Cumpliendo por fin mi promesa del pasado 17 de noviembre, y ante el empate entre Japón y la Ruta de la Seda, me he decidido a empezar por mis recuerdos e impresiones del viaje que en 2006 hicimos a Japón. La Ruta de la Seda quedará para más adelante.
El primer mito que se te desmonta cuando te pones a preparar un viaje a Japón es el de que todos los japoneses hablan inglés. Es rotundamente falso; yo diría que, de entre los países que he recorrido, es en el que es más difícil encontrar a una persona que chapurree el inglés.
Antes de comenzar los preparativos del viaje ya había leído algo sobre este problema en los blogs de viajeros, y en cuando empecé con las reservas de hoteles y trenes lo pude confirmar. La mayoría de las páginas web estaban escritas exclusivamente en japonés, lo que complicaba todos los trámites. Gracias a un traductor automático pude resolver algún problema, pero cualquier gestión se hacía interminable.
Pero las ganas de conocer un país del que tenía tan buenas referencias, unida a mi reticencia hacia los viajes organizados y los “guías de habla hispana”, me llevaron a intentar aprender unos rudimentos de japonés. Aprovechando un viaje a Madrid compré un método del tipo “aprenda japonés en diez días”, y me lancé a la vorágine.
La primera decisión que tomé fue la de convertirme en analfabeto. Teniendo en cuenta que el idioma japonés utiliza nada menos que tres sistemas diferentes de escritura, uno de ellos con dos variantes, y que además se pueden mezclar en una misma frase, la tarea de aprender a leerlos o escribirlos me pareció inabordable.
El sistema más sencillo, el que llaman romaji, consiste en transcribir las palabras japonesas al alfabeto latino. Para los españoles tiene dos grandes ventajas: que entendemos las letras, y que cuando lo leemos en voz alta conseguimos una pronunciación bastante aceptable, ya que parece ser que lo establecieron los misioneros españoles y portugueses en sus intentos fallidos de cristianizar Japón. Por desgracia, es el menos usado. Se puede encontrar en aeropuertos, algunas estaciones de tren, restaurantes turísticos y poco más, aunque en ocasiones lo mezclan con otros sistemas de escritura para transcribir los nombres propios extranjeros o acrónimos como DVD o WiFi.
El siguiente por orden de dificultad, aunque a mí me resultó directamente insalvable, es el silábico, en el que cada carácter representa una sílaba. Para acabarlo de complicar, mezclan dos silabarios diferentes, cada uno de ellos con algo más de cien caracteres: el katakana, en el que escriben las palabras tomadas de otros idiomas, y el hiragana, para palabras auténticamente japonesas. Y a pesar de tantas combinaciones, carece de muchos de los sonidos habituales en español.
Y la palma se la lleva el kanji, de origen chino, en el que cada carácter tiene un significado diferente. No se sabe con precisión cuántos kanji diferentes existen, aunque el ministerio de educación indica que un estudiante de sexto grado debe conocer unos dos mil, y se considera que un escritor debería manejar al menos diez mil.
Con esta gama tan variada, era muy curioso ver a los japoneses escribiendo un SMS, cosa que hacían compulsivamente en los largos recorridos de metro. Al pulsar una de las teclas del teléfono (estamos hablando de los tiempos de los móviles clásicos, sin pantallas táctiles ni iconos), se iban abriendo en cascada una larga serie de menús, hasta que aparecía el carácter concreto que querían escribir. Muy entretenido, podían tardar hasta cinco minutos en escribir un mensaje de cuarenta caracteres.
Espero que comprendáis ahora mi opción por el analfabetismo. Y os aseguro que es toda una experiencia moverse por un país en el que no reconoces los nombres de las calles, las estaciones de ferrocarril o los destinos de los autobuses. Muchas veces la única manera de encontrar un hotel era buscando el logotipo de la cadena a la que pertenecía, ya que incluso los rótulos de los hoteles de precio medio solían escribirlos en katakana o hiragana.
