Si quieres leer el primer cuaderno de esta serie, dedicado a Petersburgo, pincha aquí.
Aunque nos habríamos quedado unos días más en Petersburgo, también teníamos ganas de conocer lo que considerábamos la verdadera Rusia, los pueblos y ciudades de provincias, que esperábamos no estuvieran tan atestados de turistas como la capital del Báltico. Y Nóvgorod era una opción tan buena como otra cualquiera, con la ventaja de que no estaba demasiado lejos.
Nada más preguntarle a una señora si aquella era la parada de la marshrutka (microbús) para Nóvgorod, nos dijo que ella iba para allí, que nos quedáramos sentados en un banco, a la sombra, y que ella nos avisaría cuando llegara nuestra marshrutka.
Al subirnos con ella al microbús, me encontré con que todos los pasajeros, incluidos los rusos, teníamos que enseñarle los pasaportes al conductor, que en nuestro caso comprobó que coincidían con la lista que llevaba, ya que habíamos reservado y pagado nuestros billetes por internet. Este control, que luego comprobé que se repetía en todos los transportes públicos interurbanos, junto con la obligación de registrar en la policía a cualquier forastero que se aloje más de cinco noches en un establecimiento hotelero o incluso en casas particulares, me hizo retroceder a la limitaciones de viaje y control de residencia vigentes en la época zarista y que no se abolió con la revolución.
El viaje, de ciento sesenta kilómetros, duró unas tres horas. La carretera dibujaba una recta casi interminable; creo recordar que en todo el camino encontramos una única curva.
El firme estaba solo regular, si tenemos en cuenta que era la ruta principal entre Moscú y Petersburgo, la segunda y cuarta ciudades más pobladas de Europa (la primera es Estambul y la tercera Londres). En general, la carretera constaba de tres carriles: uno de ida, otro de vuelta, y otro cuyo uso iba cambiando cada pocos cientos de metros: a veces duplicaba al carril con sentido Moscú, a veces al contrario, y con frecuencia se convertía en un giro a la izquierda. La circulación era muy densa, con gran porcentaje de camiones.
En todo el camino no encontramos ninguna ciudad grande; solo pueblos y aldeas, pero lo que casi nunca faltaban era las dachas. Dicen que uno de cada tres rusos tiene acceso a una, que usan como alivio físico y mental de la vida en las ciudades, sobre todo para quienes se alojan en las khruschovkas, los edificios de apartamentos, de cuatro o cinco pisos sin ascensor, que ordenó construir Khruschov en los años cincuenta, para aliviar la grave carencia de viviendas que se arrastraba desde la segunda guerra mundial.
La mayoría de aquellos edificios no ha recibido nunca un mantenimiento a fondo, al menos en las zonas comunes, fachadas e instalaciones, y suelen presentar un aspecto deplorable, como el que hace años me encontré en Rustavi (Georgia), y que podéis leer aquí:
Pero las dachas, con ser tan anheladas, también acusaban la crisis económica y el descenso en el nivel de vida de gran parte de la población. Calculo que más de la mitad necesitaría urgentemente una mano de pintura; un diez por ciento estaba francamente en ruinas. Eran casitas, en general pequeñas, de una sola planta y construidas en madera; según las normas soviéticas, la parcela no podía exceder de cuatrocientos metros cuadrados.
Llegamos por fin a Véliki Nóvgorod o Nóvgorod la Grande, que presume de ser la ciudad más antigua de Rusia. De hecho, se considera que el estado ruso comenzó en el año 862, cuando Rurik, un jefe vikingo, fundó esta ciudad sobre un promontorio a orillas del río Volkhov, en su camino desde el Báltico hasta el Mar Negro, donde sus sucesores acabarían fundando la ciudad de Kiev.
La fortaleza o kremlin de Nóvgorod, al principio un simple terraplén de tierra coronado por una empalizada, pronto adquirió una gran importancia estratégica por su ubicación en el cruce de varias rutas comerciales. La ciudad era tan inexpugnable que durante la invasión de la Horda de Oro fue el único principado que escapó del dominio mongol.
Prueba también de su ubicación estratégica de esta ciudad es que algunas de las batallas más importantes del asedio de Leningrado tuvieron lugar por el control de esta ciudad, que cerraba el avance hacia Moscú a los alemanes del ejército del norte.
