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Hoy me centraré en las dificultades que entraña comer fuera de casa en Japón. Pero que nadie se asuste: os aseguro que ni un solo día nos quedamos sin comer o sin tomar una cerveza.
Una de las maneras más sencillas de comer era utilizar uno de los restaurantes que exhibían en el exterior o en el escaparate unas reproducciones en plástico exactas de todos los productos que ofrecían en la carta, con el precio al lado. Y cuando digo exactas, no exagero. Las jarras de cerveza no solo tenían el color y la turbidez convenientes, sino que parecían estar empañadas por la condensación, y hasta parecía que se deslizaban unas gotas por el exterior. Si un falso plato de camarones a la plancha mostraba dieciocho camarones de plástico, dieciocho era el número de camarones que llegaba a tu mesa. Y para facilitarlo todavía más, también había bandejas con un menú completo, como podía ser un cuenco de sopa, unos encurtidos, un plato de filetes de pollo empanados y un flan de arroz glutinoso. El método era muy sencillo. Primero examinabas detenidamente las muestras del exterior y decidías lo que querías comer, y en cuanto entrabas le señalabas el expositor al camarero, que inmediatamente te acompañaba para tomar nota de la comanda. Ibas indicándole con el dedo los platos que deseabas, y también con los dedos cuántas unidades de cada plato (dos cervezas, una de gambas y otra de arroz), tomaba nota, te acompañaba a una mesa, y ya solo quedaba esperar unos minutos, comer y pagar. Por desgracia, este tipo de restaurantes solo abundaba en las zonas más concurridas por los viajeros, tanto japoneses como extranjeros; por ejemplo, en las áreas comerciales de las estaciones de tren. Sabías perfectamente lo que ibas a comer y a beber y lo que te iba a costar; y no caías en los problemas que me han planteado en varias ocasiones alemanes de visita por España: ¿Cuántos gramos entran en media ración de jamón serrano? ¿Qué es más grande, un platito o media ración? ¿Qué diferencia hay entre una cazuela y una ración? ¿Por qué le llaman cazuelita y luego to lo sirven en un plato?...
Otros lugares razonablemente sencillos para comer, aunque con mucho menos surtido, eran los bento, que podríamos traducir por comida para llevar. Era bastante fácil encontrar locales o carritos de bento en cualquier calle concurrida, pero sobre todo en las estaciones de ferrocarril, en cuyo caso se les llamaba eki bento. Se trataba de unas bandejitas preciosas, imitando bambú lacado, divididas en compartimentos rectangulares que contenían diversos alimentos, salsas o aliños. La comida no sólo estaba perfectamente presentada, sino que la elaboración era muy buena y los ingredientes fresquísimos. Además, era muy sencillo elegir, ya que lo habitual era que cada puesto de comida tuviera un solo menú, por lo que bastaba con indicar con los dedos cuántas bandejas necesitabas. Por lo visto, hay guías y rutas gastronómicas dedicadas exclusivamente al eki bento. Hay gente que emprende viajes en tren con el único objetivo de ir probando las múltiples ofertas posibles, que además suelen incluir recetas o productos locales solo disponibles en una determinada estación. El único problema de los eki bento era que nunca estabas muy seguro de qué era lo que comías. El contenido de las bandejas, en el mejor de los casos, estaba indicado con kanji, nunca en romaji y mucho menos en inglés. En la bandeja de la foto, por ejemplo, a la derecha se identifica bastante bien el arroz glutinoso con setas y verdura en juliana y en la parte inferior izquierda se aprecia un pedazo de tortilla francesa, una seta shiitake y un poco de queso de soja. En la parte superior izquierda hay una cosa verde que parece verdura, pero que es una simple lámina de plástico que separa algo frito en tempura de lo que parece otra seta y unas escamas violetas de nari, el delicioso jengibre encurtido.
