viernes, 5 de febrero de 2016

Mashad, la tumba del Imam Reza

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.

Como contaba en el relato anterior, desde Ashgabat nos dirigimos en autobús hacia la frontera iraní. Tengo que decir que en más de una hora que duraron el viaje y los trámites fronterizos no vimos ningún vehículo que cruzara de Turkmenistán hacia Irán; en cambio en sentido opuesto había bastante tráfico de camiones, de hecho no menos de un centenar estaban en cola en el lado iraní para pasar la aduana. Lógico, si pensamos que la principal exportación de Turkmenistán es el gas natural y el crudo, que salen hacia Europa y la parte occidental de Rusia a través del Mar Caspio, mientras que Irán es un país bastante industrializado que exporta numerosos productos a las repúblicas exsoviéticas y a la misma Rusia.

En el lado iraní, al que llegamos más o menos correctamente ataviados, nos esperaba Ciro, nuestro guía local, acompañado por Faezeh, una mujer vestida como una monjita española de las de antes, a la que nos presentó como su ayudante. Faezeh nos acompañó solamente en Mashad, y nunca llegué a entender su papel, ya que todas las gestiones parecía realizarlas Ciro personalmente. Se me ocurrió entonces que quizás la misión de Faezeh fuera la de ocuparse de las relaciones con las mujeres de nuestro grupo, ayudando a la separación por géneros tan querida por las autoridades iraníes.

El caso es que nos ayudaron a rellenar los formularios de inmigración, impresos exclusivamente en farsi, con un alfabeto muy similar al alifato árabe, lo que nos habría hecho muy complicado el trámite para un viajero independiente. En poco más de una hora terminamos los controles fronterizos, en colas separadas para hombres y mujeres, y nos subimos a otro autobús que nos llevaría a Mashad.

En cuanto subimos al autobús se planteó el primer problema con la normativa de vestuario. Varias mujeres del grupo se apresuraron a quitarse los pañuelos con los que se cubrían la cabeza, pero Reza les advirtió que eso era un delito, castigable con multas y/o bastonazos. A lo máximo que transigió fue a que en los tramos despoblados dejaran caer el pañuelo sobre los hombros, prestas a colocárselo correctamente en cuanto nos acercáramos a un control de policía o a un núcleo urbano. Todo un detalle por su parte, teniendo en cuenta que él era en parte responsable de nuestro comportamiento.

Nos quedaban más de doscientos kilómetros hasta Mashad, que podíamos haber cubierto en unas tres horas, pero el tiempo perdido en la frontera nos obligó a parar en un restaurante de carretera para comer. No voy a hablar del menú, por no ser repetitivo, pero la única diferencia respecto Uzbekistán y Turkmenistán era que no había cerveza. O mejor dicho, no había cerveza con alcohol. Sin alcohol sí que había, y no solo la doble cero habitual en España, sino un amplio surtido “con sabores”: a pera, a manzana, a fresas, a cerezas, hasta a plátano, todas igualmente asquerosas. Era mejor beber agua, simplemente, que alguno de aquellos brebajes dulzones, con burbujas, y con unos colores ácidos que echaban para atrás.

Mientas esperábamos a que nos sirvieran la comida, salí del restaurante con algunos compañeros que querían  echar un cigarrillo, y aproveché para trabar conversación con un par de camioneros que se me acercaron. Los únicos idiomas en que podíamos comunicarnos era en ruso, del que ya he dicho que tengo unos conocimientos muy muy limitados, y el árabe, del que conozco las palabras más habituales de un turista, pero en dialecto hasaní, el mayoritario en Marruecos. Esto no fue obstáculo para que nos declarásemos amigos, para que me ofrecieran un cigarrillo o para que estuviéramos de acuerdo en lo bonito que era Irán y lo feo que era Turkmenistán, en lo que les doy la razón. Por cierto, que una de las gallegas aceptó un cigarrillo, lo que me temo que la convirtió a ojos de los camioneros en una mujer poco respetable, ya que a partir de ese momento pasaron de mí y le dedicaron toda su atención, en mi opinión excesiva. Menos mal que nos avisaron de que la comida estaba lista, y pudimos cortar la conversación.

