiendo los pasos de Genghis Khan, y que en el siglo XIII se estableció en el norte de Persia, junto a lo que hoy es Azerbaiyán. En el siglo XVI emigraron unos mil quinientos kilómetros al sur, hasta establecerse en el sur de Persia. Como buenos nómadas, nunca han respetado a los gobiernos de turno, y así en ambas guerras mundiales se aliaron con los alemanes contra los ocupantes rusos y británicos; después se rebelaron contra el Shah, e incluso en los ochenta los ayatolás decapitaron a su líder por rebeldía.
Dimos un paseo por los alrededores, comimos los bocadillos que habíamos llevado, echamos una siesta en las alfombras que recubrían el suelo y nos volvimos para Isfahán. Me quedó de aquella excursión un sabor agridulce, con la impresión de haber ido a un zoológico a ver cómo vivían los salvajes nómadas.

Ese atardecer lo pasamos junto al río, para disfrutar de los puentes que dan fama a la ciudad. De los once puentes que lo cruzan, cinco se construyeron durante el reinado de los safávidas (Abbas I y compañía), lo que demuestra la importancia de esta dinastía en el desarrollo de la ciudad. El más conocido y fotogénico es el Puente de los Treinta y Tres Arcos o Pol-e Si-o-Seh, de principios del XVII, que con trescientos metros de largo sirve a la vez de puente y de dique, para laminar las crecidas del río y mantener un amplio estanque aguas arriba. El Puente Khaju, ligeramente posterior, conserva dos niveles de arcos, con las pinturas y azulejos originales. En el centro se eleva un pabellón construido para que el Shah disfrutara de la vista y el frescor del río.

Tanto la orilla del rio como los propios puentes hervían de gente, y el parque que unía los dos puentes por ambas orillas estaba lleno de casas de té, juegos infantiles, merenderos, y cientos de familias haciendo picnic, el deporte nacional iraní. Hasta se podía encontrar alguna pareja que aprovechaba un rincón más en sombra para arrimar castamente sus hombros, siempre y cuando estuvieran legalmente casados.

Al día siguiente María y yo nos lanzamos a recorrer el casco antiguo, enorme, casi inabarcable. Empezamos por el Maidán y en concreto por la Mezquita del Imam, cuyo exterior ya habíamos visto iluminado cuando llegamos a Isfahán. Con un exterior muy elegante, hoy en día es la mayor y más importante de la ciudad y al tratarse de un viernes estaba animadísima incluso fuera de las horas de oración. Por suerte, salvo en sitios tan importantes como el mausoleo del Imam Reza, a los infieles nos dejaban entrar en todos los edificios religiosos, con lo que pudimos pasear por sus naves inmensas y admirar la decoración floral que cubre paredes y cúpulas, mezclados aunque no camuflados entre los turistas iraníes.
En esta mezquita descubrí un dato de gran importancia para los visitantes: la mayoría de las mezquitas cuentan con aseos públicos, en un estado de limpieza muy aceptable, aunque los inodoros sean del tipo turco y no haya papel higiénico. Pero para eso tenemos infieles y creyentes la mano izquierda, que por mucho que se lave se considera impura y no se debe utilizar para tocar a nada ni a nadie, ya que se consideraría una grave ofensa y un acto repugnante. Los aseos suelen estar cerca de la entrada principal, lo más lejos posible del mihrab.

En la misma plaza estaba la pequeña mezquita del Jeque Lotfollah, construida también por Abbas I. Sus peculiaridades (no tenía patios  ni alminares) se debían a que era para uso exclusivo de las mujeres de la familia real; por muy grande que fuera el harén tampoco daba para tanto. Pero lo que le faltaba en tamaño lo suplía con el cuidado exquisito de los detalles decorativos y la riqueza de los materiales, como el banco corrido de alabastro sobre el que descansa mi mujer.
De la mezquita de las mujeres queríamos llegar a la del Viernes, para lo cual lo más lógico era cruzar el Gran Bazaar, cuya entrada principal daba al extremo norte de la plaza en la que estábamos. Pero no habíamos contado con que era jueves, y por tanto la casi totalidad de las tiendas del Bazaar estaban cerradas. Solo permanecían abiertas tres o cuatro junto a la puerta principal, dedicadas a la venta de postales y otros recuerdos similares, y probablemente regentadas por infieles. Al principio nos perdimos en varias ocasiones por aquellos callejones cubiertos, vacíos y en penumbra, ya que formaban un auténtico laberinto en el que no había casi nadie a quien preguntar. A cambio, nos libramos del calor de sol y atisbamos rincones en los que nunca nos habríamos metido en un día normal. Pero en cuanto encontramos el Raste, la calle principal, bastaba con seguirla hasta el final sin desviarse para llegar a la Mezquita del Viernes.