El apartamento que habíamos alquilado estaba en la planta baja de una de esas khruschovkas de las que he hablado antes, y era demasiado cutre incluso para nuestros estándares habituales. El conjunto de edificios se ubicaba entre senderos cubiertos de barro, patios con coches semidesguazados, parques infantiles comidos por el óxido y escaleras mal iluminadas y peor ventiladas.
Elena, la propietaria, nos conminó a descalzarnos al entrar “para no estropear el parqué” (un simple linóleo imitando madera de abedul), y a ponernos unas chanclas usadas dispuestas junto a la puerta del apartamento, a lo que renunciamos. Pasamos así varios días pisando aquel suelo húmedo, que parecía no secarse nunca.
En pocos minutos nos explicó el funcionamiento de los electrodomésticos (supongo, porque hablaba a tal velocidad que me era imposible seguirla) y salió pitando rumbo a otro apartamento. No volvimos a verla en toda la estancia. Nuestro apartamento era un muestrario de derivados del petróleo, desde las puertas de los dormitorios, de PVC, hasta las toallas, de esa odiosa fibra sintética que no seca.
Eso sí, el apartamento estaba inmaculadamente limpio y los muebles y utensilios de cocina eran nuevos.
Creo que Elena era muy ahorradora, porque conservaba todos los productos de higiene que se dejaban los clientes. Desde seis tubos de pasta de dientes empezados, hasta once botes de gel o de champú.
Comimos de mala manera en un restaurante italiano con casi más empleadas que clientes. Ellas dedicaban la mayoría del tiempo a charlar, y el desastre alcanzó tan nivel que no se atrevieron a cobrarnos una focaccia, que nos sirvieron fría después de haber estado quince minutos esperando sobre el mostrador de la cocina.
Por la tarde cruzamos el Volkhov por un puente peatonal, para intentar visitar algunas de las iglesias y catedrales de la otra orilla. Junto a un apacible barrio de la época zarista, quedan vestigios de la llamada Corte de Yaroslavl, en realidad una especie de caravasenría o centro comercial construido en el siglo VIII para favorecer los intercambios de mercancías, y probablemente el más antiguo de Europa. Lo que se conserva es el edificio que defendía la entrada al gran patio porticado en el que descansaban las caravanas y se establecía el mercado, junto con varias iglesias y catedrales.
Tengo que aclarar que la palabra rusa sobor, que se suele traducir como catedral, representa un concepto diferente. Mientras que el mundo católico una catedral es la sede del obispo de una diócesis, por lo que sería inconcebible una ciudad con dos catedrales, para los ortodoxos es más bien una cuestión de tamaño. Una sobor es más grande que una tserkov (iglesia), que a su vez es mayor que una skit (ermita).
Por desgracia, no conseguimos entrar en ningún edificio. Acostumbrados a los monumentos y museos de Petersburgo, abiertos hasta las nueve o diez de la noche, no esperábamos que aquí cerraran a las cinco, y que además tuvieran horarios tan complicados. Cada iglesia cerraba dos días a la semana, distintos de una iglesia a otra, y además un día al mes (el último viernes, el segundo jueves, el primer martes…), una importante barrera para quienes, como nosotros, vivíamos un tanto al margen del calendario y no sabíamos en que día del mes o de la semana estábamos.
Nos volvimos al centro de la ciudad para buscar un sitio para cenar, y acabamos en un extraño local llamado Telegraf, donde estuvimos a punto de no poder cenar por un problema de idioma. Al entrar, le dije al camarero que éramos dos (cosa bastante obvia, pero es la costumbre en Rusia), y le pregunté si nos podíamos sentar en una de las dos únicas mesas libres. De lo que contestó solo entendí que había algún problema con esas dos mesas; el camarero no parecía muy predispuesto a que las ocupáramos. Menos mal que se acercó una camarera, que nos advirtió en inglés que aquellas mesas “no tenían teléfono”. Me fijé entonces que la mayoría de las mesas sí que contaban con aparatos antiguos de teléfono. Aceptamos ocupar aquellas mesas; sigo preguntándome para qué servirían los aparatos instalados en las otras.
Para recuperar el tiempo perdido, al día siguiente decidimos liquidarnos en una mañana el kremlin de Nóvgorod, para el que en un principio habíamos previsto un día entero.
El actual fuerte, del siglo XV, nos impresionó por su potencia y su severidad. Con un perímetro de kilómetro y medio, foso, terraplén y doce torres, de las que sobreviven nueve, tiene que haber sido verdaderamente inexpugnable. Verlo en medio de la nieve o surgiendo entre la niebla necesariamente ha de traer a la memoria a orcos y a elfos.
