jueves, 30 de octubre de 2014

La Dama del Perrito - Antón Chéjov - The Reader (Margarita Forné)

El placer de leer. El milagro de la lectura. El regalo de la palabra.

A pesar de los errores, de los sonidos de sirenas y de las torpezas, siempre es un placer ser lector. Yo también sentí este deseo desde que vi "The Reader". Era algo inevitable que algún día haría porque me recordaría tantas cosas y me daría tantas satisfacciones que merecería la pena ante cualquier cosa.

lunes, 20 de octubre de 2014

RELATOS SALVAJES

Ficha técnica:

  • Año 2014
  • Director: Damián Szifrón
  • Intérpretes: Ricardo Darín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia, Erica Rivas, Oscar Martínez.
  • Guión: Damián Szifrón
  • Nacionalidad: Argentina
  • Duración 122 minutos

Comentario

El cine argentino nos sorprende gratamente todos los años con alguna película destacable y este año el turno es para “Relatos salvajes”, un compendio de seis historias independientes con un denominador común: la venganza.

Que una película gire en torno a la venganza de sus protagonistas por hechos  acaecidos con anterioridad no tiene nada de original. Lo hemos visto infinidad de veces en el cine. Lo que hace que esta película sea  original es que en ella la venganza se sazona con tragedia y humor simultáneamente. El espectador ve un relato despiadado, una historia cruel, con una sonrisa a medio desplegar entre los dientes cuando no con una sonora carcajada. Y esto es mérito de un muy inteligente guión capaz de provocar en el espectador compenetración, e incluso complicidad, con un grave infractor del orden social establecido que actúa movido por la venganza. Los protagonistas hacen en las seis historias lo que te hubiera apetecido hacer a ti en una situación similar y que nunca harás porque tu educación te lo impide. Y eso le ocurre a la novia que en su casamiento descubre que su novio ha invitado a su amante,  a los conductores que se ven envueltos en un habitual incidente de tráfico, al ciudadano que sufre la  retirada de su coche por la grúa, al músico despreciado por la colectividad  y al millonario que por culpa de un desgraciado accidente sufre el abuso de leguleyos y fiscales.

Película sin duda entretenida en la que destacan Damián Szifrón por su excelente guión y su original dirección, la buena música de Gustavo Santaolalla y la correcta interpretación de sus numerosos actores y actrices, entre los que destaca el inevitable Ricardo Darín cuando se trata de cine argentino. Entre los productores están Pedro y Agustín Almodóvar.

En una palabra, buen humor negro para pasar una agradable tarde de cine.



JRL (20-10-2014)


viernes, 17 de octubre de 2014

La costa del betún

Si quieres leer el primer relato de esta serie, pulsa aquí
Con pena de dejar el paraíso de Svanetia, contratamos un monovolumen con conductor, a medias con una familia vasca que habíamos conocido en Borjomi, para hacer los trescientos kilómetros que nos separaban de Batumi.

Batumi es la capital de la república federativa georgiana de Ayaria,  en la frontera con Turquía y a orillas del Mar Negro. Sus veleidades separatistas pasaron a mejor vida cuando, tras la revolución de las rosas, su máximo dirigente Aslan Abashidze se vio obligado a autoexiliarse a Moscú tras destaparse un oscuro asunto de corrupción. ¿A que os suena esta historia a algo cercano? Lo malo es que la persona en la que estamos pensando es muy poco probable que se exilie. Ya se arreglará algo para que el poco honorable personaje no vaya a la cárcel.

En Batumi terminan tanto el ferrocarril como el oleoducto que conectan con Bakú, en el Mar Caspio. Por aquí llegan el gas y el petróleo azerí al mercado europeo, y hay planes de ampliar estas instalaciones para que también los hidrocarburos de Uzbekistán y Turkmenistán puedan consumirse en Europa sin cruzar Irán ni Rusia.

El intenso tráfico portuario, unido al de camiones procedentes de la cercanísima frontera turca, ha provocado en los últimos años un fuerte crecimiento de esta zona. La ciudad es una mezcla delirante de antiguos edificios de la época zarista u otomana en todos los grados posibles de abandono o de reconstrucción, bloques soviéticos de viviendas, a cual más deteriorado, y las muestras más horteras que había visto nunca de arquitectura moderna.

Así, al lado de una versión bastante fiel de la casa Batlló, pero con quince pisos de alto, se erguía un palacio neoclásico deconstruido. Un poco más lejos, un edificio de acero y cristal estaba coronado por unas torres inspiradas en las de la catedral de Praga, y en una de sus fachadas de muro-cortina, para romper la monotonía, se incrustaba un balcón medievalista de hierro fundido.

Nuestro propio hotel se alzaba en la Piazza, una imaginativa recreación de una plaza italiana, reforzada con detalles rococó, secesión y cubistas.

A la mañana siguiente, para descansar un poco de tanto trajín, nos encaminamos a la playa. Una de las peores playas en la que he estado en mi vida, opinión que evidentemente no compartían las oleadas de turistas georgianos, turcos, rusos, armenios y árabes que se apiñaban a la orilla del agua. Y lo de apiñarse no es una figura literaria. Los encargados del alquiler de tumbonas y sombrillas las ordenaban en apretadas filas, paralelas a la playa, con no más de un palmo entre tumbonas.

Por los pasillos que se formaban caminaban incansables los vendedores de bebidas, frutos secos y khachapuri, que pregonaban su mercancía indistintamente en georgiano, ruso y turco.

Los bañistas, y sobre todo las bañistas, mostraban una gran diversidad étnica y cultural. Desde los escuetos bikinis de las rusas, hasta los bañadores con faldita o pololos de las turcas; desde la piel blanca refulgente de las georgianas hasta el moreno agitanado de las anatolias. Las mujeres de la península arábiga, en general, no iban a la playa, ya que sus maridos las obligaban a ir absolutamente cubiertas. Los hombres mostraban menos variedad. La mayoría vestíamos calzones caleteros, aunque también se distinguían los rusos con cuerpos tipo armario ropero como los que se ven en “Promesas del Este”, de los turcos, más bajos, con bigote y barriga cervecera.

La playa no estaba compuesta por arena, sino por grava, que formaba un talud de cuarenta y cinco grados donde batían las olas. Por ese talud se bajaba y se subía del agua. Los locales con toda soltura, y yo en un muy precario equilibrio, roto en cuanto me golpeaba una ola. O dicho de otra manera, cada vez que entré o salí del agua acabé revoleado y andando a cuatro patas, como las focas de los programas de la 2.

