martes, 25 de agosto de 2015

La sierra de los diamantes

Si quieres leer el primer relato de esta mini serie, pincha aquí.

Se supone que recoger un coche de alquiler reservado previamente debería ser sencillo. Esta vez no fue así; más de una hora tardaron en entregarnos un espléndido Renault Duster, entre cortes de luz y trámites absurdos. Primero una fotocopia del pasaporte y carnet de conducir (normal), luego teclear los datos en un formulario de ordenador ¿no podía rellenarlos después de entregarnos el coche, si ya tenía las fotocopias?, luego volver a escribirlos a mano en papel autocopiativo, nueva fotocopia de pasaporte y carnet de conducir, y así hasta la desesperación.

Por fin, combinando los consejos de un empleado de la agencia de alquiler y las indicaciones del GPS, conseguimos salir de Salvador perdiéndonos una sola vez. Teníamos que seguir la concurridísima ruta que conduce hasta Brasilia, y por la que circulan miles de camiones. Los primeros trescientos kilómetros pasaron sin pena ni gloria; una autopista de peaje, no totalmente terminada pero con el firme en buen estado, permitía conducir a una velocidad razonable. En las cuadros de tarifas de los peajes llegaban hasta “camiones de nueve o más ejes”, pero llegamos a adelantar a algún “tri-tren”, formado por una cabeza tractora con su caja y nada menos que tres remolques, con un total de diecinueve ejes.

Pero cuando se acabó definitivamente la autopista, la cosa cambió. Colas interminables de camiones y un firme destrozado, lleno de agujeros que en algunos puntos especialmente complicados rellenaban de tierra unos trabajadores que nos pedían “la voluntad” por su tarea, nos obligaron a bajar la velocidad hasta una media de cuarenta kilómetros por hora. Algunos camiones iban tan cargados que en las subidas parecía que iban a detenerse en cualquier momento. Estos mismo monstruos cuando iban cuesta abajo se lanzaban a  tumba abierta, recordándonos a “El diablo sobre ruedas” de Spielberg, y además zigzagueando para evitar los baches más profundos. Se adelantaban entre ellos en raya continua, paraban en el arcén cuando les daba la gana, y –ocasionalmente- volcaban esparciendo su carga por la carretera. Adelantarlos era toda un aventura, nunca sabías lo que te podías encontrar: otro camión de frente, un bache tremebundo…

Fueron cuatrocientos cincuenta kilómetros en más de siete horas para llegar a Lençois, capital de la Chapada Diamantina, la sierra de los diamantes. En la era de Pangea, cuando todos los continentes estaban unidos entre sí, esta zona colindaba con lo que hoy en día es Sudáfrica, por lo que los diamantes que se encontraron aquí a mediados del XIX tienen el mismo origen geológico que los de Kimberley, aunque su tamaño y abundancia fueran mucho menores.

Si los comienzos de la minería fueron duros, con mano de obra esclava, el siglo XX no trajo grandes mejoras. Llegaron los “coroneles”, a los que hoy llamaríamos caciques, y contrataron a los bandidos más desalmados, formando grupos armados de bandidos, los jagunços, con los que peleaban unos con otros para hacerse con el control de la tierra y de los yacimientos.

Los mineros, llamados garimpeiros, trabajaban a porcentaje. Vivían solos o con sus familias en chozas y campamentos en torno a los yacimientos, y excavaban y cernían la tierra y la arena de los ríos en busca de las piedras preciosas, a cambio de un magro cinco por ciento del precio de venta de los diamantes que encontrasen. El otro noventa y cinco por ciento eran para el coronel y sus jagunços.

Pero los diamantes siempre van unidos con la sangre, y si un jagunço sospechaba que un garimpeiro se había tragado un diamante para venderlo por su cuenta, la solución era rápida y eficaz: un tiro en la cabeza para que no se resistiera a la apertura en canal con el machete y la rebusca en su aparato digestivo. Y sin derecho a apelación.

