domingo, 31 de mayo de 2015

Very lost in translation

Cumpliendo por fin mi promesa del pasado 17 de noviembre, y ante el empate entre Japón y la Ruta de la Seda, me he decidido a empezar por mis recuerdos e impresiones del viaje que en 2006 hicimos a Japón. La Ruta de la Seda quedará para más adelante.

El primer mito que se te desmonta cuando te pones a preparar un viaje a Japón es el de que todos los japoneses hablan inglés. Es rotundamente falso; yo diría que, de entre los países que he recorrido, es en el que es más difícil encontrar a una persona que chapurree el inglés.

Antes de comenzar los preparativos del viaje ya había leído algo sobre este problema en los blogs de viajeros, y en cuando empecé con las reservas de hoteles y trenes lo pude confirmar. La mayoría de las páginas web estaban escritas exclusivamente en japonés, lo que complicaba todos los trámites. Gracias a un traductor automático pude resolver algún problema, pero cualquier gestión se hacía interminable.

Pero las ganas de conocer un país del que tenía tan buenas referencias, unida a mi reticencia hacia los viajes organizados y los “guías de habla hispana”, me llevaron a intentar aprender unos rudimentos de japonés. Aprovechando un viaje a Madrid compré un método del tipo “aprenda japonés en diez días”, y me lancé a la vorágine.

La primera decisión que tomé fue la de convertirme en analfabeto. Teniendo en cuenta que el idioma japonés utiliza nada menos que tres sistemas diferentes de escritura, uno de ellos con dos variantes, y que además se pueden mezclar en una misma frase, la tarea de aprender a leerlos o escribirlos me pareció inabordable.

El sistema más sencillo, el que llaman romaji, consiste en transcribir las palabras japonesas al alfabeto latino. Para los españoles tiene dos grandes ventajas: que entendemos las letras, y que cuando lo leemos en voz alta conseguimos una pronunciación bastante aceptable, ya que parece ser que lo establecieron los misioneros españoles y portugueses en sus intentos fallidos de cristianizar Japón. Por desgracia, es el menos usado. Se puede encontrar en aeropuertos, algunas estaciones de tren, restaurantes turísticos y poco más, aunque en ocasiones lo mezclan con otros sistemas de escritura para transcribir los nombres propios extranjeros o acrónimos como DVD o WiFi.

El siguiente por orden de dificultad, aunque a mí me resultó directamente insalvable, es el silábico, en el que cada carácter representa una sílaba. Para acabarlo de complicar, mezclan dos silabarios diferentes, cada uno de ellos con algo más de cien caracteres: el katakana, en el que escriben las palabras tomadas de otros idiomas, y el hiragana, para palabras auténticamente japonesas. Y a pesar de tantas combinaciones, carece de muchos de los sonidos habituales en español.

Y la palma se la lleva el kanji, de origen chino, en el que cada carácter tiene un significado diferente. No se sabe con precisión cuántos kanji diferentes existen, aunque el ministerio de educación indica que un estudiante de sexto grado debe conocer unos dos mil, y se considera que un escritor debería manejar al menos diez mil.

Con esta gama tan variada, era muy curioso ver a los japoneses escribiendo un SMS, cosa que hacían compulsivamente en los largos recorridos de metro. Al pulsar una de las teclas del teléfono (estamos hablando de los tiempos de los móviles clásicos, sin pantallas táctiles ni iconos), se iban abriendo en cascada una larga serie de menús, hasta que aparecía el carácter concreto que querían escribir. Muy entretenido, podían tardar hasta cinco minutos en escribir un mensaje de cuarenta caracteres.

Espero que comprendáis ahora mi opción por el analfabetismo. Y os aseguro que es toda una experiencia moverse por un país en el que no reconoces los nombres de las calles, las estaciones de ferrocarril o los destinos de los autobuses. Muchas veces la única manera de encontrar un hotel era buscando el logotipo de la cadena a la que pertenecía, ya que incluso los rótulos de los hoteles de precio medio solían escribirlos en katakana o hiragana.

