jueves, 22 de agosto de 2019

Una ciudad con tres nombres (y medio)

Antes de empezar, quiero aclarar que hay varias teorías sobre la transcripción correcta al castellano de los nombres rusos. Hay quien transcribe la B como V o como F, la E como E, como IE o como YE, la X como J o como KH, y así sucesivamente. La mayoría de los sistemas más aceptados están basados en la traducción del ruso al inglés, y no siempre resultan lógicos en español. Por eso, yo he procurado utilizar, salvo error, el sistema recomendado por Fundeu.

Viajar a Rusia es, en cierta forma, abrir una puerta al subconsciente. Mientras preparaba el viaje me asediaban las ideas de la gran Rusia; la patria de escritores como Dostoievski, Chejov o Babel; la cuna de la revolución de Octubre; el país de los sóviets y los Gulag, con una historia de la que han surgido personajes como Bakunin, Kropotkin, Lenin o Trotsky; el núcleo duro del comunismo, de la perestroika y de la iglesia ortodoxa; el alma rusa —siempre excesiva, en mi imaginación—; la estepa, la taiga, la tundra… Miguel Strogoff, Iván Denísovich y Dersu Uzala, Stalin y Pedro el Grande, Iván el Terrible y Rasputín… el zapatazo de Khruschov en la ONU y la crisis de los misiles en Cuba; la tumba del ejército nazi y del napoleónico; la Plaza Roja y el Regimiento de los Inmortales; la Guerra Fría y el Parque Gorki, aquella nota en mi primer pasaporte: “VÁLIDO PARA TODOS LOS PAÍSES DEL MUNDO EXCEPTO RUSIA Y PAÍSES SATÉLITES”. Mil razones, y una sola: el anhelo de conocer lo desconocido, aliñada con el miedo a ese mismo desconocimiento. ¿Qué me podía pasar en un país tan ilógico, tan desmesurado, tan intenso?

Lo de aprender ruso también tiene su historia. Hacía diez años que mi amigo Mariano, en una noche de insomnio y mientras buscaba un vuelo barato a Bilbao, se encontró un chollo: Iberia inauguraba su línea diaria Madrid – Moscú, y para celebrarlo ofrecía billetes desde cualquier punto de España por noventa euros ida y vuelta. Pocas horas tardamos en ponernos de acuerdo ocho amigos para viajar juntos y pasar allí algo menos de una semana.

Antes de emprender el viaje, y suponiendo —con razón— que en Moscú no sería muy fácil desenvolverse en inglés, localicé en Cádiz a un par de estudiantes rusos, que en una tarde me enseñaron los rudimentos básicos de su idioma: saludar, dar las gracias, comprar un billete de metro y —lo más importante— pedir una cerveza.

Mis previsiones se cumplieron, y aquella docena de palabras me sacaron de más de un atolladero. Y ni que decir tiene que Moscú, lo único que me dio tiempo a ver en aquel viaje, me encantó.
Cinco años después, en 2014, un recorrido por Georgia (que podéis leer aquí), me confirmó la utilidad del idioma ruso para moverse por una parte importante del planeta: todos los países que, habiendo pertenecido o no a la Unión Soviética, habían formado parte del bloque comunista, desde Vietnam hasta Cuba.

Por todo eso, cuando en 2016 mi mujer y su hermana empezaron a hablar de la posibilidad de hacer un recorrido por Rusia, les pedí un margen de un año para aprender el idioma. Tuve (tuvimos) la gran suerte de que no fue uno, sino dos los años que tuve para empezar a adentrarme en los misterios y maldades de esta lengua de locos. ¿O cómo calificaríais un idioma en el que la única regla que no admite excepción es que todas las demás reglas tienen numerosas excepciones? O en el que la “o” se pronuncia como tal cuando va acentuada, y como “a” cuando es átona. Parece sencillo, sino fuera porque en ruso no se usan las tildes, y la única manera de saber en dónde se acentúa una palabra es de memoria.