Se cree que el Bazaar de Isfahán es el más largo del mundo, con casi dos kilómetros de longitud, y uno de los más antiguos. De lo que no hay duda es de que los bazares, en general, son originarios de Persia: hasta su propio nombre deriva de vaçar, que en persa antiguo significa mercado, y que a través de las lenguas túrquicas pasó al árabe, al hindi, al chino, al malayo y a varias lenguas europeas para denominar a los mercados o a determinado tipo de tiendas que venden un poco de todo.

En Kermanshah, cerca de la frontera con Irak, se han encontrado vestigios arqueológicos de mercados nada menos que del año 9000 antes de nuestra era, y a partir del cuarto milenio estos restos son muy abundantes, coincidiendo con la aparición de las primeras ciudades y del comercio exterior. Jenofonte ya los describe, y en Persépolis también se ha encontrado un bazar como barrio diferenciado del resto de la ciudad. En el imperio parto aparecieron por primera vez edificios para almacenes y caravasares, asociados a los mercados, y el Corán y los hadith recogen numerosas normas relacionadas con el comercio, el crédito y la usura.

El Bazaar de Isfahán, según pudimos ver al día siguiente ya con las tiendas abiertas, constaba de dos partes bien diferenciadas: Al norte el bazar viejo, formado por la larga calle abovedada que habíamos seguido, y a la que se abrían callejones que llevaban a caravasares, patios de carga, baños públicos y otros servicios; al sur, junto a la entrada, el bazar nuevo, con una cuadrícula regular de galerías cubiertas, que se creó cuando Abbas I regaló los terrenos a los comerciantes que se quisieran establecer en él, en su intento de desplazar el centro de la ciudad desde la Mezquita del Viernes hacia la nueva plaza del Maidán.
A mí me gustó mucho más el bazar viejo, en el que las tiendas se organizaban por gremios y muchas veces eran a la vez taller donde se elaboraban los objetos a la venta, como en el caso de las abundantísimas joyerías. Tiendas de especias, de alfombras, de frutos secos –todavía recuerdo los pistachos- , fruterías, ferreterías, cristalerías, zapaterías y talabarterías se iban sucediendo sin solución de continuidad a lo largo de sus costados. La única excepción la constituían las sastrerías y tiendas de telas y ropa, que se agrupaban en patios independientes llamados kisarias, y los caravasares, que describo a continuación.

Los caravasares o caravanserías, de los que he hablado en varias ocasiones en esta colección de relatos, eran (y algunos todavía son) un elemento clave en las rutas comerciales. Cuando una caravana llegaba a una ciudad, los mercaderes necesitaban un espacio seguro en el que atender a los camellos, dormir, comer, bañarse y vender sus mercancías. Y esta función la tenían los caravasares, una mezcla de cuadra, hostal y lonja. La mayoría constaban de un muro exterior, un gran portón que se cerraba por las noches, un patio central en el que se descargaban las mercancías, cuadras y almacenes en la planta baja, y dormitorios y pequeñas tiendas en la planta superior. A la llegada de una caravana acudían allí los grandes comerciantes locales para ver las mercancías que transportaba, para negociar su compra al por mayor, y para ofrecer otros productos para su exportación.

Los caravasares no eran exclusivos de la ruta de la seda, aunque allí alcanzaron su máximo esplendor; un ejemplo a escala bastante reducida lo tenemos en el barrio del Pópulo en Cádiz, donde la Posada del Mesón tenía unas funciones similares y todavía conserva esa estructura. Estos locales no eran solo un espacio para el comercio, sino que en ellos se desarrollaban muchas otras actividades conexas: desde la prostitución hasta la reparación de arreos. Y por supuesto, eran un centro de difusión de noticias, de intercambio de ideas, de mestizaje de culturas.

En algunos puntos de Anatolia me he encontrado otro tipo de caravasares, erigidos no en una ciudad, sino precisamente en algún punto especialmente remoto de una ruta, lejos de cualquier pueblo. Se usaban para proteger a las caravanas de ataques de bandidos cuando no podían pernoctar en una población, y solían tener una guarnición permanente de soldados de infantería.