Una vez tomada esa decisión de limitarme al japonés oral, me pasé varias semanas escuchando en un casete las frases más habituales: Buenos días, muchas gracias, por favor, disculpe, ¿dónde está...?, ¿tienen...?, la clásica “dos cervezas, por favor”, y las imprescindibles “no hablo japonés“ y “no entiendo nada”, que provocaban bastante nerviosismo y preocupación entre mis interlocutores. Creo que fue un esfuerzo muy rentable, ya que incluso un vocabulario tan reducido nos sacó de muchos apuros, y solía atraer la simpatía y la solidaridad de los indígenas. Pero ya llegaremos.

El viaje fue agotador, salimos de casa un sábado a las cinco de la mañana para volar de Jerez a Tokio vía Madrid y París, y aterrizamos en Tokio a las ocho de la mañana del domingo.

Los primeros pasos fueron muy sencillos, la zona internacional del aeropuerto de Tokio estaba rotulada íntegramente en inglés, y tanto el empleado de la oficina de cambio de divisas como el de los Ferrocarriles Japoneses, donde debíamos recoger el Rail Pass que habíamos comprado desde España, hablaban un inglés mejor que el mío. Conseguimos luego un mapa de metro en inglés, y nos encaminamos a la estación de ferrocarriles que había dentro del propio aeropuerto. Allí empezaron los problemas, ya que las máquinas de venta de billetes funcionaban al revés que las habituales en España. En lugar de indicar el destino, primero se insertaba el dinero, luego se indicaba el número de billetes que se deseaba, y por último se pulsaba el botón del precio elegido. ¿Y si no sabías el precio exacto, como era nuestro caso? Menos mal que otro guiri con más experiencia nos echó una mano.

Al llegar a la estación de Ueno, cargados con nuestras mochilas y un tanto atontados por las muchas horas de viaje, nos metimos en el metro, recorrimos un par de estaciones y nos bajamos en Tawaramachi, desde donde caminamos algo más de un kilómetro hasta encontrar el Asakusa Senzoku Toyoku Inn Hotel, en el que con muchas dificultades habíamos reservado una habitación. Nuestra intención era darnos una ducha y descansar un buen rato, antes de salir a explorar el barrio. Y ahí nos topamos con una de las más inamovibles costumbres japonesas: No se podía entrar en las habitaciones hasta las cuatro de la tarde. De nada sirvieron nuestras súplicas, ante las que las japonesas de recepción se hacían las suecas. Y como el vestíbulo, que habíamos imaginado amplio y lleno de sofás, solo contaba con una mesita y dos sillas de hierro forjado, no vimos más salida que dejar nuestras mochilas e irnos hasta el Parque Ueno, donde contábamos con tumbarnos en la hierba o al menos sentarnos en un banco.

Después de más de media hora andando, arrastrando los pies y más atontados que a la ida, llegamos al parque, solo para  darnos otro batacazo. Todos los bancos, absolutamente todos, estaban ocupados por personas sin hogar. Nunca nos lo habríamos imaginado en un país con un desempleo inferior al cinco por ciento. Eso sí, también estos indigentes eran pulcros y ordenados. De noche les dejaban montar sus tiendas de campaña en el césped, pero de día recogían todo el campamento y guardaban sus pertenencias en carritos de supermercado perfectamente alineados dentro de un vallado. Lavaban su ropa en el lago, la tendían a secar sobre los arbustos, y dormitaban, comían o leían (sí, leían libros y periódicos) en los bancos. Algunos vestidos en plan sport, con chándal, y otros con traje de chaqueta y corbata, probablemente oficinistas en paro que habían perdido su casa y su familia, y que habían cortado sus lazos sociales incapaces de soportar el estigma del fracaso.

Cada vez más agotado, ya el primer día de estancia en Japón llegué a ese momento que paso en todos los viajes, en el que me pregunto qué se me ha perdido en ese rincón del mundo, y si no estaría mejor en mi casa, bañándome en la Playita de las Mujeres y tomando un vino y unas aceitunas en la Taberna de la Manzanilla.

Después de recorrer el parque de arriba abajo conseguimos un precario descanso sentados en sendas piedras, a la sombra de unos arces. Pasamos allí dos horas interminables, hasta que iniciamos el regreso al hotel, otra media hora de camino arrastrando los pies todavía más. Como llegamos a las cuatro menos cuarto, aún tuvimos que esperar un cuarto de hora en las sillitas del vestíbulo, hasta que por fin nos dieron la ansiada llave de la habitación y pudimos ducharnos y tumbarnos en la cama, exactamente veintisiete horas después de habernos levantado.