Menos mal que en Cádiz está la que creo que es la única sede oficial española del Instituto Pushkin (equivalente a nuestro Cervantes), y que contamos con unas excelentes profesoras nativas y varios grupos muy entusiastas de estudiantes. Con este magnífico profesorado, apoyado con clases particulares para acostumbrar mi mal oído a los matices de las once vocales y veinte consonantes que se distinguen en el alfabeto cirílico, este verano me sentí por fin en condiciones de afrontar el reto: recorrer Rusia sin la ayuda de un guía ni un intérprete. Si lo conseguí o no, si me desenvolví mejor o peor, los iréis leyendo a los largo de estos cuadernos.

El viaje comenzó con malos augurios: la misma mañana en que debía tomar el avión, mi cuñada, que desde hace diez años comparte con nosotros estas escapadas veraniegas, tuvo un accidente y se rompió la muñeca. Nos quedábamos sin sus conocimientos de historia del arte, pero sobre todo sin su compañía.

Comenzamos nuestro recorrido por una pequeña parte de la Federación Rusa como tiene que ser: aterrizando en Petersburgo con un vuelo de Aeroflot.

Aquí los nombres tienen su importancia; digo Federación Rusa y no Rusia, porque el viaje incluía unos días en la República de Tartaristán, que junto con otras veintiuna repúblicas, cuarenta y seis oblast, cuatro distritos autónomos, una región autónoma judía, nueve krais y tres ciudades federales forman el actual estado ruso. Son los restos del imperio zarista y de la URSS, de la que se han separado ya Lituania, Estonia, Letonia, Bielorrusia, Ucrania, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Moldavia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán (y puede que algún país mas que ya no recuerdo), y de cuya disolución son consecuencia los conflictos más o menos activos de Abjasia, Osetia del Sur, Nagorno Karabaj, Transnistria, Najicheván, Chechenia, Daguestán, Ingusetia, Kabardia-Balkaria, y Crimea.

¿Y por qué Petersburgo y no San Petersburgo, como se nombra habitualmente a la antigua capital de Rusia? Porque Petersburgo es como se suelen referir a ella sus habitantes. La ciudad, la segunda más poblada de Rusia, fue fundada como San Petersburgo en 1703 por el zar Pedro I el Grande; como consecuencia de la revolución, en 1914 se rusificó y desacralizó su nombre, cambiándolo a Petrogrado (ciudad de Pedro), y tras la muerte de Lenin en 1924 pasó a llamarse Leningrado, no recuperando su nombre original hasta 1991.

Pero dejémonos de disquisiciones historicistas; intentaré ceñirme a mis impresiones.

La entrada en el país fue mucho más sencilla de lo que me esperaba. Nada de inmensas colas en los controles de pasaporte, de hoscos policías de la KGB con perros, ni de exigencias de las recetas de todos los medicamentos que llevábamos encima. En su lugar, algo muy similar a lo que se puede encontrar cualquier viajero que pretenda entrar en el territorio Schengen: un control de pasaportes minucioso pero ágil, una tarjeta de inmigración impresa automáticamente por el policía a partir de los datos del pasajero que ya constan en el sistema desde el momento en que te conceden el visado, un canal verde de aduanas, y ya estás en Rusia. La verdad fue que, después de tanta preparación y tanto recelo, me quedé un poco decepcionado de lo fácil que había sido la entrada en el país.

Los siguientes trámites, realizados en el mismo aeropuerto, fueron igualmente sencillos: retirar rublos de un cajero automático con menú en inglés, comprar tarjetas SIM rusas para disponer de un número del país, imprescindible para poder navegar por internet a un precio razonable, y el gran descubrimiento de los taxis Yandex.