Por desgracia, la creación de centros comerciales modernos y los cambios en las pautas de consumo están haciendo que el Bazaar vaya perdiendo relevancia. También hay que resaltar su destrucción parcial para abrir nuevas avenidas durante la dinastía pahlevi (la del último shah). Cuando yo estuve sólo seguían funcionando seis o siete de los más de cien caravasares de la época safávida.

Después de cruzar el Bazaar llegamos a la Mezquita del Viernes, pero entre que era viernes y que se estaba celebrando la oración de Ad-dhur, estaba hasta arriba de gente. Una familia que entraba en esos momentos nos recomendó que volviéramos al cabo de una hora, cuando estuviera más tranquila.

Seguimos callejeando hacia el norte, por un barrio muy popular pero casi desierto a esa hora, como podía estar en plena posguerra un pueblo castellano durante la misa de doce ¡Ay del que no fuera a misa, pero sobre todo del que a esa hora se le ocurriera pasear por la Calle Mayor ostentando su falta de piedad! Después de dar varias vueltas, y cuando ya íbamos a volvernos a la mezquita sin comer, el barrio se animó de pronto; había terminado la oración y todo el mundo volvía a sus quehaceres. Por una puerta entreabierta, bajo un letrero en alfabeto persa, entrevimos varias mesas y gente comiendo. Como ya era casi la una, nos metimos, saludamos con la cabeza al dueño, que vigilaba la entrada del local desde una especie de atril, y nos sentamos a una mesa, para gran agitación de clientes y empleados. Evidentemente éramos extranjeros, evidentemente queríamos comer, y rápidamente se dieron cuenta de que no entendíamos ni una palabra de farsi.

Pero no por eso iban a dejar sin comer al hambriento ni sin beber al sediento. Tengamos en cuenta que las obras de misericordia proceden de la Biblia, muy respetada por los musulmanes, y forman parte de la cultura de supervivencia de cualquier pueblo de origen nómada. Lo de la bebida lo solucionaron rápido, trayéndonos una jarra de doogh, una mezcla de yogurt con sal, pimienta, menta y agua con gas, tan asquerosa como os podéis imaginar. Pero ¡qué remedio!, no podíamos poner pegas. Lo de la comida fue un poco más complicado, pero también se arregló: una de las camareras agarró a María por la mano, me hizo señas de que las siguiera, y nos llevó al fondo del local, a la zona utilizada para cocinar. Abriendo una de las perolas nos enseñó una docena de pollos enteros, que se estaban guisando en salsa de tomate casera. Cuando le señalé con un gesto de interrogación otro de los pucheros, me abrió varios, para enseñarme que todos contenían lo mismo: el menú del día. Asentimos, nos trajeron un pollito entero con su salsa y una fuente de arroz, y nos pusimos morados.
Cuando terminamos de comer y nos acercamos al dueño para pagarle, nos indicó que esperáramos, y con un gesto envió a la calle a un chiquillo, que volvió enseguida con una bandejita de pestiños ¿cómo íbamos a marcharnos sin un postre, obsequio de la casa? Fue una muestra más del cariño con que los iraníes tratan a sus visitantes.

Al volver a la Mezquita del Viernes, nos encontramos con una de las más bonitas que habíamos visto en Irán. Aunque su construcción se había iniciado inmediatamente después de la invasión árabe en el siglo VIII, luego había sido ampliada por los turcos seljúcidas, los mongoles, los timúridas y los safávidas, hasta llegar a su estado actual.