La habitación del hotel no es que fuera pequeña, es que si hubiera sido un poco más chica habríamos tenido que dormir con los pies en el pasillo. No llegué a medirla, pero el espacio entre las dos camas era tan estrecho que una persona un poco gruesa habría tenido dificultades para pasar. No había armario, solo unas simples perchas en la pared, con un rótulo que recomendaba guardar el equipaje debajo de la cama. En las mesillas de noche, un simple estante sujeto a la pared, a duras penas cabía un despertador y un bolígrafo, cualquier otro objeto había que dejarlo en el suelo.

El cuarto de baño también era minúsculo. Prefabricado en una sola pieza de fibra de resina de poliéster reforzada con fibra de vidrio, tenía un lavabo de poco más de un palmo de ancho y una mini bañera, tan juntos que con el grifo giratorio del lavabo se llenaba también la bañera.
Eso sí, el inodoro era nuestra envidia. Un panel de control permitía regular la temperatura del asiento, lavarse el culo con un chorro de agua tibia de intensidad variable, y secarse con aire frio o caliente. Y hasta se podía elegir entre cuatro canales diferentes de música, para ocultar los ruidos corporales que se produjeran durante su utilización. En sitios más lujosos encontré hasta asientos vibradores y respaldos con masaje. Todo un lujo.

De todas maneras, aunque la habitación fuera minúscula, estaba perfectamente equipada. Como objetos poco frecuentes en un hotel de esta categoría, además de una plancha con su tabla y una neverita vacía, había una cuerda extensible para colgar la ropa a secar en el cuarto de baño, dos pares de zapatillas de algodón con suela de bambú y dos yukatas, una prenda de vestir entre un albornoz y un quimono, que se consideraba admisible como ropa informal incluso para salir a la calle, o por lo menos para desayunar en el comedor del hotel.

Otro objeto poco habitual era una copia en inglés de “Las enseñanzas de Buddah”, que acompañaba a una biblia de los Giddeon, que sí que suele encontrarse en muchas habitaciones de hotel.

 A la mañana siguiente ya nos sentíamos bastante recuperados, aunque la diferencia horaria ayudaba a mantener una sensación de irrealidad similar a la que habrían producido un par de canutos trompeteros. Antes de salir del hotel preguntamos en recepción cómo se iba al barrio de Shinjuku, por el que queríamos comenzar nuestro recorrido por la ciudad, y volvimos a darnos de bruces con la barrera del idioma. Aunque les enseñábamos un mapa del metro y repetíamos la palabra “Shinjuku” en tono interrogativo, nos miraban con cara de no entender nada. Hasta que otro guiri, apiadado de nosotros, nos corrigió: “Shinjukú”, con acento agudo. Ahora sí que todo fueron sonrisas de alivio, y nos mostraron en el mapa el recorrido que debíamos hacer en el metro.

Antes de salir a la calle queríamos revisar el correo electrónico, cosa que en aquellos tiempos remotos sin tabletas ni teléfonos inteligentes sólo se podía hacer en un ordenador. En el vestíbulo de recepción había dos ordenadores de uso público que funcionaban perfectamente, con una velocidad de acceso a Internet más que razonable, pero la configuración del teclado pasaba misteriosa e inesperadamente de qwerty a kanji, hasta que un argentino nos indicó la combinación de teclas que permitía fijarla en qwerty.

Otro inconveniente era que, aunque el uso de aquellos ordenadores era gratuito, estaban ubicados en una repisa estrecha, adosada a la pared, y situada a una altura que obligaba a trabajar de pie, con lo que ya salimos del hotel con media hora de plantón encima.

Pero antes de salir del hotel tengo que mencionar algunas peculiaridades, que luego se fueron repitiendo en casi todos los hoteles en los que estuvimos. En primer lugar, el horario. Ya he contado que la víspera no nos habían dejado acceder a la habitación hasta las cuatro de la tarde, pero creímos que era por ser el primer día. Luego descubrimos que en todos los hoteles se aplicaba un horario de limpieza bastante estricto, en el que se suponía que los huéspedes dejaban libres las habitaciones desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde. En esas seis horas mandaban las limpiadoras.