Una vez tomada esa decisión de limitarme al japonés oral, me pasé varias semanas escuchando en un casete las frases más habituales: Buenos días, muchas gracias, por favor, disculpe, ¿dónde está...?, ¿tienen...?, la clásica “dos cervezas, por favor”, y las imprescindibles “no hablo japonés“ y “no entiendo nada”, que provocaban bastante nerviosismo y preocupación entre mis interlocutores. Creo que fue un esfuerzo muy rentable, ya que incluso un vocabulario tan reducido nos sacó de muchos apuros, y solía atraer la simpatía y la solidaridad de los indígenas. Pero ya llegaremos.
El viaje fue agotador, salimos de casa un sábado a las cinco de la mañana para volar de Jerez a Tokio vía Madrid y París, y aterrizamos en Tokio a las ocho de la mañana del domingo.
Los primeros pasos fueron muy sencillos, la zona internacional del aeropuerto de Tokio estaba rotulada íntegramente en inglés, y tanto el empleado de la oficina de cambio de divisas como el de los Ferrocarriles Japoneses, donde debíamos recoger el Rail Pass que habíamos comprado desde España, hablaban un inglés mejor que el mío. Conseguimos luego un mapa de metro en inglés, y nos encaminamos a la estación de ferrocarriles que había dentro del propio aeropuerto. Allí empezaron los problemas, ya que las máquinas de venta de billetes funcionaban al revés que las habituales en España. En lugar de indicar el destino, primero se insertaba el dinero, luego se indicaba el número de billetes que se deseaba, y por último se pulsaba el botón del precio elegido. ¿Y si no sabías el precio exacto, como era nuestro caso? Menos mal que otro guiri con más experiencia nos echó una mano.
Al llegar a la estación de Ueno, cargados con nuestras mochilas y un tanto atontados por las muchas horas de viaje, nos metimos en el metro, recorrimos un par de estaciones y nos bajamos en Tawaramachi, desde donde caminamos algo más de un kilómetro hasta encontrar el Asakusa Senzoku Toyoku Inn Hotel, en el que con muchas dificultades habíamos reservado una habitación. Nuestra intención era darnos una ducha y descansar un buen rato, antes de salir a explorar el barrio. Y ahí nos topamos con una de las más inamovibles costumbres japonesas: No se podía entrar en las habitaciones hasta las cuatro de la tarde. De nada sirvieron nuestras súplicas, ante las que las japonesas de recepción se hacían las suecas. Y como el vestíbulo, que habíamos imaginado amplio y lleno de sofás, solo contaba con una mesita y dos sillas de hierro forjado, no vimos más salida que dejar nuestras mochilas e irnos hasta el Parque Ueno, donde contábamos con tumbarnos en la hierba o al menos sentarnos en un banco.
Después de más de media hora andando, arrastrando los pies y más atontados que a la ida, llegamos al parque, solo para darnos otro batacazo. Todos los bancos, absolutamente todos, estaban ocupados por personas sin hogar. Nunca nos lo habríamos imaginado en un país con un desempleo inferior al cinco por ciento. Eso sí, también estos indigentes eran pulcros y ordenados. De noche les dejaban montar sus tiendas de campaña en el césped, pero de día recogían todo el campamento y guardaban sus pertenencias en carritos de supermercado perfectamente alineados dentro de un vallado. Lavaban su ropa en el lago, la tendían a secar sobre los arbustos, y dormitaban, comían o leían (sí, leían libros y periódicos) en los bancos. Algunos vestidos en plan sport, con chándal, y otros con traje de chaqueta y corbata, probablemente oficinistas en paro que habían perdido su casa y su familia, y que habían cortado sus lazos sociales incapaces de soportar el estigma del fracaso.
Cada vez más agotado, ya el primer día de estancia en Japón llegué a ese momento que paso en todos los viajes, en el que me pregunto qué se me ha perdido en ese rincón del mundo, y si no estaría mejor en mi casa, bañándome en la Playita de las Mujeres y tomando un vino y unas aceitunas en la Taberna de la Manzanilla.