Después de un par de días, y en vista de que Batumi tenía muy poquito que ofrecer, decidimos volvernos a Tbilisi para hacer las últimas compras, visitar los museos más importantes, y seguir callejeando por la ciudad vieja.

El trayecto de Batumi a Tbilisi, seis horas en un tren moderno, homologable a cualquiera de nuestros trenes de cercanías, poco tiene que contar.

Nuestra primera visita en Tbilisi fue al Janasia, un museo arqueológico de gran categoría, con una magnífica colección de joyería cólquida e ibera. Tenía un ala entera dedicada al arte oriental, en la que destacaba una colección de pinturas persas de los siglos XVII y XVIII, que no había encontrado antes en ningún otro museo del mundo, ni siquiera en Irán.

También contaba con una exposición permanente dedicada a la “ocupación soviética de Georgia”, atribuyendo todas las maldades a los rusos, y ocultando que varios de los principales dirigentes de la URSS eran georgianos. En cualquier caso, la exposición impresionaba, no por los objetos expuestos, sino por los datos fríos del número de personas muertas víctimas de los combates entre partidarios y enemigos del comunismo, y de la represión y las purgas estalinistas. ¡Doscientas mil personas sobre una población de solo cuatro millones!

Si el museo Janasia daba una imagen moderna, con sus salas amplias, sus rótulos y paneles en georgiano, inglés y ruso, y su tienda de recuerdos bien surtida, en el extremo opuesto tendríamos al Museo de Bellas Artes. Ya la misma entrada indicaba que se trataba de un museo de otra época. En la fachada principal del edificio, bajo el mismo soportal que protegía la entrada, se había instalado una mezcla de oratorio y tienda de artículos religiosos. Un pedazo de moqueta raída sobre la misma acera, y algunas velitas delante de los iconos, inducían a los visitantes del museo a detenerse y persignarse. Una babushka se ocupaba de la venta de iconos.

Ya dentro del edificio, en el vestíbulo mal pintado y peor iluminado nos encontramos a tres policías fuertemente armados, que nos señalaron un mostrador destartalado, sin ninguna indicación en ruso ni en inglés. La empleada, muy amable, nos informó en ruso del precio de la entrada, que incluía una visita guiada en inglés.

Acompañados por nuestra guía cruzamos tres puertas consecutivas, una de ellas blindada y con apertura por código, y otra de aspecto medieval, con cerraduras de época. A través de ellas accedimos a las salas del tesoro. La magnífica colección de arte sacro y joyería quedaba deslucida por el entorno: Viejas vitrinas de madera sin un solo rótulo, ni siquiera en georgiano.

No quedaba más remedio que seguir el ritmo, muy acelerado, que marcaba la guía, ya que las visitas estaban cronometradas. Si conseguíamos entretenerla ante algún icono especialmente interesante, para compensar se saltaba los dos siguientes. En cualquier caso, la colección resultaba interesantísima, y se podía apreciar perfectamente la evolución del arte georgiano, con sus curiosos altibajos.

Desde la magnífica joyería cólquida, contemporánea de la Grecia clásica y con motivos tan originales como un collar de murciélagos, se pasaba sin solución de continuidad al primitivismo de los primeros iconos, de los siglos IV a X de nuestra era. Desde ahí, el estilo iba evolucionando hasta la edad de oro georgiana, la época de David el Constructor, en el siglo XII.

A partir de ese momento venía el vacío de los siglos tenebrosos, marcados por las constantes invasiones mongolas, turcomanas, persas y turcas. Los iconos posteriores, del siglo XVI en adelante, denotaban un claro retroceso respecto a los de la edad de oro, cuatro siglos más antiguos.

Con todos sus museos, avenidas y monumentos, para mí lo mejor de Tbilisi era perderse por la ciudad vieja. Pasear sin rumbo fijo por la maraña de callejuelas que se extendía por la orilla derecha del río Kvari, con sus casas en equilibrio bastante inestable, escaleras exteriores, patios con parras y ropa tendida, viejas tahonas de las que salían los niños con un pan enorme debajo del brazo. Minúsculos talleres como el del joyero-relojero que, después de buscar y rebuscar por latas llenas de desechos, encontró el broche de pendiente que necesitaba mi cuñada. Le cobró un lari, menos de cincuenta céntimos, mientras un par de gatos dormitaba al sol en el poyete de la ventana.

Casas torcidas que parecían sacadas de una película de Murnau, solares llenos de escombros, conducciones de gas oxidadas, albañiles repellando cuidadosamente muros a punto de derrumbarse, ventanas de Climalit recién instaladas en una fachada que se caía a pedazos, vecinos sentados a la sombra de una parra bebiendo una jarra de vino Tsinandali joven, muy joven, acompañado con los higos del patio de al lado…

De noche, por estas calles sin alumbrado, no me habría sorprendido toparme con algún pariente lejano del Golem.

****

Con este texto, termino el relato de este viaje por Georgia, pero no digo adiós. Pretendo, si tu paciencia lo permite, seguir escribiendo sobre otros países.

La diferencia es que, así como hasta ahora yo decidía sobre qué país o viaje iba a describir, esta vez te pido colaboración. ¿A dónde vamos a viajar la próxima vez?

¿Te apetece volver a Asia, para recorrer las selvas indochinas siguiendo los cauces del Irawadi o el Mekong hasta llegar a la Cochinchina y a las ciudades abandonadas de Bagan y Angkor? Quizás prefieras que visitemos el imperio de sol naciente, que nos sintamos absolutamente “lost in translation”, que viajemos en bicicleta o en el tren bala, que comamos anguila asada
en la cantina de la estación de Sendai, o que vayamos a curiosear las modas adolescentes de Akihabara y Shibuyu. O, todavía dentro de Asia, tal vez te guste recorrer un tramo de la Ruta de la Seda, tras las huellas de Gengis Khan y del Gran Tamerlán, yendo desde el ateo Uzbequistán hasta la cristiana Armenia, pasando por el Irán chiita, y visitando ciudades tan míticas como Samarcanda, Bukhara, Khiva, Isfahán o Ereván.

O, saltando a otros continentes, podríamos darnos una vuelta por el Caribe y el Golfo de México, por la Cuba castrista y la Venezuela bolivariana, pero también por las comunidades zapatistas de Chiapas y los poblados wounan de la franja de Darién, después de que crucemos el Mississippi, descendamos el Orinoco y naveguemos por la laguna de Xochimilco. Incluso puede que prefieras perderte conmigo en el Gran Pantanal, entre pirañas y yacarés, para luego recorrer la arquitectura futurista de Brasilia, las iglesias barrocas de Ouro Preto y las playas cariocas. Y de paso, ya puestos, correr en un todo terreno por el tramo norte de la mítica Ruta 40, la que va desde Tierra de Fuego hasta Bolivia, una pequeña parte de la carretera más larga del mundo, la Panamericana.