Para reforzar las defensas, por fuera del kremlin se extendían otros dos círculos concéntricos de terraplenes y fosos, que todavía ahora se reconocen al pasear por la ciudad. El más grande mide alrededor de un kilómetro de radio.
Al cruzar el foso, un niño, fascinado por las máquinas cortadoras de césped, se negaba a darle la mano a su madre para comenzar la visita turística. Aquel espectáculo le interesaba mucho más.
El recorrido por el interior del kremlin lo iniciamos en el enorme Museo Estatal de Nóvgorod. Allí, además de una muy didáctica y exhaustiva exposición sobre la historia y la prehistoria de la ciudad, se exhibe la mejor colección del mundo de iconos rusos. Sala tras sala fuimos admirando numerosos ejemplos que ilustran sobre la evolución del arte pictórico ruso entre los siglos XII y XIX, que en aquella época se limitaba casi exclusivamente a las imágenes religiosas.
Un inciso sobre las complicaciones del idioma: Una actividad aparentemente tan sencilla como ir al cuarto de baño de un museo puede convertirse en un deporte de riesgo. ¿Qué haces cuando te encuentras un rótulo como el de la foto en la puerta del aseo de caballeros, en unas conminatorias mayúsculas y con signo de exclamación? ¿Te atreves a entrar, exponiéndote a alguna reprimenda? ¿Sacas el móvil para escanear y traducir el rótulo, arriesgándote a que te consideren uno de esos pervertidos que hacen fotos en los aseos?
Al cabo de dos o tres horas, cuando ya nos íbamos, la sorpresa: una sala dedicada a la II Guerra Mundial, que los rusos llaman Gran Guerra Patria.
En Europa Occidental nos hicieron creer que aquella guerra la ganaron los norteamericanos, con ayuda de los ingleses. No lo voy a discutir, pero quienes la sufrieron fueron los rusos, y quienes tomaron Berlín y consiguieron la rendición alemana también. De los aproximadamente sesenta millones de muertos (la cifra oscila según las fuentes entre cuarenta y cien millones), se cree que unos veintisiete fueron rusos, veinte chinos y siete alemanes. Estados Unidos perdió a ciento setenta y cuatro mil personas, la inmensa mayoría combatientes.
Estandartes, mapas, fotos de la destrucción de la ciudad durante los combates, se exponían junto a
vitrinas con el nombre, apellidos, fotos, uniformes y objetos personales de soldados concretos. En un rincón, unas insignias con el yugo y las flechas recuerdan la participación de la División Azul (perdonad por la mala calidad de la foto), que combatieron en las orillas del cercano lago Ilmen e incluso llegaron a entrar en la ciudad.
El rótulo dice: Medalla “Al coraje” de la 250ª División de Infantería española (Azul), parche e insignia del cinturón con el emblema del partido “Falange Española”. Años 1930 – 40. En realidad, la División Azul estuvo en activo entre 1941 y 1943.
Un documental mostraba el desmontaje del monumento al Milenio del Estado Ruso, durante el intento alemán de trasladarlo a Berlín como trofeo de guerra; la entrada en la ciudad del Ejército Rojo impidió ese saqueo, y hoy vuelve a lucir en su emplazamiento original, entre el museo y la catedral.
Ya fuera del edificio, y adosado por su interior a la muralla del kremlin, nos encontramos un monumento que no suele faltar en ninguna ciudad rusa: la llama eterna dedicada a las víctimas de la Gran Guerra Patria. Habían pasado ya casi dos meses desde el día de la Victoria, en la que los rusos conmemoran la rendición de los nazis, una semana después de la toma de Berlín por las tropas del mariscal Zhukov —que sufrieron cuatrocientas mil bajas en la batalla—, pero las ofrendas florales seguían frescas. Cada pocos minutos se acercaban personas solitarias o familias enteras a rendir homenaje a sus difuntos.
Otras atracciones turísticas del interior del kremlin no nos ofrecieron mayor interés. La catedral de la Santa Sabiduría, construida en el siglo XI pero profundamente reformada en varias ocasiones, estaba atestada de gente, y sus iconos, de tan restaurados, parecían recién pintados. Como curiosidad, y volviendo al tema de la División Azul, cuenta la leyenda que durante la conquista de la ciudad por Iván el Terrible, una paloma se posó en lo alto de la cruz que corona el domo dorado de la catedral, y se quedó convertida en piedra al ver los horrores cometidos por las tropas moscovitas. Según la misma leyenda, cuando la paloma cayese, Nóvgorod sucumbiría. Curiosamente, y esto parece ser histórico, dicha paloma cayó de su emplazamiento cuando la Wehrmacht tomó la ciudad. Tras la ocupación, los divisionarios españoles se llevaron la cruz a España “para salvarla de los bolcheviques”. La cruz fue devuelta a la catedral por veteranos de la División Azul en 2004, y situada de nuevo en lo alto del domo.