Por una de las cuatro puertas monumentales entramos al patio central, de más de dos mil metros cuadrados, y en cuyo centro había una fuente para las abluciones. Unos hombres preparaban tracas y fuegos artificiales para las celebraciones de esa noche en honor de Imam Muhammad al-Mahdi, del que ya he hablado antes; el resto del recinto parecía desierto y no se oía un ruido. Pero cuando nos acercamos a las galerías cubiertas vimos que docenas de personas comían, leían o simplemente dormían sobre esteras. Las grandes mezquitas, al igual que los templos budistas y en otros tiempos las iglesias católicas, siguen sirviendo de refugio y alojamiento para los peregrinos; parece ser que el origen del botafumeiro estuvo en la eliminación de los malos olores de los peregrinos que pernoctaban en la Catedral de Santiago. El silencio, la sombra y la buena comida que acabábamos de disfrutar nos llevaron a seguir su ejemplo y echarnos una buena siesta en la mezquita, antes de seguir camino.
Aquella misma noche, en homenaje a esta joya de ciudad y a nosotros mismos, María y yo decidimos separarnos de nuevo de nuestros gregarios compañeros e irnos a cenar al que se decía que era el mejor restaurante de Isfahán, el Shahrzad o Sherezade, y probar su especialidad, el khoresht-e fesenjan, un guiso de pollo en salsa de nueces con jarabe de granadas. El local era agradable aunque un tanto viejuno, con un aire de comedor de hotel de mediados del siglo pasado, y estaba de lo más animado; menos mal que llegamos pronto y éramos solo dos, porque casi todas las mesas estaban reservadas. El fesenjan era verdaderamente espectacular, igual que las chuletas de cordero a la brasa y el faloodeh, un postre delicadisimo hecho con agua de rosas y fideos de almidón muy finos, aderezados con un chorrito de zumo de limón. A mitad de la comida vimos que llegaba el resto de nuestro grupo, que aconsejado por Marc había elegido el mismo restaurante que nosotros, pero por suerte los sentaron a todos juntos en otra sala.

Podía seguir días y días hablando de Isfahán, de sus jardines y sus palacios, de sus cafetines y sus tiendas de antigüedades, de su barrio armenio y de sus palomares, y sobre todo de sus gentes. Pero por suerte o por desgracia, tocaba volver a subir al autobús para llegar a Teherán. Y esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.

jueves, 11 de febrero de 2016

Yadz: Torres del viento y templo del fuego

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.

En cuanto nuestro avión aterrizó en Yadz y salimos a la escalerilla, el calor nos dio una bofetada. Acabábamos de llegar a la ciudad más calurosa y seca de Irán, en pleno agosto, y aunque todavía no era mediodía se notaba ¡vaya si se notaba! Pero precisamente por eso habíamos ido a Yadz, no a pasar calor sino a conocer los ingeniosos sistemas que habían desarrollado a lo largo de los siglos para combatirlo.

Ya en el hotel en que nos alojamos, el Mehr Traditional Hotel, lo que aquí llamaríamos un hotelito con encanto, se podía vislumbrar algo de esas técnicas, aunque solo fuera una pequeña parte. El edificio estaba construido íntegramente en adobe, lo que por un lado le proporcionaba un aislamiento natural y por otro lo teñía de un color muy claro, entre siena y azafrán, que reflejaba bastante bien los rayos del sol. Ni una sola ventana se abría en el muro exterior, siguiendo la tradición musulmana de que nadie pueda vislumbrar lo que sucede en el interior. Las habitaciones se iluminaban por unos ventanucos pequeños, que daban a estrechos patios de luces, por los que no entraban los rayos solares. Y la joya era el patio central, ocupado en gran parte por un estanque con surtidores. La evaporación del agua rebajaba la temperatura en varios grados, y el colmo del placer era cenar sobre alfombras y cojines en la plataforma construida sobre el propio estanque, con el patio iluminado con luces de colores y una música suave, creo que sufí, de fondo.



 Las primeras menciones de Yadz dicen que fue fundada hace unos cinco mil años por los medas, pero debido a su lejanía de otras ciudades importantes, al desierto que la rodea y a la dureza de su clima salió relativamente indemne de las muchas guerras e invasiones que asolaron Persia. Incluso Genghis Khan la respetó, por lo que se convirtió en un refugio para muchos artistas e intelectuales que escapaban de la guerra. A principios del siglo XIII recibió la visita de Marco Polo, que la describe en su libro Il Milione. En la Edad Moderna se convirtió en un importante centro textil, y hoy en día esa cultura industrial se traduce en dos potentes sectores industriales: ciencias de la información y fabricación de polímeros. Así que Yadz es, a la vez, una de las ciudades más antiguas y más modernas de Irán.

Después de instalarnos en el hotel y descansar un rato, nos fuimos a visitar dos monumentos que distinguen a la ciudad en un país predominantemente musulmán: la Torre del Silencio y el Templo del Fuego, vestigios más o menos vivos de un pasado eminentemente zoroastriano, aunque sería más correcto decir mazdeísta.