El paisaje en Irán era algo menos árido que en Turkmenistán, en el sentido de que no había dunas y que de vez en cuando veíamos un oasis cultivado, pero el resto del terreno era muy duro, con unas tonalidades minerales que mostraban a las claras que allí no crecía ni la hierba, por lo menos en agosto. El tráfico iba aumentando según nos acercábamos a Mashad, así como los controles de velocidad, por lo que Reza pidió que las mujeres se pusieran ya el velo y no se lo quitaran hasta estar en sus habitaciones del hotel. Mashad era un punto de gran relevancia religiosa y cada vez nos iríamos encontrando con más autobuses de peregrinos, por lo que más valía no arriesgarse.

La importancia de Mashad radicaba en que allí estaba enterrado el Imam Reza, el octavo de los doce imames chiítas. Ali Bin Moosa Al Reza, bisnieto del Imam Alí, que a su vez era primo y cuñado del Profeta Mahoma, en el año 183 de la Héjira heredó de su padre el cargo de Imam, máximo dirigente religioso del Islam, pero tuvo graves desencuentros con Mamoon, el califa abasida de aquella época. Simplificando, diremos que la mayoría de los chiítas consideraban que los imames eran a la vez la máxima autoridad religiosa y civil, en claro desafío al poder de los califas.

El califa Mamoon, incapaz de llegar a un acuerdo con Reza, tuvo un gesto que le honra: le ofreció a Reza abdicar y designarle su sucesor; pero Reza, como buen fundamentalista, le contestó: “Si Allah te ha dado la autoridad, no eres quien para renunciar a ella y dármela a mí, y si no tienes esa autoridad, no eres quién para nombrarme a mí”. Esto es lo que hoy en día se llamaría una línea roja. Como veis, la historia se repite una y otra vez.

Cuentan los chiítas que los conflictos y desencuentros continuaron hasta que el califa mandó asesinar al Imam, que residía en la aldea que por aquel entonces se llamaba Sanabad y que a razón de lo sucedido pasó a llamarse Mashad, que en farsi significa “lugar del mártir”. Y desde entonces, los iraníes no han perdonado este asesinato. Para los chiítas, la tumba del Imam Reza es el sitio más sagrado del Islam, después de la Kaaba.

Mucho se habla hoy en día de sunnitas y chiítas, por lo que no viene mal recordar sus diferencias, tan nimias como las que puede haber entre católicos romanos y ortodoxos, pero que siguen dando lugar a sangrientas guerras. La principal fuente de discrepancias es si los máximos dirigentes del islam son los descendientes de Alí, yerno de Mahoma, o los de Mu'awiya, miembro del clan Omeya y gobernador de Siria. Para acabarlo de complicar, los chiítas se subdividen en tres grandes grupos: los duodecimanos, dominantes en Irán e Irak, que reconocen a un total de doce imames, los septimanos o ismailíes, que creen solo en los siete primeros imames, y los zaydíes, partidarios de cinco imames. Por eso, el mausoleo de Reza, octavo imam, solo era importante para los duodecimanos. Y el caso de Mashad tenía la peculiaridad que Reza es el único de los doce imames que está enterrado en territorio iraní. Algo así como el sepulcro del apóstol Pedro en el Vaticano o el de Santiago en Compostela.

El problema con el mausoleo era que estaba prohibida la entrada a los kafir, los infieles, salvo en una visita guiada en la que solo se accedía a una pequeña parte del santuario. Como no nos lo podíamos perder, mi mujer y yo decidimos hacernos pasar por musulmanes y colarnos en el santuario junto con otra pareja de nuestro grupo. Para ello, empezamos por el vestuario. En mi caso resultó sencillo, me había traído para la ocasión una camisa muy ligera de manga larga y color indefinido, que junto con unos pantalones negros, unas sandalias y mi barba habitual me hacían pasar relativamente desapercibido. Además, el pelo blanco me añadía un aspecto bastante respetable. Mi mujer tuvo que comprarse un chador en una de las tiendas para peregrinos que había en las grandes avenidas de acceso al santuario. Lo malo es que, para no gastarse un dineral en una prenda que esperaba no volver a usar en su vida, hizo lo mismo que muchas otras peregrinas que venían de países en los que no se practicaba un islam demasiado rigorista: se compró el más barato, blanco con florecitas rosa, fabricado en puro tergal, con lo que se le resbalaba continuamente de la cabeza.