Otro “recuerdo” menos famoso y que también se trajeron los falangistas a España, fue un niño pequeño, que al parecer encontraron abandonado en una cabaña. Conozco la historia porque el niño acabó en Mugardos, el pueblo de mi padre, donde era conocido como “el Ruso”; su aspecto, rubio y con la piel muy blanca, delataba su origen.
Finalizado el recorrido antes de lo previsto, cruzamos a la orilla izquierda del Volkhov para intentar de nuevo visitar las iglesias en las que no habíamos podido entrar la víspera. Debido a los horarios imposibles, solo conseguimos entrar en dos, que junto con la catedral de la Divina Sabiduría y el museo de la ciudad saturaron nuestra capacidad turística por ese día.
Empezamos por la más alejada, la de la Transfiguración, una iglesia pequeña pintada de blanco. Ubicada en el centro de un prado, mostraba en las paredes unas cruces de aspecto primitivo, geométrico, un tanto antropomorfas. Contenía lo poco que queda de los frescos pintados en el siglo XIV por Teófanes el griego, en realidad nacido en Bizancio, el mismo artista que luego decoraría un par de catedrales del kremlin de Moscú. Asombra la profundidad que daba a sus retratos aplicando unas pinceladas blancas en las mejillas. El paso del tiempo, la falta de cuidados y los daños sufridos durante la II Guerra Mundial (los alemanes instalaron un nido de ametralladoras en la torre de la iglesia) han hecho que solo se conserve una pequeña parte de los frescos originales.
Desde esta iglesia, que tuvimos la suerte de visitar solos, nos acercamos a la catedral de la virgen del Signo, del siglo XVII, situada a menos de doscientos metros. Por fuera parece a punto de caerse, y quizás lo esté, pero dentro conserva unos enormes frescos del XVIII. Están bastante deteriorados y la iluminación es escasa, pero impresiona el espesor de los muros y la altura de la cúpula.
Tanto museo y tanta iglesia hicieron que cuando decidimos ir a comer era ya las cuatro de la tarde, lo que en muchos países de Europa habría sido un obstáculo insalvable. Por suerte, la mayoría de los restaurantes rusos tienen un horario bastante amplio, siendo muy fácil comer a las tres, las cuatro o las cinco de la tarde, ya que no suelen cerrar entre la comida y la cena.
Después de la siesta, imprescindible para descansar de las visitas de la mañana, intentamos callejear por el centro, mirar escaparates, sentarnos en alguna terraza… lo normal en cualquier capital de provincia. Pero no es ese el concepto ruso de ciudad. Lo que nos encontramos fueron unas avenidas anchas y rectas, nada acogedoras, con ausencia casi absoluta de bajos comerciales y terrazas. No había mucho tráfico, pero tampoco escaparates, rótulos de neón ni paseantes. Todos los peatones parecían dirigirse a resolver algún asunto urgente; los locales comerciales se ubicaban en entreplantas ante la ausencia de plantas bajas a pie de calle. Las tiendas era en realidad viviendas transformadas, y el concepto de escaparate allí resultaba desconocido. Algún rótulo en cirílico indicaba la especialidad del establecimiento, pero si querías ver la mercancía no te quedaba más remedio que subir media docena de escalones y entrar en cada tienda, que con las puertas siempre cerradas invitaban poco a curiosear. Era la compra como tarea necesaria, no el ir de compras como actividad de ocio.
Lo que más abundaban eran los bancos y los salones de belleza, a partes iguales, seguidos de floristerías, farmacias y tiendas de alimentación, Produktiy, una de las nuevas palabras que me vi forzado a aprender. En las aceras no era raro encontrarse a señoras mayores vendiendo productos de la tierra, probablemente cultivados en el jardín de su dacha: setas enormes, y zanahorias, tomates, pepinos u otras hortalizas mucho más pequeñas de lo que estamos habituados a ver en España.