El mazdeísmo se considera una de las religiones más antiguas que perviven, ya que se supone que se practicaba ya hace cuatro mil años; Zoroastro no fue más que su sistematizador, pero la religión ya existía muchos siglos antes de su nacimiento. A la vez, es de las menos conocidas, porque después de la islamización de Asia Menor y Central quedaron solo pequeños núcleos que la practicaran. Y precisamente uno de estos reductos es Yadz, donde los mazdeístas negociaron con los invasores árabes que les dejaran seguir practicando su religión a cambio de un impuesto especial, el dhimmah, que también se aplicaba a los seguidores de otras religiones monoteístas, como cristianos y judíos. Hoy en día se calcula que entre el cinco y el diez por ciento de la población de Yadz es mazdeísta, porcentaje en constante reducción ante la ley islámica, que permite la conversión de infieles al islam pero castiga con pena de muerte la apostasía.

Además de sus ritos funerarios, de los que hablaré a continuación, tienen una diferencia cultural que destaca mucho en Irán: El vino forma parte de sus ritos religiosos. Así se comprende que en un país en que la producción, importación, venta y consumo de alcohol están severamente castigadas, los mazdeístas pueden elaborar vino y consumirlo. Eso sí, no pueden vendérselo ni regalárselo a los musulmanes.

Volviendo al tema funerario, que le habría encantado a Nieves Concostrina, como consideran que el fuego y la tierra son sagrados no pueden contaminarlos incinerando ni enterrando sus cadáveres. La solución, muy apropiada para los climas áridos en los que solían vivir, la encontraron en las Dakhmeh, las Torres del Silencio, en las que se depositaban los cuerpos para que fueran consumidos por los buitres y otras aves carroñeras. Todavía recuerdo las protestas en Mumbai, sede de otra importante comunidad mazdeísta, producidas por esta práctica. Resulta que su Torre del Silencio, construida en su momento lejos de la ciudad, había quedado englobada en los suburbios. Además de las molestias de las bandadas de buitres que merodeaban la torre, era relativamente frecuente que algún buitre perdiera un fragmento de cadáver, que al caer contaminaba las viviendas de los alrededores.

Pero en Yadz la ciudad no ha crecido en dirección a su Torre, por lo que no existía ese problema. Lo malo allí era que la menguante comunidad mazdeísta se había visto presionada por los ayatolás a abandonar sus ritos, y habían vuelto a enterrar a sus muertos, con gran dolor de corazón. La Torre consistía en una torre cilíndrica, abierta por arriba y situada en lo alto de una colina. En el interior había una serie de graderíos, como en una plaza de toros, sobre los que se dejaban los cadáveres. El conjunto, bastante fotogénico y un tanto tétrico, estaba semiabandonado. De hecho los edificios situados al pie de la colina, en los que antes se desarrollaban algunos ritos preliminares, estaban cayéndose.

Creo que hoy en día puedes contratar a un chaval que te lleve en una motillo hasta lo alto de la colina, pero cuando estuvimos nosotros no había esos lujos, por lo que después de subir, pasar un buen rato arriba y volver a bajar, todo ellos a más de treinta grados y bajo un sol refulgente, lo que más nos apetecía era una cerveza bien fría. Pero tuvimos que conformarnos con unas latas de “Coca Cola Original”, que lo más original que tenían era que se trataba de una imitación. Eso sí, no sabía peor que la americana, si acaso un poco más dulce, como en tantos países árabes.

Siguiendo con los mazdeístas, volvimos al centro de la ciudad para visitar el Atashkadeh o Templo del Fuego, cuya hoguera ritual alberga un fuego que ha permaneció encendido desde el año 470, sin apagarse ni una sola vez. Este fuego no solo es un elemento sagrado, sino que su ceniza es clave en los rituales de purificación.

Con la invasión árabe y la caída del imperio sasánida en el siglo VII, la mayoría de los Templos del Fuego fueron destruidos o convertidos en mezquitas, pero los fieles mazdeístas consiguieron llevarse el fuego sagrado y mantenerlo escondido en sus casas durante siglos. En el caso de Yadz, hasta la llegada del Shah en el siglo XX no han podido reconstruir el templo, o sea que el fuego sagrado había estado oculto nada menos que trece siglos. Gracias a los contactos de Ciro nos dejaron visitar el interior, aunque no hacer fotografías. Solo conservo esta de la fachada principal, con una imagen de Ahura Mazda, el dios del fuego.


