Después de pasar unos días recorriendo los valles vinícolas de Teliani y Alazani, de visitar al menos seis de los monasterios más importantes de la zona, y de catar todos los vinos que se pusieron a nuestro alcance, volvimos a Tbilisi para devolver el coche de alquiler, dispuestos a seguir nuestro viaje de marschrutka en marschrutka, rumbo al noroeste de Georgia. No solo era muchísimo más barato, sino que, con tal de no sentarse en primera fila, no se vivía el peligro de manera tan intensa como en un coche. Ojos que no ven, corazón que no siente…
Después de pasar un par de días en la estación termal de Borjomi, cuna del agua mineral que tanto me gustaba, llegamos a Kutaisi, la capital de la antigua Cólquida, a donde se dice que arribaron Jasón y los argonautas buscando el vellocino de oro. Los historiadores creen que el mítico vellocino pudo haber existido, y que debió de ser un regalo de algún caudillo svano a Aeetes, un rey cólquido. Hasta hace muy pocas décadas, los svanos han conservado la práctica de recoger oro de los arroyos sumergiendo un vellón de oveja en las zonas con cierto potencial aurífero, ya que parece ser que las partículas de oro se quedaban prendidas en la lana. Y ¿qué mejor regalo o tributo a un rey que un vellón bien cargado de polvo de oro?
Los únicos vestigios de los cólquidas que quedan en Kutaisi se encuentran en el museo local, que tiene la inmerecida fama de ser el segundo mejor de Georgia. Ni el museo era gran cosa, ni tenía muchos objetos cólquidas, fuera de algunas figurillas de bronce muy similares a las hititas. Luego nos enteramos que la verdadera colección de orfebrería cólquida, de un valor artístico incalculable, estaba en el Museo Janashia de Tbilisi.
Cuando nos íbamos, un tal David, no sé si encargado o director, sin duda aburrido por la falta de visitantes, me cogió por banda y se pasó un buen rato explicándome las grandes similitudes entre el euskera y el georgiano. Según él, existían nada menos que cincuenta palabras coincidentes entre ambos idiomas, algunas tan significativas como Guridi, Etxebarría o Ibarruri. ¡A ver si iba a resultar que La Pasionaria y Stalin eran parientes!
La cosa no habría pasado de una conversación de cortesía, si al saber que yo era español no se hubiera puesto a contarme su admiración por Franco. Tuve que cortarle de raíz, y explicarle que Franco había sido un dictador sanguinario y sin escrúpulos, que a mí en concreto me había costado un par de detenciones y el pase por los infames sótanos de la Dirección General de Seguridad, y que cada vez menos españoles le tenían aprecio.
A la mañana siguiente nos plantamos tempranito en la estación de marshrutkas, para coger una que nos llevara hasta Mestia, capital de Svanetia. Como no nos había dado tiempo a desayunar, y no nos apetecía emprender un trayecto de más de seis horas con el estómago vacío, después de mucho buscar por los alrededores de la estación acabamos en el que, según todos los indígenas, era el mejor sitio para desayunar.
SI por fuera no tenía muy buen aspecto, por dentro era descorazonador. El suelo estaba cubierto por retales de moqueta, sucios y raídos. Del techo colgaban, cual estalactitas, girones del aislamiento térmico. Al fondo, una cortina mugrienta dejaba ver una especie de reservado. El mostrador exhibía tres alimentos: Un gran pedazo de carne colgado de un gancho, con su ración de moscas, una bandeja con una docena de lo que parecían parrochas, asadas la víspera, y un queso.
Le pedimos pan y queso, a lo que asintió sin problemas, pero cuando le dijimos que queríamos tres tés nos miró extrañado, como si no nos entendiera. Me di cuenta entonces de que la mitad de los escasos parroquianos estaba desayunando con cerveza. ¿Y la otra mitad? ¡Con vodka!
Como insistíamos en lo del té, y rechazábamos sus ofertas de algo con más graduación, acabó llamando a su mujer y transmitiéndole nuestra extraña petición. Cuando nos trajeron el té, casi
lamenté no haber aceptado la cerveza, o al menos un buen tintorro kindzmarauli. Las tazas tenían en el fondo unos posos negros, que al principio supusimos que eran polvo de té, pero luego comprobamos que eran del óxido de la tetera. Las cucharillas tenían el fondo negro, y en el azucarero se apreciaban las huellas de haber introducidos cucharillas sucias de café. Por suerte, el pan y el queso, como siempre, eran excelentes, y se podían comer con los dedos, sin necesidad de usar los cubiertos de la casa. Y el té nos lo tomamos sin azúcar.
La marshrutka salió sin mucho retraso, y en poco más de una hora llegamos a Zugdidi. Su estación de autobuses, en la que paramos un cuarto de hora, era bastante más cutre que la de Kutaisi, pero muy animada, porque a pocos kilómetros estaba la frontera extraoficial con Abjasia. Como la independencia de Abjasia, conseguida con apoyo militar ruso en 1.992, solo la han reconocido la propia Rusia, Venezuela y Nicaragua, Georgia la sigue considerando como parte de su territorio, y no ejerce un control aduanero propiamente dicho. En consecuencia, el contrabando entre Rusia y Georgia es la principal fuente de ingresos para muchos de los habitantes de la zona. Eso, y el dinero que se deja la misión de paz de las Naciones Unidas, cuyos Land Cruisers flamantes nos cruzamos en varias ocasiones.