La palabra Yandex equivale en Rusia a la americana Google. Yandex tiene correo electrónico, buscador de internet, mapas con navegador y muchos servicios más, de los que el más útil para nosotros resultó el de búsqueda de taxi. Vaya por delante que no es exactamente lo mismo que el polémico servicio de vehículos con conductor que ofrecen Uber y otras empresas. Cuando se solicita un coche vía Yandex lo más probable es que acuda un taxi, aunque en ocasiones sea un vehículo particular. La gran ventaja para los extranjeros es que no es necesario cruzar una palabra con el taxista. La aplicación le indica al cliente el tiempo que tardará el taxi en recogerlo, junto con marca, modelo, color y matrícula, y lo que le va a costar la carrera. Al conductor le dice dónde está el pasajero, a dónde quiere ir, y cuánto va a pagar. Ojalá los taxistas españoles ofrecieran un servicio similar; sería la muerte de los Uber y similares.

Recorrimos con un conductor silencioso las largas avenidas de la ciudad nueva, especialmente la Moskovskaya, a lo largo de la cual se alineaban los edificios oficiales y las viviendas de la nomenklatura de la época estalinista, incluyendo la Casa de los Soviets con su estatua de Lenin. Al adentrarnos en la zona histórica, nos recibieron los canales, que le prestan una luz especial a los palacios y grandes edificios que los bordean. Otro Petersburgo se abría ante nosotros, una ciudad alegre y confiada.

Al llegar a nuestro apartamento —incertidumbre: ¿Cómo sería? ¿cumpliría nuestras expectativas?— nos encontramos con un piso amplio y muy luminoso a orillas del canal Griboyedóv. Nos esperaba la portera, que —en perfecto ruso, por supuesto— nos entregó las llaves y nos explicó cómo abrir y cerrar el portal. La portera vivía en una habitación minúscula, encajada debajo de la escalera, en la que a duras penas cabía una cama, una mesita y una silla, muy similar al cuchitril de Sergei, el protagonista de mi relato Calle del Sol. El ascensor era igualmente pequeño, no era fácil meterse en él dos personas con sus mochilas. Las escaleras, con sus enormes radiadores, nos hicieron pensar en los terribles inviernos. Pero estábamos en agosto, el sol brillaba, y nuestra aventura no había hecho más que comenzar.

Deshicimos ansiosos los equipajes, aprendimos a manejarnos con las dos tarjetas SIM, y nos preparamos para un primer contacto con la ciudad. Pretendíamos ir paseando lentamente hasta la famosa Perspectiva Nevsky, cosa de dos kilómetros y medio, para empaparnos del ambiente, explorar nuestro barrio, localizar algún supermercado y elegir un restaurante para cenar. Pero no contábamos con Iván.

Iván, al que pronto apodé como El Terrible pese a ser un pedazo de pan, era nuestro vecino de descansillo. Alertado por la portera de que sus nuevos vecinos eran españoles, nos estaba esperando en la acera para ponerse a nuestro servicio y, sobre todo, charlar —nuevamente en ruso, por supuesto—. Se declaró encantado de acompañarnos hasta el centro, ya que no tenía nada mejor que hacer, y no hubo manera de renunciar a su generosa oferta. Se desvanecía así unos de los muchos prejuicios que llevábamos encima: la hosquedad rusa. Iván nos llevó a uña de caballo hasta la catedral de Kazán, en menos tiempo del que indica Google Maps; nos explicó que estaba jubilado, y —después de preguntarme por mi pensión, que piadosamente reduje a la mitad— nos indicó que la suya era de solo doscientos euros, y que necesitaba ganarse la vida con los negocios; lo que no hubo manera fue de que precisara qué tipo de negocios eran. Entendí, aunque no puedo asegurarlo, que tenía un hijo en Alicante, con una nieta monísima de la que nos enseñó una docena de fotos; que no tenía dinero para ir a visitarlos y que los echaba mucho de menos. Todo eso entre risas y mal entendidos, que provocaban nuevas risas y nuevas explicaciones, a veces tan largas como incomprensibles. Al principio yo iba radiante: estaba hablando en ruso con un ruso ¡y nos entendíamos! No mucho, pero sí bastante más de lo que yo me esperaba. Las pesadas clases, todos los lunes y miércoles de cuatro a seis de la tarde, estaban dando fruto y la maldición divina de la confusión de las lenguas comenzaba a resquebrajarse.