Después de recorrer el parque de arriba abajo conseguimos un precario descanso sentados en sendas piedras, a la sombra de unos arces. Pasamos allí dos horas interminables, hasta que iniciamos el regreso al hotel, otra media hora de camino arrastrando los pies todavía más. Como llegamos a las cuatro menos cuarto, aún tuvimos que esperar un cuarto de hora en las sillitas del vestíbulo, hasta que por fin nos dieron la ansiada llave de la habitación y pudimos ducharnos y tumbarnos en la cama, exactamente veintisiete horas después de habernos levantado.
La habitación del hotel no es que fuera pequeña, es que si hubiera sido un poco más chica habríamos tenido que dormir con los pies en el pasillo. No llegué a medirla, pero el espacio entre las dos camas era tan estrecho que una persona un poco gruesa habría tenido dificultades para pasar. No había armario, solo unas simples perchas en la pared, con un rótulo que recomendaba guardar el equipaje debajo de la cama. En las mesillas de noche, un simple estante sujeto a la pared, a duras penas cabía un despertador y un bolígrafo, cualquier otro objeto había que dejarlo en el suelo.
El cuarto de baño también era minúsculo. Prefabricado en una sola pieza de fibra de resina de poliéster reforzada con fibra de vidrio, tenía un lavabo de poco más de un palmo de ancho y una mini bañera, tan juntos que con el grifo giratorio del lavabo se llenaba también la bañera.
Eso sí, el inodoro era nuestra envidia. Un panel de control permitía regular la temperatura del asiento, lavarse el culo con un chorro de agua tibia de intensidad variable, y secarse con aire frio o caliente. Y hasta se podía elegir entre cuatro canales diferentes de música, para ocultar los ruidos corporales que se produjeran durante su utilización. En sitios más lujosos encontré hasta asientos vibradores y respaldos con masaje. Todo un lujo.
De todas maneras, aunque la habitación fuera minúscula, estaba perfectamente equipada. Como objetos poco frecuentes en un hotel de esta categoría, además de una plancha con su tabla y una neverita vacía, había una cuerda extensible para colgar la ropa a secar en el cuarto de baño, dos pares de zapatillas de algodón con suela de bambú y dos yukatas, una prenda de vestir entre un albornoz y un quimono, que se consideraba admisible como ropa informal incluso para salir a la calle, o por lo menos para desayunar en el comedor del hotel.
Otro objeto poco habitual era una copia en inglés de “Las enseñanzas de Buddah”, que acompañaba a una biblia de los Giddeon, que sí que suele encontrarse en muchas habitaciones de hotel.
A la mañana siguiente ya nos sentíamos bastante recuperados, aunque la diferencia horaria ayudaba a mantener una sensación de irrealidad similar a la que habrían producido un par de canutos trompeteros. Antes de salir del hotel preguntamos en recepción cómo se iba al barrio de Shinjuku, por el que queríamos comenzar nuestro recorrido por la ciudad, y volvimos a darnos de bruces con la barrera del idioma. Aunque les enseñábamos un mapa del metro y repetíamos la palabra “Shinjuku” en tono interrogativo, nos miraban con cara de no entender nada. Hasta que otro guiri, apiadado de nosotros, nos corrigió: “Shinjukú”, con acento agudo. Ahora sí que todo fueron sonrisas de alivio, y nos mostraron en el mapa el recorrido que debíamos hacer en el metro.
Antes de salir a la calle queríamos revisar el correo electrónico, cosa que en aquellos tiempos remotos sin tabletas ni teléfonos inteligentes sólo se podía hacer en un ordenador. En el vestíbulo de recepción había dos ordenadores de uso público que funcionaban perfectamente, con una velocidad de acceso a Internet más que razonable, pero la configuración del teclado pasaba misteriosa e inesperadamente de qwerty a kanji, hasta que un argentino nos indicó la combinación de teclas que permitía fijarla en qwerty.