Todas las habitaciones del hotel estaban abiertas de par en par, y el equipo de limpiadoras iba realizando sus tareas en plan cadena de montaje: unas pasaban la aspiradora, otras hacían las camas, otras limpiaban cristales o repasaban el cuarto de baño, otras reponían toallas, y así podían participar hasta veinte personas distintas en la limpieza de cada habitación. Estoy seguro de que este sistema tayloriano es muy eficaz, pero las veces que se nos ocurría volver a dormir la siesta a las tres de la tarde nos trataban de mala manera, y solo después de mucho insistir nos dejaban acceder a la habitación. Con el tiempo aprendimos que si avisábamos por la mañana en recepción de que íbamos a volver pronto luego nos dejaban pasar a la habitación sin demasiado problema, pero dejaban claro que no les gustaba nada esa manía de los guiris de alterar su perfecto método de limpieza. Y mi diccionario español-japonés no incluía la palabra siesta.

Otra cosa curiosa eran los servicios que se ofrecían en la planta baja. Además de las dos sillas de hierro forjado y los dos ordenadores que se mencionan más arriba, había otras posibilidades poco habituales en Occidente. Por ejemplo, en vez de bar había varias máquinas de venta de bebidas y comida envasada, y lo más sorprendente: lavadoras y secadoras de ropa de monedas. Era muy habitual encontrarte a varios señores (nunca mujeres) vestidos con los yukata del hotel y bebiendo latas de cerveza mientras esperaban a que se lavase o se secase su ropa.

Volviendo a nuestra visita a Tokyo, aquella mañana, curtidos como estábamos con la experiencia de la víspera, logramos llegar del tirón a nuestro destino: Shinjuku, un barrio comercial y de oficinas, con las fachadas cubiertas de letreros luminosos que hacían parecer provinciana a Times Square. Nos colamos en los pachinka, donde cientos de personas jugaban frenéticamente a las máquinas, seguimos a los oficinistas que buscaban desesperados un pedazo de calle en el que no estuviera prohibido fumar, nos mezclamos con las compradoras compulsivas, cargadas con bolsas de todas las franquicias imaginables, pero volvimos a fracasar en nuestra búsqueda de un banquito para descansar. En las aceras todo el mundo caminaba a buen ritmo, como si fuera a algún sitio. No sé si no había cafeterías o es que no las encontrábamos, todavía un tanto zombis por la diferencia horaria. El caso es que el único sitio que nos pareció apropiado para relajar las piernas fueron las escalinatas del templo sintoísta de Hanazini-jinja, un auténtico oasis de paz y vegetación en medio de uno de los barrios más ajetreados de Tokio. Pero, en medio de aquel mundo de letreros absolutamente incomprensibles, nos encontramos con carteles en cuatro idiomas que indicaban muy claramente “Prohibido sentarse en las escaleras”.

El único sitio en el que por fin conseguimos sentarnos a descansar fue un restaurante especializado en fideos. Pero lo de la alimentación es otra historia.

Si quieres leer el siguiente episodio, pincha aquí.

jueves, 21 de mayo de 2015

Emily Dickinson se confiesa: "La Bella de Amherst" de William Lace en el Teatro Guindalera



Cartel con daguerrotipo real de E. Dickinson
Queridos Cinéfilos:

Tal como os anuncié en mi último comentario sobre el montaje de “Tres años” en el Teatro Guindalera, he ido a ver en la misma Sala el monólogo de William Luce "La Bella de Amherst" en el que, con la varita mágica del Teatro, “resucita” a Emily Dickinson (1830-1886, Amherst, Massachusetts, para bastantes críticos norteamericanos la más profunda e intimista poeta/poetisa de ese país) que nos abre su alma y desvela en noventa minutos su interesante vida interior (la exterior parece que fue estrictamente anodina: sin casarse, ni moverse de su pequeña ciudad, ni casi salir de su casa en sus últimas décadas) en la que alcanzó grandes cotas de profundidad, que impregnaron sus cartas y poemas (que dejó inéditos en su gran mayoría, ya que sólo le publicaron en vida muy pocos, escogidos por un “mentor”, aisladamente en la prensa de la época, nunca como un libro, y casi siempre bajo seudónimo, ya que se consideraba “inadecuado” que una señorita fuera tan poco recatada como para exhibir sus intimidades mentales). Y cuando he escrito “interior” no he querido significar “mística” en ningún modo porque lo que parece que predominó en Emily es un carácter rebelde que sólo pudo manifestar con libertad en sus escritos y no en su insignificante vida social. ¿Cómo habría actuado si hubiera vivido en los últimos 60 años en vez de en el siglo XIX?.