Iván nos conducía a tal velocidad que íbamos un poco aturullados; tanto que en un semáforo intentaron abrirme el macuto en el que llevaba la cámara de fotos. Menos mal que la rápida intervención de mi mujer, que se había rezagado unos metros ante la imposibilidad de seguir nuestro ritmo, ahuyentó al ratero. Nuestro guía nos explicó rápidamente que era gitano, mala gente. Siempre la culpa la tiene el diferente.

Nos costó deshacernos de Iván; nosotros queríamos pasear a nuestro aire, yo tenía la cabeza hirviendo de intentar entenderle y responder con cierta coherencia a sus preguntas, y él pretendía que lo contratáramos como guía y taxista para el día siguiente.

Cuando por fin nos dejó solos, y para perderlo de vista cuanto antes, nos metimos en la catedral de Nuestra Señora de Kazán, llamada así en honor del milagroso icono del mismo nombre, que merece una breve digresión.

Entre muchos otros méritos, este icono del siglo XIII ayudó a Iván el Terrible a derrotar a los tártaros musulmanes de Kazán en 1522, y a Pedro I el Grande a ganar en 1790 la batalla de Poltava contra Carlos XII de Suecia. Tras muchas vicisitudes, despareció en 1904 durante las luchas prerrevolucionarias.

Según Wikipedia, y no seré yo quien discuta con esta nueva Gran Enciclopedia Universal, “Fue sacado de Rusia en la segunda década del siglo XX escapando así de los comunistas quienes convirtieron la catedral de la Madre de Dios en Kazán en el museo del ateísmo.” Sin puntos ni comas, para mayor contundencia. Años después apareció en una subasta en Estados Unidos, y de mano en mano y previo paso por el santuario de Fátima llegó al papa Juan Pablo II, quien se lo entregó al patriarca ortodoxo Alejo II en muestra de buena voluntad.

Con este magnífico currículo es fácil comprender las largas colas que se formaban en la catedral para rezar frente a tan milagroso icono. Nosotros no tuvimos ni la paciencia ni el interés necesarios.
La catedral en sí no tiene mayor interés. Se construyó hace doscientos años siguiendo el modelo de la Basílica de San Pedro en Roma, e incluye una columnata, pero sin la elegancia de la de Bernini. Desde el primer momento se convirtió en un monumento a las victorias en la guerra contra Napoleón; en ella se conservan  banderas capturadas a su ejército, del que formaban parte unos batallones españoles que inteligentemente aprovecharon la primera ocasión para desertar y pasarse al enemigo.

Salimos de la catedral a la Perspectiva Nevsky, repleta de edificios tan majestuosos como la antigua sede de la casa Singer, hoy transformada ¡en casa del libro!

Mientras mirábamos con un ojo los edificios y con otro nuestros macutos, para evitar otro intento de hurto, se nos acercaban continuamente vendedores de excursiones por los canales.
Dispuestos a seguir con nuestra tarea de turistas profesionales, nos embarcamos en lo que pomposamente se anunciaba como “Crucero por el Neva y sus canales”, un paseo de una hora en un barquito por el centro de la ciudad. Durante el recorrido una guía nos fue explicando, sin un minuto de descanso, todos y cada uno de los edificios y barcos junto a los que pasábamos.

Por suerte, las explicaciones las hacía en ruso, por lo que no era muy difícil desconectar. Preferíamos simplemente disfrutar del paseo, cómodamente sentados, entrando y saliendo de los canales y pasando bajo unos puentes preciosos. El pasaje, estaba formado por una inmensa mayoría de rusohablantes; los turistas extranjeros solían preferir los paseos con perorata en inglés. A bordo se podía comprobar la tremenda diversidad racial que conforman los países hoy conocidos como repúblicas exsoviéticas. Eslavos, latinos, turcomanos, chinos, esquimales… El más original de todos era un señor, creo que uzbeko, que llevaba una bolsa de las que se suelen utilizar para transportar en avión gatos o pequeños perros. En su interior, un cuervo.

