jueves, 18 de febrero de 2016

Isfahán, nómadas y alfombras

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.
Después de asistir a los entrenamientos místico-deportivos de la Casa de la Fuerza en Yadz, nos pasamos bastantes horas metidos en el autobús, recorriendo los trescientos kilómetros que nos separaban de Isfahán (frente a la más usada en España de Ispahán, prefiero utilizar esta grafía, más parecida a la pronunciación farsi).

Isfahán siempre había sido para mí otra de esas ciudades míticas, como Samarkanda, que saben a arena y huelen a cúrcuma; solo leer ese nombre soñaba con califas y con visires, con caravanas y con bandidos, con desiertos y con oasis. Y cuando por fin pude conocerla, aunque fuera muy superficialmente, no me decepcionó. No en vano un antiguo refrán persa decía que Isfahán es la mitad del mundo, en el sentido un tanto exagerado de que contenía por lo menos la mitad de todos los monumentos del mundo entonces conocido.

Aunque se han encontrado en los alrededores restos paleolíticos, se cree que el primer asentamiento estable corresponde al período elamita (hace entre cuatro y cinco mil años, mucho antes de que se escribiera el código de Hammurabi) y que se convirtió en un núcleo agrícola de cierta importancia en el poco conocido imperio meda, gracias a las huertas regadas por el río Zayandeh, que cruza la ciudad. Adquirió una gran relevancia durante el imperio aqueménida (siglos VI a IV antes de nuestra era), cuando se convirtió en residencia de verano del emperador gracias a su clima relativamente menos caluroso que el del resto de Persia. Además, siguiendo una política de libertad religiosa muy avanzada para su época, Ciro el Grande permitió el establecimiento de una gran colonia judía procedente de Babilonia, en convivencia con la mayoría mazdeísta y grupos budistas. Esta diversidad llevó a la creación de una fuerte red de relaciones comerciales con otros países, creándose así el embrión de la Ruta de la Seda y constituyendo una importante fuente de ingresos para la ciudad.

Los partos continuaron con la política de libertad religiosa de los aqueménidas y los sasánidas instalaron allí la base de su ejército, como punto central desde el que podían desplazarse con cierta facilidad a cualquier otro punto del imperio. La invasión árabe del siglo VII puso fin a esta tolerancia y significó un periodo neutro, con ascensos y descensos de su población, con su punto culminante durante el dominio seljúcida y su peor momento con las hordas de Genghis Khan y el imperio timúrida.

Pero hubo que esperar a la llegada de los safávidas en el XVI, y especialmente del Shah Abbas I, para que Isfahán alcanzara todo su esplendor. Este rey la convirtió en su capital, construyó muchos de los edificios que hoy admiramos, y la población sobrepasó el millón de habitantes, convirtiéndose en una de las mayores ciudades del mundo de la época. Por entonces recibió también fuertes migraciones de georgianos y armenios.

Hoy en día es una de las ciudades más importantes de Irán, no solo por la fabricación de alfombras, sino por su industria textil en general, altos hornos e incluso no muy lejos se eleva una planta de tratamiento de uranio para su uso en reactores nucleares. Pero basta ya de historia, y vamos a recorrer la ciudad.

Nuestro hotel, el Sepahan, estaba a unos cientos de metros de la plaza central, la Naqsh-e-Jahan, más conocida como Maidán, a la que nos dirigimos a través de unos callejones semicubiertos, que formaban un pequeño bazar. Se agradecía poder caminar a la sombra, con el solazo que caía después de comer. Se notaba una animación especial, que se debía a la proximidad de una importante fiesta religiosa.

Faltaban dos días para el 18 de agosto, que aquel año de 2008 coincidía en el calendario musulmán con el 15 del mes de shaabán del año 1429, y en el que se celebraba el aniversario del nacimiento de Muhammad al-Mahdi (el prometido o el esperado), duodécimo imam chií. Este curioso personaje, hijo del undécimo imam, desapareció el día en que su padre fue asesinado, allá por el siglo IX de nuestra era. Una tradición chií atribuye a Mahoma esta frase, que no aparece en el Corán: “Habrá doce imames después de mí. El primero serás tú, Alí, y el último será El Prometido, que con la ayuda de Allah conseguirá la victoria sobre el este y el oeste del mundo”. Basados en esto, muchos chiitas creen que el Mahdi vive oculto, y que algún día volverá para restablecer la justicia, o sea el dominio del Islam sobre la tierra.