No amplío más porque no tengo fundamento para ello, ya que no he leído nada más sobre Emily Dickinson que un par de breves y tópicas reseñas y media docena de poemas. El pasado marzo, la Fundación Juan March, dentro de su extraordinaria labor cultural, programó una conferencia sobre su figura por Laura Freixas, que la calificó como “una mujer, llena de talento, que buscó la libertad recluida en una habitación”, y una lectura dramatizada de sus cartas y poemas por parte de Julia Gutiérrez Caba, actos a los que no asistí, pero gracias a la magnífica web de la FJM, se puede acceder a los audios (abajo facilito un enlace para poder escucharlos completos, con fotos ilustrativas).

El texto de la obra me ha resultado muy atrayente y estoy casi seguro que está plagado de inserciones parciales de poemas del personaje, que nunca son “recitados”, aclaro, sino muy bien “implantados” en la vehemente charla con la que Emily Dickinson se confiesa al auditorio a “corazón abierto”. Sus revelaciones nos hacen descubrir una personalidad compleja y profundamente humana y atrayente. Ante la imposibilidad de poder charlar una larga tarde de verano sentados con Emily Dickinson en el porche de su casa en Amherst, tomando té helado, no se me ocurre mejor sucedáneo realista que escuchar lo que nos cuenta en esta íntima Sala.


Emily delante de su mesa de escribir
Con el mismo director que “Tres años”, Juan Pastor, y protagonista, María Pastor, ahora como única intérprete, no puedo dejar de reiterar los mismos calificativos elogiosos que les apliqué en mi anterior comentario: Muy bien, siendo realmente subrayable cómo la actriz se trasmuta en el personaje, al que le presta la vivacidad, entonación y gesticulación necesaria, consiguiendo un magnífico resultado a lo largo de todo el monólogo. Resulta ser una médium extraordinaria.

La ambientación escénica es perfectamente acorde con el entorno de la época de la acción, así como la indumentaria de “Emily”, persona que tenía el empeño de vestir casi permanentemente de blanco.

Esta caracterización realista, que parece la más razonable, no es demasiado usual hoy en día, cuando directores escénicos “creativos” se empeñan en, por ejemplo, “materializar” a Palas Atenea, nada menos que en la genial obra “Las troyanas”, mediante un actor (cuyo nombre “milagrosamente” se me ha olvidado) travestido con un elegante traje de chaqueta tipo Balenciaga, y a los hoplitas griegos caracterizados como soldados americanos en la guerra de Irak. Y todos hablando de/con Menelao, Agamenón, Hécuba, Helena, Andrómaca, Astianacte, … ¡¡Un horror!!. Peor: una innecesaria estupidez.

Pero esta iconoclasta moda, no es nueva: como muy joven espectador, con 18 años tuve que soportar en (la) “Numancia” de Cervantes, montada por un famoso y ya fallecido director en el Teatro Español, que los legionarios romanos salieran disfrazados de soldados alemanes de la Segunda Guerra Mundial, mientras una jovencísima Ana Belén, ella sí con una especie de túnica blanca, se estrenaba como actriz ya no infantil. Y todo ello, claro, sin cambiar una sola palabra del texto de Cervantes.

Lástima que el no citado director no hubiera aprendido nada del maravilloso ejemplo de revisión/variación acertadísima que pocos años antes supuso transmutar la trama básica de “Romeo y Julieta” en “West Side Story”, en la que se mantenía la coherencia medioambiental, cronológica y social, pasando de la Edad Media al Siglo XX, de Verona a Nueva York y, consecuentemente, de Montescos y Capuletos a Sharks y Jets, de Romeo y Julieta a Tony y María, pero cambiando el texto consecuentemente, con lo que nada "crujía" y se demostraba la vigencia intemporal de las pasiones y conflictos radiografiados por Shakespeare.