Durante el recorrido pasamos junto a muchos de los monumentos de Petersburgo, iluminados por el sol del atardecer. El primero fue la iglesia del Salvador de la Sangre Derramada, construida en el lugar en el que el zar Alejandro II fue asesinado en 1881, y de un colorido similar a la catedral de San Basilio en la Plaza Roja de Moscú.

Hicimos un breve recorrido de ida y vuelta por el propio río Neva, por la zona donde se ubican el Palacio de Invierno, el  Almirantazgo y los Doce Colegios. Durante esta navegación pasamos junto a varios buques de guerra rusos, desde una fragata de tres puentes del siglo XVIII hasta modernísimas corbetas lanzamisiles o una réplica del Shtandart, el primer buque de guerra moderno de la Armada Rusa, que hoy en día funciona como buque escuela.

También navegamos a lo largo de la fortaleza de Pedro y Pablo, en la otra orilla del Neva. Se trata de un magnífico ejemplo de arquitectura militar del siglo XVIII, con su forma de estrella de seis puntas y sus bastiones y baluartes pentagonales. Me habría gustado visitar su interior, pero tuvimos que dejarlo para otra ocasión.

El objetivo de la fortaleza era defender la entrada del Neva de posibles ataques suecos o polacos; a fin de cuentas la zona había sido sueca hasta poco antes de su construcción. También tuvo un papel importante durante los primeros días de la revolución, cuando su guarnición, pasada al bando soviético, bombardeó el Palacio de Invierno, en el que se había refugiado Kerenski con su gobierno provisional.

Tras la muerte de Lenin, el Soviet (consejo) municipal decidió derribar ese símbolo de la opresión zarista y construir un estadio en su lugar. Por suerte, los planes nunca llegaron a ejecutarse.
Al llegar por la noche al apartamento nos encontramos con unos de esos misterios que contribuyen a la fama de inescrutables que se suele achacar a los rusos. La víspera nos habíamos cruzado una serie de mensajes con Boris, nuestro anfitrión. Hora prevista de llegada, cómo accederíamos al piso, etc., y le hicimos una petición adicional: queríamos una lamparita de lectura a cada lado de la cama; Boris nos confirmó que la tendríamos. Al ir a acostarnos, vimos que solo había una, en el lado izquierdo. Buscando, descubrimos que en el lado derecho había un enchufe del que salía un cable. Tirando del mismo, apareció la lamparita que faltaba, y que alguien había colocado debajo de la cama. ¿Por qué? No me atreví a preguntarle a Boris.

A la mañana siguiente nos esperaba una tarea imposible, descomunal, que ni el mismo Hércules habría sido capaz de terminar con éxito en una jornada: visitar el museo del Hermitage, instalado en varios edificios en torno a la Plaza del Palacio de Invierno. Esta plaza ha sido testigo de episodios históricos tan terribles como el Domingo Sangriento de 1905, en el que una manifestación de 140.000 mujeres, hombres y niños, en su mayoría campesinos, portando íconos religiosos y retratos del zar, le suplicaba al “padrecito zar” una serie de cambios económicos para salir de su tremenda miseria. La represión sobre los manifestantes desarmados dejó cientos de muertos y miles de heridos. Por no hablar de la Revolución de Octubre en 1917, de sobras conocida y tan bien narrada por S.M. Eisenstein en la película “Octubre”.