Esta tradición del regreso pendiente del Mahdi ha provocado sublevaciones cada vez que un iluminado se ha autoproclamado Mahdi y ha lanzado la Yihad, la guerra santa; uno de estos casos es el que relata la película Khartoum, en la que los más cinéfilos recordarán como Charlon Heston dice: ”Yo soy el Mahdi, el Esperado” antes de lanzar el ataque en el que fallecería el general Gordon, interpretado por Sir Lawrence Olivier.

Los chiitas celebran como se merece un día tan señalado, similar a la navidad de los cristianos, y dedican toda la semana anterior a repartir alimentos entre amigos, vecinos, parientes, necesitados y hasta viajeros como nosotros. Cada pocos metros, en una boca de garaje o en la entrada a un almacén, un grupo de hombres engalanaba un tramo de calle con guirnaldas de papel de colores, bombillas o arcos de flores, a la vez que preparaban el puchero y los dulces que compartirían al anochecer con cualquiera que pasara. En más de un caso tuvimos que prometer que volveríamos por la noche a probar su guiso.

Muy significativa fue una anécdota que nos pasó al día siguiente. Caminábamos por la acera de una avenida de cuatro carriles, con un tráfico bastante intenso, cuando vimos a un señor, vestido de traje gris, que sacaba potitos de yogurt del maletero de un coche y los repartía a todos los que pasaban. Cuando María y yo llegamos a su altura también nos ofreció, y ante nuestro rechazo inicial, nos insistió, señalando a los arcos y banderas que colgaban de las farolas. Uno de los viandantes, que hablaba inglés, nos explicó lo que pasaba: el señor del coche era forastero, y la fiesta del Mahdi le había pillado lejos de su casa, por lo que no podía participar en la celebración de su barrio. Pero como no quería ser menos, había comprado unos cien tarros de yogurt y los regalaba, como muestra de su alegría. Por supuesto, una vez aclarado esto, aceptamos la oferta y nos comimos allí mismo el yogurt. En una muestra del espíritu práctico y el sentido de la organización que caracterizaba a los iraníes, el anónimo donante también repartía cucharitas de plástico y servilletas de papel. Servicio completo.

Volviendo a nuestro paseo del primer día, de pronto se abrió ante nosotros la plaza de Naqsh-e Jahan, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO; una de tantas obras de Abbas I, que al parecer la utilizaba para jugar al polo. Creo que pocas plazas he visto en el mundo que me cautivaran desde el primer momento como esta; no tenía los anuncios luminosos de Times Square ni la carga simbólica de la Plaza Roja de Moscú, quizás la segunda de mis favoritas. No se extendía a los pies de una catedral como la del Obradoiro, ni era tan grande como la Plaza de la Independencia de Jakarta; de hecho está en el número trigésimo segundo por extensión a nivel mundial. Pero era armónica a la vez que asimétrica, imponente a la vez que humana.

Tenía forma rectangular (más de quinientos metros de largo por unos ciento cincuenta de ancho) y estaba bordeada por una serie de galerías porticadas de dos plantas donde se distribuían numerosas tiendas de artesanía, lo que la alejaba de la frialdad oficialista de tantas otras plazas monumentales. Pero también se asomaban a ella varios monumentos a cual más grandioso: el palacio Ali Qapu, la mezquita del Jeque Lotfollah, y la mezquita del Imam, la más apabullante de todas, por lo menos desde fuera. Pero sobre todo estaba viva, tremendamente viva. Calesas que paseaban a familias enteras dando vueltas en torno a los jardines centrales, grupos de turistas procedentes de todo Irán, faquines cargando con carretillas y bultos, trayendo y llevando mercancías al Gran Bazaar, que comenzaba en su extremo norte… Y como elemento diferenciador, la intensa vida social que se desarrollaba día y noche en sus jardines.