Si no te gusta volar, podríamos cruzar el Estrecho de Gibraltar y visitar el Magreb más cercano, con las ciudades imperiales de Fez, Xauen y Rabat, el inicio de la ruta de las caravanas a Tombuctú o los vestigios del imperio español en África. Aunque probablemente esta zona ya la hayas visitado.

Eso sí, no me pidas que vayamos a Oceanía, donde todavía no he estado, a China, donde no tengo intenciones de ir, ni a la vieja y aburrida Europa, convertida en un parque temático global.

¿Te decides? ¿Sabes ya a dónde quieres viajar? Pues no tienes más que pinchar un poco más abajo, en donde pone “1 comentario” (o 2, o 3, o hasta puede que 100, quien sabe) y escribir tu propuesta. Puedes dejarla como un mensaje anónimo, pero si firmas con tu dirección de correo electrónico, prometo contestarte, y al final enviarte un resumen de los resultados. Prometo también, si la salud me acompaña, contarte el viaje que resulte seleccionado.

Eso sí, me gustaría que explicaras por qué quieres ir allí, de dónde viene tu interés por el país, qué sitios o qué aspectos de su cultura te gustaría conocer…

Si tardas mucho en decidirte, no podrás participar. Como en algún momento habrá que tomar una decisión, los comentarios solo se podrán escribir durante 4 semanas, hasta el 16 de noviembre.

Lo que no te prometo es ni cuándo escribiré los próximos relatos, ni que te guste lo que escriba. El cuándo, porque depende de muchos factores ajenos a mí, y –sobre todo- de las ganas que tenga de escribir. Y si el viaje resulta ser aburrido, vaya en mi descargo que lo habremos elegido juntos. De lo único que seré responsable es de que los relatos estén mejor o peor escritos.

¡Anímate!

“La desaparición de Eleanor Rigby” de Ned Benson (“The Disappearance of Eleanor Rigby: Them” USA 2013)

Queridos Cinéfilos:

Antes que nada, declaro que no me gustan nada las películas modelo “pastel romanticoide” y menos aún cuando se las aliña con un licor amargo, vamos que me pareció flojísima “Love Story” en los 70, por dar un ejemplo paradigmático, dicho lo cual voy a tratar de daros mi más meditada valoración sobre “La desaparición de Eleanor Rigby”, dirigida por Ned Benson, también su guionista, película que fui a ver sin tener referencias de ella (la semana previa no pude disfrutar “Días de Cine” en La 2), que me gustó bastante y, desde luego, de ninguna manera estimo que pueda ser clasificada dentro de la sensiblera categoría antes referida.

Quiero comentar algo que no conocía cuando vi la película (en VOSE) y por ello no entendí por qué tras aparecer el título en inglés (“The Disappearance of Eleanor Rigby”, a secas) unos segundos después (creo que ya en otra escena) se añadía “Them”. La explicación es que el Director había rodado dos películas narrando la misma historia pero contándola respectivamente por cada miembro de la pareja, así la del chico complementaba el título con “Him” y la de la chica con “Her”, y de esa manera se presentaron juntas, pero no revueltas, en el Festival de Toronto en 2013, pero, cuando llegó el momento de la distribución a nivel mundial, parece ser que la empresa encargada de la misma “sugirió” al director que sería preferible para todos que ambas películas se fundieran en una sola y así se transformaron en “Them”.

Entrando ya en faena, adelanto que coincido esencialmente con las tres críticas para las que incluyo un enlace al final de este comentario, que destacan el primer tercio como la mejor parte de la película. El comienzo me ha parecido espléndido y no me resisto a descubrirlo (a ver si os animo a verla, consejo que nunca daría a seguidores de los Farrelly, “crepusculares”, grises asombrados, fans de series tipo “Sin tetas no hay paraíso” y engendros similares):





Una pareja de treintañeros, que están cenando en un nada pretencioso restaurante neoyorquino, nos demuestran que todavía no se han convertido en una aburrida pareja y que aún son cómplices en alguna pequeña aventura, especialmente tras haber bebido una copa de más, de forma que, tras una velada sugerencia de Él (Conor Ludlow), montan una escapada a la carrera para irse sin pagar, no porque les falte el dinero, simplemente como una travesura, que acaba felizmente, con ellos riéndose y besándose en la hierba de un jardín…


En la siguiente escena, Ella (Eleanor, ya que su padre, el respetable y situado catedrático de psiquiatría Dr. Rigby, y su madre fueron de jóvenes fans de los Beatles y ante esa feliz concordancia decidieron bautizarla así) atraviesa en bicicleta un gran puente sobre el Hudson (supongo); hacia la mitad del mismo la apoya en la barandilla y se arroja a la corriente, siendo rápidamente rescatada con vida por la policía…


A lo largo de la película nos enteramos, mediante una muy bien dosificada serie de secuencias relevantes, de los hechos que explican el intento de suicidio de Eleanor y su comportamiento los meses siguientes. Es, en mi opinión, un ilustrativo análisis de la dificultad interna que determinadas personas, con mente complicada, tienen para ser ellas y permitir a sus parejas ser felices, situación incomprensible para personas más esenciales que sólo demandan encontrar un buen/a compañero/a con la que compartir la regata de la vida apoyándose espalda contra espalda a la hora de capear los inevitables temporales.




Y de la trama no voy a decir nada más, pero sí de las excelentes interpretaciones de Jessica Chastain (a la que nunca había visto actuar) y James Mc Avoy (a él sí, en “El último rey de Escocia”, “Expiación” y “La conspiración”, de las tres se ha escrito en este Foro), y en esta calificación hay unanimidad en las críticas referenciadas. Del resto de los actores, Viola Davis, William Hurt, Isabelle Huppert, Bill Hader, Nina Arianda, Ciarán Hinds, muy bien el magnífico y oscarizado William Hurt, en su papel de padre de Eleanor, y notables todos los otros secundarios salvo, ¡¡inconcebiblemente!!, Isabelle Huppert, que parece actuar con absoluta desgana y en un papel perfectamente vacuo (probablemente no sólo es culpa suya, sino también del director-guionista que aparentemente le asigna un personaje que si se eliminara no pasaría nada, claro que si viéramos “Him” y “Her” completas pudiera ser que la Sra. Rigby ganase peso específico).

Por si os interesaran, facilito los siguientes enlaces:

Buen CINE, Amigos.