Antes de entrar en el museo, dimos una vuelta por la Plaza del Palacio, de sesenta mil metros cuadrados, verdadero núcleo de la ciudad. Como referencia, la Puerta del Sol de Madrid mide aproximadamente la quinta parte. A un lado los cinco edificios que forman el Palacio de Invierno; al otro la antigua sede del Estado Mayor del ejército zarista, coronado por el famoso Pórtico de los Atalantes. En medio, una columna de granito rojo de cuarenta y siete metros de altura, que conmemora —una vez más— la victoria rusa en la guerra contra Napoleón. Al pie, una banda de más de doscientos músicos interpretaba himnos militares, entre los que no se encontraban ni la Internacional ni la Varsoviana, los únicos que conozco. Toda una demostración de urbanismo y arquitectura al servicio del poder.

Dicen que una visita completa al  museo puede durar cerca de una semana. No me extraña, si tenemos en cuenta que en el complejo museístico se exhiben (al público, no en los almacenes) más de 3 millones de objetos, y que un recorrido por todas las salas supone unos 24 kilómetros.
Las colas para comprar las entradas o para pasar los controles de seguridad son interminables, pero están tan  perfectamente organizadas, que ni siquiera los chinos son capaces de colarse. Dentro, el guardarropas pequeño tiene 1.300 taquillas; el grande 4.000; los días de mucha afluencia de público pueden llegar a saturarse.

Una vez dentro, por suerte, el noventa por ciento de los visitantes se dirige hacia la escalinata principal y las colecciones de arte europeo. Nosotros preferimos esquivar un poco a la multitud, y comenzar por las salas de la planta baja, dedicadas a los pueblos primitivos de la Rusia asiática.
Allí encontramos, por ejemplo, objetos cotidianos o artísticos del Gran Khanato Turco, con centro en Mongolia, que en los siglos VI y VII se extendió desde Manchuria hasta el Mar Negro. Seiscientos años antes de Gengis Khan.

Nos interesaba más conocer unas culturas para nosotros absolutamente nuevas, que ver miles de cuadros de pintores europeos, de los que podemos contemplar obras en muchos otros museos más asequibles, como el del Prado. Ya puestos, nos saltamos también las antigüedades egipcias, griegas y romanas.

Una vez terminó de pasar la primera oleada de visitantes, volvimos al vestíbulo principal, para ascender por la deslumbrante escalinata de honor, una creación del siglo XVIII en mármol, granito y oro. En la primera planta, que los rusos llaman segunda, se conservan muchas salas tal y como estaban cuando allí vivía la familia imperial. Salones como el de malaquita, el gabinete del zar Alejandro III, la sala dorada de dibujo o el salón de banderas, en el que se exhibe el fastuoso reloj del pavo real, dan una pálida idea de lo que debió de ser la vida en la corte rusa. Tardé un buen rato en poder cerrar la boca, abierta de admiración, y en decir algo más allá de ¡Joder! ¡Qué barbaridad! o ¡Impresionante!

No es de extrañar que uno de los primeros actos de la revolución fuera asaltar este palacio y detener al gobierno en pleno, reunido precisamente en el salón de malaquita; lo raro es que no hubiera pasado antes. La familia imperial se había mudado a las afueras de la ciudad tras la proclamación de la república. Ver la alegría con la que los zares derrochaban en dinero de sus súbditos tiene que haber sido más eficaz que todas las obras de Marx y Engels juntas.

Cuatro horas pasamos en el museo, y apenas recorrimos una pequeña parte del edificio principal; ni pensar en pasar a los anexos y menos aún a los edificios del otro lado de la plaza. Al terminar la visita, arrastrando los pies, esquivamos como pudimos a docenas de estatuas vivientes, modelos con trajes de época (zarista, claro está), abrazadores profesionales, fotógrafos con palomas amaestradas, conductores de ciclotaxis, vendedores de excursiones por los canales y representantes de otros oficios similares nacidos al calor de la riada de visitantes. He leído que en Paris se están planteando cerrar el centro de la ciudad a los autobuses turísticos; viendo Petersburgo, lo comprendo.