Solo en las horas de mediodía podía encontrarse un hueco en el que tenderse sobre la hierba, pero en cuando empezaba a ponerse el sol el césped se llenaba de grupos de amigos o parientes que se sentaban sobre sus esteras y bebían te de enormes samovares o de pequeños termos, comían sandía o pastelillos de miel y pistachos, jugaban al parchís, al ajedrez o a las tablas reales, y –sobre todo- charlaban. Por supuesto, sin entender ni una palabra de farsi no tengo ni idea de cuáles eran los trending topics; de lo único que puedo dar fe es de la placidez con la que se desarrollaban sus conversaciones. Fuera de política, de religión o de asuntos domésticos de lo que hablaran, por la plaza se extendía un ambiente relajado, sonriente, como si todos se hubieran fumado unos cuantos canutos de chocolate afgano. En cualquier caso, todos daban la impresión de estar felices. Los niños correteaban o gateaban entre los grupos, los turistas y los peregrinos se hacían fotos contra los surtidores de las fuentes, los taxistas esperaban clientes en una esquina, y un grupo de japoneses escuchaba atentamente las explicaciones de su guía.



Y en un sitio tan concurrido no podía faltar toda la fauna que malvive del turista, del viajero: Fotógrafos ambulantes, narradores de historias, repartidores de propaganda, y hasta ganchos que pretendían llevarnos a la mejor tienda de alfombras de Isfahán, donde nos harían un precio de amigo, no de turista, o juraban que era la auténtica tienda descrita en "La cueva de Alí Babá” por Ana Briongos, la popular escritora de viajes.

Volviendo a la plaza, la historia dice que el Shah Abbas la construyó para contrarrestar un poco el poder de los ulemas; por eso hizo levantar en ella una nueva mezquita, que en teoría vendría a sustituir a la del viernes existente en el otro extremo del Gran Bazaar, a unos dos kilómetros al norte. Desconozco si será cierto, pero la verdad es que el centro de la ciudad se desplazó rápidamente hacia la zona que rodeaba esta nueva plaza.

Empezaba ya a anochecer y quería visitar alguna buena tienda de alfombras. Las de Isfahán siempre han sido famosas por su calidad y variedad, o sea que llegué allí dispuesto a comprar alguna más, por mucho que me pesara en la mochila la qashqari que me traía de Yadz. Y además mi hermano me había encargado un kilim enorme para la nueva casa que se acababa de comprar, o sea que tenía por delante una larga sesión de regateo. Lo único bueno de comprar una alfombra es que no hay que ir de compras; quiero decir que no puedes ir de tienda en tienda, mirando lo que tienen y comparando precios y calidades, salvo que tengas unos cuantos días por delante. En cada tienda que entres tendrás que ver todo el muestrario, sin que tenga mucho sentido preguntar el precio, ya que ese concepto no existe entre los persas (ni entre los musulmanes en general).

Buscamos una tienda con buena pinta, no en la propia plaza sino en una avenida cercana, y nos metimos dispuestos a lo que hiciera falta. Dos horas y al menos cuatrocientas alfombras después, ya había conseguido comprar –mejor dicho, habían conseguido venderme- un precioso ejemplar realizado artesanalmente por alguna familia baluchi, cerca de la frontera con Paquistán. Pero todavía me faltaba comprar el kilim de mi hermano, cosa que resultó bastante más rápida. Como mi hermano me había explicado claramente lo que quería y no estaba dispuesto a gastarse mucho dinero, y por otra parte la tienda no tenía un gran surtido de kilim, a los que consideraba de poca categoría, en unos minutos llegó un chico enviado desde otra tienda cercana cargando con dos grandes kilim kurdos que coincidían más o menos con el encargo. Como los dos eran muy bonitos y entraban dentro del presupuesto, me limité a elegir entre ellos el que más me gustaba, regatear ya un poco cansado, pagar, y salir de la tienda cargado con una enorme bolsa con ruedas, dentro de la cual habían conseguido meter la alfombra y el kilim perfectamente doblados. No sé cuántos riales o tomanes pagué por las dos piezas; a más de trece mil riales por euro seguro que serían unos cuantos millones.

Antes de volver al hotel por otra ruta, para no tener que probar todos los pucheros a los que nos habíamos comprometido, todavía nos dio tiempo de volver al Maidán a admirar la iluminación de la Mezquita del Imam. No inserto aquí una foto, pero si habéis visto la portada de la feria de Sevilla os haréis una idea bastante precisa.