Al anochecer nos dirigimos hacia el mausoleo, confiando en que la poca luz nos permitiera pasar más discretamente,y para de paso asistir a la oración del Magrib, el momento más concurrido del día.

El complejo del mausoleo impresionaba desde mucho antes de entrar. A cualquier hora del día y de la noche una auténtica riada de peatones y vehículos se dirigía hacia él, por las cuatro avenidas que he mencionado antes. Estas avenidas confluían en una rotonda subterránea ubicada debajo del mausoleo, y desde la que se accedía directamente a un aparcamiento en varios niveles; los peatones llegábamos en superficie a la plaza que rodeaba el conjunto, de una superficie total de unos seiscientos mil metros cuadrados (un círculo de más de cuatrocientos metros de diámetro), cuatro o cinco veces más grande que el santuario de Fátima. En la foto podemos ver la mitad de uno de los siete patios.

 Como el control de acceso, a través de tornos y arcos detectores de metales, se realizaba por separado para hombres y mujeres, establecimos dos puntos de encuentro: uno en el interior del recinto, al pie de una columna que se veía desde el exterior, y otro fuera, por si nos perdíamos, para volver juntos al hotel. No se podían meter bolsas, paquetes, teléfonos móviles ni por supuesto cámaras fotográficas, que se podían dejar en consigna.

Las mujeres no tuvieron problema en pasar, pero a los hombres nos preguntaron de qué país veníamos. La respuesta de “Sarajevo” les pareció suficientemente convincente a los vigilantes, que nos dejaron entrar.

El problema fue que una vez dentro del recinto no encontramos a nuestras compañeras. Luego descubrimos que había varias columnas muy parecidas, y que mientras ellas nos esperaban junto a una nosotros las buscábamos en los alrededores de otra. Y encontrar a alguien en aquel tumulto era casi imposible, sobre todo si se trataba de dos mujeres cubiertas por sendos chador idénticos a los de muchas otras peregrinas.

Después de una espera prudencial, y bastante preocupados, nos decidimos a recorrer el inmenso recinto. Siete patios de oración, la mayoría de ellos repletos de fieles rezando o escuchando a los predicadores, la mezquita Goharshad, oficinas, un museo, una biblioteca, cuatro madrazas, una universidad, un cementerio, un enorme comedor para los peregrinos y otros edificios cuyo uso desconozco rodeaban el punto central, el propio mausoleo del Imam. Nos acercamos a él por la puerta de entrada de hombres, avanzando a duras penas entre la multitud que se iba espesando por momentos. Cuando conseguimos ver de lejosla reja que encierra el sepulcro, estuvimos a punto de dar la vuelta, por miedo a que nos reconocieran como kafir. No olvidemos que estábamos en el segundo lugar más prohibido del islam, y que además el avance solo se podía hacer a empujón limpio.

Entre el tumulto me perdí también de mi compañero, y cuando iba a darme la vuelta, se me acercó por detrás un anciano de unos ochenta años, tocado con el turbante blanco que denotaba su categoría de clérigo, y me puso ambas manos sobre los hombros. Me llevé un susto de muerte, viéndome ya condenado a latigazos, cuando por señas me indicó lo que quería: que gracias a mi mayor corpulencia y menor edad lo ayudase a acercarse a la verja.

Convertido así involuntariamente en báculo de un mullah, me fue mucho más fácil acercarme al sepulcro, ya que cuando se percataban de la presencia del anciano sacerdote los hombres nos cedían respetuosamente el paso. Llegué así hasta la verja, desde la que se entreveía la puerta que daba paso al santuario interior, en el que solo podían entrar los auténticos ayatolás, como descendientes del Profeta. Dejé allí a mi mullah y fui retrocediendo hacia la salida, sin dar nunca la espalda al sepulcro, al igual que hacían los demás peregrinos.