A partir de Zugdidi nos internamos en el valle del Enguri, el principal río de Svanetia. El rio nace en el monte Skhara, en la frontera con la república rusa de Kabardino-Balkaria, y recorre más de doscientos kilómetros antes de desembocar en el Mar Negro. En su curso medio se alza una presa impresionante, que, con una capacidad de más de un millón de metros cúbicos, produce casi la mitad del consumo energético de Georgia.
Cuando la divisamos a lo lejos y la señalamos, asombrados de su tamaño, el conductor nos indicó con un gesto que esperáramos. Poco más adelante, se salió de la carretera general, y al llegar a una barrera habló con el guarda, que la levantó. Unos cientos de metros más adelante detuvo la mashrutka y nos dijo a todos los pasajeros:
- Foto Stop. Piatnadtsat minuta (quince minutos).
Luego nos acompañó, mientras se echaba un pitillo, hasta un mirador desde el que se veía perfectamente la bóveda, que luego averigüé que medía setecientos cincuenta metros de largo y doscientos cuarenta de alto.
Después de este descanso seguimos otras tres horas remontando el valle del Enguri, cada vez más estrecho y tortuoso, con unos precipicios de vértigo, entre bosques y cascadas, y con casi ninguna muestra de ocupación humana. La carretera era muy peligrosa incluso en verano, con curvas muy cerradas, cuestas de hasta el quince por ciento, y precipicios de más de cien metros que se desplomaban sobre el río. Si a esto le sumamos los continuos desprendimientos de rocas que caían en la carretera, y las vacas que paseaban o descansaban sobre el asfalto, no es de extrañar que cada pocos cientos de metros hubiera pequeños monumentos funerarios en recuerdo de viajeros fallecidos en accidentes de tráfico. Lo más curioso era que, en lugar de flores, los familiares dejaban botellas de aguardiente y unos vasos, para que los amigos del difunto pudieran pararse y beber a su salud.
Como conozcas a varias de las víctimas, y pretendas rendirle homenaje a todas, es casi imposible que llegues sobrio a tu destino. Por suerte, nuestro conductor no se detuvo a echar un trago en ninguno de estos monumentos. Estaba muy ocupado hablando con el móvil, entre otras cosas para conseguirle alojamiento a una parejita que viajaba con nosotros.
Por fin, el valle se abrió y llegamos a Mestia. No creo que tuviera más de dos mil habitantes, pero sí que tenía, como Castellón o Ciudad Real, un aeropuerto sin vuelos, y, como tantas ciudades españolas, un amplísimo “centro municipal de servicios”,también subvencionado por la UE y vacío en más de un 90%. Bueno, no exactamente vacío, ya que en muchos de los locales de la planta baja, una vez desaparecidos los cristales, se metían las vacas cuando llovía.
Mestia es el principal centro turístico de la zona, sobre todo para deportes de invierno. Al atractivo de las pistas de esquí y las rutas de montañismo y escalada se unen no menos de cuarenta torres defensivas, en bastante buen estado de conservación. En lugar de construir un castillo para el señor feudal, o una muralla que defendiera toda la aldea contra los ataques de cualquier enemigo, los svanos no se fiaban de nadie, y cada familia se construía su propia torre, adosada a la vivienda, para poder defenderse por igual de vecinos y extraños.
Tuve la oportunidad de subir a una, pomposamente calificada como “Museo Svaneti”. Se entraba primero a una vivienda, y desde el piso superior de la misma se accedía a una escalera exterior de madera, por la que se alcanzaba la única puerta que tenía la torre, situada a unos seis metros de altura sobre su base. Para subir a los siguientes niveles había que trepar por unas escalas hechas con ramas sin desbastar, que terminaban en aberturas practicadas en el piso de piedra. En cada uno de los siete niveles había una enorme losa para tapar el agujero que comunicaba con el nivel inferior, y un ventanuco adornado con huesos de animales.
En el nivel más alto, justo debajo del tejado, se abría una docena de troneras, que permitían tirar piedras y flechas a los atacantes, y otra escalerita que subía al tejado, de tablillas de abedul. El conjunto era prácticamente inexpugnable, pues solo con una potente artillería se podía derribar la torre, y el acceso por el interior se podía impedir con muy pocos defensores, simplemente retirando las escalas al piso superior y cerrando cada abertura con su losa de piedra.
Desde Mestia se divisaban algunas de las montañas más altas del Cáucaso, como el Tetnuldi (4.858 m), formado por dos conos perfectos, o el Ushba (4.710 m), con sus pináculos de piedra oscura que lo convierten en el pico más difícil de escalar de toda la zona. Aquello me pareció un pequeño paraíso, uno de esos sitios a los que prometo volver si me jubilo en un razonable estado físico y mental, para pasar un par de semanas disfrutando de sus paisajes de cuento, de sus bosques multicolores, de las caminatas, de la comida y de la bebida.