A la mañana siguiente, bien temprano, salimos todos juntos con el autobús para hacer un poco de senderismo y visitar un asentamiento de nómadas qashqai. Por el camino paramos en una tienda de alimentación para comprar aceite, harina, legumbres, fruta, arroz y otros alimentos, como regalo a los nómadas en agradecimiento por dejarnos visitar su campamento y compartir unas horas con ellos. Siguiendo viaje, por carreteras cada vez más secundarias nos fuimos acercando a las estribaciones de los Montes Zagros. Después de pasar el último pueblo, el autobús se detuvo donde acababa el asfalto; yo me esperaba una larga caminata por las colinas en búsqueda de los rebaños y los campamentos de los nómadas, pero al cabo de menos de un kilómetro de recorrido por una pista ya avistamos las primeras tiendas, en un terreno pelado sembrado de postes eléctricos.

Toda mi idea romántica se vino abajo: ni dunas, ni camellos, ni jinetes dirigiendo sus rebaños; en realidad el terreno era árido pero no totalmente desértico, no había ningún rebaño a la vista y en las tiendas solo quedaban mujeres y niños. Eso sí, nos recibieron muy amablemente, nos ofrecieron una de las tiendas para que nos sentáramos, y en pocos minutos prepararon té en una hoguera. Las mujeres se dedicaban a cocinar, a cuidar de alguna oveja enferma, a vigilar de lejos a los niños y a tejer; tenían un par de telares de alto lizo, supongo que desmontables, en los que había sendas alfombras a medio elaborar. Como su idioma era de origen turco, se entendían a duras penas con Ciro, nuestro guía local, que les hablaba en farsi, y le contaron que los hombres habían subido a la montaña con las ovejas, buscando los pastos más frescos, y que no volverían hasta el anochecer; solo en invierno emprendían la larga migración de más de quinientos kilómetros, para llevar sus rebaños a pastos más templados al sur de Shiraz, cerca ya del Golfo Pérsico. Cuando estábamos allí apareció un chico de unos quince años conduciendo una moto de montaña hecha pedazos, y después de cargar con una olla de comida volvió a marcharse colina arriba para llevársela a los demás pastores.

Se cree que esta tribu, o mejor dicho esta confederación de tribus, llegó a Asia Menor siguiendo los pasos de Genghis Khan, y que en el siglo XIII se estableció en el norte de Persia, junto a lo que hoy es Azerbaiyán. En el siglo XVI emigraron unos mil quinientos kilómetros al sur, hasta establecerse en el sur de Persia. Como buenos nómadas, nunca han respetado a los gobiernos de turno, y así en ambas guerras mundiales se aliaron con los alemanes contra los ocupantes rusos y británicos; después se rebelaron contra el Shah, e incluso en los ochenta los ayatolás decapitaron a su líder por rebeldía.
Dimos un paseo por los alrededores, comimos los bocadillos que habíamos llevado, echamos una siesta en las alfombras que recubrían el suelo y nos volvimos para Isfahán. Me quedó de aquella excursión un sabor agridulce, con la impresión de haber ido a un zoológico a ver cómo vivían los salvajes nómadas.

Ese atardecer lo pasamos junto al río, para disfrutar de los puentes que dan fama a la ciudad. De los once puentes que lo cruzan, cinco se construyeron durante el reinado de los safávidas (Abbas I y compañía), lo que demuestra la importancia de esta dinastía en el desarrollo de la ciudad. El más conocido y fotogénico es el Puente de los Treinta y Tres Arcos o Pol-e Si-o-Seh, de principios del XVII, que con trescientos metros de largo sirve a la vez de puente y de dique, para laminar las crecidas del río y mantener un amplio estanque aguas arriba. El Puente Khaju, ligeramente posterior, conserva dos niveles de arcos, con las pinturas y azulejos originales. En el centro se eleva un pabellón construido para que el Shah disfrutara de la vista y el frescor del río.

Tanto la orilla del rio como los propios puentes hervían de gente, y el parque que unía los dos puentes por ambas orillas estaba lleno de casas de té, juegos infantiles, merenderos, y cientos de familias haciendo picnic, el deporte nacional iraní. Hasta se podía encontrar alguna pareja que aprovechaba un rincón más en sombra para arrimar castamente sus hombros, siempre y cuando estuvieran legalmente casados.