A partir de estas dos opciones, el problema se complicaba mucho. Era muy difícil encontrar un restaurante convencional, porque las ventanas solían estar tapadas por gruesas cortinas, y los rótulos siempre estaban en kanji. En alguna ocasión llegamos a ir abriendo una por una todas las puertas de una calle, y después de habernos metido en una peluquería, una oficina y una empresa de transportes, acabamos entrando en un restaurante, sin nada en su exterior que nos permitiera distinguirlo de los otros locales. Y en los mejores no dejaban entrar a nadie que no fuera recomendado por un cliente habitual.
En los restaurantes convencionales otro de los obstáculos lo constituían las cartas, raras veces traducidas al inglés. Si la carta tenía fotos, cosa no muy habitual, era bastante fácil, pero lo normal era elegir a ciegas. Así llegamos a probar platos deliciosos, como las anguilas ahumadas, pero también comidas bastante poco agradables, como muchos de los platos derivados de la pasta de soja fermentada, cuyo sabor, olor, consistencia y color prefiero no describir.
Había una excepción a esta falta de rótulos inteligibles, que ya el primer día nos salvó de la inanición: las marmotas, que dan título a este texto. A base de ensayos y errores, acabamos dándonos cuenta de que cualquier local que exhibiera en el exterior la efigie de una marmota era un restaurante especializado en fideos. Creo que todo se basaba en una leyenda tradicional que ya no recuerdo.
Aunque el plato estrella eran los udon, unos fideos gruesos elaborados con harina de trigo, también solía haber sopa de fideos, un plato parecido a la fideuá, spaghetti, fideos de arroz y cualquier otra presentación imaginable. Lo más curioso de estos locales, en los que se comía bien, abundante y barato, era el ruido de sorbeteo que se elevaba sobre cualquier otro sonido. Por lo visto, no se consideraba de mala educación hacer ruido al sorber los fideos, sino todo lo contrario. Y os puedo asegurar que veinte o treinta personas comiendo fideos con palillos provocan un nivel sonoro considerable.
Un tipo de local que nos puede parecer accesible a los que frecuentamos los restaurantes japoneses en Europa o los hemos visto en Manhattan en cualquier película americana son los sushi bar. En principio, son sencillísimos. Basta con sentarse en una larga barra e ir cogiendo platillos de los que pasan por delante. Al final te cobran por el número y color de los platillos vacíos que hayas reunido. Muy sencillo, pero en Japón creo que no abundan este tipo de locales, o por lo menos yo no encontré casi ninguno. Y en los pocos que estuve, no sabías de qué eran los platitos que ibas cogiendo.
La única comida del día verdaderamente sencilla era el desayuno del hotel. Normalmente funcionaba en régimen de autoservicio, con la bebida (café con leche o té verde o rojo) en termos, la inevitable sopa de miso en ollas calefactadas, un buen surtido de verduras encurtidas y varias bandejas de moldes de arroz glutinoso con diferentes condimentos. No sé por qué, quizás por su precio o exotismo, los excelentes cruasanes del hotel Asakusa Toyoku Inn nos los entregaban en mano en una ventanilla, previo intercambio de saludos con la camarera de turno. Siempre procurábamos repetir, era lo más parecido a un desayuno europeo que podíamos encontrar.
No puedo terminar este repaso a los locales de restauración sin mencionar las cervecerías de las azoteas de los grandes almacenes. Lo dejo para el final porque, desgraciadamente, las descubrimos justo la última noche de nuestra estancia en Japón, y no pudimos repetir. Al atardecer, cuando estábamos haciendo las compras finales, consultando el directorio de ISETAN, una especie de Corte Inglés, vimos que anunciaban un “beer garden” en la azotea. Pensando en descansar un rato con una jarra de cerveza antes de volver al hotel, subimos en el ascensor al último piso, y luego ascendimos otro tramo de escaleras, hasta desembocar en uno de los sitios más animados que encontramos en todo el viaje. Toda la azotea era una gran cervecería, ocupada sobre todo por grupos de oficinistas perfectamente trajeados, pero también por pandillas más jóvenes y hasta alguna familia.