Manrique

jueves, 9 de octubre de 2014

Tras las huellas del vellocino de oro

Si quieres leer el primer relato de esta serie, pulsa aquí.

Después de pasar unos días recorriendo los valles vinícolas de Teliani y Alazani, de visitar al menos seis de los monasterios más importantes de la zona, y de catar todos los vinos que se pusieron a nuestro alcance, volvimos a Tbilisi para devolver el coche de alquiler, dispuestos a seguir nuestro viaje de marschrutka en marschrutka, rumbo al noroeste de Georgia. No solo era muchísimo más barato, sino que, con tal de no sentarse en primera fila, no se vivía el peligro de manera tan intensa como en un coche. Ojos que no ven, corazón que no siente…

Después de pasar un par de días en la estación termal de Borjomi, cuna del agua mineral que tanto me gustaba, llegamos a Kutaisi, la capital de la antigua Cólquida, a donde se dice que arribaron Jasón y los argonautas buscando el vellocino de oro. Los historiadores creen que el mítico vellocino pudo haber existido, y que debió de ser un regalo de algún caudillo svano a Aeetes, un rey cólquido. Hasta hace muy pocas décadas, los svanos han conservado la práctica de recoger oro de los arroyos sumergiendo un vellón de oveja en las zonas con cierto potencial aurífero, ya que parece ser que las partículas de oro se quedaban prendidas en la lana. Y ¿qué mejor regalo o tributo a un rey que un vellón bien cargado de polvo de oro?

Los únicos vestigios de los cólquidas que quedan en Kutaisi se encuentran en el museo local, que tiene la inmerecida fama de ser el segundo mejor de Georgia. Ni el museo era gran cosa, ni tenía muchos objetos cólquidas, fuera de algunas figurillas de bronce muy similares a las hititas. Luego nos enteramos que la verdadera colección de orfebrería cólquida, de un valor artístico incalculable, estaba en el Museo Janashia de Tbilisi.

Cuando nos íbamos, un tal David, no sé si encargado o director, sin duda aburrido por la falta de visitantes, me cogió por banda y se pasó un buen rato explicándome las grandes similitudes entre el euskera y el georgiano. Según él, existían nada menos que cincuenta palabras coincidentes entre ambos idiomas, algunas tan significativas como Guridi, Etxebarría o Ibarruri. ¡A ver si iba a resultar que La Pasionaria y Stalin eran parientes!

La cosa no habría pasado de una conversación de cortesía, si al saber que yo era español no se hubiera puesto a contarme su admiración por Franco. Tuve que cortarle de raíz, y explicarle que Franco había sido un dictador sanguinario y sin escrúpulos, que a mí en concreto me había costado un par de detenciones y el pase por los infames sótanos de la Dirección General de Seguridad, y que cada vez menos españoles le tenían aprecio.

A la mañana siguiente nos plantamos tempranito en la estación de marshrutkas, para coger una que nos llevara hasta Mestia, capital de Svanetia. Como no nos había dado tiempo a desayunar, y no nos apetecía emprender un trayecto de más de seis horas con el estómago vacío, después de mucho buscar por los alrededores de la estación acabamos en el que, según todos los indígenas, era el mejor sitio para desayunar.

SI por fuera no tenía muy buen aspecto, por dentro era descorazonador. El suelo estaba cubierto por retales de moqueta, sucios y raídos. Del techo colgaban, cual estalactitas, girones del aislamiento térmico. Al fondo, una cortina mugrienta dejaba ver una especie de reservado. El mostrador exhibía tres alimentos: Un gran pedazo de carne colgado de un gancho, con su ración de moscas, una bandeja con una docena de lo que parecían parrochas, asadas la víspera, y un queso.

Le pedimos pan y queso, a lo que asintió sin problemas, pero cuando le dijimos que queríamos tres tés nos miró extrañado, como si no nos entendiera. Me di cuenta entonces de que la mitad de los escasos parroquianos estaba desayunando con cerveza. ¿Y la otra mitad? ¡Con vodka!

Como insistíamos en lo del té, y rechazábamos sus ofertas de algo con más graduación, acabó llamando a su mujer y transmitiéndole nuestra extraña petición. Cuando nos trajeron el té, casi
lamenté no haber aceptado la  cerveza, o al menos un buen tintorro kindzmarauli. Las tazas tenían en el fondo unos posos negros, que al principio supusimos que eran polvo de té, pero luego comprobamos que eran del óxido de la tetera. Las cucharillas tenían el fondo negro, y en el azucarero se apreciaban las huellas de haber introducidos cucharillas sucias de café. Por suerte, el pan y el queso, como siempre, eran excelentes, y se podían comer con los dedos, sin necesidad de usar los cubiertos de la casa. Y el té nos lo tomamos sin azúcar.

La marshrutka salió sin mucho retraso, y en poco más de una hora llegamos a Zugdidi. Su estación de autobuses, en la que paramos un cuarto de hora, era bastante más cutre que la de Kutaisi, pero muy animada, porque a pocos kilómetros estaba la frontera extraoficial con Abjasia. Como la independencia de Abjasia, conseguida con apoyo militar ruso en 1.992, solo la han reconocido la propia Rusia, Venezuela y Nicaragua, Georgia la sigue considerando como parte de su territorio, y no ejerce un control aduanero propiamente dicho. En consecuencia, el contrabando entre Rusia y Georgia es la principal fuente de ingresos para muchos de los habitantes de la zona. Eso, y el dinero que se deja la misión de paz de las Naciones Unidas, cuyos Land Cruisers flamantes nos cruzamos en varias ocasiones.

A partir de Zugdidi nos internamos en el valle del Enguri, el principal río de Svanetia. El rio nace en el monte Skhara, en la frontera con la república rusa de Kabardino-Balkaria, y recorre más de doscientos kilómetros antes de desembocar en el Mar Negro. En su curso medio se alza una presa impresionante, que, con una capacidad de más de un millón de metros cúbicos, produce casi la mitad del consumo energético de Georgia.

Cuando la divisamos a lo lejos y la señalamos, asombrados de su tamaño, el conductor nos indicó con un gesto que esperáramos. Poco más adelante, se salió de la carretera general, y al llegar a una barrera habló con el guarda, que la levantó. Unos cientos de metros más adelante detuvo la mashrutka y nos dijo a todos los pasajeros:

  • Foto Stop. Piatnadtsat minuta (quince minutos).

Luego nos acompañó, mientras se echaba un pitillo, hasta un mirador desde el que se veía perfectamente la bóveda, que luego averigüé que medía setecientos cincuenta metros de largo y doscientos cuarenta de alto.