Al día siguiente María y yo nos lanzamos a recorrer el casco antiguo, enorme, casi inabarcable. Empezamos por el Maidán y en concreto por la Mezquita del Imam, cuyo exterior ya habíamos visto iluminado cuando llegamos a Isfahán. Con un exterior muy elegante, hoy en día es la mayor y más importante de la ciudad y al tratarse de un viernes estaba animadísima incluso fuera de las horas de oración. Por suerte, salvo en sitios tan importantes como el mausoleo del Imam Reza, a los infieles nos dejaban entrar en todos los edificios religiosos, con lo que pudimos pasear por sus naves inmensas y admirar la decoración floral que cubre paredes y cúpulas, mezclados aunque no camuflados entre los turistas iraníes.
En esta mezquita descubrí un dato de gran importancia para los visitantes: la mayoría de las mezquitas cuentan con aseos públicos, en un estado de limpieza muy aceptable, aunque los inodoros sean del tipo turco y no haya papel higiénico. Pero para eso tenemos infieles y creyentes la mano izquierda, que por mucho que se lave se considera impura y no se debe utilizar para tocar a nada ni a nadie, ya que se consideraría una grave ofensa y un acto repugnante. Los aseos suelen estar cerca de la entrada principal, lo más lejos posible del mihrab.

En la misma plaza estaba la pequeña mezquita del Jeque Lotfollah, construida también por Abbas I. Sus peculiaridades (no tenía patios  ni alminares) se debían a que era para uso exclusivo de las mujeres de la familia real; por muy grande que fuera el harén tampoco daba para tanto. Pero lo que le faltaba en tamaño lo suplía con el cuidado exquisito de los detalles decorativos y la riqueza de los materiales, como el banco corrido de alabastro sobre el que descansa mi mujer.
De la mezquita de las mujeres queríamos llegar a la del Viernes, para lo cual lo más lógico era cruzar el Gran Bazaar, cuya entrada principal daba al extremo norte de la plaza en la que estábamos. Pero no habíamos contado con que era jueves, y por tanto la casi totalidad de las tiendas del Bazaar estaban cerradas. Solo permanecían abiertas tres o cuatro junto a la puerta principal, dedicadas a la venta de postales y otros recuerdos similares, y probablemente regentadas por infieles. Al principio nos perdimos en varias ocasiones por aquellos callejones cubiertos, vacíos y en penumbra, ya que formaban un auténtico laberinto en el que no había casi nadie a quien preguntar. A cambio, nos libramos del calor de sol y atisbamos rincones en los que nunca nos habríamos metido en un día normal. Pero en cuanto encontramos el Raste, la calle principal, bastaba con seguirla hasta el final sin desviarse para llegar a la Mezquita del Viernes.

Se cree que el Bazaar de Isfahán es el más largo del mundo, con casi dos kilómetros de longitud, y uno de los más antiguos. De lo que no hay duda es de que los bazares, en general, son originarios de Persia: hasta su propio nombre deriva de vaçar, que en persa antiguo significa mercado, y que a través de las lenguas túrquicas pasó al árabe, al hindi, al chino, al malayo y a varias lenguas europeas para denominar a los mercados o a determinado tipo de tiendas que venden un poco de todo.

En Kermanshah, cerca de la frontera con Irak, se han encontrado vestigios arqueológicos de mercados nada menos que del año 9000 antes de nuestra era, y a partir del cuarto milenio estos restos son muy abundantes, coincidiendo con la aparición de las primeras ciudades y del comercio exterior. Jenofonte ya los describe, y en Persépolis también se ha encontrado un bazar como barrio diferenciado del resto de la ciudad. En el imperio parto aparecieron por primera vez edificios para almacenes y caravasares, asociados a los mercados, y el Corán y los hadith recogen numerosas normas relacionadas con el comercio, el crédito y la usura.

El Bazaar de Isfahán, según pudimos ver al día siguiente ya con las tiendas abiertas, constaba de dos partes bien diferenciadas: Al norte el bazar viejo, formado por la larga calle abovedada que habíamos seguido, y a la que se abrían callejones que llevaban a caravasares, patios de carga, baños públicos y otros servicios; al sur, junto a la entrada, el bazar nuevo, con una cuadrícula regular de galerías cubiertas, que se creó cuando Abbas I regaló los terrenos a los comerciantes que se quisieran establecer en él, en su intento de desplazar el centro de la ciudad desde la Mezquita del Viernes hacia la nueva plaza del Maidán.
A mí me gustó mucho más el bazar viejo, en el que las tiendas se organizaban por gremios y muchas veces eran a la vez taller donde se elaboraban los objetos a la venta, como en el caso de las abundantísimas joyerías. Tiendas de especias, de alfombras, de frutos secos –todavía recuerdo los pistachos- , fruterías, ferreterías, cristalerías, zapaterías y talabarterías se iban sucediendo sin solución de continuidad a lo largo de sus costados. La única excepción la constituían las sastrerías y tiendas de telas y ropa, que se agrupaban en patios independientes llamados kisarias, y los caravasares, que describo a continuación.