Antes de comer todavía nos dio tiempo de comprar una alfombra “persa”, aunque allí preferían llamarle iraní; no íbamos con ninguna intención predeterminada, pero sabíamos que en Irán no había las fuertes restricciones a la exportación de alfombras establecidas en Uzbekistán y Turkmenistán. A la vuelta de una esquina de un callejón nos encontramos con una placita en la que había una tienda de alfombras muy atractiva. No voy a describir aquí el largo proceso de regateo y compra, que seguro que ya conocéis de Turquía, Marruecos o Egipto, ya que es muy similar. Aunque habíamos medido las habitaciones candidatas a ser alfombradas y nos habíamos informado previamente sobre técnicas, diseños, tintes y número de nudos por centímetro cuadrado, en manos de aquellos magníficos comerciantes todo se vino abajo; hay que tener en cuenta que mientras un turista compra como máximo dos o tres alfombras artesanales en su vida, el dueño de la tienda no hace otra cosa en todo el día: intentar engañarle o darle coba es una batalla perdida. De entrada había leido que una alfombra de calidad media tiene unos 2.500 nudos por centímetro cuadrado, pero el vendedor utilizaba una extraña unidad, equivalente a un cuadrado de siete centímetros y medio, y que se mide con un cigarrillo iraní que tiene exactamente esa longitud. Ahí ya me perdí y fui incapaz de calcular la equivalencia mentalmente.

Para acabar de liarla, el vendedor me daba los precios en tomanes, que pueden equivaler a diez, diez mil o diez millones de riales. Vamos, que si no salimos estafados fue porque Allah no lo quiso.

Acabamos comprando una alfombra preciosa, de nudo turco, fabricada por nómadas Qashqai, los mismos que han dado nombre al modelo de todoterreno de la casa Nisan, o por lo menos eso nos dijo el vendedor. No recuerdo cuánto nos costó, pero medía casi dos por tres metros, y en invierno cubre el suelo del salón de nuestra casita de campo. Con su forma irregular, su color rojo desvaído y cambiante con las tintadas de la urdimbre, y un diseño de los llamados “árbol de la vida”, alegra toda la habitación. Lástima que conserve un penetrante olor a cordero que en siete años no he conseguido eliminar; claro que no puedo hacer como los iraníes, que todos los años lavan las alfombras en algún arroyo cercano y casi todos los días las airean en las azoteas.

Esa tarde nos dedicamos a pasear por la ciudad, recorriendo sus callejuelas de casas de adobe, sus parques repletos de familias y sus avenidas comerciales, para llegar al atardecer a la Mezquita del Viernes, la más importante de Yadz, construida en el siglo XIV y cuyos minaretes pasaban por ser los más altos de Irán. Las mezquitas iraníes presentaban ciertas diferencias con las uzbekas; la más importante era que estaban en uso y controladas por los mullahs. Pese a eso, y fuera de los cinco rezos, permitían entrar a los infieles, siempre y cuando fuéramos correctamente vestidos, lo que en el caso de Yadz no obligaba a las extranjeras a cubrirse con el chador. Cuando llegamos a esta nos encontramos con que se estaba celebrando un funeral, pero los hombres de la familia, rigurosamente vestidos de negro y alineados a la entrada de la mezquita para recibir el pésame, nos invitaron a pasar.

En la maqsura, el pórtico que alberga el mihrab, se situaban los amigos, parientes y vecinos del difunto, un médico muy respetado y querido en el barrio. Allí, delante de un televisor que proyectaba fotos del médico, un amigo proclamaba sus virtudes y bondades. En el patio abierto se ubicaban las mujeres, la mayoría de negro y todas con chador, que nos llamaron para que nos sentáramos con ellas. Yo permanecí de pie, por respeto a las costumbres locales, y en seguida apareció una mujer de unos cincuenta años, que hablaba un buen inglés y hasta unas palabras de español, que nos explicó todo lo que estaba sucediendo y nos hizo mil y una preguntas, traduciendo nuestras respuestas a sus amigas. Resulta que había estudiado en la London School of  Economics, y que viajaba a Europa con cierta frecuencia para atender a sus negocios. Conocía las principales ciudades españolas, y le gustaba especialmente Barcelona. Ni que decir tiene que nos invitó a ir a su casa a conocer a su familia y compartir su cena, pero con gran dolor de corazón seguimos la costumbre iraní del t'aarof, que obliga al anfitrión a ofrecer a su invitado hasta lo que no tiene, y en consecuencia obliga también al huésped a rechazar firmemente cualquier oferta que se salga de lo normal.


A la mañana siguiente nos dedicamos a conocer los diferentes sistemas tradicionales de refrigeración, cuya conservación ha hecho que Yadz sea patrimonio de la humanidad; perdonad si me extiendo demasiado en los detalles, pero como buen ingeniero me resultaron de lo más interesante.