Después de este descanso seguimos otras tres horas remontando el valle del Enguri, cada vez más estrecho y tortuoso, con unos precipicios de vértigo, entre bosques y cascadas, y con casi ninguna muestra de ocupación humana. La carretera era muy peligrosa incluso en verano, con curvas muy cerradas, cuestas de hasta el quince por ciento, y precipicios de más de cien metros que se desplomaban sobre el río. Si a esto le sumamos los continuos desprendimientos de rocas que caían en la carretera, y las vacas que paseaban o descansaban sobre el asfalto, no es de extrañar que cada pocos cientos de metros hubiera pequeños monumentos funerarios en recuerdo de viajeros fallecidos en accidentes de tráfico. Lo más curioso era que, en lugar de flores, los familiares dejaban botellas de aguardiente y unos vasos, para que los amigos del difunto pudieran pararse y beber a su salud.

Como conozcas a varias de las víctimas, y pretendas rendirle homenaje a todas, es casi imposible que llegues sobrio a tu destino. Por suerte, nuestro conductor no se detuvo a echar un trago en ninguno de estos monumentos. Estaba muy ocupado hablando con el móvil, entre otras cosas para conseguirle alojamiento a una parejita que viajaba con nosotros.

Por fin, el valle se abrió y llegamos a Mestia. No creo que tuviera más de dos mil habitantes, pero sí que tenía, como Castellón o Ciudad Real, un aeropuerto sin vuelos, y, como tantas ciudades españolas, un amplísimo “centro municipal de servicios”,también subvencionado por la UE y vacío en más de un 90%. Bueno, no exactamente vacío, ya que en muchos de los locales de la planta baja, una vez desaparecidos los cristales, se metían las vacas cuando llovía.

Mestia es el principal centro turístico de la zona, sobre todo para deportes de invierno. Al atractivo de las pistas de esquí y las rutas de montañismo y escalada se unen no menos de cuarenta torres defensivas, en bastante buen estado de conservación. En lugar de construir un castillo para el señor feudal, o una muralla que defendiera toda la aldea contra los ataques de cualquier enemigo, los svanos no se fiaban de nadie, y cada familia se construía su propia torre, adosada a la vivienda, para poder defenderse por igual de vecinos y extraños.

Tuve la oportunidad de subir a una, pomposamente calificada como “Museo Svaneti”. Se entraba primero a una vivienda, y desde el piso superior de la misma se accedía a una escalera exterior de madera, por la que se alcanzaba la única puerta que tenía la torre, situada a unos seis metros de altura sobre su base. Para subir a los siguientes niveles había que trepar por unas escalas hechas con ramas sin desbastar, que terminaban en aberturas practicadas en el piso de piedra. En cada uno de los siete niveles había una enorme losa para tapar el agujero que comunicaba con el nivel inferior, y un ventanuco adornado con huesos de animales.

En el nivel más alto, justo debajo del tejado, se abría una docena de troneras, que permitían tirar piedras y flechas a los atacantes, y otra escalerita que subía al tejado, de tablillas de abedul. El conjunto era prácticamente inexpugnable, pues solo con una potente artillería se podía derribar la torre, y el acceso por el interior se podía impedir con muy pocos defensores, simplemente retirando las escalas al piso superior y cerrando cada abertura con su losa de piedra.


Desde Mestia se divisaban algunas de las montañas más altas del Cáucaso, como el Tetnuldi (4.858 m), formado por dos conos perfectos, o el Ushba (4.710 m), con sus pináculos de piedra oscura que lo convierten en el pico más difícil de escalar de toda la zona. Aquello me pareció un pequeño paraíso, uno de esos sitios a los que prometo volver si me jubilo en un razonable estado físico y mental, para pasar un par de semanas disfrutando de sus paisajes de cuento, de sus bosques multicolores, de las caminatas, de la comida y de la bebida.

Allí, en el café Laila, probé por fin el chacha, un aguardiente muy muy potente. Vamos, de más de cincuenta grados. El que yo tomé era seco, de orujo, con un cierto sabor a peras, aunque no tan acusado como el Williamsbirne alemán. También lo hacían de distintas frutas, de cereales, y –como ya he contado-, en caso de necesidad hasta con pan duro.

Si en agosto los svanos que me rodeaban lo bebían con bastante alegría, me imagino que de octubre a junio, con más de dos metros de nieve, nadie saldría a la calle sin atizarse antes un buen lingotazo.

Mientras bebía mi pelotazo de chacha, entró en la plaza un BMW, derrapando y pegando bandazos por entre los paseantes. Su carrera terminó estampándose contra un Mitsubishi Montero, con la mala suerte que, de resultas del impacto, el Mitusibishi se desplazó y se clavó en la puerta trasera la maquinaria agrícola de un tractor, aparcado en frente de la comisaría.

Llegaron los policías de la comisaría, nos acercamos todos los clientes de los bares de la plaza, y del BMW salieron  sus tres ocupantes, milagrosamente ilesos pero dando traspiés de la borrachera que llevaban. Los policías ni les tomaron la filiación, ni les hicieron soplar. Creo que en Georgia, para que te detenga la policía de tráfico, tienes que haberle pegado tres tiros al otro conductor. Todo lo demás se debe considerar una infracción menor.

Comprendí la indiferencia de la policía cuando la tarde siguiente, aproximadamente a la misma hora, entró en la plaza otro BMW derrapando, aunque esta vez sin más consecuencias que el morrazo contra la acera que se dio el conductor, que también salió del coche claramente borracho. Se le reventó una rueda, pero la gente ni se acercó a mirar. Se ve que era una tradición, como el Toro de la Vega de Tordesillas. Y las tradiciones son sagradas, o eso dicen los que las defienden.

Tan jartibles como siempre, no nos bastaba con haber llegado a Mestia. Contratamos a Davit, que aseguraba ser ingeniero y arquitecto, con su todoterreno, para que nos llevara cuarenta kilómetros más lejos, hasta el valle de Ushguli. En ese grupo de aldeítas situado a 2.500 metros de altura, se encontraba el mayor conjunto de torres defensivas de la región de Svanetia.

A los pocos kilómetros de Mestia, el camino se convirtió en una simple pista. Al llegar a lo alto del puerto que separaba los dos valles, parada obligatoria. Por encima de las montañas cubiertas de abetos, arces que empezaban a enrojecer y abedules, se veían hasta cuatro glaciares.

El conductor nos contó que sobre el hielo de uno de esos glaciares los rusos habían construido una carretera de más de veinte kilómetros, no sé muy bien para qué.