Los caravasares o caravanserías, de los que he hablado en varias ocasiones en esta colección de relatos, eran (y algunos todavía son) un elemento clave en las rutas comerciales. Cuando una caravana llegaba a una ciudad, los mercaderes necesitaban un espacio seguro en el que atender a los camellos, dormir, comer, bañarse y vender sus mercancías. Y esta función la tenían los caravasares, una mezcla de cuadra, hostal y lonja. La mayoría constaban de un muro exterior, un gran portón que se cerraba por las noches, un patio central en el que se descargaban las mercancías, cuadras y almacenes en la planta baja, y dormitorios y pequeñas tiendas en la planta superior. A la llegada de una caravana acudían allí los grandes comerciantes locales para ver las mercancías que transportaba, para negociar su compra al por mayor, y para ofrecer otros productos para su exportación.

Los caravasares no eran exclusivos de la ruta de la seda, aunque allí alcanzaron su máximo esplendor; un ejemplo a escala bastante reducida lo tenemos en el barrio del Pópulo en Cádiz, donde la Posada del Mesón tenía unas funciones similares y todavía conserva esa estructura. Estos locales no eran solo un espacio para el comercio, sino que en ellos se desarrollaban muchas otras actividades conexas: desde la prostitución hasta la reparación de arreos. Y por supuesto, eran un centro de difusión de noticias, de intercambio de ideas, de mestizaje de culturas.

En algunos puntos de Anatolia me he encontrado otro tipo de caravasares, erigidos no en una ciudad, sino precisamente en algún punto especialmente remoto de una ruta, lejos de cualquier pueblo. Se usaban para proteger a las caravanas de ataques de bandidos cuando no podían pernoctar en una población, y solían tener una guarnición permanente de soldados de infantería.

Por desgracia, la creación de centros comerciales modernos y los cambios en las pautas de consumo están haciendo que el Bazaar vaya perdiendo relevancia. También hay que resaltar su destrucción parcial para abrir nuevas avenidas durante la dinastía pahlevi (la del último shah). Cuando yo estuve sólo seguían funcionando seis o siete de los más de cien caravasares de la época safávida.

Después de cruzar el Bazaar llegamos a la Mezquita del Viernes, pero entre que era viernes y que se estaba celebrando la oración de Ad-dhur, estaba hasta arriba de gente. Una familia que entraba en esos momentos nos recomendó que volviéramos al cabo de una hora, cuando estuviera más tranquila.

Seguimos callejeando hacia el norte, por un barrio muy popular pero casi desierto a esa hora, como podía estar en plena posguerra un pueblo castellano durante la misa de doce ¡Ay del que no fuera a misa, pero sobre todo del que a esa hora se le ocurriera pasear por la Calle Mayor ostentando su falta de piedad! Después de dar varias vueltas, y cuando ya íbamos a volvernos a la mezquita sin comer, el barrio se animó de pronto; había terminado la oración y todo el mundo volvía a sus quehaceres. Por una puerta entreabierta, bajo un letrero en alfabeto persa, entrevimos varias mesas y gente comiendo. Como ya era casi la una, nos metimos, saludamos con la cabeza al dueño, que vigilaba la entrada del local desde una especie de atril, y nos sentamos a una mesa, para gran agitación de clientes y empleados. Evidentemente éramos extranjeros, evidentemente queríamos comer, y rápidamente se dieron cuenta de que no entendíamos ni una palabra de farsi.