Todo empieza con los qanat, que son conducciones subterráneas que traen el agua desde los manantiales de las montañas hasta las zonas cultivables y las ciudades. Para evitar la fuerte evaporación que haría perderse una parte importante del agua, desde tiempos inmemoriales los persas desarrollaron este sistema, que luego los árabes trajeron al norte de África y parecer ser que hasta España. Para construir los túneles se empezaba excavando pozos en línea recta a partir de las cercanías del manantial o donde hubiera un nivel freático apropiado, separados entre sí no más de dos o trescientos metros.
Luego se iban excavando túneles casi horizontales que conectaban unos pozos con otros, hasta que se conseguía que el agua llegara a su destino, sin que se calentara ni se evaporara. En las llanuras desérticas era fácil observar los montones de escombros que marcaban las bocas de los pozos, e incluso poceros en plenas labores de mantenimiento. Gracias a los qanat ya teníamos lo principal: Una fuente de agua fría en la ciudad. Y no solo de agua fría, sino que el flujo de agua bajo los pozos absorbía aire también frío de las montañas, por el conocido efecto Ventouri.

Ya dentro de la ciudad, los canales se solían dividir en muchas bifurcaciones, para repartir el agua a toda la población, dando servicio a tres tipos de construcciones asociadas: las fuentes públicas, las torres del viento y los depósitos de nieve.

Lo más curioso de las fuentes es que solían ser subterráneas. En la calle se abría un arco, habitualmente muy decorado y con el nombre del benefactor que había mandado construirlo. Desde el arco descendía una escalera amplia, por la que incluso podían bajar los burros de los aguadores. Al final se llegaba a una especie de estanque por el que el agua fresca fluía lentamente. En los mejores había también baños públicos subterráneos, con el agua casi helada.

Mucho más interesantes eran las torres del viento, que salpicaban toda la ciudad. Eran unas torres de adobe, cuadradas u octogonales, con unas filas de aperturas verticales en lo alto. Bajo la torre se encontraba una amplia habitación, llamada shabestán o sala de verano, que se comunicaba a través un gran agujero en el techo con la torre, y mediante un pozo con el qanat que pasaba por debajo. Un cuidado diseño de estas aberturas hacía que el viento, soplara de donde soplara, provocara de nuevo un efecto Ventouri, de forma que el aire frío que circulaba por el conducto subterráneo era absorbido por la torre, refrigerando al pasar la sala de verano, cuya temperatura podía llegar a bajar hasta veinte grados por debajo de la del exterior. Por cierto que el croquis que adjunto no es correcto, el viento nunca penetra en la torre y menos todavía llega hasta el shabestán. Las casas de categoría tenían varias torres del viento, y se ubicaban siempre sobre un qanat en la parte más elevada de la ciudad, para que el aire y el agua que circulaban por debajo fueran lo más puros y frescos que se pudiera.

Otras construcciones relacionadas con el calor y el frío eran los yakhchal, unos depósitos subterráneos con gruesas paredes, en los que en invierno se almacenaba nieve traída desde las montañas en caravanas nocturnas. Los yakhchal se mantenían fríos con el mismo sistema descrito más arriba de torres del viento, y permitían disfrutar en verano de bebidas frías y de helados, a los que tan aficionados siguen siendo los iraníes.

Todavía tuvimos tiempo de visitar al atardecer  el arco de Amir Chakhmakh, para mi gusto el edificio más bonito de Yadz y puede que de todo Irán. Aunque parecía ser la entrada del bazar, en realidad se construyó a comienzos del XIX como escenario para representar el equivalente a un auto sacramental, pero en recuerdo de la muerte de Hussein, el más venerado de los doce imames. Como estaba permitido subir a la terraza superior, María y yo nos metimos en la escalera de caracol que subía por el interior de uno de los minaretes. La escalera, muy estrecha, era francamente agobiante, ya que se subía en completa oscuridad, salvo por la poca luz que entraba por los accesos a las dos plantas intermedias. No había ningún ventanuco, como en otros minaretes similares, y el ancho de la escalera permitía a duras penas subir a una persona no muy obesa.