Cuando conseguí llegar a la calle, respiré aliviado. Había conseguido salir indemne, pero no fui capaz de dar con el lugar acordado con nuestras compañeras, por lo que me volví directamente al hotel. Las mujeres todavía lo pasaron peor que nosotros, porque en su zona reinaba la histeria. Los gritos y lloros de niños y madres, y los continuos tirones de velo que les daban otras mujeres para poder colarse les impidieron llegar hasta la verja.

A la mañana siguiente no sumamos al resto del grupo para realizar la visita “oficial”. No queríamos que nuestros guías iraníes se enteraran de nuestra aventura de la noche anterior, ni tampoco que se tomaran como un desprecio nuestra negativa a acompañarles.

No me puedo resistir a insertar aquí una foto de mis compañeras de viaje, tratando de cumplir la normativa en la entrada al mausoleo. Creo que no hace falta que diga cuál de ellas es Faezeh, la iraní. No os podéis dar cuenta del mérito que suponía ir cubierta de la cabeza a los pies cuando las temperaturas superaban fácilmente los cuarenta grados. Y tampoco había resultado fácil conseguir en España la ropa adecuada. Por supuesto, no había ningún problema con los pantalones, pero la casaca era otra cosa. Como aquel año no estaban de moda, cada una se las apañó como pudo, con una gabardina de entretiempo o algún fondo de armario de la época hippy. La más imaginativa creo que fue Mertxe, la vasca, que apareció con una bata de algodón azul  de dependienta de ferretería. Tampoco era sencillo lo del pañuelo: los negros daban un calor de muerte, los de seda o materiales sintéticos se resbalaban continuamente… Mucho más sencillo lo teníamos los hombres; bastaba con no llevar pantalones cortos, corbata ni camiseta de tirantes.


Ante las numerosas consultas que las mujeres le plantearon a Marc, les dio una regla muy clarita. Solo podían quitarse el pañuelo en las mismas circunstancias en que en España irían en bragas: dentro de casa o de la habitación del hotel, si no las podían ver personas extrañas a la familia más íntima. Ni para bajar a desayunar, ni siquiera para ir de una habitación a otra podían prescindir del hijab.

Esta vez, ya clara nuestra condición de infieles, todo fue más sencillo. Entramos por un acceso especial, separados por géneros, y dentro nos escoltaron dos o tres vigilantes, provistos de unos plumeros multicolores de mango extensible, con los que llamaban la atención a cualquiera que incumpliera las reglas. Tanto nos gustaron los plumeros, que le regalamos uno a nuestro guía Marc, que ni así consiguió meternos en cintura.

En esta visita guiada no nos enseñaron casi nada de lo que habíamos visto por la noche. Por supuesto, ni nos acercamos al mausoleo, ni entramos en la mezquita ni vimos los patios de oración. Nos llevaron directamente a la biblioteca, donde un mullah nos instruyó sobre las bondades del islam chií y las maldades de las demás religiones, pero especialmente del ateísmo y del islam sunní, a los que creo que consideraba igualmente nefastos.

También nos contó, traducido casi simultáneamente por Ciro, algunos detalles sobre la historia del mausoleo. Aunque el primer monumento lo construyó el propio califa presunto asesino de Reza, y el gran viajero tangerino Ibn Batuta visitó el sepulcro en el siglo XIV, el lugar no empezó a cobrar importancia hasta el impero timúrida. Pero fueron los safávidas, que declararon el shiísmo religión oficial de su imperio y dedicaron muchos esfuerzos a embellecer el complejo, los que lo configuraron como el inmenso monumento que ahora es. Ellos construyeron, por ejemplo, la cúpula dorada que cubre el sepulcro. Dañado por ataques de turcos, uzbekos, afganos, rusos y hasta de los propios reyes iraníes en el siglo XX, desde la llegada al poder del Ayatolá Khomeini ha continuado creciendo, y en la actualidad parece ser que recibe a más de veinte millones de peregrinos al año.