Pero no por eso iban a dejar sin comer al hambriento ni sin beber al sediento. Tengamos en cuenta que las obras de misericordia proceden de la Biblia, muy respetada por los musulmanes, y forman parte de la cultura de supervivencia de cualquier pueblo de origen nómada. Lo de la bebida lo solucionaron rápido, trayéndonos una jarra de doogh, una mezcla de yogurt con sal, pimienta, menta y agua con gas, tan asquerosa como os podéis imaginar. Pero ¡qué remedio!, no podíamos poner pegas. Lo de la comida fue un poco más complicado, pero también se arregló: una de las camareras agarró a María por la mano, me hizo señas de que las siguiera, y nos llevó al fondo del local, a la zona utilizada para cocinar. Abriendo una de las perolas nos enseñó una docena de pollos enteros, que se estaban guisando en salsa de tomate casera. Cuando le señalé con un gesto de interrogación otro de los pucheros, me abrió varios, para enseñarme que todos contenían lo mismo: el menú del día. Asentimos, nos trajeron un pollito entero con su salsa y una fuente de arroz, y nos pusimos morados.
Cuando terminamos de comer y nos acercamos al dueño para pagarle, nos indicó que esperáramos, y con un gesto envió a la calle a un chiquillo, que volvió enseguida con una bandejita de pestiños ¿cómo íbamos a marcharnos sin un postre, obsequio de la casa? Fue una muestra más del cariño con que los iraníes tratan a sus visitantes.

Al volver a la Mezquita del Viernes, nos encontramos con una de las más bonitas que habíamos visto en Irán. Aunque su construcción se había iniciado inmediatamente después de la invasión árabe en el siglo VIII, luego había sido ampliada por los turcos seljúcidas, los mongoles, los timúridas y los safávidas, hasta llegar a su estado actual.

Por una de las cuatro puertas monumentales entramos al patio central, de más de dos mil metros cuadrados, y en cuyo centro había una fuente para las abluciones. Unos hombres preparaban tracas y fuegos artificiales para las celebraciones de esa noche en honor de Imam Muhammad al-Mahdi, del que ya he hablado antes; el resto del recinto parecía desierto y no se oía un ruido. Pero cuando nos acercamos a las galerías cubiertas vimos que docenas de personas comían, leían o simplemente dormían sobre esteras. Las grandes mezquitas, al igual que los templos budistas y en otros tiempos las iglesias católicas, siguen sirviendo de refugio y alojamiento para los peregrinos; parece ser que el origen del botafumeiro estuvo en la eliminación de los malos olores de los peregrinos que pernoctaban en la Catedral de Santiago. El silencio, la sombra y la buena comida que acabábamos de disfrutar nos llevaron a seguir su ejemplo y echarnos una buena siesta en la mezquita, antes de seguir camino.
Aquella misma noche, en homenaje a esta joya de ciudad y a nosotros mismos, María y yo decidimos separarnos de nuevo de nuestros gregarios compañeros e irnos a cenar al que se decía que era el mejor restaurante de Isfahán, el Shahrzad o Sherezade, y probar su especialidad, el khoresht-e fesenjan, un guiso de pollo en salsa de nueces con jarabe de granadas. El local era agradable aunque un tanto viejuno, con un aire de comedor de hotel de mediados del siglo pasado, y estaba de lo más animado; menos mal que llegamos pronto y éramos solo dos, porque casi todas las mesas estaban reservadas. El fesenjan era verdaderamente espectacular, igual que las chuletas de cordero a la brasa y el faloodeh, un postre delicadisimo hecho con agua de rosas y fideos de almidón muy finos, aderezados con un chorrito de zumo de limón. A mitad de la comida vimos que llegaba el resto de nuestro grupo, que aconsejado por Marc había elegido el mismo restaurante que nosotros, pero por suerte los sentaron a todos juntos en otra sala.

Podía seguir días y días hablando de Isfahán, de sus jardines y sus palacios, de sus cafetines y sus tiendas de antigüedades, de su barrio armenio y de sus palomares, y sobre todo de sus gentes. Pero por suerte o por desgracia, tocaba volver a subir al autobús para llegar a Teherán. Y esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.

1 comentario:

  1. Magnífico, Arturo. La ruta de la seda es para mi el mejor de tus viajes. Pero es que, además, cada día los describes mejor.Este párrafo lo podía haber escrito García Márquez "Isfahán siempre había sido para mí otra de esas ciudades míticas, como Samarkanda, que saben a arena y huelen a cúrcuma; solo leer ese nombre soñaba con califas y con visires, con caravanas y con bandidos, con desiertos y con oasis." Enhorabuena de nuevo.

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