Otro inconveniente era que, aunque el uso de aquellos ordenadores era gratuito, estaban ubicados en una repisa estrecha, adosada a la pared, y situada a una altura que obligaba a trabajar de pie, con lo que ya salimos del hotel con media hora de plantón encima.
Pero antes de salir del hotel tengo que mencionar algunas peculiaridades, que luego se fueron repitiendo en casi todos los hoteles en los que estuvimos. En primer lugar, el horario. Ya he contado que la víspera no nos habían dejado acceder a la habitación hasta las cuatro de la tarde, pero creímos que era por ser el primer día. Luego descubrimos que en todos los hoteles se aplicaba un horario de limpieza bastante estricto, en el que se suponía que los huéspedes dejaban libres las habitaciones desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde. En esas seis horas mandaban las limpiadoras.
Todas las habitaciones del hotel estaban abiertas de par en par, y el equipo de limpiadoras iba realizando sus tareas en plan cadena de montaje: unas pasaban la aspiradora, otras hacían las camas, otras limpiaban cristales o repasaban el cuarto de baño, otras reponían toallas, y así podían participar hasta veinte personas distintas en la limpieza de cada habitación. Estoy seguro de que este sistema tayloriano es muy eficaz, pero las veces que se nos ocurría volver a dormir la siesta a las tres de la tarde nos trataban de mala manera, y solo después de mucho insistir nos dejaban acceder a la habitación. Con el tiempo aprendimos que si avisábamos por la mañana en recepción de que íbamos a volver pronto luego nos dejaban pasar a la habitación sin demasiado problema, pero dejaban claro que no les gustaba nada esa manía de los guiris de alterar su perfecto método de limpieza. Y mi diccionario español-japonés no incluía la palabra siesta.
Otra cosa curiosa eran los servicios que se ofrecían en la planta baja. Además de las dos sillas de hierro forjado y los dos ordenadores que se mencionan más arriba, había otras posibilidades poco habituales en Occidente. Por ejemplo, en vez de bar había varias máquinas de venta de bebidas y comida envasada, y lo más sorprendente: lavadoras y secadoras de ropa de monedas. Era muy habitual encontrarte a varios señores (nunca mujeres) vestidos con los yukata del hotel y bebiendo latas de cerveza mientras esperaban a que se lavase o se secase su ropa.
Volviendo a nuestra visita a Tokyo, aquella mañana, curtidos como estábamos con la experiencia de la víspera, logramos llegar del tirón a nuestro destino: Shinjuku, un barrio comercial y de oficinas, con las fachadas cubiertas de letreros luminosos que hacían parecer provinciana a Times Square. Nos colamos en los pachinka, donde cientos de personas jugaban frenéticamente a las máquinas, seguimos a los oficinistas que buscaban desesperados un pedazo de calle en el que no estuviera prohibido fumar, nos mezclamos con las compradoras compulsivas, cargadas con bolsas de todas las franquicias imaginables, pero volvimos a fracasar en nuestra búsqueda de un banquito para descansar. En las aceras todo el mundo caminaba a buen ritmo, como si fuera a algún sitio. No sé si no había cafeterías o es que no las encontrábamos, todavía un tanto zombis por la diferencia horaria. El caso es que el único sitio que nos pareció apropiado para relajar las piernas fueron las escalinatas del templo sintoísta de Hanazini-jinja, un auténtico oasis de paz y vegetación en medio de uno de los barrios más ajetreados de Tokio. Pero, en medio de aquel mundo de letreros absolutamente incomprensibles, nos encontramos con carteles en cuatro idiomas que indicaban muy claramente “Prohibido sentarse en las escaleras”.
El único sitio en el que por fin conseguimos sentarnos a descansar fue un restaurante especializado en fideos. Pero lo de la alimentación es otra historia.
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