Si tenéis la suerte de asistir a una representación de "La Bella de Amherst" os pido que hagáis el masoquista experimento de imaginar qué hubierais opinado si en el montaje la protagonista hubiera actuado vestida de, por ejemplo, Lady Gaga y en el entorno de … una sesión de “coaching”. ¡Para abrirse las venas!.


Emily releyendo sus cartas
Afortunadamente estas aberraciones no se dan en "La Bella de Amherst" (ni en la traslación temporal de unas cuantas décadas y de Rusia a España que se aplicaba en el montaje en esta misma Sala de “Tres años”) y como me ha gustado mucho os recomiendo este encuentro con Emily Dickinson, ya únicamente mañana, viernes, o pasado, sábado, en este entrañable Teatro (opción infinitamente más atractiva, al menos para mí, que encontrarme esa noche con Chita, con Tarzán o con la citada Lady Gaga, ¿quién sabe?, en la eurovisiva Viena. ¿Qué opinarían Gustav y Alma Mahler de estas modernas personalidades?. ¿Y el profesor von Aschenbach, el de Thomas Mann?. ¿Y Billy Wilder?, todos ellos vieneses).

Por si fueran de vuestro interés, os incluyo los siguientes enlaces:

Ficha de “La Bella de Amherst” en su reposición actual en la Sala Guindalera (incluyendo presentación de la obra e información de acceso, entradas, horarios, etc.):

“La dama de blanco”, comentario de Juan Ignacio García Garzón en ABC el 17 de abril pasado con motivo del estreno del presente montaje:

Audio completo de la conferencia de Laura Freixas sobre Emily Dickinson “Una genia con habitación propia” en la Fundación Juan March el 10 de marzo pasado (61 min):

Audio completo de la lectura dramatizada cartas y poemas de Emily Dickinson por Julia Gutiérrez Caba en la Fundación Juan March el 12 de marzo pasado (58 min):

Secuencias conteniendo poemas de Emily Dickinson en películas notables; personalmente me quedo con la última del reportaje de youtube, el final de la extraordinaria “La decisión de Sophie” (“Sophie´s Choice”, comienza a los 2’09”):

Buen Teatro, Amigos.

Manrique

domingo, 10 de mayo de 2015

"Tres años": Muy conseguida versión en el Teatro La Guindalera de Madrid


Queridos Cinéfilos:


Es un placer, un acto de justicia y un humilde apoyo, a la Cultura en general y al Teatro en particular, poder publicar en este Foro un comentario muy positivo sobre un montaje, en este caso de una modesta Sala, La Guindalera (Premio Ojo Crítico de Teatro 2009 por RNE), de gestión privada que, con limitados medios, consigue un gran resultado, al menos para mí (escribo erróneamente: no es "al menos", sino también para toda la crítica profesional que he leído y me ha antecedido, a mí, que soy únicamente un espectador aficionado al buen Teatro y Cine....y a la Cultura), consiguiendo que el pasado domingo, cuando estaba sentado en mi butaca, me sintiera plenamente inmerso en la función, cosa que, siendo más fácil cuando hay cercanía física con los actores, como es el caso, sólo ocurre si su dirección e interpretación son muy buenas, ya que a tan corta distancia también se detectan mejor los fallos... si los hubiera habido.


Yo detecté que se generaba la "fusión teatral", producto de disponer de la aportación humana anteriormente citada aplicada a un buen texto, dentro de un montaje necesariamente sobrio pero nunca "cutre", con adiciones muy afortunadas y bien encajadas, como son las dos canciones que la protagonista interpreta acompañada al piano por uno de los actores.

Tres hombres y una mujer
Muy bien la versión libre teatral (sobre la novela corta de Chéjov del mismo título) y eficaz dirección de Juan Pastor. Profesionalísima y entregada labor la de todos los actores, destacando, lógicamente, al trío más "protagonista": María Pastor, José Maya y Raúl Fernández, así como resaltar la aportación como pianista acompañante, adicional a su papel, de José Bustos y la contrapartida femenina a la protagonista por parte de Alicia Rodríguez.