Los garimpeiros que sobrevivían a las durísimas condiciones de trabajo bajaban periódicamente a Lençois y otros pueblos cercanos; en teoría para comprar provisiones y herramientas, pero en la práctica para gastar las ganancias en cachaça y/o con mujeres de muy mala vida. Y sus familias esperando en el monte...

Todo esto se permitía por la perfecta simbiosis entre políticos y coroneles: los primeros hacían la vista gorda e incluso encubrían los crímenes de los coroneles, que a su vez sobornaban a los políticos y les aportaban el voto cautivo de sus trabajadores. Todavía hoy la plaza mayor de Lençois está dedicada a un tal Horácio de Matos, el último y más poderoso de los coroneles de la Chapada. También en Brasil haría falta un poco de memoria histórica.

En los años cincuenta del siglo pasado el tinglado se vino abajo, no por la llegada de la democracia y la justicia sino por el agotamiento de los diamantes. La economía se desplomó, la población se redujo a la mitad, pero entonces sí que hizo presencia el estado, hasta ese momento ausente, comprando las tierras baldías a los coroneles y creando el parque natural de la Chapada Diamantina. Eso sí, se dejaron en manos privadas las atracciones más explotables, como cataratas y cuevas, por las que los herederos de los coroneles siguen cobrando entrada. Esto se llama socializar las pérdidas y privatizar los beneficios, pura economía liberal.

Para empezar a conocer la zona, al día siguiente contratamos un guía que en nuestro flamante Duster nos llevó a conocer los principales hitos del extremo norte de la chapada: El Mucugezinho, con sus aguas color coca cola por el tanino de las hojas y frutos en descomposición, que corre sobre un lecho de arenisca rosa; el Pozo del Diablo, una cascada de cuarenta metros de altura que cae sobre una poza perfecta para el baño,  o el Morro do Pai Inácio, un monte que solo se eleva doscientos cincuenta metros sobre el terreno circundante, pero cuyo aislamiento, paredes verticales y cumbre plana lo convierten en un magnífico mirador. Desde lo alto, en los trescientos sesenta grados del horizonte se sucedían valles y montañas hasta donde se perdía la vista. El Morro, como todos lo de la zona, estaba formado por estratos de caliza, de arenisca, de arcilla y hasta de basalto, recortados luego por la erosión. Arriba de todo, en las grietas de la piedra y golpeadas por un viento incesante, crecían bromelias, orquídeas y otras plantas adaptadas a las duras condiciones ambientales.



Lo malo era el vértigo. La planicie de la cima terminaba a pico, sin ningún tipo de protección, supongo que sobre un precipicio, ya que no fui capaz de acercarme al borde. Todavía hoy me cuesta describirlo.

Seguimos luego hasta la gruta Lapa Doce, en el área de protección ambiental Marimbus/Iraquara. Después de contratar a un guía local bajamos hasta el fondo de una dolina de más de cien metros de diámetro y setenta de profundidad. Allí abajo se abría la entrada a la gruta, de la que se han cartografiado unos unos veinte kilómetros, excavada en su momento por un río que hoy en día discurre unos treinta metros más profundo y termina aflorando en A Pratinha, de la que hablaremos un poco más abajo. La la parte que se visita consiste en un túnel de algo más de un kilómetro de largo y unos treinta metros de alto. En un recorrido alumbrado solo por nuestras linternas nos fuimos encontrando con multitud de estalactitas y estalagmitas. La mayoría eran blancas, de carbonato cálcico, pero también había grandes zonas de carbonato magnésico, de un apagado tono azul azafata.