Allí, en el café Laila, probé por fin el chacha, un aguardiente muy muy potente. Vamos, de más de cincuenta grados. El que yo tomé era seco, de orujo, con un cierto sabor a peras, aunque no tan acusado como el Williamsbirne alemán. También lo hacían de distintas frutas, de cereales, y –como ya he contado-, en caso de necesidad hasta con pan duro.
Si en agosto los svanos que me rodeaban lo bebían con bastante alegría, me imagino que de octubre a junio, con más de dos metros de nieve, nadie saldría a la calle sin atizarse antes un buen lingotazo.
Mientras bebía mi pelotazo de chacha, entró en la plaza un BMW, derrapando y pegando bandazos por entre los paseantes. Su carrera terminó estampándose contra un Mitsubishi Montero, con la mala suerte que, de resultas del impacto, el Mitusibishi se desplazó y se clavó en la puerta trasera la maquinaria agrícola de un tractor, aparcado en frente de la comisaría.
Llegaron los policías de la comisaría, nos acercamos todos los clientes de los bares de la plaza, y del BMW salieron sus tres ocupantes, milagrosamente ilesos pero dando traspiés de la borrachera que llevaban. Los policías ni les tomaron la filiación, ni les hicieron soplar. Creo que en Georgia, para que te detenga la policía de tráfico, tienes que haberle pegado tres tiros al otro conductor. Todo lo demás se debe considerar una infracción menor.
Comprendí la indiferencia de la policía cuando la tarde siguiente, aproximadamente a la misma hora, entró en la plaza otro BMW derrapando, aunque esta vez sin más consecuencias que el morrazo contra la acera que se dio el conductor, que también salió del coche claramente borracho. Se le reventó una rueda, pero la gente ni se acercó a mirar. Se ve que era una tradición, como el Toro de la Vega de Tordesillas. Y las tradiciones son sagradas, o eso dicen los que las defienden.
Tan jartibles como siempre, no nos bastaba con haber llegado a Mestia. Contratamos a Davit, que aseguraba ser ingeniero y arquitecto, con su todoterreno, para que nos llevara cuarenta kilómetros más lejos, hasta el valle de Ushguli. En ese grupo de aldeítas situado a 2.500 metros de altura, se encontraba el mayor conjunto de torres defensivas de la región de Svanetia.
A los pocos kilómetros de Mestia, el camino se convirtió en una simple pista. Al llegar a lo alto del puerto que separaba los dos valles, parada obligatoria. Por encima de las montañas cubiertas de abetos, arces que empezaban a enrojecer y abedules, se veían hasta cuatro glaciares.
El conductor nos contó que sobre el hielo de uno de esos glaciares los rusos habían construido una carretera de más de veinte kilómetros, no sé muy bien para qué.
Durante ocho meses al año, la pista que seguíamos estaba cubierta de nieve, y, como decía Davit con toda la razón, “school very problem, hospital very problem, small tourist”. Me dio la impresión de que, en general, la vida en aquellas aldeas que íbamos dejando atrás debía ser “very problem” en el largo invierno.
Mientras tanto Davit, tan parlanchín como escaso de vocabulario, seguía explicándonos su visión del mundo, centrada ahora en los tan habituales turistas israelíes: “Israel tourist Egypt very problem, Lebannon very very problem, Turkey small problem, Iran very very problem, Georgia yes problem no”.
También nos contó, muy orgulloso, que su sobrino era campeón de Europa de pulsos. Espero que algún día se reconozca este deporte popular, en el que nunca llegué muy lejos, y lo declaren olímpico.
El problema de la locuacidad de Davit era que, cuando le faltaban las palabras, soltaba las manos del volante para completar sus explicaciones con gestos. Y os aseguro que aquella pista no era para despistarse, cosa que nos iba corroborando Davit al indicarnos el número de muertos en cada punto negro del camino.
Después de casi cuatro horas de coche, llegamos a Ushguli. Las torres, de piedra negra, se alzaban por todas partes. Por las callejuelas circulaban bastantes más vacas que personas, hasta el punto de que el suelo estaba cubierto por una capa casi continua de estiércol de vaca más o menos fresco.
Aunque las viviendas tradicionales, las torres, y las montañas cubiertas de nieve atraían la mirada, no se podía avanzar sin mirar al suelo, bajo riesgo de acabar con las botas bien untadas de bosta.
En la aldea más grande de las cuatro que formaban Ushguli había varios alojamientos rurales más bien escuetos, por no decir directamente cutres. El cuarto de baño, por supuesto compartido, consistía en una auténtica letrina: una garita de madera levantada en una esquina del patio, con una apertura encima de la puerta que proporcionaba alumbrado de día y ventilación a todas horas. Dentro, un tablón a modo de asiento, con un agujero circular de unos veinticinco centímetros de diámetro, y un gancho en el que pendían varias hojas de periódico. Por debajo corría un regato. Si no muy higiénico, al menos bastante ecológico.
Al día siguiente nos dirigiríamos hacia el sur, hasta Batumi, casi en la frontera con Turquía.
Pero esa es otra historia…
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