En cambio, el parque alrededor del kremlin rebosaba de animación. Jóvenes en bicicleta, familias con niños, deportistas corriendo, chicas monísimas y arregladísimas posando compulsivamente… Todo el mundo compraba helados en los muchos kioscos que los vendían; en cambio, el único bar con terraza estaba casi vacío, normal si pensamos que cobraba algo más de tres euros por un agua con gas y medio litro de cerveza. Puede que estuviera por encima de las posibilidades de la mayoría de la población.
Nos volvió a sorprender lo que ya habíamos notado en los jardines del Palacio de Verano de Petersburgo. No había ni un solo papel en el suelo, mientras que las papeleras rebosaban; nadie gritaba, ponía los pies en un banco o hacía algo que pudiera molestar a los demás. Sentido de respeto a lo colectivo, a lo de todos. Espero que les dure.
Al día siguiente amaneció con un sol espléndido, que lograba penetrar hasta nuestro lúgubre apartamento. Aprovechamos para hacer una excursión en autobús urbano a visitar un monasterio y un museo de arquitectura en madera situados a nueve kilómetros del centro de la ciudad.
En la parada del autobús, siguiendo con mis intentos de practicar el idioma todo lo que pudiera, le pregunté a una señora cuánto costaba el autobús. Le faltó tiempo para preguntarme si iba a visitar el monasterio de San Jorge, y me insistió en que me bajara en la parada anterior y me acercara a una iglesia preciosa, de cuyo nombre solo conseguí retener la palabra skit (ermita). Otros viajeros se sumaron a la conversación, y uno de ellos nos anunció que él se bajaba precisamente en esa parada, y que nos indicaría el camino hasta la iglesia. No teníamos escapatoria si no queríamos quedar como unos maleducados.
El autobús iba hasta los topes. Era sábado, hacía calor, y mucha gente aprovechaba para ir a bañarse al río y/o visitar el monasterio. Dicen que Sevilla tiene un color especial, e igualmente Rusia tiene un olor especial, no muy agradable, y muy frecuente en verano: el del ácido láctico, más conocido como sobaquina. No es falta de higiene, sino que el calor, combinado con la ropa casi exclusivamente sintética que usan los rusos, los hace sudar profusamente. Un trayecto en un autobús urbano (o simplemente en el que lleva desde la escalerilla de un avión hasta la terminal) puede convertirse en un muestrario de olores corporales.
Nos bajamos en la parada que nos indicó nuestro acompañante, y echamos a andar hacia la iglesia, primero por entre las casas de una aldea y luego bordeando el bosque. El paseo, de un kilómetro, habría sido perfecto de no ser por el sol, que aunque todavía no caía a plomo ya comenzaba a quemar.
La iglesia, situada en mitad del bosque y con vistas al río, era, como la mayoría de las iglesias rusas, bonita por fuera pero sin ningún interés en su interior.
Un pope nos entregó un largo folleto en inglés, que acepté pensando que diría algo sobre la historia de la iglesia. Pero no, estaba dedicado básicamente a contar los males del paganismo y su incidencia en la historia rusa., lo que parecía preocupar mucho al archimandrita del cercano monasterio de San Jorge. Según el folleto, el príncipe Vladimir, que luego se convertiría al cristianismo junto con todos sus súbditos, era muy devoto del paganismo, y en donde ahora se eleva esta iglesita levantó una estatua de Perun, el dios de la guerra y el trueno, a cuya imagen de madera con grandes bigotes rubios se le ofrecían sacrificios humanos. El folleto se mete en numerosos charcos, como la pureza racial de los habitantes de Nóvgorod, que pone en duda por las consecuencias de la Gran Guerra Patria, después de la cual dice que solo quedaron cincuenta y un habitantes de los cuarenta y ocho mil
de antes de la guerra. Toca también aspectos como la implantación de la inmunidad diplomática por parte de Genghis Kan o el satanismo de los códigos de barras. Muy instructivo, lo conservo por si alguien quiere profundizar en el tema. Fijaos en el mensaje subliminal: Tanto el satanista como el pagano (antiguo o moderno) van vestidos de gánster, mientras que el monoteísta, con su traje amarillo, es simplemente hortera. Claro que los popes no creo que estén muy al día de la moda masculina.
Desde aquella capilla anduvimos más de dos kilómetros hasta el monasterio de San Jorge, bajo un sol ahora ya sí abrasador. Menos mal que la sombra de los álamos y la brisa del río refrescaban algo el ambiente. Por el camino vimos de cerca muchas dachas, más o menos lujosas y en mejor o peor estado de conservación. Me gustó encontrar el mismo cutrerío reciclador que en zonas similares de Conil: somieres utilizados como vallas, maceteros hechos con botellas vacías de refrescos, coches hacía años fuera de servicio y muchos trastos guardados “por si acaso”, un acaso que no suele llegar nunca.