El resultado me satisfizo plenamente y por ello quisiera compartirlo con vosotros, sugiriéndoos que, si os he convencido y tenéis disponibilidad para poder hacerlo, no os perdáis este montaje, que está programado únicamente los domingos a las 20:00 hasta el 24 de mayo, inclusive, vamos, tres pases contando con el de hoy.

Por si fueran de vuestro interés, os incluyo los siguientes enlaces:

Ficha de “Tres años” en su reposición actual en la Sala Guindalera:

http://www.teatroguindalera.com/tres-anos-a-partir-de-la-obra-de-chejov/


En directo con piano
Tráiler:

Puro Teatro en La Guindalera”, comentario de Patricia Ortega Dolz en El País con motivo de la primera programación de “Tres años”: hhttp://elpais.com/diario/2009/03/27/madrid/1238156665_850215.html


Críticas de ABC, No Todo Teatro, El Mundo y El Imparcial en la web de la Sala La Guindalera:



Buscando la felicidad”, comentario de Eduardo López Benito en El País de 17 de enero de 2015 con motivo de la actual reposición de “Tres años”:
http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/01/17/madrid/1421499234_563516.html


Buen Teatro, Amigos.


Manrique

PD: Tengo entradas para volver al mismo Teatro el próximo jueves con el monólogo "La Bella de Amherst" (vamos, Emily Dickinson como único personaje) de WIlliam Luce, del que he leído espléndidas críticas, como, por ejemplo, la de Juan Ignacio García Garzón en ABC:

Ya os contaré mi experiencia, pero aviso que esta obra sólo está  programada hasta el 23 de mayo, de jueves a sábado.

sábado, 9 de mayo de 2015

“El tambor de hojalata” (“Die Blechtrommel” Alemania 1979) película de Volker Schlöndorff sobre la novela homónima de Günter Grass


Queridos Cinéfilos:

El pasado 13 de abril ha muerto el ganador de los premios Príncipe de Asturias y Nobel (concedidos en ese orden, el mismo año y con muy escasa diferencia de días) Günter Grass, escritor nacido en 1927, de padre alemán y madre de una minoría étnica eslava asentada en la prusiana región de Pomerania durante siglos, en Danzig, su capital (nombre alemán de la ciudad, hoy es la polaca Gdansk), datos que transcribo porque estimo que son relevantes para acercarnos a la personalidad, entorno y obra resultante de este escritor.

Günter Grass fue un referente intelectual socialdemócrata, partidario de buscar la reconciliación entre las “dos Alemanias” y como tal prestó un apoyo contundente en el mundo cultural y en su área de influencia al Canciller Willy Brandt en el lanzamiento de la “Ostpolitik”. Quizá por esos antecedentes se desencadenó un gran revuelo cuando hace pocos años, en su libro de memorias “Pelando la cebolla”, confesó que en 1944 (a los 17 años) y ya en la fase de pérdida total de la guerra por Alemania, fue incorporado a las Waffen SS, (las unidades de tropas de élite más “nazificadas” dentro de la Wehrmacht, en la que no se “mezclaban” con las unidades militares “profesionales”) lo que no se puede considerar a primera vista como un mérito, precisamente. Personalmente no creo que sea muy justo tirarle la primera piedra, teniendo en cuenta su edad y dicha extrema circunstancia histórica, y menos aún que lo sea por algunos de los “fiscales” más inmisericordes, que no han hecho previamente el mínimo acto de contrición de sus respectivos pasados estalinistas, que tanto manchan, manchan tanto, según se ha demostrado fehacientemente por la historiografía actual. Mario Vargas Llosa, para mí una referencia ética entre los escritores, y Nobel como él, lo defendió públicamente. A mí me vale de sobra.