De la biblioteca, bien provistos de folletos religiosos, nos llevaron a visitar los lugares más profanos: la fuente pública de mármol, la torre del reloj, el tribunal islámico, el museo del Corán y el comedor en el que se ofrecía una comida gratis a cada peregrino acreditado. Nada que ver con nuestra visita clandestina.

Para evadirnos un poco del  agobiante ambiente religioso que se respira por toda la ciudad, por la tarde nos fuimos a visitar otro mausoleo, pero de un personaje muy diferente. A más de veinte kilómetros de Mashad, en medio de un parque de lo más agradable estaba enterrado Hakim Abul Kasim Ferdowsi. Ferdowsi, al que se considera el mejor poeta épico de la antigua Persia, vivió a caballo entre los siglos X y XI. Su obra maestra, el Shahnameh o Libro de los Reyes,  que tardó casi treinta años en terminar y contiene unos cien mil versos, es un relato entre épico y mitológico de la historia de Persia, desde la creación del mundo hasta la llegada del islam en el siglo VII. No olvidemos que la religión musulmana no se originó en Persia, sino en la vecina Arabia, tradicional enemiga. La implantación del islam en el actual Irán tuvo carácter de conquista militar y de invasión cultural, al fomentar el uso del árabe sobre el farsi.

De ahí la importancia que los iraníes le dan a este autor y a su libro, siete veces más largo que la Ilíada, ya que sirvió para consolidar y revitalizar el uso del farsi y para recordar la importancia de la cultura preislámica, entre la que se encontraba la antigua religión zoroástrica. Y aunque el farsi actual se escribe usando una versión ligeramente modificada del alifato árabe y ha adoptado muchas palabras del idioma invasor, en esencia ha permanecido muy similar al que usó Ferdowsi para escribir su obra maestra.

Creo que el mismo Ferdowsi era consciente de la importancia de su trabajo, cuando escribía estos versos:

“La lluvia y el sol destruyen hasta los edificios más robustos.
Por eso he construido este palacio imponente del verso,
Al que no afectan vendavales ni chaparrones.
No desaparecerá con mi muerte,
Porque he sembrado las semillas del discurso.”


Dado que a su muerte los líderes religiosos no permitieron que se le enterrase en el cementerio musulmán, su tumba se construyó en el jardín de su propia casa, y se convirtió en un lugar de peregrinación que sobrevivió a las invasiones de turcos, mongoles, uzbekos y timúridas. El auge del nacionalismo persa a principios del siglo pasado animó a los zoroastristas a promover la construcción del actual mausoleo, que se financió mediante una lotería.

El monumento, construido en mármol, se inspira en la arquitectura de Persépolis y en la tumba de Ciro el Grande. Pero lo que me resultó más interesante no fue el edificio en sí, sino conocer la figura de Ferdowsi y, sobre todo, ver cómo se entretenían los iraníes en un país sin bares, discotecas, música, teatros ni cines.

Su principal actividad de ocio consistía en instalarse toda la familia en un parque, un jardín, o en el peor de los casos en una acera a la sombra de un árbol. Extendían una o varias esteras o simples manteles sobre el suelo, e iban sacando té, pastelillos, empanadillas y todo tipo de viandas. Pasaban la tarde charlando en grandes grupos, a los que se podían sumar amigos o vecinos, y a los que en varias ocasiones nos invitaron a unirnos. Sin alcohol ni tabaco, todo muy sano y bastante aburrido.


Los jóvenes, tanto hombres como mujeres, procuraban librarse de la tutela paterna y paseaban en grupos separados, cruzando como máximo una mirada, mientras charlaban entre ellos, todos vestidos bastante formalmente. Las mujeres con chador negro o simplemente hijab las más modernas, en una variedad de tonos de negro que nunca me habría imaginado que existieran. Sin gota de maquillaje, pero en muchos casos con arreglitos en la nariz, que era casi lo único que enseñaban.

A la mañana siguiente abandonamos esta pía ciudad y volamos a Yadz, la ciudad del viento. Pero esa es otra historia.

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