El monasterio es un gran recinto amurallado iniciado en el siglo XI por el príncipe Yaroslavl, que tras convertirse al cristianismo pasó a llamarse Jorge. Se considera que es el edificio religioso más antiguo de Rusia entre los que siguen en funcionamiento. Alberga en su interior nada menos que tres catedrales y cuatro iglesias. La más antigua, la catedral de San Jorge, del siglo XII, conserva alguno de los frescos originales, aunque fue ampliamente reformada en 1902. Durante la Gran Guerra Patria fue usada como acuartelamiento por tropas alemanas y españolas, según recuerda un rótulo en la entrada.
Otra catedral curiosa es la de la Exaltación de la Cruz, cuyas cúpulas azules con estrellas doradas parecen un anuncio de la Unión Europea.
Gran parte del recinto está cerrado al público, pues allí están instalados el seminario diocesano y una escuela de teología.
Un batiburrillo de cortejos nupciales, bañistas procedentes del cercano Volkhov y excursiones digamos parroquiales se extendía por toda la zona visitable. Un BMW plateado (no metalizado, sino aparentemente recubierto de purpurina) esperaba a una pareja de novios.
Desde el monasterio, ya bastante cansados, caminamos otra media hora hasta encontrar un restaurante, justo enfrente del museo Vitoslavlitsy de arquitectura en madera, última visita de nuestro recorrido del día. Solo después de comer y descansar un rato nos sentimos con ganas de abordar este último museo.
Se trata de una amplia extensión de terreno a orillas del lago o estanque Myachino, al que han ido trasladando viviendas, graneros, puentes, herrerías y otros edificios de madera procedentes de toda la región. Entre ellos, sobresalen varias iglesias de gran tamaño.
Por desgracia, o por suerte, porque la verdad es que estábamos hartos de caminar al sol, más de tres cuartas partes del recinto estaban cerradas por mantenimiento, ya que este tipo de edificios requiere una sustitución sistemática de las piezas más deterioradas.
Me parecieron muy interesantes las viviendas, todas ellas de campesinos acomodados, en las que se puede apreciar cómo era la vida cotidiana que tantas veces hemos leído en las novelas de Tolstoi o de Shólojov: camastros sobre las estufas de barro o porcelana, animales casi conviviendo con las personas, mobiliarios y enseres muy humildes… Y estos eran los acomodados, los llamados kulak, propietarios de tierras que contrataban a otros trabajadores, los braceros o muzhik, prácticamente esclavos hasta las reformas de 1861.
Los muzhik se sumaron en masa a la revolución cuando se les prometió un reparto de tierras. Por decisión de Lenin, ya en 1918 comenzaron las expropiaciones generalizadas a los grandes terratenientes. Pero en 1928 Stalin prohibió incluso las pequeñas granjas privadas, en un vano intento de incrementar la productividad, implantando obligatoriamente los koljoz, las granjas colectivizadas que fueron la base de la producción agrícola. El resultado de una medida tan radical fue un rápido descenso de las cosechas, al desinteresarse los campesinos del cultivo en las granjas colectivas.
Volviendo al museo de arquitectura, en un pabellón sin paredes, una especie de merendero, se estaba celebrando una boda. La novia iba de blanco y a algunas de las invitadas se las veía bastante arregladas, pero la mayoría de los hombres vestía simplemente con vaqueros y camiseta. Solo el novio y dos más llevaban camisa de manga larga sin corbata, y el padrino una americana. Unos actores vestidos con ropa tradicional animaban el evento y un guardia de seguridad vigilaba desde una distancia prudencial.
No quise acercarme mucho, pero sobre la mesa se veían tartas, botellas de agua y de vino espumoso, y otras sin etiqueta, que supuse serían de vodka. En lugar de ¡vivan los novios! se escuchaban gritos de Jlieb! (pan) y Vodka! En la entrada del parque les esperaba un cochazo blanco con dos grandes anillos dorados sobre el techo.
Ya de vuelta en Nóvgorod, dedicamos la tarde a recorrer un gran centro comercial de las afueras, sin mayor interés. A la mañana siguiente emprendimos el viaje a Kazán, capital de la República de Tartaristán. Pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.
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