Durante ocho meses al año, la pista que seguíamos estaba cubierta de nieve, y, como decía Davit con toda la razón, “school very problem, hospital very problem, small tourist”. Me dio la impresión de que, en general,  la vida en aquellas aldeas que íbamos dejando atrás debía ser “very problem” en el largo invierno.

Mientras tanto Davit, tan parlanchín como escaso de vocabulario, seguía explicándonos su visión del mundo, centrada ahora en los tan habituales turistas israelíes: “Israel tourist Egypt very problem, Lebannon very very problem, Turkey small problem, Iran very very problem, Georgia yes problem no”.

También nos contó, muy  orgulloso, que su sobrino era campeón de Europa de pulsos. Espero que algún día se reconozca este deporte popular, en el que nunca llegué muy lejos, y lo declaren olímpico.

El problema de la locuacidad de Davit era que, cuando le faltaban las palabras, soltaba las manos del volante para completar sus explicaciones con gestos. Y os aseguro que aquella pista no era para despistarse, cosa que nos iba corroborando Davit al indicarnos el número de muertos en cada punto negro del camino.

Después de casi cuatro horas de coche, llegamos a Ushguli. Las torres, de piedra negra, se alzaban por todas partes. Por las callejuelas circulaban bastantes más vacas que personas, hasta el punto de que el suelo estaba cubierto por una capa casi continua de estiércol de vaca más o menos fresco.

Aunque las viviendas tradicionales, las torres, y las montañas cubiertas de nieve atraían la mirada, no se podía avanzar sin mirar al suelo, bajo riesgo de acabar con las botas bien untadas de bosta.

En la aldea más grande de las cuatro que formaban Ushguli había varios alojamientos rurales más bien escuetos, por no decir directamente cutres. El cuarto de baño, por supuesto compartido, consistía en una auténtica letrina: una garita de madera levantada en una esquina del patio, con una apertura encima de la puerta que proporcionaba alumbrado de día y ventilación a todas horas. Dentro, un tablón a modo de asiento, con un agujero circular de unos veinticinco centímetros de diámetro, y un gancho en el que pendían varias hojas de periódico. Por debajo corría un regato. Si no muy higiénico, al menos bastante ecológico.

Al día siguiente nos dirigiríamos hacia el sur, hasta Batumi, casi en la frontera con Turquía.

Pero esa es otra historia

domingo, 5 de octubre de 2014

“Alma-Tadema y la pintura victoriana en la colección Pérez Simón” Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid


Queridos Cinéfilos amantes de la Pintura:


A finales de los años 40, dos amigos, niños asturianos, se despidieron en el pueblecito de Turanzas ya que uno de ellos, Juan Antonio Pérez Simón, iba a emigrar con su familia a México.

Pasan los años y gracias a su incansable trabajo, inteligencia y, supongo, la imprescindible dosis de suerte, el joven emigrante ganaría una gran fortuna.

Caso como éste habrá unos cuantos, seguro que no demasiados, pero Pérez Simón se convirtió en un experto en Arte y tiene la mejor colección pública o privada al sur de Río Grande, ¡¡sólo 2500 cuadros!!, de una calidad tal que el Museo Thyssen-Bornemisza ya le dedicó una exposición en 2006, "De Cranach a Monet en la colección Pérez Simón" calificada como “una de las más exitosas en la historia del museo”, que visité y me encantó. Ahora presenta una nueva, esta vez circunscrita a “Alma-Tadema y la pintura victoriana en la colección Pérez Simón”.

 Para situar el tema artístico, prefiero citar a Natividad Pulido, transcribiendo los primeros párrafos de su artículo cultural en ABC (que no podría ser más acertado):

"Las rosas de Heliogábalo" 1888
“A finales del XIX y comienzos del XX las vanguardias europeas bullían: impresionismo, postimpresionismo, cubismo... ponían el arte patas arriba. Pero, al otro lado del espejo, un grupo de artistas se bajaba en marcha del tren de la modernidad: apostaban por el clasicismo más academicista, lo que les valió ser vapuleados sin piedad por la crítica y relegados a los almacenes en los museos. Ellos representaban el establishment que había que aplastar y por eso fueron estigmatizados. Disuelto el grupo prerrafaelita, la pintura que imperó en Gran Bretaña desde 1860 hasta el inicio de la I Guerra Mundial, que conocemos como pintura victoriana –se llevó a cabo con la Reina Victoria en el trono, primero, y con su hijo Eduardo, después–, no siempre ha gozado de demasiada consideración. Más bien todo lo contrario. Con los años las tornas han cambiado y, poco a poco, la pintura victoriana va gozando de mayor popularidad y va encontrando su lugar en el mercado. Su cotización sigue al alza. Entre sus acérrimos defensores, el empresario y coleccionista mexicano Juan Antonio Pérez Simón (1941), empeñado en rescatar y rehabilitar esta pintura." 

He visitado la exposición actual y me ha encantado, especialmente la obra de Alma-Tadema (sin despreciar en absoluto otros pintores excelentes en la muestra) del que tuve la primera referencia hace unos 10 o 15 años al buscar el autor del muy atractivo cuadro que se reproducía en la portada de un libro de poemas de Cavafis: fue un pintor holandés que en 1870, con 34 años y ya muy conocido, se trasladó a Inglaterra donde acabó de triunfar clamorosamente, recibiendo múltiples reconocimientos de Academias de diversos países en el resto de su vida y, ya con ciudadanía británica, nombrado Sir por la Reina Victoria.


"Paraíso terrenal" 1891 
En 2006 ya me maravilló en la citada exposición de la Thyssen, donde ya trajeron "Las rosas de Heliogábalo", creo recordar. Por ello os animo ardorosamente a que, los que podáis, no os perdáis la presente exposición, que ha sido prorrogada hasta el próximo domingo 12, ya que en España no hay prácticamente nada de pintura victoriana.

Para terminar, la anécdota respecto a nuestro Foro: el otro niño asturiano citado, amigo de Pérez Simón, era el suegro de nuestro amigo, compañero de muchos y excelente “Cinéfilo”, Rogelio, al que le ruego que apoye o mejore mi crítica sobre esta exposición con su más acertado comentario, ya que él conoce muy bien el tema.

Por si os interesaran, facilito los siguientes enlaces:

Preciosa PINTURA, al menos para mí, Amigos.