Volker Schlöndorff recibiendo un premio
Volker Schlöndorff es un veterano director de Cine alemán que ya en mi primera juventud se hizo famoso con su primera película, “El joven Törless” (1966), y tuvo otro gran éxito de crítica y público cinéfilo con “El Honor perdido de Katharine Blum" (1975), siguiendo activo en la actualidad ya que su última obra ha sido “Diplomacia” (2014), que ha tenido muy buenas críticas y escaso éxito en España por su tema relativamente “intelectual”, en un guión sin tiros ni adrenalina, pero sí con el máximo interés histórico, ya que ilustraba la histórica “negociación crucial” en la noche del 24 al 25 agosto de 1944 en la que el cónsul sueco Raoul Nordling consiguió convencer al gobernador militar alemán de París, General von Choltitz, para que no volara los principales monumentos de París, desobedeciendo las órdenes directas de Hitler y salvando las mejores obras arquitectónicas de la capital francesa. Parece ser que ningún miembro de nuestro Foro la hemos visto o, al menos, nadie ha escrito sobre ella.

El caso es que, muy probablemente, la novela más famosa de Günter Grass fue/es “El tambor de hojalata” y que Volker Schlöndorff decidió llevarla al Cine en 1979, consiguiendo su película más famosa y premiada: Palma de Oro en Cannes (ex-equo con “Apocalypse Now”, nada menos) y Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa.

El tema no se puede decir que no sea original: Oscar es un niño, que nace en Danzig en 1924, que al cumplir tres años recibe como regalo un tambor de hojalata y “decide” no crecer (físicamente) pero sí observar el enloquecido/brutal mundo que le rodea mientras sigue tocando su tambor… Las lecturas subliminares de la historia tienen su aquél.


Günter Grass
Considero que la película está muy bien realizada, acorde con las reglas dominantes en los años 70 y los medios de la época (no es, ni pretende ser, una superproducción), con un reparto coral, yo diría que completamente desconocido para los que tengáis menos de 50 años (los Space Cowboys puede ser que reconozcamos a Mario Adorf y, a lo mejor, hasta a Angela Winkler o a Andrea Ferreol), salvo, quizá, al ya entonces famosísimo y talludo cantante francés Charles Aznavour, que tiene un pequeño papel. El de protagonista lo representó muy bien el niño (desde luego con más de tres años) David Bennent, del cual nunca más he sabido.

Yo os propondría, colegas del Foro o lectores del mismo que, como homenaje póstumo a Günter Grass o, todavía en vida, a Volker Schlöndorff, leáis la novela y/o veáis la película, que confío os guste(n).

Y ya puestos a ver Cine relacionado con esos temas, os aconsejo ver, sin duda, la única película “no sueca” (lo afirmo de memoria y espero no equivocarme) del gran Ingmar Bergman, “El huevo de la serpiente”, que nos ilustra cómo el nazismo pudo crecer e infectar profundamente a la culta sociedad alemana, desencadenando un “shock séptico moral” que sólo fue posible por estar el terreno social abonado debido a la vengativa, miope y contraproducente política de reparaciones que las potencias vencedoras de la Primera Guerra mundial, muy destacadamente Francia, impusieron a Alemania, a la que humillaron y empobrecieron profundamente como revancha de la derrota sufrida por Napoleón III en la Guerra Franco-prusiana de 1870.

Por si os interesaran, facilito los siguientes enlaces:

Nota de prensa del Comité para el Premio Nobel anunciando y justificando la concesión del de Literatura 1999 a Günter Grass: 
http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1999/press.html

Vídeo de la entrega de los premios Príncipe de Asturias el 22.10.1999, incluyendo el discurso de Günter Grass ganador del de las Letras (se puede acceder a su intervención en el minuto 24 del reportaje), en nombre de todos los premiados (entre ellos una muy popular alemana, que todos reconoceréis, Steffi Graf, Premio del Deporte):

http://www.fpa.es/multimedia-es/videos/ceremonia-de-entrega-de-los-premios-principe-de-asturias-1999.html?idCategoria=19&idSubcategoria=0 

Larga (65 min) entrevista “Un alfarero: Günter Grass” en el programa literario de TVE2 “Blanco sobre negro” en 2003 a Günter Grass: 

http://www.rtve.es/alacarta/videos/negro-sobre-blanco/negro-sobre-blanco-alfarero-gunter-grass-2003/3088360/ 

Alta Literatura (que confieso no haber leído, agradecería comentarios de los que sí lo hayáis hecho) y buen CINE, Amigos.


Manrique