Después de comer y de una buena siesta dimos un paseo por los alrededores del apartamento, esta vez sin la compañía de nuestro vecino Iván. Llegamos hasta la isla de Nueva Holanda, en la que el zar Pedro el Grande instaló a un grupo de artesanos holandeses para que enseñaran a los rusos sus técnicas de construcción naval. Todavía se conservan los inmensos edificios de almacenaje y secado de madera, hoy en día sin uso. Al parecer, un inversor le compró la isla al Ministerio de Defensa para instalar un gran complejo de ocio. Las obras llevan varios años de retraso, y todavía no hay fecha prevista de terminación; no sé por qué, me vino a la cabeza el tranvía Cádiz – San Fernando – Chiclana.

A lo largo del paseo nos encontramos a varias aspirantes a influencers, que aprovechaban la luz dorada del atardecer para posar incansablemente en los puentes y orillas del canal Griboyédov. A algunas, guapas, con tipazo y mucho estilo, les auguro un gran futuro en ese mundo para mí desconocido; a otras, no.

Después de tomar unos vinos y unas tapas —sí, en Rusia hay tapas, clasificadas en las cartas de los restaurantes como “comida para cerveza” (alitas de pollo, patatas fritas…) o “comida para vodka” (básicamente embutidos y hortalizas en vinagre), asistimos a un espectáculo kafkiano, por llamarlo de alguna manera. Una pareja, claramente borracha, se bañaba vestida en el canal. El problema surgió cuando decidieron salir del agua: el hombre se encaramó a la base de unas escaleras sin grandes dificultades, pero entre el peso de la mujer y el puntazo que llevaban, él era incapaz de izarla hasta el rellano. Poco a poco se iba concentrando público a ambas orillas del canal y sobre un puente cercano, pero nadie hacia ademán de ayudarla ni de llamar a los servicios de emergencia. Harta de intentar salir del agua, ella se quitó los zapatos y los lanzó al centro del canal, para luego ir nadando a recogerlos. El corro de curiosos iba creciendo, mientras ella, con evidente dificultad, volvía nadando hacia la escalera. La situación era, para mí, un tanto angustiosa, pero no me atrevía a intervenir habiendo tantos rusos entre el público. Siguieron sus vanos intentos de subir a tierra, hasta que uno de los espectadores, en vez de limitarse a filmar lo que sucedía, bajó hasta el agua y ayudó al hombre a sacarla. En la refriega, ella había perdido también la falda.

No me quedé a ver el final de la historia, pero me imagino su vuelta a casa, empapada, descalza, en bragas y camiseta. Una noche de juerga inolvidable, sin duda.

Al día siguiente, último de esta breve visita a Petersburgo, nos dedicamos a recorrer el Museo Estatal Ruso, el mismo que tiene una interesantísima sucursal en Málaga, que recomiendo visitar a quienes no tengan el tiempo o las ganas de viajar hasta el Báltico. Así como el Hermitage expone arte de muchos países, este otro museo, ubicado en el impresionante palacio Mikhailovsky, está especializado en arte ruso, desde el siglo X hasta la mitad del XX.

Consta de dos partes claramente diferenciadas; el edificio principal y la llamada Ala Benoit. En el palacio en sí se exhiben las colecciones anteriores al siglo XX, de pintores para mí desconocidos, entre los que descubrimos muy buenos retratistas, como Valentín Serov, León Baket o Iván Kramskoi.

Me sorprendió el movimiento de muchos de los retratos femeninos: escorzos, pies en el aire, torsos semigirados, un perro corriendo… De todas maneras, nos resultó casi más interesante el palacio en sí, de una riqueza comparable al Palacio de Invierno. Cortinajes de seda de Lyon, parqués de maderas nobles, mobiliario de época y otros objetos decorativos mostraban el lujo de una familia noble antes de la revolución.

Se construyó para residencia del gran duque Miguel Pavlovich,  hijo menor del zar Pablo I. Se terminó en 1820, bajo el reinado de Alejandro, tío de Miguel. Años después el zar Nicolás II lo donó al entonces recién creado Museo Ruso, a condición de que solo exhibiera arte nacional.