Después de un buen rato en la terraza, disfrutando de un precioso atardecer sobre las azoteas, cúpulas y torres del viento de la ciudad, se había acumulado tanta gente que no estábamos cómodos, por lo que consideramos que había llegado el momento de bajar. Y allí se planteó el problema: Cuando llegamos al otro minarete, suponiendo que por su interior habría otra escalera para la bajada, no encontramos con que estaba clausurada. No teníamos más salida que la misma escalera estrechísima por la que habíamos subido, y en la que era imposible que se cruzaran dos personas.

En un momento en que no se oía subir a nadie, emprendimos el descenso. Pero antes de llegar a la mitad del tramo hasta el segundo nivel, nos encontramos con un grupo muy numeroso que subía. Como detrás de nosotros bajaba más gente, se produjo un bloqueo que nos pareció interminable. A la imposibilidad de avanzar o retroceder se unía la oscuridad total, pues ya había anochecido, y la imposibilidad de comunicarnos con las demás personas que ocupaban la escalera. Al cabo de un tiempo que probablemente fueran solo cinco minutos, pero que yo percibí como una hora, los que se agolpaban detrás de mí, contra toda lógica, empezaron a retroceder. Yo esperaba que se cumpliera el principio universal de “antes de entrar dejen salir”, pero se ve que no se aplicaba en Irán, o al menos no en aquel monumento.

Así nos encontramos de nuevo en el último piso, un tanto preocupados por tener que volver a intentarlo. Menos mal que un iraní joven, que hablaba un buen inglés, se acercó a nosotros y nos dijo que él iba a intentarlo de nuevo, y que cuando llegara al segundo piso bloquearía la subida para permitirnos salir a los que estábamos arriba. Por suerte la maniobra salió bien y la repitió en los dos tramos restantes, con lo que al final pudimos respirar aliviados, ya en la calle.

A la mañana siguiente, antes de amanecer, Marc nos llevó a conocer una zurkhana o casa de fuerza, sede de una cofradía sufí de lucha tradicional. En una barriada de las afueras nos metimos en un local subterráneo, después de entregar un donativo para el mantenimiento de la cofradía. El local consistía en una sala circular cubierta por una cúpula de adobe y con graderíos en descenso hacia el círculo central, en el que tenían lugar los entrenamientos. Una zona de los graderíos estaba reservada para los luchadores, y todo el local olía a gimnasio, es decir a sudor concentrado y rancio.

Marc nos explicó que cuando los árabes invadieron Persia e impusieron el islam, algunos de los guerreros derrotados no se resignaron a perder sus habilidades, y se reunían a entrenar clandestinamente en viviendas particulares. A lo largo de trece siglos, las limitaciones de espacio les llevaron a desarrollar unas técnicas de entrenamiento muy peculiares. Con el tiempo, el misticismo de estos guerreros se fusionó con el sufismo, y hoy en día siguen ritos sufíes tales como la oración al Profeta, besar el suelo al llegar al círculo de lucha, o pedir permiso al maestro de ceremonias antes de entrar o salir del círculo. También es totalmente sufí el hecho de que durante las pausas de los entrenamientos un lector recite poesía mística, de alabanza al Imam Alí y sus descendientes.

Poco a poco fueron llenándose los graderíos, y en un momento dado comenzó la música, un sencillo y monótono toque de tambor ejecutado por el maestro de ceremonias. A toque de campana iban entrando los luchadores, empezando por los de menor grado y terminando por el pahlavan-i pahlavanan, el campeón de campeones, al que todos mostraban un gran respeto y que luego dirigiría los ejercicios. Los luchadores iban descalzos y vestían unos pantalones de cuero hasta la pantorrilla, muy ceñidos, como los de la lucha turca, pero bordados con flores y dibujos geométricos.

Después de tandas de estiramiento y calentamiento ejecutadas al ritmo del tambor, comenzaron los ejercicios de fuerza, como el que vemos en la fotografía. No sé cuánto pesarían los bolos de madera, pero los movían con una agilidad pasmosa. Al final se celebraron varios combates, que servían para confirmar o modificar el rango de los luchadores; incluso el campeón de campeones podía perder su título si era derrotado. La lucha en sí era muy similar a la turca, los contendientes se agarraban por hombros, brazos, piernas o por el cinturón, y trataban de derribar a su adversario, mientras el maestro quemaba incienso para mantener alejados a los malos espíritus (y de paso camuflaba el fuerte olor a sudor que subía del círculo central).

Cuando terminó la sesión le dimos las gracias a los luchadores por habernos dejado asistir, y nos subimos al autobús que nos iba a conducir a través de trescientos kilómetros de desierto hasta Isfahán. Pero eso es otra historia.