El servicio era similar al de muchas fiestas y conciertos multitudinarios: Elegías lo que querías beber y comer, comprabas en una taquilla los tickets correspondientes, y te sentabas en una mesa, desde la que tratabas de llamar la atención de alguna camarera. También podías pedir en la barra, pero estaba llena de gente intentando que les hicieran caso, y que tenían la ventaja absoluta de dominar el idioma. El menú era sencillo: cerveza, salchichas y poco más.
Lo mejor era el espectáculo que ofrecían tanto las animadoras profesionales como el público. En un escenario que destacaba contra un fondo de rascacielos iluminados sobre el cielo nocturno, un grupo de chicas regordetas vestidas con mallas color carne y biquinis rojos desarrollaba una coreografía no muy complicada siguiendo cualquier musiquilla ratonera. El público, en pie, intentaba seguir la coreografía como mejor podía, hasta que al cabo de un minuto aproximadamente se interrumpía la música. Quedaban eliminados los espectadores que no se detuviesen exactamente en la misma postura que las chicas del coro, que parecían variantes del juego de "piedra -papel - tijera". Se repetía el juego varias veces hasta que solo quedaban tres o cuatro participantes, que subían al escenario entre los gritos de apoyo del público, y seguían bailando hasta que iban siendo eliminados. El premio para el ganador solía ser un vale para una jarra de cerveza, aunque en la gran final consistía en una foto de las bailarinas firmada por todas ellas. Y todo esto amenizado por frecuentes gritos de ¡Kanpai!, tras los cuales los concursantes (y gran parte del público) se bebían de un trago su vaso de cerveza. Los japoneses, tan modosos en la calle y en el trabajo, se desmelenaban en aquellas juergas un tanto infantiles, aunque sin abandonar nunca su espíritu gregario y su respeto a las reglas.
Si complicado resultaba encontrar un sitio en el qué comer, y más todavía comer lo que se deseaba, o por lo menos saber qué era lo que se comía, las reglas de urbanidad relacionadas con la alimentación tampoco eran sencillas.
Al entrar en un restaurante, lo primero que había que hacer era responder a la reverencia (ojigi) que nos hacía el camarero o encargado con otra similar, nunca de más de quince grados de inclinación, para no dejarlo en mal lugar, ni de menos de 5 grados, para no menospreciar su saludo. Para hacer bien esta reverencia se necesitaría mucha práctica ante el espejo, pero también es verdad que los japoneses que tratan con los bárbaros extranjeros saben perfectamente que somos incapaces de apreciar estas sutilezas, y están dispuestos a pasar por alto errores menores.
Lo siguiente, sistemáticamente, era que el camarero nos preguntara cuántos comensales éramos, aunque estuviera más que claro que íbamos los dos solos. La respuesta, aunque no hubiéramos entendido nada de la pregunta, era siempre la misma: levantar la mano derecha con los dedos índice y corazón apuntado hacia arriba, pero siempre con la palma mirando hacia el camarero; hacerlo con la palma hacia uno mismo significaba lo mismo que en los países anglosajones: “que te den..” Se podía perfeccionar diciendo “futatsu”, dos.
Dicho esto, te conducían a una mesa, a la barra o a una esterilla en el suelo (en los sitios más tradicionales). Sentarse en la esterilla es todo un arte que yo no dominaba en absoluto. Era totalmente incapaz de conseguir la postura del loto, y lo máximo que alcanzaba era una mala imitación de la postura “de la sirenita”, que se consideraba suficientemente aceptable para un guiri. Por suerte, pocas veces tuvimos que comer en el suelo.