Manrique

viernes, 3 de octubre de 2014

Jersey Boys

Jersey boys
2014


Director: Clint Eastwood

Guión: Rick Elic y John Logan

Música: Bob Gaudio

Intérpretes:
John Lloyd Joung (Frank Valli)
Vicent Piazza (Tommy De Vito)
Erich Bergen (Bob Gaudio)
Michael Lowenda (Nick Bergen)
Christopher Walken (Gyp De Carlo)




Hay tres formas de sobrevivir en Newark (New Jersey): ir al ejército y tal vez morir, entrar en la mafia y también morir y hacerse músico. Nosotros elegimos dos de ellas.
Estas palabras dichas por Tommy De Vito (Vicent Piazza), casi al principio de la película, resumen la vida de estos cuatro chicos de Jersey, que van a formar un grupo musical en los años cincuenta y que van a hacer vibrar a más de una  generación con sus temas.
Frank Valli (con i latina), Tommy De Vito, Bob Gaudio y Nick Massi son:  The four seasons. Igual que la famosa sinfonía, pero no había que preocuparse porque el autor ya estaba muerto.
¿Han intentado subir una pesada caja fuerte al maletero de un coche, de noche y saltando la alarma?
¡Qué mejor sitio que una iglesia para ensayar un número musical con  el propio órgano de ésta!
Historia agridulce pero con algunos  valores importantes sobre amistad, agradecimiento o lealtad.
Algunas de las canciones inolvidables: Sherry, Rag Doll, My Eyes y, sobre todo, Bye Bye Baby.
En fin, película para disfrutar más de una vez.

Los trece padres sirios


Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí
Dejamos con pena el Oasis Club y nos encaminamos, por fin, hacia los monasterios rupestres de Lavra (el laurel) y Udabno (el desierto).

Estos dos monasterios, junto con otros diez de los alrededores, fueron fundados en el siglo VI por Davit Gareji, uno de los trece monjes sirios que vinieron a evangelizar Georgia.

El primer monasterio que nos encontramos, el de Lavra, situado al pie de la carretera, no nos pareció especialmente interesante. Aunque se apreciaban numerosas cuevas en las paredes rocosas del risco en el que se apoyaba, solamente se podían visitar dos o tres. Los actuales monjes han “okupado” rápidamente el monasterio, tras la caída del régimen soviético, cerrando al público la mayor parte de las instalaciones. Y lo que es más grave, han cortado el acceso habitual al monasterio de Udabno, que antes se hacía por el interior de Lavra.

Para llegar a Udabno ya no hay más remedio que trepar por una ladera empinada y polvorienta, entre pedruscos y algún arbusto. Nosotros estuvimos subiendo durante hora y media, sudando, resoplando y parando cada pocos minutos para descansar. Eran las tres de la tarde, hora evidentemente poco apropiada para iniciar una ascensión al sol. Pero ¿cómo íbamos a perdernos aquella joya escondida, con lo que nos había costado llegar hasta allí?

Al cabo de aquella subida interminable, coronamos el risco por la cara Este. Si durante la subida íbamos viendo la estepa por la que poco antes nos habíamos perdido, que se perdía en el horizonte, al otro lado, muy abajo, se extendía el desierto negro de Azerbaiyán. Ya el lado georgiano nos había parecido solitario e inhóspito, pero el lado azerí era mucho más duro.

En los muchos kilómetros que alcanzaba la vista, ni una casa, ni un camino, ni una oveja, ni un matojo. Solo una alambrada que delimitaba la frontera entre Georgia y Azerbaiyán interrumpía la monotonía de las piedras negras. Sobre la ladera georgiana, muy arriba, unas aves carroñeras volaban en círculos. Sobre la azerí, nada.

Seguimos recorriendo el filo del risco, por un estrecho sendero tallado al borde del precipicio. De la barandilla que en su día evitaría una posible caída ya solo quedaban algunos postes oxidados, hundidos en la roca cada pocos metros. Venciendo el vértigo que sufría, seguí a mis compañeras hasta las primeras cuevas.

En un primer momento, nos llevamos una fuerte desilusión. Las horas perdidos por la estepa, la dura subida bajo el sol inclemente y más de treinta y cinco grados de temperatura, solo nos habían conducido hasta unas cuevas muy primitivas, en parte naturales y en parte excavadas en la roca. Ni una pintura, ni un relieve, nada. Podíamos estar en cualquiera de los refugios para pastores tan abundantes en la Sierra de Grazalema.

Y de repente, la recompensa a todos nuestros esfuerzos. Una capilla troglodita que conservaba pinturas murales muy primitivas, realizadas entre los siglos X y XIII, mostraban escenas de la vida de Davit Gareji, animales, príncipes, ángeles, una virgen con el niño y hasta una representación muy ingenua del juicio final.

A pocos pasos, otra cueva albergaba el refectorio, decorado con escenas bíblicas y con los retratos de los trece padres sirios. ¡Había valido la pena!

Sentados a la sombra, en uno de los bancos del refectorio tallados en la misma roca, leimos la historia del rey Demetrio I, que tras abdicar en su hijo se retiró a una de estas cuevas a rezar y hacer penitencia. Debió haber sido un gran pecador para imponerse tamaña expiación. Por cierto, este rey fue el autor de uno de los más famosos himnos religiosos georgianos, “Tu eres una bodega”.

La suerte de los monasterios de Lavra y Udabno siempre ha estado unida a los vaivenes de la independencia georgiana. Saqueados por los turcos selyúcidas en el siglo XI, por los mongoles de Ghengis Khan en el XIII, por Tamerlán y sus turcomanos en el XIV, por los persas en el XVI, expropiados por el gobierno soviético en los años veinte del siglo pasado, han vuelto a resurgir de sus cenizas cada vez que Georgia ha recuperado su independencia.

Con pena emprendimos el descenso. Pero nos quedaba mucho camino por delante, y no queríamos que se nos hiciera de noche antes de llegar a Telavi, donde teníamos reservadas habitaciones en el hotel de unas bodegas.

Después de devolver el gorro de paja en el Oasis Club, y desconfiando, con razón, de nuestro navegador, le pedimos a Zurab que nos dibujara un croquis de la ruta a seguir. Parecía sencilla, y nos dijo que no deberíamos tardar mucho más de dos horas en llegar. Siguiendo sus consejos, al llegar a la carretera general, cuando esperábamos estar a unos cincuenta kilómetros de Telavi, paramos a preguntar en una gasolinera.

Como siempre, nuestros escasos conocimientos de ruso se convirtieron en un obstáculo, sobre todo porque el empleado se empeñaba en señalar en dirección contraria a la que marcaba el croquis de Zurab. En esas estábamos, cuando se paró un coche rojo conducido por un chaval joven acompañado por la que supongo era su madre. Sonriente, nos saludó:

* Hello!
* Hello! Do you speak english?
* Yes!
* Do you know the road to Telavi?
* Da, da. Priamo, priamo, piadiesiat kilomietrov napraba (sí, sí, todo seguido, y a los cincuenta kilómetros, a la derecha)

Descubrimos entonces que todos sus conocimientos de inglés se habían agotado con las primeras frases. Muy amable, conseguimos entenderle que ellos iban hacia Telavi, y que podíamos seguirles.

