viernes, 3 de octubre de 2014

Los trece padres sirios


Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí
Dejamos con pena el Oasis Club y nos encaminamos, por fin, hacia los monasterios rupestres de Lavra (el laurel) y Udabno (el desierto).

Estos dos monasterios, junto con otros diez de los alrededores, fueron fundados en el siglo VI por Davit Gareji, uno de los trece monjes sirios que vinieron a evangelizar Georgia.

El primer monasterio que nos encontramos, el de Lavra, situado al pie de la carretera, no nos pareció especialmente interesante. Aunque se apreciaban numerosas cuevas en las paredes rocosas del risco en el que se apoyaba, solamente se podían visitar dos o tres. Los actuales monjes han “okupado” rápidamente el monasterio, tras la caída del régimen soviético, cerrando al público la mayor parte de las instalaciones. Y lo que es más grave, han cortado el acceso habitual al monasterio de Udabno, que antes se hacía por el interior de Lavra.

Para llegar a Udabno ya no hay más remedio que trepar por una ladera empinada y polvorienta, entre pedruscos y algún arbusto. Nosotros estuvimos subiendo durante hora y media, sudando, resoplando y parando cada pocos minutos para descansar. Eran las tres de la tarde, hora evidentemente poco apropiada para iniciar una ascensión al sol. Pero ¿cómo íbamos a perdernos aquella joya escondida, con lo que nos había costado llegar hasta allí?

Al cabo de aquella subida interminable, coronamos el risco por la cara Este. Si durante la subida íbamos viendo la estepa por la que poco antes nos habíamos perdido, que se perdía en el horizonte, al otro lado, muy abajo, se extendía el desierto negro de Azerbaiyán. Ya el lado georgiano nos había parecido solitario e inhóspito, pero el lado azerí era mucho más duro.

En los muchos kilómetros que alcanzaba la vista, ni una casa, ni un camino, ni una oveja, ni un matojo. Solo una alambrada que delimitaba la frontera entre Georgia y Azerbaiyán interrumpía la monotonía de las piedras negras. Sobre la ladera georgiana, muy arriba, unas aves carroñeras volaban en círculos. Sobre la azerí, nada.

Seguimos recorriendo el filo del risco, por un estrecho sendero tallado al borde del precipicio. De la barandilla que en su día evitaría una posible caída ya solo quedaban algunos postes oxidados, hundidos en la roca cada pocos metros. Venciendo el vértigo que sufría, seguí a mis compañeras hasta las primeras cuevas.

En un primer momento, nos llevamos una fuerte desilusión. Las horas perdidos por la estepa, la dura subida bajo el sol inclemente y más de treinta y cinco grados de temperatura, solo nos habían conducido hasta unas cuevas muy primitivas, en parte naturales y en parte excavadas en la roca. Ni una pintura, ni un relieve, nada. Podíamos estar en cualquiera de los refugios para pastores tan abundantes en la Sierra de Grazalema.

Y de repente, la recompensa a todos nuestros esfuerzos. Una capilla troglodita que conservaba pinturas murales muy primitivas, realizadas entre los siglos X y XIII, mostraban escenas de la vida de Davit Gareji, animales, príncipes, ángeles, una virgen con el niño y hasta una representación muy ingenua del juicio final.

A pocos pasos, otra cueva albergaba el refectorio, decorado con escenas bíblicas y con los retratos de los trece padres sirios. ¡Había valido la pena!

Sentados a la sombra, en uno de los bancos del refectorio tallados en la misma roca, leimos la historia del rey Demetrio I, que tras abdicar en su hijo se retiró a una de estas cuevas a rezar y hacer penitencia. Debió haber sido un gran pecador para imponerse tamaña expiación. Por cierto, este rey fue el autor de uno de los más famosos himnos religiosos georgianos, “Tu eres una bodega”.

La suerte de los monasterios de Lavra y Udabno siempre ha estado unida a los vaivenes de la independencia georgiana. Saqueados por los turcos selyúcidas en el siglo XI, por los mongoles de Ghengis Khan en el XIII, por Tamerlán y sus turcomanos en el XIV, por los persas en el XVI, expropiados por el gobierno soviético en los años veinte del siglo pasado, han vuelto a resurgir de sus cenizas cada vez que Georgia ha recuperado su independencia.

Con pena emprendimos el descenso. Pero nos quedaba mucho camino por delante, y no queríamos que se nos hiciera de noche antes de llegar a Telavi, donde teníamos reservadas habitaciones en el hotel de unas bodegas.

Después de devolver el gorro de paja en el Oasis Club, y desconfiando, con razón, de nuestro navegador, le pedimos a Zurab que nos dibujara un croquis de la ruta a seguir. Parecía sencilla, y nos dijo que no deberíamos tardar mucho más de dos horas en llegar. Siguiendo sus consejos, al llegar a la carretera general, cuando esperábamos estar a unos cincuenta kilómetros de Telavi, paramos a preguntar en una gasolinera.

Como siempre, nuestros escasos conocimientos de ruso se convirtieron en un obstáculo, sobre todo porque el empleado se empeñaba en señalar en dirección contraria a la que marcaba el croquis de Zurab. En esas estábamos, cuando se paró un coche rojo conducido por un chaval joven acompañado por la que supongo era su madre. Sonriente, nos saludó:

* Hello!
* Hello! Do you speak english?
* Yes!
* Do you know the road to Telavi?
* Da, da. Priamo, priamo, piadiesiat kilomietrov napraba (sí, sí, todo seguido, y a los cincuenta kilómetros, a la derecha)

Descubrimos entonces que todos sus conocimientos de inglés se habían agotado con las primeras frases. Muy amable, conseguimos entenderle que ellos iban hacia Telavi, y que podíamos seguirles.

Agradecidos y aliviados, volvimos a subir al coche, solo para descubrir que se dirigían hacia el este, como nos había señalado el empleado de la gasolinera, no hacia el oeste, como marcaba el croquis de Zurab. Pero ese no era el único problema. Al principio circulábamos a unos ochenta kilómetros por hora, al ritmo de los demás coches. Al cabo de unos quince minutos, primera parada en el arcén. Me acerqué, pensando que ellos se desviaban allí y que nos iban a indicar el camino, pero simplemente estaban cambiando de conductor.

Con la madre al volante, todo cambió. La señora no sobrepasaba nunca los cincuenta kilómetros por hora, y daba bandazos de lado a lado de la carretera, como si fuera la primera vez en su vida que conducía un coche. A esa velocidad, y con el rodeo que estábamos dando, el viaje se iba a largar más de lo previsto. Cuando se detuvieron en una aldea, y nos indicaron que se quedaban allí, y que Telavi estaba ya cerca, era noche cerrada.

Llegamos al hotel siete horas después de lo previsto, agotados y con el faro izquierdo fundido. Para compensar aquel día agotador, esa misma noche nos bebimos una botella de Tsinandali Kveri, para mi gusto el mejor vino georgiano.

Pero esa es otra historia

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