Una vez acomodado y resuelto el problema de elegir el menú, te solían traer todo a la vez, para que fueras comiendo en el orden que quisieras. Eso sí, siempre con cuchara (las sopas) o palillos (todo lo demás). Si ya es difícil dominar estos utensilios, y llegar al virtuosismo de pellizcar un solo grano de arroz o un guisante, no se podían olvidar otras muchas reglas, si no querías que te consideraran un maleducado. Sin extenderme demasiado, no se podía echar la salsa de soja sobre el arroz, pero si en la sopa. No se podían dejar los palillos clavados en el cuenco del arroz, ni sonarte, ni señalar nada con el dedo (pero sí se podía señalar con la mano entera, siempre y cuando la mantuvieras con la palma hacia arriba). Te podías refrescar la cara con la toallita helada que te ofrecían, pero la tenías que dejar bien doblada en el borde de la mesa. Los palillos se usaban exclusivamente para servirte comida de la fuente en tu cuenco (con el extremo plano) o para llevarte la comida del cuenco a la boca (con el lado afilado), pero no para señalar, para ofrecerle un bocado a otro comensal ni para pinchar un trozo de comida. Y si tenías que pasar por delante de alguien (para llegar a tu mesa o ir al servicio), había que pararse antes, inclinarse un poco y mover la mano como si se estuviera cortando algo. Vamos, que si quedábamos bien era de casualidad.
Releyendo este capítulo me doy cuenta de que puede parecer que no hacíamos otra cosa más que comer, cuando en realidad nos hartamos de recorrer el país. O sea que sigamos con nuestro recorrido por Tokio desde donde lo dejamos en el capítulo anterior, en el barrio de Shinjuku, repleto de oficinas del gobierno y tiendas de ropa.
La simple llegada en metro ya impresiona. La estación dicen que es la más concurrida del mundo, con dos o tres millones de pasajeros al día. No nos pusimos a contarlos, pero asustaba un poco ver los largos pasillos literalmente repletos de gente, casi hombro contra hombro, caminando cual zombis sin un ruido, con la vista perdida en el inexistente horizonte.
Lo primero que hicimos, como buenos turistas, fue subir al último piso del ayuntamiento. Así contado no parece nada apasionante, pero cuando llegamos a la planta 45, a más de doscientos metros de altura sobre la calle, no pudimos evitar abrir la boca cual paletos de visita en la capital, que en el fondo es lo que éramos. Es verdad que no era tan alto como el Empire State, pero sí mucho más moderno, y con unos ascensores muchos más rápidos. Y desde arriba, en lugar de los requetevistos (en las películas) rascacielos de Manhattan, se veían los para nosotros desconocidos edificios de Tokio, contra el fondo impresionante del Monte Fuji.
Recorrimos después las calles más comerciales, como Omotesando, repletas de tiendas de ropa, desde las cadenas más exclusivas hasta locales mínimos especializados en ropa manga, pasando por franquicias tan familiares para nosotros como Zara o Camper.
No voy a extenderme sobre este barrio, salvo una referencia a las tribus urbanas, especialmente a los cosplay, que en aquella época se reunían en el cercano barrio de Harajuku. Cientos de adolescentes, con amplia mayoría de chicas, vestidos con disfraces a caballo entre el manga, los personajes de Disney, Lolita y cualquier otra extravagancia que se te pueda ocurrir, charlaban, paseaban, o simplemente se exhibían y posaban en los alrededores del puente Jingu-bashi, justo al lado de la estación de metro. No era solo que se dejaran fotografiar, sino que la mayoría consideraba un triunfo conseguir atraer la atención de los turistas o los simples paseantes.
Para el primer día ya estaba bien, y después de media hora de metro y otra media hora andando llegamos a nuestro hotel de pinipón, no sin antes pasar por el supermercado de nuestro barrio para comprar provisiones y prepararnos un picnic en la habitación. Por suerte, los súper japoneses funcionaban más o menos como los españoles, aunque gran parte de los productos a la venta nos resultaban irreconocibles. Nos limitamos a comprar un par de tomates (magníficos, pero a precio de oro), arroz glutinoso ya cocido, una lata de atún y unos palillos, pero al final nos salió más caro que comprar un eki bento en la estación de metro. Poco a poco iríamos aprendiendo.
Pero eso es otra historia.
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