Agradecidos y aliviados, volvimos a subir al coche, solo para descubrir que se dirigían hacia el este, como nos había señalado el empleado de la gasolinera, no hacia el oeste, como marcaba el croquis de Zurab. Pero ese no era el único problema. Al principio circulábamos a unos ochenta kilómetros por hora, al ritmo de los demás coches. Al cabo de unos quince minutos, primera parada en el arcén. Me acerqué, pensando que ellos se desviaban allí y que nos iban a indicar el camino, pero simplemente estaban cambiando de conductor.

Con la madre al volante, todo cambió. La señora no sobrepasaba nunca los cincuenta kilómetros por hora, y daba bandazos de lado a lado de la carretera, como si fuera la primera vez en su vida que conducía un coche. A esa velocidad, y con el rodeo que estábamos dando, el viaje se iba a largar más de lo previsto. Cuando se detuvieron en una aldea, y nos indicaron que se quedaban allí, y que Telavi estaba ya cerca, era noche cerrada.

Llegamos al hotel siete horas después de lo previsto, agotados y con el faro izquierdo fundido. Para compensar aquel día agotador, esa misma noche nos bebimos una botella de Tsinandali Kveri, para mi gusto el mejor vino georgiano.

Pero esa es otra historia

jueves, 2 de octubre de 2014

“El amor es un crimen perfecto” de Arnaud y Jean-Marie Larrieu (Francia y Suiza 2013)

Queridos Cinéfilos:

¿Cuántos de vosotros ha visto en TV o en cine, leído en un periódico u oído en una radio una promoción, anuncio o la mínima crítica de esta película francosuiza desde que se estrenó hace un mes?. Me temo que poquísimos, si es que alguno, porque ya se sabe del casi absoluto desprecio de los distribuidores y los medios de comunicación para el Cine europeo, con muy escasas excepciones.

En mi caso mis únicas noticias previas antes de verla fueron una crítica periodística, que la calificaba de notable y original, y el habitual excelente reportaje de “Días de Cine” en La 2 (facilito al final los accesos a ambas críticas completas), además del atractivo que para mí suponía que su protagonista fuera Mathieu Amalric (al que descubrí este año como el actor principal, y único, de “La Venus de las Pieles”, película a la que injustamente olvidé asignarle un accésit entre las mejores que he visto esta temporada dentro de mi comentario de “El Gran Hotel Budapest”, en la que, mirad por donde, también trabajaba Amalric, del que me he enterado por la hoja guía que en el Renoir que tiene en su haber la Palma de Cannes al Mejor Director 2010 por “Tournée”, que yo sepa no estrenada en España, además de un par de premios César como actor; deberían haberles puesto de nombre Astérix siendo galos, digo yo). Las actrices y otros actores (Karin Viard, Maïwenn, Denis Podalydès, Sara Forestier, Marion Duval, Damien Dorsaz, Pierre Maillard, Anne-Laure Tondu) me han resultado desconocidos, consecuencia de mi mínima “ingesta” actual de cine francés.

Por esos antecedentes decidí ir a ver “El amor es un crimen perfecto” (traducción literal del título original "L'amour est un crime parfait") y ya la primera secuencia me resultó sumamente atrayente (quizás porque me recordó de inmediato, si la memoria no me ha hecho trampas, el comienzo de la chabroliana “Accidente sin huella”, “Que la bête meure” era su título en francés, ¿verdad?, Josechu y José María, devotos del Cine francés, aunque creo que, entre los Cinéfilos, el máximo seguidor de Claude Chabrol era el inolvidado Santiago, nuestro mensajero que despedimos desde aquí cuando partió a reunirse con él …y con François Truffaut, Louis Malle y Eric Rohmer, hace ya más de tres años): En una fría noche y desde la posición del conductor, la cámara rueda el recorrido de un coche por una estrecha y retorcida carretera alpina, con los bordes absolutamente nevados.

Tampoco la segunda y tercera secuencias son precisamente “insulsas”: tras el largo recorrido, el coche llega a una cálida cabaña de montaña y sus dos ocupantes, un hombre de media edad y una chica joven, entran en ella y suben ansiosamente las escaleras hasta un dormitorio; la cámara se funde en negro con el desnudo de la joven. A la mañana siguiente, el hombre trata de despertar suavemente a la chica: “Bárbara, Bárbara”. Y cada vez más nervioso ante la falta de respuesta: “¿Nadia?... ¿Lidia?... ¿Emma?”. Y la cámara se funde en negro con la chica inerme... La verdad es que no debo contar nada más, salvo destacar la gran originalidad del modernísimo edificio de la Universidad de Lausanne (se supone) que atraerá a los espectadores profesionales o aficionados a la Arquitectura (¿eh, Jaime?).

La película está dirigida por los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu,  también responsables del guión, basado en la novela “Incidences” de Philippe Djian, todos ellos absolutamente desconocidos previamente para mí.

Debo decir que me ha gustado la original manera de desarrollar la acción y cómo está rodada y organizada la película que, por otra parte, me parece que mantiene perfectamente la atención, por lo que os aconsejaría verla … si os fuera posible, aunque me parece que ya no la ponen en ningún cine de Madrid (el día que la vi, un miércoles hace un par de semanas, día del precio ínfimo de entradas a 3,90€, creo que éramos 9 personas en la sala de los Cines Princesa en el pase de las 18:15). Yo la calificaría como una película 7/10, con su plus de originalidad.

Por si os interesaran, facilito los siguientes enlaces, entre los que destaco por su interés el espléndido reportaje de “Días de Cine”, que la califica mejor que yo, interpretaría que le asigna un 8/10; también Fotogramas le da una alta calificación:

  • Reportaje en “Días de Cine” TVE2 sobre la película (4’20”): 
  • Crítica de Antonio Weinrichter en ABC: http://hoycinema.abc.es/critica/20140905/abci-amor-crimen-perfecto-opiniones-201409042026.html
  • “El cuerpo helado del delito”, crítica de Jordi Costa en El País: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/09/04/actualidad/1409855161_618856.html
  • Crítica de Jordi Batlle en Fotogramas:  http://www.fotogramas.es/Peliculas/El-amor-es-un-crimen-perfecto
  • Tráiler en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=rmxypSu7xy8

  • Buen CINE, Amigos.

    Manrique