A mitad del recorrido, y siguiendo las indicaciones del guía, nos sentamos en el suelo y apagamos las linternas. Ni una luz, ni un sonido más allá de nuestra respiración y nuestros latidos, un tanto acelerados. Daba igual abrir los ojos que mantenerlos cerrados, el resultado era el mismo: la oscuridad más absoluta, el silencio total. No pude dejar de pensar en qué haría si estuviera yo solo y se me acabaran las pilas de la linterna ¿tumbarme en el suelo y esperar a que al día siguiente llegara otro grupo de visitantes? ¿Echar a andar a tientas, no sé en qué dirección, con miedo a precipitarme en alguna sima? ¿O volverme loco sin más, en aquel estado de absoluta privación sensorial?

Después de un tiempo imposible de calcular, el guía encendió su linterna, rompiendo aquel momento a la vez mágico y terrorífico.

Seguimos avanzando por la gruta hasta que a la vuelta de un recodo vimos una luz a lo lejos. Era la otra salida. Ascendimos por la pared de otra dolina y salimos al nivel del suelo.
Desde la gruta nos dirigimos a la última parada del día, A Pratinha, “La platita”. Una amplia laguna con fondo de arena, con un agua cristalina que brotaba de ramificación de la Lapa Doce  y se luego se perdía entre unos marjales, sombreada por árboles gigantescos y perfecta para pegarse un baño y quitarse el polvo y el sudor del día. Para completar el efecto relajante, la laguna estaba llena de unos pececitos de dos o tres centímetros de largo que te mordisqueaban, eliminando todos los restos de piel muerta.

Llegamos ya de noche a la Pousada Vila Serrano. Había sido un día intenso.

Al día siguiente, hartos de coche, nos juntamos con dos brasileñas de Río Grande do Sul para hacer un largo recorrido andando. Con Antonio, el mismo guía que la víspera, que ya nos había contado toda su historia, su boda y sus cuatro hijos: Jonathan, Jefferson, Victoria y Lucía, echamos a andar a las diez de la mañana desde el pie del Morro do Pai Inácio, a través del Vale dos Três Irmãos, en dirección al Vale do Capão. Los tres hermanos que daban nombre al valle eran los morros que formaban su límite oriental: Morro da Várzea, Morro dos Cristais y Morrão. Várzea por los lagartos de ese nombre, que abundan en sus faldas, dos Cristais porque en su falda se encontró uno de los mejores yacimientos de diamantes de toda la zona, y Morrão (que podíamos traducir por Morrón) por ser el más alto de la Chapada.

El camino era fácil, arenoso, con vetas ocasionales de cuarzo y arenisca, y no era difícil encontrar buenos fragmentos de cristal de roca. Pero fieles al principio de no llevarnos más que el recuerdo y no dejar más que nuestras pisadas, allí se quedaron para que los admiraran otros caminantes.
La vegetación variaba mucho en función del grado de humedad del terreno, pero se dividía claramente en tres tipos: bosque atlántico a las orillas de los ríos y en las zonas más umbrías, con árboles de buen porte y hasta lianas; cerrado, con matorrales de buen porte y arbustos, y gerais, terrenos cubiertos de una hierba coriácea y muy poco nutritiva, no apta para el ganado. Lo que no encontramos fue caatinga, lo más duro del sertão, zona formada por matas espinosas y prácticamente impenetrable.

Una característica común a todo el recorrido era la pobreza del suelo. En los tramos de camino en que la erosión había arrancado la capa vegetal se veía que el espesor de la misma oscilaba entre diez y treinta centímetros; debajo aparecía la arenisca. Por eso, cuando un campesino pobre intentaba cultivar aquella tierra ingrata, en pocos años desaparecía la cubierta fértil y el terreno dejaba de producir.
S
i visteis en su día las películas de Glauber Rocha (Dios y el diablo en la tierra del sol o Antonio das Mortes, por ejemplo) recordaréis aquellos paisajes y las vidas duras, violentas, sin esperanza, de los campesinos sin tierra del nordeste brasileño. Si nos tuvisteis esa suerte, dos recomendaciones: la novela “Gran Sertón: Veredas”, escrita en 1956 por Joao Guimaraes, y la serie de fotografías “Trabalhadores”, de Sebastiao Salgado, mi fotógrafo preferido. O, como último recurso, la película “La sal de la tierra”, recientemente estrenada por Wim Wenders.

Pero dejémonos de digresiones culturetas y volvamos al sendero. El día había amanecido muy nublado y lloviznando, por lo que habíamos retrasado el inicio de la caminata, pero en cuanto iniciamos la ruta quedó perfecto para andar: unas nubes bajas ocultaban el sol y la temperatura se mantenía en torno a los veinte grados. Al principio, estas mismas nubes no nos dejaban ver las cumbres de los morros, pero conforme iba apretando el sol se levantaron y nos mostraron el paisaje completo, en todo su esplendor.

Cuatro horas después, cuando empezábamos a cansarnos, llegamos al punto previsto para el almuerzo: un remanso de aguas transparentes en un pequeño afluente del río San José, que desaguaba a través de unas mini cascadas en forma de escalinata. Fue el único momento de todo el paseo en que brilló el sol, lo que aprovecharon las brasileñas para darse un chapuzón. Nosotros nos limitamos a comernos los bocatas y la fruta y a tumbarnos un rato sobre las lajas pulidas a la orilla del río.

A partir de aquí, el tiempo empeoró. Se puso a llover en serio, todavía nos quedaban dos horas de camino, y si nos despistábamos se nos podía hacer de noche. O sea que terminamos la caminata a uña de caballo, para llegar absolutamente empapados al Toyota. Y todavía nos quedaba por delante hora y media por pistas de tierra y otra hora por carretera asfaltada antes de llegar a Lençois.

Al tercer día, un tanto cansados, decidimos bajar el ritmo y quedarnos en el pueblo, a fin de cuentas estábamos de vacaciones. Desayunamos más tarde de lo habitual y bajamos al centro. Como era domingo y la mayoría de las tiendas estaban cerradas, pensamos en darnos un paseíto por las afueras, para visitar unas piscinas naturales y acaso un par de cascadas cercanas. Ojalá no lo hubiéramos hecho.

De lo alto del pueblo salía un sendero que en un cuarto de hora nos llevó a las piscinas. Consistían en un amplio plano inclinado de un aglomerado arenisco de cantos rodados, que formaba unos dibujos preciosos cuando lo pulía el agua que corría por encima. El río fluía a modo de Guadiana, en parte por la superficie y en parte desapareciendo y volviendo a surgir por los numerosos boquetes y piletas que salpicaban la piedra. El sitio estaba muy animado, con bañistas locales y turistas; también había algunas lavanderas y varios guías que se ofrecieron a acompañarnos hasta las cascadas más alejadas.

Después de un buen rato admirando el paisaje y escuchando el murmullo del agua, emprendimos el regreso al pueblo, renunciando a visitar las otras cascadas; estábamos francamente cansados de la paliza de la víspera. Cuando volvíamos hacia el sendero, haciendo equilibrios entre las pozas, ocurrió el accidente. Resbalé en una piedra mojada y me caí al suelo, pero lo malo es que María, que caminaba apoyada en mí, también se cayó, con la mala fortuna de meter el pie en un agujero y torcerse el tobillo.

Por su cara de dolor me di cuenta de que no era ninguna tontería. Al principio no podía ni levantarse, pero cuando nos calmamos un poco y la ayudé a incorporarse, era casi incapaz de apoyar el pie izquierdo, del dolor que le producía. Le pedí ayuda a uno de los guías que se nos había acercado un rato antes, que muy profesional le aplicó un spray analgésico y le vendó el tobillo. Él mismo llamó al centro de salud a pedir una ambulancia, y me ayudó primero a sacarla de la zona de piscinas, y luego a llevarla caminando un kilómetro de sendero, cosa nada fácil para una persona que no puede apoyar un pie.

Con muchas dificultades, mucho dolor por su parte, mucho cuidado y mucha calma conseguimos llevarla hasta el final del sendero, donde en lugar de una ambulancia nos esperaba una camioneta que se caía a pedazos; la ambulancia se había ido a otro pueblo cercano, en el que se estaba celebrando un mercado mensual. Le di una buena y merecida propina a César, el guía que nos había ayudado, y nos fuimos en la camioneta, que no nos quiso cobrar nada, al pomposamente llamado “Hospital de Lençois”. Un edificio viejo, de una sola planta, con pinta de casa de labranza, medios muy precarios y un único médico de guardia, que ni le miró el pie. Se limitó a diagnosticar un esguince y a recetarle un antiinflamatorio (lógico) y agua boricada y pomada antibiótica, perfectamente inútiles ya que no tenía ninguna herida.

Nos dijo que no parecía tener ninguna fractura, y que si al día siguiente tenía el pie muy hinchado o muy dolorido volviera para hacerse una radiografía. Amaneció mejor, con la inflamación aparentemente contenida, por lo que decidimos que se quedara descansando en la habitación mientras Miya y yo, con la cabeza en plena ebullición, nos íbamos a hacer una excursión corta, a ver unas pinturas rupestres y una catarata. Por una parte queríamos que descansara todo lo posible para que un día más tarde pudiera afrontar el largo viaje hasta Sao Paulo que teníamos previsto, y por otra nos negábamos a aceptar lo que era evidente: había sufrido un accidente grave y las vacaciones se habían terminado. Necesitábamos aparentar una normalidad inexistente, siguiendo esa línea de pensamiento mágico que considera que si se actúa como si no hubiera pasado nada se puede retroceder en el tiempo y evitar el accidente.

Supongo que el deseo más o menos consciente de volver cuanto antes junto a María me llevó a conducir a toda velocidad por aquellos caminos de tierra, dando botes de bache en bache y levantando una nube de polvo en los tramos secos o una cortina de agua al cruzar algún arroyo. Procuraba seguir las roderas de otros vehículos, a los que suponía mejores conocedores de aquellas pistas, y si no hubiera sido por las circunstancias habría disfrutado como en un París – Dakar.

Llegamos así a la Serra das Paridas, donde hacía pocos años se habían descubierto unas pinturas rupestres. Los viejos garimpeiros llevaban años hablando de unas “piedras escritas”, pero el espesor de la caatinga hacía impenetrable la zona; solo después de un enorme incendio se había podido penetrar en la sierra, y un grupo de científicos que buscaban variedades silvestres de mangabeira había localizado las pinturas. A la vista de su importancia, corroborada por especialistas de la Universidad Federal de Bahía, se había construido una pista hasta el pie del lugar en el que se ubicaban las principales pinturas y acondicionado el yacimiento para las visitas, aunque de manera muy precaria. Los demás conjuntos están de nuevo casi inaccesibles.

El complejo se organizaba en torno a unas formaciones rocosas, muy similares a los morros pero de tamaño mucho más reducido. En la cara sur se distinguía un abrigo natural amplio, protegido por un voladizo de piedra, que estaba en proceso de excavación y en el que se han encontrado restos de hogueras, huesos calcinados de pequeños vertebrados, herramientas de sílex y fragmentos de minerales con muestras de haber sido utilizados para pintar. Lo que no se han detectado en este abrigo son pinturas, no se sabe si por que los ocupantes de la cueva no pintaban en la zona de vivienda, o porque han quedado destruidas por el liquen que cubre las rocas.

En las caras norte y oeste del montículo se pueden contemplar cuatro conjuntos de pinturas claramente diferenciados, siempre en franjas de roca más o menos lisas, bien iluminadas por el sol y extendiéndose desde el suelo hasta la altura que puedo alcanzar la mano de los artistas. