sábado, 14 de septiembre de 2019

Moscú bajo la lluvia

(9 al 11 de agosto de 2019)

Un viaje por Rusia no está completo si no te has subido a un tren, aunque no sea en los míticos Transiberiano o Transmongólico. Por eso habíamos sacado billetes para un simple Yaroslavl – Moscú, como cuento en el capítulo anterior. Solo un país, Estados Unidos, con 226.000 kilómetros de vías férreas, supera a Rusia, que tiene 128.000. Más lejos están China, Canadá y la India.

Los ferrocarriles rusos tienen, como es habitual, diferentes clases, que además varían según la distancia a recorrer. Y lo peculiar de los trenes de larga distancia, que puede ser larguísima, es que todas las posibilidades que ofrecen son para viajar tumbado.

La clase más lujosa se llama, lógicamente, luxe, y está formada por compartimentos cerrados para dos personas; la siguiente es la kupé (del francés coupé), con dos literas dobles en cada compartimento cerrado, y la más barata es la platzkart, que consiste en vagones corridos, con compartimentos atravesados por el pasillo en los que hay dos pares de literas a una lado y otro par entre el pasillo y la ventana.

Para un trayecto como el nuestro de solo cuatro horas de duración, y además de día, lo lógico habría sido viajar sentados; sin embargo, según la página web de los Ferrocarriles Rusos, en nuestro tren no quedaban plazas de esa categoría, la más barata con mucha diferencia, así que tuvimos que comprar billetes platzkart. Y lo de los números de asiento, de cama habría que decir, tenía mucha importancia. Mientras que en España, en aquellos lejanos tiempos de los coches litera, en cuanto amanecía los pasajeros se levantaban y plegaban las literas intermedias, transformando cada compartimento en un salón con dos sofás enfrentados, en Rusia las literas siempre están en posición de dormir. Así, si te toca una cama con número par, que son las de arriba, te tienes que pasar todo el viaje (a veces de hasta una semana) tumbado, salvo breves paseos por el pasillo o las visitas al vagón restaurante. Por el contrario, si vas en una cama impar, de las de abajo, puedes sentarte cuando te apetezca. Nosotros, al tener asientos con número superior al cuarenta y ocho, nos tocaron dos camas en el lado derecho del pasillo, alineadas en la dirección de la marcha, y un poco más estrechas que las del lado izquierdo. Por suerte, la litera inferior se puede transformar en una mesa con dos butacas, con lo que el viaje resultó muy cómodo.

Por si acaso llegamos a la estación con mucha antelación. Para acceder al vestíbulo principal pasamos un control de seguridad, con escaneo de equipajes y revisión de pasaportes; curiosamente, desde la calle se podía llegar directamente a los andenes sin ningún control. Los paneles mostraban en cirílico las horas de llegada y salida de varios trenes, con unos tiempos de parada que oscilaban entre veinte y cincuenta minutos. Pueden parecer excesivos, pero luego observamos que muchos pasajeros aprovechaban las paradas para estirar las piernas por el andén, desayunar en la cantina o comprar comida; hubo uno que bajó a su perro a dar un paseo higiénico.

A la entrada del vagón nos recibió la encargada del nuestro, la provodnitsa, personaje crucial en un viaje en tren. Ella (porque la inmensa mayoría son mujeres de cierta edad) revisa los pasaportes y los billetes, te acompaña a tu asiento y te entrega un juego de sábanas y una toalla. De nada sirvieron nuestras protestas de que no nos hacían falta, ya que nos bajaríamos al cabo de cuatro horas. Con una mirada de desprecio nos soltó un par de juegos de cama, nos indicó dónde estaban los aseos y nos explicó que en su oficina, en un extremo del vagón, podíamos conseguir café, té, o simplemente agua caliente del samovar. La provodnitsa no suele estar para bromas, y en viajes largos conviene llevarse bien con ella. Custodia los pasaportes para evitar que te despierte la policía en un control nocturno, te avisa con tiempo cuando vas a llegar a la parada, te informa de los tiempos de detención en cada estación, y presta muchos otros servicios.

Al recorrer el pasillo vimos a nuestros compañeros de vagón durmiendo, leyendo o haciendo crucigramas, pero quizás por lo temprano de la hora no había mucha conversación. Poco a poco se fueron despertando los durmientes, que se encaminaban a los aseos con sus chanclas, neceseres y toallas, y se metían de nuevo en la cama al regresar. El tren iba medio vacío; quizás por eso no se entablaba ese ambiente de compañerismo que relatan quienes han hecho rutas largas, de varios días.

La llegada a la estación Yaroslavskaya de Moscú, después de la tranquilidad de días anteriores, fue un tanto estresante: semáforos, bocinazos, sirenas… Nada más subir al taxi que nos llevaría al hotel, nos encontramos dos vestigios supervivientes a la época soviética: una stalinka, uno de los siete rascacielos que mandara construir Stalin, y el carril VIP, en el centro de las principales avenidas, por el que solo pueden circular los vehículos de emergencia, oficiales, o de los mafiosos que se han comprado una matrícula oficial y una luz azul destellante.

Ya en 2010 el grupo de arte de vanguardia Voina denunciaba estos privilegios, como podéis ver en otra publicación de este mismo foro 

El momento de máxima tensión del viaje, por lo inesperado, surgió en la recepción del hotel. Después de examinar nuestros pasaportes, visados y tarjetas de inmigración, la recepcionista nos pidió la tarjeta de registro ante la policía, la registratsionnaya kartochka, palabra que creo que nunca olvidaré. Cuando le dijimos que no teníamos, afirmó tan tranquila:

—Pues sin la kartochka me temo que no puedo darles la llave de su habitación.

Nosotros sabíamos que es obligatorio el registro ante la policía de todo extranjero que pase siete o más noches en Rusia, pero pensábamos que dicha obligación recaía sobre el anfitrión, no en el huésped; por eso no le habíamos dado ninguna importancia al asunto. Sabíamos también que los propietarios de los apartamentos donde habíamos dormido no nos habían registrado, ya que en ningún momento nos habían pedido que les cediéramos los pasaportes para llevarlos a la comisaría.

Agobiados, nos veíamos ya en la calle, durmiendo debajo de un puente o yendo a pedir una dudosa ayuda en el consulado español. Por suerte, como la mayoría de los trámites burocráticos complicados, tuvo una solución bien sencilla.

Menos mal que recordamos que en único hotel del viaje, el de Yaroslavl, sí nos habían pedido los pasaportes para este trámite, aunque no nos habían dado ningún papel. Cuando se lo contamos a la recepcionista nos pidió los datos de contacto del hotel y allí le dijeron que nos habían registrado (suspiro de alivio) y que nos habían entregado la maldita kartochka (falso). Pero prometieron enviar un duplicado por correo electrónico en menos de una hora. Solo entonces accedió a entregarnos la llave de la habitación —provisionalmente—, aclaró.

Una hora larga que estuvimos con el alma en vilo, encerrados en la habitación pero sin atrevernos a deshacer las maletas, hasta que una llamada de recepción nos confirmó que teníamos el placet y que podíamos quedarnos en el hotel. Inserto a continuación una copia de la tarjeta.

Para relajarnos después del mal rato nos fuimos a comer a un buen restaurante georgiano cerca del hotel, y después de la siesta dimos un largo paseo hasta la isla Bolotnyy, situada frente al kremlin, entre dos brazos del río Moskova. El objetivo inicial de nuestra estancia en Moscú era hacer un extenso e intenso recorrido por algunos de los edificios constructivistas que todavía sobreviven, y aunque el accidente de mi cuñada nos llevaba a posponerlo a una futura visita con ella, esta isla estaba relativamente cerca del hotel, la tentación de ver algún edificio importante era demasiado grande, y la llamada “Casa del Malecón” era un ejemplo muy apropiado de arquitectura de vanguardia.

Su arquitecto, Boris Iofán, se convirtió en el preferido de Stalin tras regresar de Italia después de la revolución, y este fue su primer edificio. Después diseñaría la famosa estatua “El Obrero y la Koljosiana”, puro realismo socialista, que corona la entrada al VDNKh, el parque de exposiciones construido en los años treinta.

Esta “Casa del Malecón” se construyó como alojamiento para la élite soviética, que a finales de los años veinte se agolpaba en edificios de apartamentos, hoteles o el mismo Kremlin, en el que vivían cerca de mil trescientas personas. Se buscaba un lugar cercano al kremlin, frente al futuro “Palacio de los Soviets”, del que hablaré más adelante. Los más de quinientos apartamentos del complejo disponían de los mejores equipamientos imaginables en esa época: fogones de gas, agua caliente, teléfono, receptor de radio, gramófono, muebles de roble… A cambio, el edificio se convertiría en una demostración del nuevo estilo de vida socialista, con múltiples instalaciones comunales, como lavandería, escuela, centro médico, supermercado, gimnasio, cine u oficina de correos. Las viviendas tendrían cocinas mínimas, ya que se suponía que la comida se subiría de los comedores colectivos de la planta baja. Un detalle no muy acorde con dicha filosofía era que cada familia contaba con su propia asistenta. Como dice un chiste de la época, todos eran iguales pero unos eran más iguales que otros.

Allí, entre sus casi tres mil vecinos, llegaron a vivir importantes personajes del régimen, como  Nikita Jruschov, Georgi Zhúkov (Mariscal que lideró la victoria en la Segunda Guerra Mundial), Nikolai Bukharin, Artem Mikoyan (creador de los aviones MiG), Vassily Stalin (hijo del dictador) o el propio arquitecto, Boris Iofán.

Durante la Gran Purga, entre los años 1936 y 1938, la Casa del Malecón sufrió a diario las visitas de los agentes del NKVD, quienes irrumpían de noche en los apartamentos para llevarse a los detenidos. La Casa contribuyó a la represión con 800 víctimas, entre ejecuciones (unas 250), suicidios, torturas, condenas al Gulag y niños enviados a orfanatos. Al terminar la Gran Purga más de 200 pisos quedaron vacíos.

Hoy en día, en recuerdo de aquella triste historia, a lo largo de la fachada cuelgan numerosas placas conmemorativas, que me dieron escalofríos. Se calcula que solamente durante esta purga se ejecutó a un millón de personas, y al menos otros dos millones fueron condenadas a trabajos forzados. Y digo que se calcula porque no hay registros fiables. Según explica Alexandr Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag y confirman muchos otros testigos, se empezó reclutando a las víctimas entre la oposición armada de derechas, el llamado Ejército Blanco, para seguir con los centristas, los mencheviques, la oposición interna del partido comunistas (Trotsky y tantos otros), los campesinos kulak, los excombatientes que habían caído presos de los alemanes, los judíos, los intelectuales, los que habían tenido algún contacto con el extranjero, los que no cumplían las cuotas de producción, los que se permitían un comentario crítico… ¡Hasta detuvieron el primero en dejar de aplaudir tras un discurso de Stalin! Y cuando no encontraban culpables para cumplir la cuota de detenidos, se arrestaba a gente al azar.

Tan irracional era la represión, que una pregunta habitual de los jueces instructores a los detenidos era ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué delito ha cometido? La negativa a autoacusarse se consideraba prueba evidente de culpabilidad.

Pero volviendo al arquitecto Boris Iofán, quizás su obra más importante fue una que nunca se llegó a construir: el Palacio de los Sóviets. Boris ganó el concurso para su construcción con un proyecto de un edificio de cuatrocientos quince metros de altura y con forma de pedestal, para colocar en su cima una estatua de Lenin de otros cien metros de alto.

En 1931 se demolió la catedral de Cristo Salvador para construir en su solar este palacio, y se excavó un enorme foso para la cimentación y los sótanos. Al parecer, las obras se ralentizaron cuando aparecieron problemas geológicos, y se paralizaron por completo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1961 se renunció definitivamente al proyecto, y el foso de los cimientos sirvió para la construcción de una gran piscina al aire libre. Hoy en día se levanta allí una nueva catedral.

Necesitábamos endulzar un poco nuestro recorrido por Moscú, después de los recuerdos evocados por la Casa del Malecón, y ¿qué mejor destino que la fábrica de chocolate Octubre Rojo?

Esta fábrica, situada en la misma isla Bolotnyy a solo seiscientos metros de la Casa del Malecón, fundada en el siglo XIX por un empresario alemán, forma parte de la memoria colectiva rusa. La fábrica consiguió sobrevivir a la colectivización, a las purgas de Stalin, a la perestroika y hasta al hundimiento del régimen soviético. Durante la Gran Guerra Patria sus chocolates formaban parte de las raciones de combate de los tanquistas, pilotos y submarinistas soviéticos, y ha seguido hasta hoy endulzando las vidas de los rusos. La marca Alionka es especialmente popular.

Cuando en 2007 se trasladó la producción a unas nuevas instalaciones en las afueras de Moscú, se diseñó una gran operación inmobiliaria para demolerla y construir apartamentos de lujo. Por motivos que no he conseguido averiguar, el proyecto se desechó y hoy todo el complejo (fábrica, almacenes, oficinas y viviendas de los trabajadores) se ha convertido en un gran centro cultural y de ocio en el mismo centro de la ciudad, repleto de estudios, galerías de arte, tiendas de ropa de diseño, terrazas y clubes nocturnos.

Al día siguiente, volvieron las lluvias. Nos limitamos a un recorrido por el centro de Moscú, refugiándonos de vez en cuando en alguna tienda; empezamos por GUM, siglas en ruso de Tienda Principal Universal, unos grandes almacenes construidos en tiempo de los zares y que durante la época soviética fueron oficinas del plan quinquenal, mausoleo de la esposa de Stalin, y a partir de 1953 de nuevo un complejo comercial. Hoy en día sus precios mantienen alejados a la mayoría de los moscovitas, y gran parte de sus clientes son turistas extranjeros, especialmente chinos.

La Plaza Roja, ubicada a pocos metros, estaba imposible. Calculo que el ochenta por ciento de su superficie estaba ocupada por el montaje de unos graderíos, desde los cuales al cabo de pocos días se podrían contemplar las evoluciones de bandas militares de diversos países, entre los que no encontré a España. El resto de la plaza estaba literalmente repleto de grupos de turistas siguiendo a sus guías, que arrollaban a los escasos visitantes solitarios. Salimos huyendo; por suerte, las hordas turísticas no parecían alejarse más de doscientos metros de la Plaza Roja, ya que a partir de esa distancia era difícil encontrarse con extranjeros.

Recorrimos después los alrededores, que ya conocíamos de otro viaje en 2009. La Plaza de la Revolución, la antigua Casa de los Sindicatos, el Hotel Nacional, el Teatro Bolshoi… Pero no nos apeteció asomarnos a la cercana plaza Lubyanka, sede de los servicios secretos, la antigua Cheká, luego renombrada como NKVD y KGB y de la que procede el presidente Putin.

Contrastaban las tiendas de las marcas de lujo internacionales con una especie de mercadillo de artesanía, instalado en los bajos de un edificio de oficinas. Todo lo que allí se vendía, desde cosmética hasta ropa o bisutería, había sido elaborado por las propias vendedoras.

Esa noche cenamos con Anna Andreiévna, una periodista que fue mi primera profesora de ruso durante un curso que pasó en Cádiz como estudiante de cultura española en la Facultad de Filosofía; ahora trabaja en los informativos de la cadena de televisión Rusia Today. Quedamos con ella en la entrada del VDNKh, del que ya he hablado. Bajo el monumento diseñado por Boris Iofán, frente a la estatua de Lenin, una banda de rap ofrecía un concierto. Luego nos llevó a una de sus cafeterías favoritas, de la cadena Varechninaya nº 1, cuyos locales se encuentran por toda la ciudad.

A quien quiera conocer la auténtica cocina rusa y las recetas más tradicionales, en un ambiente decorado con docenas de guiños al pasado reciente, le recomiendo visitar esta cadena, de precios inmejorables.

Me sorprendió que Anna considerara normal encontrar trabajo como periodista solo dos meses después de terminar la carrera. Claro que las condiciones de vida eran bastante duras: durante el verano estaban cerradas las residencias universitarias, por lo que estaba viviendo en casa de una amiga, pero en cuanto empezara el curso confiaba conseguir plaza en otra residencia, en la que las habitaciones eran compartidas entre seis personas, al módico precio de menos de veinte euros al mes.

Nuestro último día en Moscú, y por extensión en Rusia, en vista de que seguía lloviendo sin parar, los pasamos en la Panificadora número 9. No es que estuviéramos especialmente interesados en la fabricación de pan, sino que las enormes instalaciones se habían reutilizado como centro comercial de la última moda rusa. Allí no se encontraban marcas internacionales ni franquicias, sino pequeñas tiendas con lo último del diseño ruso. Marcas como “Respetando la Tradición” o “Patria“ intentaban recuperar diseños de la época soviética, incluso con sus colores apagados; algunas tiendas parecían puro vintage.

Yo tenía interés en comprar alguna de aquellas prendas, pero no hubo manera. La ropa de hombre no solía llegar a mi talla XL, ni siquiera a la L, sino que habitualmente se quedaba en la M. Supongo que solo los chiquillos más jóvenes se atreven a usar ropa un poco diferente; de hecho ya había comprobado por la calle que los hombres vestían habitualmente vaqueros y camisetas o sudaderas con inscripciones en inglés.

Pasamos allí gran parte del día, curioseando de tienda en tienda, comentando la situación política con el vendedor ecuatoriano de una de ellas y comiendo en uno de la docena de restaurantes que se repartían por el recinto, mientras veíamos caer la lluvia.

A la mañana siguiente volamos de vuelta a España, y —con más pena que alivio— dimos por terminado el viaje.

Si te has saltado algún capítulo, pinchando aquí puedes acceder a los otros cuatro de este cuaderno:

Una ciudad con tres nombres y medio

La cuna del imperio

No hay cosacos en Kazán

Demasiadas catedrales



lunes, 9 de septiembre de 2019

Demasiadas catedrales

Si quieres leer el anterior cuaderno de esta serie, dedicado a Tartaristán, pincha aquí

(Del 2 al 8 de agosto de 2019)

El taxista que nos llevó hasta el aeropuerto de Kazán era uno de esos rusos (o quizás tártaros) charlatanes y extrovertidos que contribuyen a romper la fama de secos que tienen sus compatriotas. Nada más subirnos, nos preguntó lo que ya sabía, si íbamos al aeropuerto; de ahí arrancó una conversación que solo terminaría en una efusiva despedida al llegar a nuestro destino.

De nada valieron mis afirmaciones de que hablaba poco ruso y entendía menos; era imparable, y cuando se convencía de que era verdad que no entendía algo, buscaba otra manera de explicarlo. Así, para hablarme de su suegra, señaló a María, me preguntó Djená? (esposa), y añadió Djená mama. Más claro imposible.

Nos contó que era un gran cazador (puesto número ocho en un campeonato internacional de caza por internet, si es que eso existe) y pescador, y nos enseñó las fotos de sus trofeos, que buscaba en el móvil mientras conducía. Hasta nos ofreció una demostración con un reclamo para cazar gansos, que llevaba en la guantera y casi nos hace dar un salto en el asiento.

Cuando se enteró de que la víspera habíamos visitado Chístopol, su entusiasmo subió varios grados ¡Era su pueblo natal! El hecho de que unos extranjeros se hubieran desplazado a ver sus famosas casas de comerciantes le entusiasmaba.

Hablamos luego de los climas respectivos de Cádiz y Kazán, y para hablarme de la nieve, palabra que desconozco en ruso, señaló la lluvia que no dejaba de caer y añadió: Jolodniy bieliy dodjd: Lluvia blanca y fría. Con muy poco más se puede hacer una poesía, aunque sea tan breve como un haiku.

En el aeropuerto tuve la suerte de encontrar una tienda de jerséis, donde me compré uno muy abrigado, de lana de yak, fabricado en Mongolia. Este jersey me salvó de más de un catarrazo durante el resto del viaje, ya que la lluvia y el frío nos acompañaron hasta el último día.

En el vuelo a Moscú comentamos lo bien que estaba saliendo todo, y que en lo que llevábamos de viaje no habíamos tenido ningún problema. Nos podíamos haber callado. Nada más aterrizar, tuvimos el primer percance del viaje. En la agencia de coches de alquiler en la que debíamos recoger el que habíamos reservado para recorrer el Anillo de Oro, se negaron a entregárnoslo, alegando que no llevábamos el carnet de conducir español. De nada sirvieron nuestras protestas de que el carnet español no era válido en Rusia, y que por eso llevábamos el internacional; el empleado se mostró inflexible. Al día siguiente, ya más calmado, mi enfado con la compañía del alquiler se dirigió contra mí mismo, al comprobar en la página de la DGT que un carnet internacional de conducir solo es válido si va acompañado del equivalente nacional. Tenía razón el del mostrador. Con la de veces que habíamos utilizado el carnet internacional, en muchos países, en los que pudimos haber tenido serios problemas en cualquier control de policía. Como para presumir de viajero experimentado…

Habíamos perdido mucho tiempo con todo este asunto, y necesitábamos llegar esa noche a Súzdal, un pueblo a doscientos cuarenta kilómetros de Moscú en el que habíamos reservado una dacha.  Comprobé que no había ninguna combinación sencilla en transporte público; la única posibilidad era tomar un tren hasta Moscú, cambiar de estación, subirse a un nuevo tren hasta Vladímir, y desde allí un autobús hasta Súzdal. Todo esto suponiendo que hubiera billetes para el Moscú – Súzdal, cosa difícil en temporada alta. En cualquier caso, no habríamos llegado a nuestro destino hasta la mañana siguiente.

Por suerte, los taxis son mucho más baratos en Rusia que en España, y vía Yándex contratamos a uno que nos llevaría por algo menos de seis mil rublos, unos ochenta euros, cantidad asumible dentro de nuestro presupuesto para imprevistos.

El taxista, con aspecto oriental, estaba feliz de la carrera tan larga que había conseguido, y se lo contó a sus compañeros que esperaban clientes. En cuanto arrancamos, comenzó una larga y difícil conversación, que al final logré entender al recordar que, en muchos países, los taxistas de aeropuerto forman un grupo aparte, muy dado a estafar a los turistas. Lo que nos proponía nuestro conductor era que yo cambiara el destino por otro mucho más cercano, a cuatro o cinco kilómetros del aeropuerto, y que él nos llevaba a Súzdal por el precio convenido, ahorrándose la comisión de Yándex. Acepté, y estuve a punto de intentar repartirme con él esa comisión, pero la tensión con el empleado de la agencia de alquiler me había dejado exhausto.

Las cuatro horas largas que duró el recorrido fueron una auténtica inmersión en la forma de conducir en Rusia, de la que ya he adelantado algo; cada minuto que pasaba nos alegrábamos más de que no nos hubieran dado el coche de alquiler. Solo de pensar en conducir por aquellas carreteras abarrotadas de coches se nos ponían los pelos de punta.

Iniciamos el viaje rodeando el oeste de Moscú por unas carreteras que en España habrían sido muy secundarias, pero que allí soportaban un tráfico muy intenso; luego nos incorporamos a la autovía M-5 Moscú – Ufá. Como ya he contado, el concepto ruso de autovía es un tanto diferente al nuestro. Aunque suelen contar con dos carriles por sentido, es frecuente encontrarse semáforos, pasos de peatones, giros a la izquierda o en redondo y continuas incorporaciones por ambos lados. Pese a que la velocidad está limitada a noventa kilómetros por hora, me imagino que habrá muchísimos accidentes. Para acabarlo de arreglar, por obvias razones climáticas todo el mantenimiento de las carreteras se lleva a cabo en verano, con lo que había muchos tramos en obras.

A media tarde llegamos ilesos al tranquilísimo pueblo de Súzdal, en el que habíamos alquilado una dacha preciosa, de madera, a orillas del río Kamenka y justo enfrente del kremlin.


La dacha tenía jardín, huerto, sauna de leña (fuera de servicio por su elevado coste), barbacoa y hasta una nevera llena de productos de limpieza.

Una vez instalados, y siguiendo los consejos de nuestra casera, en un Produktiy cercano hicimos las compras básicas (pan, mantequilla y sobre todo agua, ya que en Rusia la del grifo no es potable), nos dimos un primer paseo de reconocimiento por el pueblo y buscamos algún sitio para cenar. El ambiente prometía paz y descanso.

La noche fue tranquila, con solo un pequeño inconveniente: algún vecino decidió hacer una chapuza, supongo que urgente, a las seis de la mañana. Por suerte no debía de ser nada importante; después de solamente seis martillazos, una vez despierto todo el barrio, volvió el silencio.

La ciudad de Súzdal (en realidad un pueblo) fue fundada en torno al año 1000, y ha tenido una larga historia de disputas con la vecina Vladímir. En la Edad Media  se afirmó como un centro religioso de primer orden, contando con numerosos monasterios y con un elevado número de iglesias en relación a sus habitantes (llegó a tener cuarenta iglesias para cuatrocientas familias, una media de diez familias por iglesia). Llegó a ser capital de la zona norte de la Rus de Kiev, lo que ahora es Rusia, con jurisdicción sobre muchas otras ciudades, como sus vecinas Rostov y Vladímir.

La competencia con Vladímir la perdió definitivamente cuando se definió el trazado del Transiberiano. Los comerciantes y políticos de Vladímir tuvieron más influencias y consiguieron que el tren pasara por su ciudad en lugar de por Súzdal, con lo cual esta última fue perdiendo importancia a la vez que la ganaban sus vecinas. Hoy es una aldea tranquila de menos de diez mil habitantes que vive del turismo, mientras que Vladímir es una gran ciudad de casi cuatrocientos mil habitantes, rodeada de barrios obreros y zonas industriales. No sé quién ha salido ganando.

Al día siguiente nos tomamos, por fin, un día de relajo, que no de reposo. Cero estrés, nuestra única preocupación era decidir por qué monumento empezábamos y en dónde comeríamos. Ni horarios, ni billetes, ni ruido de tráfico. Con lo que no contábamos era con las catedrales. La catedral de la Natividad de la Virgen, la de la Deposición (tal cual), la de la Trinidad, la de San Basilio, y puede que alguna más. Demasiadas, por no contar iglesias, monasterios, campanarios, palacios arzobispales y otras construcciones religiosas.

Frente a este despliegue, solo una estatua de Lenin y el edificio del Ayuntamiento representaban el laicismo que durante casi cien años marcó la vida de los rusos.

Decidimos comenzar nuestra visita, en principio de un día, por el kremlin, situado a solo doscientos metros de nuestra dacha. Un paseo a través de una pasarela peatonal sobre el Kamenka, en el que un padre y su hijo pescaban acompañados por un gato, y luego entre prados, vacas y ovejas, nos llevó hasta la entrada de la fortaleza, de la que solo quedan los vestigios del terraplén. Los muros y las quince torres, de madera, ardieron en 1719 y nunca fueron reconstruidos. En un meandro del río se ubicaban el palacio del obispo, el del príncipe, la catedral de la Natividad de la Virgen, un convento y varias iglesias.

El centro de Súzdal se ha convertido en un parque temático, repleto de tiendas de recuerdos, carrozas de Cenicienta, puestos de comida tradicional y turistas chinos, pero toda eso no ha sido capaz de oscurecer su riqueza cultural.

Dentro del kremlin, la catedral de la Natividad de la Virgen fue el primer edificio románico que vimos en Rusia. El primer nivel es del siglo XIII, y de la misma época son las extraordinarias puertas damasquinadas, muy poco comunes muestra en el arte medieval, y los murales del interior.


Cada cierto tiempo, cuando consideraban suficiente la afluencia de público, tres popes se situaban delante del iconostasio y entonaban a capella algo equivalente a un canto gregoriano. Cantaban tan bien que se les perdonaba que luego hicieran una colecta.


Es imposible describir todos y cada uno de los innumerables monasterios, iglesias y catedrales que se agolpan en cinco o seis kilómetros cuadrados. Intentaré limitarme al monasterio de San Eutimio (o de San Eufemio, según como se transcriba). Su aspecto es más militar que sacro, ya que las murallas, torres y arpilleras que lo defienden son mucho más robustas que las del kremlin. En los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX sirvió como cárcel para disidentes religiosos, mientras que en el cercano monasterio femenino de la Intercesión estuvieron encerradas las esposas de los zares Iván III el Grande, Basilio III y Pedro I, también apodado el Grande.

San Eutimio se utilizó durante la II Guerra Mundial como centro de internamiento para los oficiales alemanes capturados en la batalla de Stalingrado, y tras la subida de Stalin al poder formó parte del sistema represivo del Gulag, aunque por su cercanía a Moscú y su clima relativamente benigno era quizás el mejor centro de detención. Dentro del recinto defensivo hay cuatro o cinco iglesias, una catedral con sus inevitables frescos y sus popes cantores, un concierto de campanas cada hora, varios museos y un gran huerto de plantas medicinales.

Como curiosidad para los cinéfilos fundadores de este blog, diré que uno de los museos está dedicado a la relación del monasterio con el cine, que ha sido larga e intensa. Aquí se filmó la versión rusa de “Los hermanos Karamazov” (Kiril Lavrov, 1969) y “Andrei Rublev” (1966), de Tarkovski, el mismo que dos años después dirigió “Solaris”. Al menos doce películas más, la mayoría históricas, han aprovechado los magníficos escenarios que ofrece el monasterio, que incluso aparece en el cartel adjunto.

El resto del día, agotador, se nos fue en las tareas típicas de un turista profesional: visitar más iglesias, pasear por la orilla del río, comer y mirar tiendas de recuerdos horrorosos, que prefiero olvidar cuanto antes.
Durante la cena tomamos una decisión muy sensata: no iríamos al día siguiente a visitar Vladímir, a solo treinta y cinco kilómetros. Media hora andando hasta la estación de autobuses, casi una hora de carretera, más otro tanto de vuelta, para ver media docena de iglesias y catedrales muy similares a las que nos faltaba visitar en el propio Súzdal, no parecía muy lógico.

El día siguiente fue el primero de todo el viaje que podríamos llamar propiamente de vacaciones. Por la mañana visitamos solamente un monasterio, el de la Deposición, que luego me he enterado que se traduce mejor como “Descendimiento”, con lo que pierde toda su carga escatológica. Dentro está una catedral más, la de la Trinidad, transformada en central eléctrica en la época soviética, y un campanario de setenta y dos metros de altura, erigido en honor de la victoria contra Napoleón, y al que nos faltó tiempo para subir y contemplar desde arriba la catedral.


También dentro del recinto está la iglesia del Refectorio, usada durante muchos años como club social y luego como cine. Hoy en día está abandonada.

Dedicamos el resto del día, simplemente, a pasear por la orilla del Kamenka y a descansar en nuestra dacha, a la vez que organizábamos transporte y alojamientos para los próximos días.

A la mañana siguiente, en la estación de autobuses de Súzdal unos letreros, en ruso y en inglés, advertían que para facturar equipaje era necesario pagar un suplemento en la taquilla y que no se le podía pagar al conductor. Cuando le enseñé la mochila a la taquillera, y le pregunté si tenía que pagar suplemento, se limitó a encogerse de hombros, lo que yo interpreté como un no. Cuando llegó el autobús intenté meter las mochilas en el maletero, pero el conductor me dijo que, si no había pagado el suplemento, las tenía que llevar conmigo. Así nos pasamos cuatro horas y media con la mochila sobre las piernas, porque el autobús iba lleno. Da igual cuántos países hayas visitado, cuántos kilómetros hayas recorrido, cada vez aprendes algo nuevo. Y sobre todo te das cuenta de que nunca dejarás de sorprenderte.

En Yaroslavl tuvimos la suerte, como explicaré más adelante, de no haber encontrado ningún apartamento que nos gustara, por lo que por primera vez en todo el viaje nos alojamos en un hotel. Al llegar nos pidieron los pasaportes para registrarnos en la policía, y se extrañaron de que no tuviéramos la tarjeta de registro, pero no le dieron demasiada importancia. Ni nosotros tampoco, pese a las numerosas advertencias que habíamos leído en blogs y guías de viaje. Pensábamos que lo del registro era una mera obligación del anfitrión, y que allá él si no la cumplía.

Llegamos a Yaroslavl hartos de iglesias y de museos; nos costó un verdadero esfuerzo admirar los frescos de la catedral de la Transfiguración, dentro del muy fortificado monasterio del mismo nombre. Pensé que tardaría años en volver a entrar en una iglesia. Los frescos no eran malos, pero era difícil contemplarlos, ya que la catedral, a diferencia de las que habíamos visitado hasta el momento, tenía unos grandes ventanales muy luminosos, que marcaban demasiado contraste con los frescos. Todavía tuvimos fuerzas para subir al campanario, a contemplar las vistas sobre la ciudad y los ríos Volga y Kotorosl.


Yaroslavl es una ciudad de seiscientos mil habitantes que se fundó en el siglo VIII como un asentamiento vikingo. Cuando los príncipes de Rostov la conquistaron en el siglo XI, se convirtió en un importante centro comercial. El momento de máximo esplendor lo alcanzó en  1612, cuando se convirtió temporalmente en la capital de Rusia, a raíz de la conquista de Moscú por parte de los polacos. Por cierto, en dicha invasión tuvo mucha importancia el monasterio de la Transfiguración, que logró resistir el asedio polaco.

En el siglo XVIII fue reformada a fondo por la emperatriz Catalina la Grande, que derribó la trama medieval para construir una nueva ciudad neoclásica, ordenada en forma de estrella, como París.
En el camino al hotel pasamos por el teatro Vólkov, el más antiguo de Rusia, de 1750, y por la Plaza Roja, centro de la ciudad nueva, que todavía conserva su nombre y una estatua de Lenin.

Pretendíamos dedicar el resto de la lluviosa tarde a descansar en el hotel, ya que los años pesan, y a reorganizar el resto del viaje. Como nos apetecía abandonar cuanto antes la dieta de frescos, iconos, catedrales y museos, decidimos adelantar un día nuestra llegada a Moscú, a donde queríamos viajar en tren. Una vez reservado el hotel, intentamos comprar los billetes en la página de los ferrocarriles rusos, pero algún problema de configuración nos lo impidió.

Descartamos ir a la estación, bastante lejos del hotel, y donde no esperábamos una buena atención por parte del taquillero; en cambio, nos acercamos a una agencia de viajes cercana, pensando que cabía una pequeña posibilidad de que hablaran algo de inglés, y que, en cualquier caso, serían más amables y pacientes que en la estación. La agencia, a la que se entraba por el patio trasero de un edificio de viviendas, no tenía ningún rótulo visible desde el exterior; solo al adentrarnos por un pasillo estrecho flanqueado por una docena de puertas de distintos pequeños negocios, vimos el logotipo sobre una puerta cerrada, con un letrero indicando (en ruso, por supuesto) que habían salido y que se les podía contactar en un determinado número de teléfono.

Nos metimos en la única puerta abierta del pasillo y nos encontramos en un local minúsculo, una especie de gestoría de empresas. En muy pocos metros cuadrados se apiñaban dos empeladas con sus ordenadores, estanterías llenas de expedientes, una chimenea clausurada y hasta un mínimo espacio para tomar el té, con un sofá, una mesita baja y un samovar. Cuando les preguntamos si sabían a qué hora volvían los de la agencia de viajes, y si había alguna otra agencia cercana, una de las empleadas insistió en acompañarnos, pese a la lluvia. No hubo manera de rechazar su oferta.

De camino a la nueva agencia, y por hablar de algo, le conté que queríamos comprar unos billetes de tren, pero que no habíamos sido capaces de hacerlo por internet. La respuesta de la empleada, Alina se llamaba, fue que ella nos sacaba los billetes desde su oficina. Y así fue. Con toda la paciencia del mundo buscó los horarios, nos ayudó a elegir el tipo de vagón (cosa no tan sencilla como parece) y el número de asiento (muy importante, como ya contaré), pagamos con tarjeta y nos imprimió los billetes. Llamarla amable es poco. Ya me gustaría que los turistas que visitan Cádiz se encontrasen con una acogida similar.

Lo menos que pudimos hacer al día siguiente fue buscar una floristería y llevarle a Alina un ramo de flores, que nos agradeció profusamente. Lo de las flores se nos ocurrió porque en Rusia las flores les encantan y son un detalle habitual en cualquier ocasión. Hay floristerías por todas partes y es muy habitual ver gente por la calle con ramos de flores; de hecho, la mayoría de los supermercados tienen un mostrador de venta de flores.

El miércoles fue un día comparativamente tranquilo: solamente una iglesia, un museo y un mercado. Tuvimos tiempo hasta para ir de compras y tomar un café a media mañana.

El museo fue el de Arte Moderno, en el Palacio del Gobernador, un precioso edificio a orillas del Volga. Este museo, dependiente del Estatal de Yaroslavl, está especializado en arte ruso moderno y contemporáneo. Curiosamente, su muy buena colección del siglo XX se interrumpe absolutamente entre 1939 (final de las grandes purgas de Stalin) y 1965 (caída de Khruschov y llegada al poder de Breznev).

En la sala de arte más contemporáneo, nos encontramos una serie de obras cinematistas de un artista con nombre español, Francisco Infante-Arana, nacido en Moscú en 1943, hijo de un exiliado español y una rusa. Cuando le envié la foto de una de sus obras a mi cuñada, que seguí lesionada en Bilbao, me contestó que en 1995 expuso en la Galería Rekalde, que ella dirigía entonces (aclaro que esta galería no tiene nada que ver con Eliseo Rekalde, el protagonista de mis novelas).

En cuanto a la iglesia, dedicada al profeta Elías, cuenta con uno de los conjuntos de murales más brillantes del mundo ortodoxo, aunque creo que ya he dicho esto mismo de otros cuantos templos. Se construyó a petición del príncipe Yaroslav el Sabio, en honor a su victoria sobre un oso. Según la información que he encontrado en internet, “en la década de los años 1930, la iglesia escapó por poco a la demolición, destino que sí corrió la antigua catedral de la Asunción, que fue dinamitada en 1937. En 1938-1941 la Sociedad de los Sin Dios creó un museo antirreligioso donde fueron transferidas las reliquias de Yaroslavl. Bajo la cúpula fue suspendido un péndulo de Foucault.”


La única nave, la sacristía, el refectorio y el atrio cerrado están completamente cubiertos por unas pinturas preciosas del siglo XVII, que representan toda la Historia Sagrada, desde la creación hasta el juicio final, pasando por el nuevo testamento.

La iglesia está situada en la plaza Sovietskaya (Soviética), que en su día fue la más importante de la ciudad; justo enfrente se levanta la antigua sede del Partido Comunista de la Unión Soviética, sin ningún valor artístico. No tiene siquiera la estética totalitaria tan común en este tipo de edificios.

El mercado municipal, al que llegamos un poco tarde, resulta interesante. Las pescaderías, por ejemplo, tenían muy poco pescado fresco; casi todo era congelado, seco o en conserva, junto con latas de caviar negro y rojo y de chatka, el famoso cangrejo de Kamchatka, al que tratan de imitar con muy poco éxito los “palitos de cangrejo”. Los productos lácteos se vendían en una sala exclusivamente dedicada a ellos. Había diversos quesos frescos y curados, mantequilla y leche, pero sobre todo grandes cantidades de requesón, nata agria, yogur y kéfir.

Por la trasera del edificio central se extendía un mercadillo semipermanente, con ropas, juguetes, chucherías, calzado y otros artículos de mala calidad. Lo más llamativo eran las camisetas, en las que se podía encontrar a Putin montado a caballo, en plan Abascal, o incluso subido a un oso rifle en mano, emulando a Yaroslavl el Sabio, el fundador de la ciudad. Y no, no me he traído ninguna, aunque a punto estuve.

Al día siguiente teníamos intención de visitar la casa museo de Valentina Tereshkova, primera mujer cosmonauta, la misma que se cita en “Yuri Andropov”, la canción de Siniestro Total: Valentina Tereshkova tiene un spútnik en su alcoba…. Por curiosidad y por escapar del círculo vicioso de catedrales, murales y museos de arte. Valentina, ahora jubilada, recibió en su momento las más altas condecoraciones soviéticas, como la declaración de Héroe de la Unión Soviética y las órdenes de Lenin, de la Revolución de Octubre, de la Bandera Roja del Trabajo y de la Amistad de los Pueblos.

Pero no hubo manera, pese al empeño de mi mujer. Aunque la camarada Tereshkova había nacido en una aldea a unos treinta kilómetros de Yaroslavl, nadie fue capaz de darnos indicaciones fidedignas de si el presunto museo era visitable o no, ni muchos menos del horario. Para acabar de complicarlo, el transporte público hasta la aldea era francamente dudoso. La información más precisa que conseguimos fue que probablemente el autobús a Glevobo nos dejaría en el cruce de Alektseysevo, a dos o tres kilómetros de la casa. Si a eso le sumamos la lluvia, más pertinaz que la sequía en la época de Franco, se comprenderá que desistiéramos de nuestros planes y los sustituyéramos por una visita a la Iglesia de San Juan Bautista, última (esta vez sí) que visitamos en todo el viaje.

Esta iglesia, situada al otro lado del río Kotorosl, está insertada en una fábrica de pintura que la rodea por casi todas partes. Aunque lo más conocido de ella son sus quince cúpulas, creo que todo un récord en la arquitectura religiosa rusa, en el interior tiene murales comparables en extensión y riqueza a los de la iglesia del profeta Elías, aunque en peor estado de conservación. A cambio, visitamos la iglesia en casi absoluta soledad.

Al salir de la iglesia, a la alegría de saber que era la última que visitaríamos se sumó un sol radiante, el primero que veíamos desde hacía once días. La temperatura había subido a veinte grados. Por fin pudimos comer en una terraza al aire libre, aunque tuviéramos que protegernos con mantas del viento que soplaba a través del Volga. Para celebrarlo, rematamos la comida con sendas copas de vodka de rábanos y de espino amarillo, que nos proporcionaron el dolor de cabeza reglamentario.

El resto de la tarde lo pasamos paseando por las calles más comerciales, en las que no conseguimos comprar nada, y recorriendo el paseo fluvial hasta la estación marítima, muy concurrida de buques de crucero.

Al día siguiente cogeríamos el tren a Moscú, pero esa es otra historia, que podrás leer a partir del catorce de septiembre pinchando aquí.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

No hay cosacos en Kazán

Si quieres leer el anterior cuaderno de esta serie, dedicado a Veliky Nóvgorod, pincha aquí

(28 de julio al 2 de agosto de 2019)

Cosacos de Kazán,
que sobre caballo van
sin temor y sin desmayo.
Cosacos de Kazán,
que en la guerra son un rayo
y en la paz un huracán

Diga lo que diga la Marcha de los cosacos de Kazán de la zarzuela Katiuska, no hay cosacos en Kazán, o al menos no en un número significativo. La palabra cosaco, kazak en ruso, proviene del kirguís kusak, caballero, procedente a su vez del turcomano quzzak, nómada, hombre libre. Se usa para designar a una serie de grupos que en el siglo X se escindieron de las hordas mongoles y se establecieron en el sur de Rusia y de Ucrania, donde actuaron frecuentemente como mercenarios al servicio de diferentes estados. A lo largo de la historia existieron estados cosacos semiindependientes a orillas del Volga, el Don y el Kubán. Muy tradicionalistas, formaron una parte importante del Ejército Blanco en su lucha contra los bolcheviques, que nunca se lo perdonaron.

Kazán es la capital de la República de Tartaristán, que nos puede parecer un país imaginario, digno de las aventuras de Tintín; sobre todo si se añade que linda con las repúblicas de Chuvash, Mari El, Udmurtia y Bashkortostán, igualmente desconocidas para la mayoría de los españoles (y de las españolas). Pero Kazán no solo existe, sino que es una ciudad de más de un millón de habitantes, con un equipo de fútbol, el Rubin Kazán, que suele participar en competiciones internacionales y cuyo entrenador, Edu Docampo, ha jugado en el Athletic.

A estas alturas no estoy muy seguro de qué me movió a visitarla. No fue el fútbol, desde luego, ni el recuerdo del padre de mi amigo Paco cantando la Marcha de los cosacos, ni siquiera el hecho de que Gala, la musa de Dalí, hubiera nacido en esta ciudad. Creo que fue simplemente su nombre, tan sonoro, y una foto del kremlin.

Kazán fue fundada por los búlgaros del Volga, un pueblo turcomano que formaba parte de las hordas del uzbeko Gengis Kan. Los mismos búlgaros que en su avance por Europa llegaron a la actual Bulgaria y le pusieron su nombre.

Su ubicación estratégica en el punto en que la Ruta de la Seda cruzaba el Volga la convirtió en una ciudad muy codiciada. En el siglo XIII la conquistaron los mongoles de la Horda de Oro, e Iván el Terrible la incorporó al imperio ruso en el XVI, después de ganar la batalla por la ciudad con la ayuda del famoso icono de la Virgen de Kazán, como cuento en el primer cuaderno.

Hoy en día es un importante puerto fluvial a orillas del Volga, y pretende convertirse en un gran centro de tecnologías de la información, financiado con el abundante petróleo y gas natural que se extrae en Tartaristán.

Ahora que ya tenemos un mínimo contexto histórico y geográfico, contaré algo de nuestra estancia allí.

Habíamos reservado un apartamento con muy buen aspecto, en una zona algo alejada del centro pero bien comunicada. Nos recibió la dueña, que hablaba un inglés muy aceptable, y nos enseñó el apartamento, amplio y bien decorado, en un estilo rústico claramente realizado por un aficionado al bricolaje. Contaba hasta con una sauna, cuyo uso compartíamos con los ocupantes del apartamento de al lado.

Con lo que no contábamos era con que las dos avenidas en cuyo cruce se encontraba nuestro edificio sufrían un tráfico muy intenso, con una línea de tranvías y varias de autobuses justo debajo de nuestras ventanas. Las ventanas tenían doble cristal, pero probablemente estaban mal montadas, ya que el fragor de la calle se colaba sin problemas dentro de la casa. Muy temprano, algo antes de las cuatro de la mañana, nos despertó el ruido del tráfico. Un rayo de sol que atravesaba sin dificultad el estor de la ventana nos daba directamente en los ojos. La cama estaba orientada hacia la ventana, y la ventana hacia el este, con lo que recibíamos directamente los primeros rayos del amanecer.

Nuestra primera gestión a la mañana siguiente fue comprar billetes para el hidrofoil a Bólgar, localidad de la que hablaré más adelante. Todas las fuentes de información que teníamos, incluida la propietaria del apartamento —Many tourists, little ship— aconsejaban reservar con tiempo en temporada alta, ya que hay un solo barco al día.

Lo más difícil fue llegar a la estación fluvial, y especialmente entenderse con la cobradora del autobús urbano, empeñada en que íbamos en el sentido equivocado. Cuando por fin nos entendió, nos dijo que la oficina de venta de billetes estaba a escasos metros de la parada final del autobús.

Con la compra de los billetes no tuvimos ningún problema, salvo los habituales en cualquier oficina. Nos encontramos cinco ventanillas, tres de las cuales estaban abiertas, pero solo en una había cola. Incautos, nos dirigimos a una de las libres, pero cuando le explicamos a la taquillera lo que queríamos, nos señaló la cola y siguió mirando al infinito.

Había billetes, y superadas las numerosas preguntas de la taquillera —¿A qué hora? ¿Ida y vuelta, o solo ida? ¿En metálico o con tarjeta?— salimos de la estación con sendos billetes de ida y vuelta para el barco de las nueve de la mañana siguiente.

Teníamos previsto pasar el día en el kremlin de Kazán, aún a sabiendas de que la mayoría de los museos estarían cerrados por ser lunes, ya que no nos interesaban en absoluto.

El kremlin está ubicado en la confluencia de los ríos Volga y Kazanka y es del mismo tamaño que el de Nóvgorod pero con edificios mucho más importantes, como la mezquita de Qol Shärif, la catedral de la Anunciación, la Presidencia de la República de Tartaristán y hasta siete museos.

Fue construido en el siglo XVI a instancias de Iván el Terrible sobre las ruinas del antiguo castillo de los kanes de Kazán. Su muralla exterior mide casi dos kilómetros, con una altura de entre 8 y 12 metros, y está reforzada por 13 torres.


Con lo que no contábamos era con el frío. A finales de julio, en una zona de clima continental extremado, lo que correspondía era calor, incluso mucho calor. Pero a nosotros  nos tocaron unos días lluviosos, con viento racheado y temperaturas de entre ocho y trece grados; aproximadamente como en Cádiz en invierno. Y tengo que confesar que, precisamente aquel día, había salido de casa en sandalias y manga corta, y que solo tenía una chaquetillas de chándal para abrigarme.

En aquellas condiciones no se podía pasear por los jardines del kremlin, admirar el exterior de los edificios o contemplar la unión de los dos ríos desde lo alto de la muralla. A toda prisa nos metimos en la mezquita, una de las más grandes de Europa, con capacidad dicen que para ocho mil fieles, aunque yo solamente vi a tres personas en la zona de oración, cerrada a los infieles. Alternaban los rezos con las consultas a las pantallas de sus móviles. Ignoro si buscaban el texto de alguna azora del Corán o simplemente leían sus mensajes de WhatsApp; me temo que lo segundo.

La mezquita original la quemaron en 1551 las tropas de Iván el Terrible, construyendo sobre sus ruinas la actual catedral de la Anunciación. En 1996, coincidiendo con el auge de la iglesia ortodoxa en casi toda la Federación Rusa, los musulmanes de Kazán, que representan aproximadamente a la mitad de la población creyente, emprendieron la construcción de una nueva mezquita, con ayuda financiera de Arabia Saudita y los Emiratos Se inauguró en 2005, coincidiendo con las celebraciones del milenio de la fundación de la ciudad. Su nombre viene del imán Qol Shärif, que murió junto con numerosos estudiantes (los famosos talibanes) cuando defendían el templo contra las tropas de Iván el Terrible.

El resultado de los más de cuatrocientos millones de dólares que costó la construcción es un pastelazo blanco y celeste, pero que tiene cierto encanto visto desde lejos.


En el sótano de la mezquita hay un museo islámico absolutamente sin ningún interés, dedicado a demostrar la importancia y antigüedad de la religión musulmana en Tartaristán.

Por suerte, la catedral de la Anunciación se encontraba a unos doscientos metros de la mezquita, y corrimos hacia ella para resguardarnos de la lluvia y del frío. Como la mayoría de las catedrales rusas, está fuertemente transformada; en parte debido a varios incendios fortuitos en los siglos XVIII y XIX, y en parte por los bombardeos del Ejército Rojo para tomar la ciudad, ocupada durante la guerra civil por la Legión Checoeslovaca. Gran parte del interior del edificio es de finales del siglo pasado.

Siempre tratando de protegernos del frío, nos metimos en una sala de exposiciones dedicada a las Juventudes Comunistas, los komsomoles. La vigilante se extrañó de que dos extranjeros se entraran allí, y nos intentó convencer de que lo interesante estaba en las plantas superiores del edificio, donde se exponían las colecciones permanentes del museo de historia de la ciudad. Pero a nosotros nos interesaba más aquella muestra nostálgica de carteles de propaganda, uniformes, insignias y fotografías de una época que nos puede parecer muy remota, pero que la mayoría de los rusos ha vivido en primera persona.

En el Komsomol no se admitía a cualquiera; bastaba cualquier mancha en el expediente político de un familiar, ser judío o descender de un kulak para ser rechazado, lo que en la práctica significaba la exclusión de la universidad y de los mejores puestos de trabajo.

Al cabo de un rato, la vigilante de la exposición, una señora mayor, convencida de que estábamos verdaderamente interesados, se acercó y nos soltó una larguísima perorata sobre muchos de los objetos expuestos. De nada sirvió insistirle en que mi ruso era muy elemental y que no entendía gran cosa de lo que nos contaba. Estoy convencido de que había pertenecido a las juventudes comunistas, por el entusiasmo que ponía en sus explicaciones.

Nadie más entró en la exposición en la media hora que estuvimos allí, creo que a la mayoría de los rusos no les gusta recordar ciertos aspectos de su pasado colectivo.

La mañana siguiente fuimos a Bólgar, la antigua capital búlgara, cuyas ruinas se extienden por una amplia meseta sobre el Volga, y que está considerada como el segundo punto turístico de Tartaristán, solo superado por el kremlin de Kazán.

He navegado por algunos ríos míticos (Misisipi, Ganges, Irawadi, Orinoco, Paraná…) y me faltan muchos más (el Nilo y el Amazonas, por citar solo dos), pero tenía especial interés en surcar el Volga. No solo por ser el más largo de Europa, con sus más de tres mil kilómetros de recorrido, sino por los numerosos acontecimientos históricos que a él se asocian. Siempre ha sido una frontera o una vía de comunicación. Así, marcó el límite oriental de las incursiones vikingas, y del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, con la durísima batalla de Stalingrado. Por otra parte, la inmensidad de su cuenca, de un millón y medio de kilómetros cuadrados (tres veces la superficie de España) y un desnivel de tan solo doscientos cincuenta metros entre su nacimiento y la desembocadura (una pendiente veinte veces menos que la del Rin) lo convierten en una gigantesca autopista por la que han circulado mercancías, gentes, culturas e idiomas muy diversos.

En la estación marítima de Kazán nos subimos a un hidrofoil que nos permitiría recorrer en menos de tres horas los cien kilómetros que hay hasta Bólgar. El barco estaba lleno de turistas rusos, especialmente familias con niños, pero también lo compartíamos con cuatro franceses y una docena larga de españoles que viajaban arropados por dos guías locales.

En el primer tramo del recorrido por el río, el más cercano a la ciudad, los taludes de la orilla estaban coronados por grandes chalets, pero en seguida se impuso un bosque casi continuo, del que solo excepcionalmente surgía una aldea o una cantera de piedra caliza.

Al bajar del barco en Bólgar nos encontramos con que no había atracado al pie del museo, como esperábamos, sino a varios kilómetros río abajo.

El grupo de españoles se subió a un autobús que los estaba esperando, y nosotros, junto con la mayoría de los rusos, a otro que supuestamente nos llevaría hasta el yacimiento por un precio simbólico. Mi susto fue cuando arrancamos, y una señora, sentada junto al conductor, coge el micrófono y suelta una parrafada en ruso de la que solo entiendo la expresión “excursión organizada”. Menos mal que a los pocos minutos el autobús paró en la entrada al yacimiento y se aclaró el malentendido: la señora ofrecía visitas guiadas por el museo y el conjunto arqueológico.

El conductor nos insistió mucho en que, si no estábamos allí mismo a las tres y media, el autobús se iría al embarcadero sin nosotros, y nos tendríamos que quedar en Bólgar hasta el día siguiente.
En la taquilla del museo, la funcionaria nos preguntó si éramos pensionistas, para aplicarnos el descuento correspondiente. Cuando le indiqué que yo estaba jubilado, pero en España, me soltó muy seria: “Los pensionistas son pensionistas en todos los países del mundo”. Pensionistas de todos los países, uníos, que habría dicho Lenin.

Al enseñarle el pasaporte para que comprobara mi edad, como si no fuera suficiente con verme la cara, me di cuenta de que le encantaban los dibujos de fondo de las páginas. Le ofrecí que lo mirara con calma, y llamó a su compañera, la que controlaba las entradas, para enseñárselo. Luego nos indicó que teníamos que ponernos unos patucos de plástico sobre los zapatos, antes de pasar a las salas de exposición. Pensé que el suelo sería de algún parquet valioso, aunque me extrañó después de haber podido pisar sin problemas los magníficos suelos de madera del Hermitage y del Museo Estatal Ruso. Luego resultó que todo el museo estaba pavimentado con terrazo.

El Museo Histórico Estatal de Bólgar estaba, como todos los rusos, perfectamente montado y explicado; incluso sin las escuetas leyendas en inglés es fácil interpretarlo. Los paneles y vitrinas iban explicando la historia de Bólgar, una ciudad para mí desconocida, pero de gran importancia en la historia de Eurasia central.

Parece ser que los hunos, una coalición de tribus y grandes grupos familiares procedentes de Mongolia, y que fueron capaces de tratar de igual a igual con los dos imperios romanos, el de Oriente y el de Occidente, incapaces de crecer hacia el este por la fortaleza del imperio chino, decidieron de una manera más o menos consciente ir avanzando hacia el oeste. Así, ocuparon la región de Altai en el siglo II y el imperio sasánida en el IV, poco antes de llegar al Don y al Volga.

La presión de los hunos fue la que desplazó a los bárbaros (suevos, vándalos, alanos y visigodos) y los empujó a invadir la península ibérica. Se cree que los hunos fueron los primeros en construir una estructura estatal en esta zona.


Tras los hunos llegaron los tártaros, un pueblo de cultura turcomana, uno de cuyos grupos, los búlgaros del Volga, de los que ya he hablado, fundaron esta ciudad en el siglo X y aquí se convirtieron al islam suní, por lo que es un punto importante de peregrinación para los musulmanes de Tartaristán y del resto de la Federación Rusa.

Trescientos años después llegó a ser la primera capital de la Horda de Oro en su avance sobre Europa. Fue, quizás, el punto en el que la organización de las tribus de la estepa dio sus primeros pasos para convertirse en un gran imperio euroasiático, que tras la desintegración de la Horda en el siglo XV, dio lugar a numerosos estados de influencia turcomana, como los kanatos de Kazán, Siberia, Astrakán o Crimea.

La ciudad se desarrolló como centro político y comercial, y se construyeron palacios y mezquitas de los que quedan algunos restos, en general excesivamente reconstruidos.


Recorrimos las ruinas bajo una ligera lluvia. Desde un minarete se divisaban grandes extensiones cubiertas de prados y bosques; en cualquier momento podría aparece una horda al galope, saliendo del horizonte para asaltar la ciudad.

Un paso de peatones, con su badén para pacificar un tráfico inexistente, interrumpía la carretera. Nadie parecía haberlo usado en mucho tiempo.

Comimos en un local mínimo, poco más que un contenedor de obra, donde nos tomamos lo que más apetecía un día gris y húmedo como aquel: Sendos platos de pelmeni (sopa de tortellini) con veintidós unidades en cada uno, según el menú fijado en la pared, y diversas empanadillas: de pollo, de pescado y de alforfón, un cereal muy popular en toda la Federación Rusa. Todo esto, con un té, nos salió por nada menos que tres euros por cabeza.

Después de recorrer varias mezquitas, mausoleos e iglesias, nos subimos al autobús que nos llevó de vuelta al embarcadero, donde un grupo de malayos hacía cola para embarcar; entre ellos uno con mallas de leopardo y bombín. Una niña regateaba con su hermana mayor, intentando cambiarle una pluma de cuervo por piedras de la ribera, pero tardaron en llegar a un acuerdo.

Hicimos el camino de vuelta hasta Kazán intentando dormir, mientras el hidrofoil saltaba sobre las olas que se habían formado en el río. Al llegar a la capital, todavía tuvimos tiempo de acercarnos por una fiesta organizada por el Rubin Kazán para celebrar el fichaje de un tal Nika Kipiani, exjugador del Lokomotiv.

A la mañana siguiente fuimos a recoger el coche que habíamos alquilado desde Cádiz. Aunque ya habíamos enviado fotocopias de carnet de conducir, pasaporte y visado, los trámites nos llevaron una hora; acabé firmando (sin leerlo, por supuesto) un contrato en ruso de ocho páginas.

En el último momento, surgió un problema: no se podía usar el navegador, porque el cargador de mechero no funcionaba (según el empleado de la agencia, porque el coche era japonés y los japoneses no fuman en el coche). Menos mal que me había descargado en mi móvil el mapa de la zona y salimos del paso, después de negociar un descuento en el alquiler por no poder disponer del navegador.

Lo único que fallaba en Google Maps eran los toponímicos. Antes de llegar a un cruce, la voz metálica del navegador indicaba “dentro de doscientos metros, gire a la izquierda”, pero sin indicar el nombre de la calle. En pantalla, los nombres de calles, vías y pueblos aparecían en cirílico.

Los rusos tienen fama de conducir bastante mal; doy fe de que se lo han ganado a pulso. Se pegan al coche de delante aunque no tengan intención de adelantar; giran a la izquierda en raya continua; se detienen donde les parece, incluso en plena autopista… A cambio, respetan estrictamente los pasos de peatones, los semáforos y los límites de velocidad. Menos mal que llevaba una excelente conductora, que en ningún momento perdía la calma, ni siquiera cuando yo me equivocaba al interpretar las indicaciones del navegador.

Nos dirigimos bajo una llovizna persistente a la ciudad-isla de Sviyazhsk. No me preguntéis como se pronuncian cuatro consonantes seguidas, aunque una de ellas sea muda.

Cuando Iván el Terrible decidió invadir Tartaristán y fracasó en su primer intento de tomar la fortaleza de Kazán, mandó construir un kremlin de madera en Vladimir, seiscientos kilómetros rio arriba. Luego se marcaron todas sus piezas, se desmontó, y se envío flotando hasta esta isla, donde lo montaron en menos de un mes para tener una base bien defendida desde la que organizar un nuevo intento de conquista de Kazán.

Con los eslavos llegó la iglesia ortodoxa, que al año siguiente ya había hecho construir en la isla un monasterio con su catedral. Tuvimos la inmensa suerte de poder admirar unos frescos únicos del siglo XVI que cubren casi por completo su interior. La catedral lleva varios años cerrada por presunta restauración, pero al acercarnos vimos que entraban un pope y cuatro señoras con pinta de extranjeras. Nos pegamos al grupo, y el guardia, suponiendo que formábamos parte del mismo, nos dejó pasar.

El pope cerró la puerta con llave desde el interior, y comenzó una muy prolija explicación de todas y cada una las escenas allí representadas; explicación que, algo resumida, traducía al italiano una de las mujeres, guía del grupo, y que las otras tres seguían muy interesadas. Al terminar la visita me acerqué para dar las gracias, al pope en ruso y a la guía en italiano, momento en que se descubrió nuestra trampa. El pope pensaba que éramos italianos parte del grupo, y la guía que éramos rusos conocidos del pope. Así nos enteramos de que se trataba de una visita muy excepcional, concertada con meses de antelación, ya que una de las italianas era profesora de historia del arte y estaba especializada en arte ruso.


La isla, hoy unida al continente por un largo istmo artificial, era un remanso de paz. La inmensa mayoría de los visitantes eran rusos, siempre callados y respetuosos; no había casi ningún coche y casi todos los edificios eran chalets de ladrillo o dachas de madera.

Después de callejear un rato, y para protegernos de la lluvia, nos metimos en el Museo de la Guerra Civil. Nuestra sorpresa fue que el museo estaba dedicado a León Trotsky, que en realidad tuvo con Sviyazhsk una relación bastante marginal y no muy documentada.

Los propietarios del museo sostienen que Trotsky se alojó en el edificio en 1918, durante los combates por Kazán entre el Ejército Rojo, de cuyo consejo militar revolucionario él era presidente, y las fuerzas reaccionarias del Ejército Blanco y la Legión Checoeslovaca.


El mismo Trotsky escribe en “Mi vida” que, al sublevarse Kazán contra el poder soviético —y apoderarse los insurgentes de gran parte de las reservas rusas de oro, trasladadas allí para librarlas del avance alemán—, se creó el famoso Tren Militar de Propaganda y Acción. El 8 de agosto el tren salió de Moscú rumbo al frente. Estaba formado por dos locomotoras y más de una docena de vagones, entre los que había al menos uno de primera clase y otro coche-salón, que era el que ocupaba Trotsky. El tren iba protegido por ametralladoras montadas sobre el techo, y contaba con buenos sistemas de comunicación, una imprenta, un generador eléctrico, varios vehículos y un taller. Le sirvió a Trotsky como cuartel general, sede del consejo de guerra y centro de propaganda. Allí se publicaron más de doscientas ediciones del periódico V Puti, En Marcha.

El personal del tren lo formaban doscientas treinta personas, incluyendo a los Rifleros Letones, miembros del consejo militar y del consejo de guerra, secretarios, trabajadores ferroviarios, conductores y sanitarios, junto con treinta y siete escritores, periodistas y publicistas. Su propaganda se dirigía tanto a los habitantes de las ciudades y aldeas que iba atravesando, como a las unidades del Ejército Rojo que se encontraba en su camino. Durante los dos años de guerra se calcula que recorrió unos cien mil kilómetros, siempre cerca del frente.

La figura de Trotsky merece un breve repaso. Nacido en 1879, en el seno de una familia judía muy religiosa, fue detenido por primera vez a los diecinueve años. Con veintiún años fue enviado a Siberia, de donde escapó, igual que en su segunda deportación en 1905. En el primer gobierno soviético fue comisario del pueblo para asuntos extranjeros, algo así como ministro de asuntos exteriores, y poco después lo nombraron comisario del pueblo para asuntos militares.

En la lucha por el poder tras la muerte de Lenin resultó derrotado por Stalin, y fue cayendo en desgracia. Destituido de todos sus cargos, expulsado del Partido Comunista, exiliado con su familia, y —en 1940— asesinado en Ciudad de México por el agente estalinista Ramón Mercader. Tuve ocasión de visitar su casa y sepulcro en el barrio de Coyoacán, a escasos metros del apartamento en el que residí durante mi estancia allí. Como curiosidad, durante su huida a América residió una temporada en Cádiz, en cuya biblioteca pública se conservan libros anotados de su puño y letra.

El museo reunía muy pocos objetos del propio Trotsky, pero si numerosas publicaciones, fotos, gráficos de la guerra en la zona, y hasta una recreación de su despacho, incluyendo las imágenes en cera del propio León Trotsky y de su compañera, Aleksandra Sokolovskaya.

Los paneles eran muy claros y didácticos, aunque con un ligero tono antitrotskista. Como cuando explican que Trotsky “fundó su propia secta” para defender sus ideas de internacionalismo proletario, frente a las más nacionalistas de Stalin.

En realidad, Trotsky pensaba que, dada la escasa industrialización de Rusia, su proletariado no era lo suficientemente numeroso, organizado y concienciado como para que la revolución pudiera triunfar sin el apoyo de los partidos y sindicatos obreros del resto de Europa. Consideraba que sin ese apoyo, la revolución estaba destinada a fracasar, y que el capitalismo volvería a apoderarse de Rusia; curiosamente, cien años después la historia le ha dado —en cierto modo— la razón.

Me sorprendió una faceta del pensamiento de Trotsky que desconocía por completo: su defensa del terrorismo. En su libro “Terrorismo y Comunismo”, declara que la revolución “consiste en matar a una minoría para aterrorizar a la mayoría”. En cualquier caso, estoy seguro de que la historia del mundo habría sido diferente si Trotsky hubiera derrotado a Stalin.

Volviendo a la presunta estancia de Trotsky en Sviyazhsk, parece ser que el tren se detuvo en esta localidad, permaneciendo aquí varios días hasta la toma de Kazán y la huida a Siberia de los restos del Ejército Blanco.

Un último apunte sobre esta curiosa ciudad-isla: Uno de sus monasterios fue convertido en prisión, y allí estuvieron detenidos muchos elementos políticamente no de fiar. En la década de 1920, representantes de la inteligentzia, doctores, escritores, maestros, etc., cumplieron condena en lo que se consideraba un destino blando, en comparación con otros centros del Gulag.

En el camino de vuelta a Kazán nos encontramos un letrero que indicaba Innopolis, y no pudimos resistir la tentación. A los pocos kilómetros, nos encontramos con una ciudad recién construida —mejor dicho, en construcción—, en mitad de la nada, a cuarenta kilómetros de la capital. Se articulaba en torno a un centro de innovación y a una universidad especializada en tecnologías de la información, que solo acepta a cinco de cada cien alumnos que intentan matricularse en ella (y el año pasado hubo once mil solicitudes).

En la plaza principal, todavía sin coches, se veían cuatro enormes pasos subterráneos, que no usaba ninguno de los poquísimos peatones. Me recordó un poco a Brasilia, con sus distritos especializados; aquí, por el momento, solo se distinguía la zona universitaria, con varios edificios muy modernos, y un barrio residencial parcialmente habitado, de bloques de diez o doce pisos, con parques infantiles, guarderías, aparcamientos subterráneos, instituto de enseñanza media y muy pocos locales comerciales.

La ciudad se fundó en 2013; en 2017 solo tenía doscientos sesenta y ocho habitantes; pero ahora son ya cuatro mil personas las que viven en esta ciudad recién nacida.


A la mañana siguiente, la previsión indicaba que la lluvia escamparía a las diez de la mañana, y que luego las temperaturas subirían hasta dieciséis grados. Nada más falso. Salimos de Kazán lloviendo, y así siguió durante todo el camino hasta Laishevo, una de las aldeas que se recomendaba visitar en la oficina de turismo.

El pueblo no se distinguía en nada de los que habíamos dejado tras a lo largo de la carretera, salvo que tenía una pequeña playa artificial a orillas del embalse de Samara. Primero de agosto, once de la mañana, y en la playa solo estábamos nosotros dos y un señor que paseaba a un par de perros, pese a que estaba perfectamente equipada: paseo marítimo, cancha de vóley playa, zona de calistenia, tumbonas de madera… Claro que no dejaba de llover. ¿Cómo sería la temporada baja?


Seguimos camino hacia Chístopol, buscando carreteras secundarias, francamente bonitas en este recorrido entre bosques, prados y enormes extensiones sembradas de girasol. De vez en cuando, las ruinas de un koljós o de un gran matadero recordaban la época soviética.

Cuando llegamos a Chístopol seguía lloviendo, y la temperatura no pasaba de doce grados, pero no paramos hasta encontrar el centro del pueblo, donde aparcamos entre las miradas curiosas de los escasos peatones.

Allí se conservan en no muy buen estado numerosas casas de comerciantes acomodados del siglo XIX, cuando esta ciudad era el mayor centro de comercio de grano de toda la república. Aunque los edificios siguen allí, fácilmente reconocibles, en general están bastante deteriorados, o con añadidos modernos o rótulos luminosos de los comercios.

Durante la invasión alemana, el gobierno ruso evacuó a esta ciudad a numerosos escritores con sus familias, como Boris Pasternak, Alma Ajmátova o Arsenei Tarkovsky. En una de las mayores casas de comerciantes, una placa recuerda que de 1941 a 1945 albergó un internado para hijos de miembros de la Unión de Escritores Soviéticos, y que en él trabajó como niñera Olga Ivinskaya, poeta y compañera de Boris Pasternak, y en la que se basó para construir el personaje de Lara (Doctor Zhivago).

La otra singularidad de Chístopol es que en ella se fundó en 1942 la fábrica de relojes Vostock, con maquinaria trasladada desde el oeste para que no cayera en manos de los alemanes. Allí se producían los famosos relojes K-43, de uso exclusivamente militar, y el K-26, destinado a los civiles. Al parecer la fábrica sigue funcionando con gran éxito, pero en el pueblo no encontramos sus relojes a la venta. Fueron unos relojes míticos en la época soviética, que lucían orgullosos los cuerpos de élite: submarinistas, aviadores, astronautas…

Entramos en varios cafés para tratar de comer algo y de entrar en calor, pero todos estaban vacíos y eran a cual más desangelado. Acabamos en Al Faretto, el mejor del pueblo, igualmente solitario pero muy amplio y decorado con pretensiones de salón de bodas. Por doscientos rublos (unos tres euros) cada uno, nos tomamos el menú del día, lo que en ruso se llama bisnes lanch, directamente transcrito del inglés. Consistía en una pequeña ensalada, sopa borsch y dos albóndigas de pollo con patatas fritas. Para beber, té. Aunque la carta anunciaba vino y cerveza, en la práctica no servían bebidas alcohólicas.

Menos mal que al llegar a Kazán había dejado de llover, y pudimos visitar el Museo de la Vida Soviética y pasear por lo que queda del barrio al que Iván el Terrible obligó a trasladarse a los tártaros que vivían en el interior del kremlin.

Al día siguiente volaríamos a Moscú y comenzaríamos nuestro recorrido por el Anillo de Oro, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

domingo, 1 de septiembre de 2019

El Infinito, ese lugar extraño




1. La Nostalgia

De mi bachillerato me quedó claro que el Infinito no es un número y que cualquier desliz en este terreno podría llevar a consecuencias tan catastróficas como las que acarrea una división por cero. Eran tiempos, claro es, en que los libros de matemáticas eran escuetos, ligeramente ásperos al tacto, con las figuras justas y las definiciones en negrita, como órdenes. Casi todos los autores venían de la escuela de Rey Pastor y mi profesor A. Martinez Losada no lo podía hacer mejor.

Después vinieron los libros de SM, mucho mas gordos, con muchas fotos, en papel satinado y en los que para explicar el área del rectángulo necesitaban una gran foto de un campo de futbol. “Ahora son más didácticos”, decían algunos.


2. La Broma

Recientemente circulan por la red algunos memes que “demuestran” que la serie

1 + 2 + 3 + 4 + … = -1/12. ¿ Cómo dices? Un valor inferior al primer término y encima negativo.

Bueno, no hay que alarmarse, aún. Por ahora estamos de broma

Para ello toman la serie 1 – 1 + 1 – 1 + … Esta serie suma cero o uno según donde paremos y no converge, por tanto no se puede hablar de suma, pero ellos ajenos a una "legalidad impuesta" razonan así:

Llamemos A a la suma:

A = 1 – 1 + 1 -1 + …, Restamos A de la unidad
1-A = 1- ( 1 – 1 + 1 -1 + …), y separando el primer término 1 – A = 1 – 1 + ( 1 – 1 + 1 – 1 + ...)

es decir 1 – A = 0 + A , con lo cual A = ½

Otros, mas lanzados, ahorran pasos: como la mitad de las veces suma cero y la otra mitad uno, pues nos quedamos con la media aritmética  y asunto concluido 1/2.

¿ qué te ha salido la serie ?
½ ¿ y a tí ?
Igual, ¡ lo tenemos bien colega!

A continuación toman la serie 1 – 2 + 3 – 4 + 5 - … y sometiéndola a similares torturas demuestran que suma ¼, a partir de aquí, combinando habilmente ambos resultados encuentran que la mencionada serie 1 + 2 + 3 + 4 +… suma -1/12.

Ahorro al lector las demostraciones bromistas intermedias, son muy fáciles de encontrar en Internet.

3. En Serio

Hacia 1900 Ramanujan describió un complejo algoritmo de suma de series que asignaba un resultado tanto a las series convergentes como a las que no lo eran. Naturalmente, el resultado de aplicar este algorítmo se llama “suma de Ramanujan” y se escribe con el signo = añadiendo una R mayúscula al final de la ecuación.

¿Por qué introdujo Ramanujan este algoritmo? Probablemente por el mecanismo que ha hecho crecer a las matemáticas desde siempre: aparecieron los número negativos cuando alguien se dió cuenta de que se podian deber mas vacas de las que se tenían, los número complejos cuando alguién se empeñó en calcular raices cuadradas de números negativos, etc.

Lo verdaderamente notable es que ahora si podemos, o debemos, decir

1+2+3+4+ … = - 1/12 ® La suma de Ramanujan de la mencionada serie sale lo que decían los “bromistas”

Debo reconocer que el resultado me deja estupefacto. ¿ Para que puede servir un algoritmo que llega a resultados tan “absurdos”? Y sobre todo ¿ no podía haberles dado una buena colleja a los bromistas?

4. La Naturaleza

La mencionada serie está apareciendo en estudios y experimentos relacionados con la ya  famosa teoria de cuerdas que trata de encontrar una teoría unificada de las fuerzas que intervienen en la naturaleza: gravitacional, electromagnética, etc.

También en el llamado efecto Casimiro que estudia las fuerzas elctromagnéticas de origen cuántico que aparecen entre dos placas conductoras paralelas.

Y posiblemente en algún otro fenómeno estudiado a la luz de la mecánica cuántica aparece esta serie 1+2+3+4+ ….

En todos estos casos, los estudios teóricos concuerdan mejor con los resultados medidos cuando se admite que el valor de la serie es el de su suma de Ramanujan, es decir:

- 1/12

5. Epílogo

Rey Pastor yace, junto a otros meritorios matemáticos de la época en el mas profundo de los olvidos , de los libros de matemáticas que se usan en la EGB vale mas no hablar. Por suerte los buenos profesores de matemáticas seguirán en el recuerdo de algunos de sus alumnos mientras estos vivan.

Srinivasa Ramanujan dejó su semilla en un ambiente cultural más acogeror que le hizo una merecida película homenaje en 2016 “El Hombre que Conocía el Infinito”, comentada en este foro.

Los “colegas” son hoy día cincuentones, uno es profesor de mates en un IES. El de la media aritmética es consejero autonómico.

Pedro Pérez, becario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas le pide todas las noches a Dios, o al Big Bang, que si no tiene tiempo para arreglarle lo de su beca al menos nos envíe pronto un nuevo Newton o Einstein a ver si aclara un poco las cosas.

Si el lector siente curiosidad por visitar un lugar tan impredecible como el Infinito puede reservar un billete al Paraiso de Cantor y alojarse en el Hotel de Hilbert. También puede, para irse preparando,  leer “el Aleph”, pequeña narracion de J.L. Borges inspirada en los trabajos de Cantor.