El ala Benoit, un añadido de 1910, alberga obras rusas de entre 1900 y 1960. Curiosamente, a pesar de dedicarse a estos años cruciales de la historia rusa, en los paneles explicativos buscaremos en vano palabras como revolución o soviético, o nombres propios como Lenin o Stalin, salvo vagas referencias a los tiempos difíciles o al final de la guerra. Solo los títulos de algunos cuadros recuerdan la época soviética: “Atletas de la URSS” o “Komsomoles (juventudes comunistas) adiestrándose militarmente”.

También resultan muy interesantes los cuadros posteriores a la perestroika, que reflejan algunas críticas a la vida cotidiana, como este de Alexei Sundukov, muy apropiadamente titulado “Cola”. Decían que en aquellos años de escasez nadie salía de casa sin llevar una bolsa de tela, para acarrear cualquier artículo que se encontrara inesperadamente a la venta, y que quien se encontraba una cola por la calle ocupaba su plaza rápidamente, antes siquiera de preguntar el objetivo de la espera.

Cuatro horas después salimos del museo, arrastrando los pies más —si cabe— que la víspera.

Después de una comida rusogeorgiana a base de borsch (sopa de remolacha con nata) y khachapuri (pan relleno de queso), recuperamos las fuerzas lo suficiente como para visitar una galería comercial de la época zarista: Gostiny Dvor (el patio de los comerciantes). La construyó en piedra un arquitecto francés a petición de los comerciantes locales, para evitar los frecuentes incendios que arrasaban las construcciones de madera. Hoy en día sigue siendo un centro comercial, un tanto anticuado, en el que no se encuentran las grandes franquicias internacionales. Ropa de calidad mediana, empresas de telefonía, algunas tiendas de recuerdos y las inevitables floristerías.

La tarde se nos fue paseando por los jardines del Palacio de Verano, minúsculo en comparación con el de invierno y situado a unos cientos de metros del mismo. Robles, avellanos, castaños de indias, fuentes, docenas de estatuas de mármol y estanques con patos creaban un entorno a medio camino entre un jardín clásico francés (por el trazado geométrico y las estatuas clásicas) y un parque inglés (por la altura de los árboles y la frondosidad del sotobosque). No faltaba el toque ruso en forma de carritos de helados, que les encanta comer a todas horas.

Las familias paseaban, circunspectas. Ni un papel, ni un grito, ni una lata.

En la puerta del hotel Four Seasons se exhibían los nuevos ricos, rodeados de cochazos robustos, quizás blindados, y guardaespaldas, tanto o más robustos que los coches. Con la época soviética se acabó la nomenklatura y los aparatchniks, pero llegó la mafia. La prohibición absoluta de la propiedad privada de los medios de producción se transformó en  pocos meses en el saqueo total, en las apropiaciones repentinas, en el sálvese quien pueda. Por aquellos días estaba leyendo “El fin del Homo Sovieticus”, de Smetlana Alexeievich, que a base de entrevistas con cientos de protagonistas secundarios retrata a la perfección cómo fue esta “revolución capitalista”, o lo que en términos marxistas se habría denominado como “acumulación acelerada de capital”.

Como contrapunto, a la mañana siguiente, mientras nos dirigíamos a la parada del microbús que nos llevaría a Novgorod, leímos un letrero gigante en lo alto de uno de los edificios que flanquean la avenida Moskovskaya: “San Petersburgo – Leningrado. Ciudad heroica. 1941 - 1944”. Un pequeño recuerdo para los más de tres millones de habitantes a los que Hitler había ordenado bloquear para no tener que alimentarlos, y dejar que murieran de hambre y de frío. Entre cuatrocientos mil y millón y medio no lograron sobrevivir. Para otro viaje nos queda pendiente la visita al cementerio de Piskarióvskoye, donde están enterrados la mayoría de ellos.

Pero eso, como la participación española en el asedio de la ciudad, es otra historia, que puedes leer si pinchas aquí.

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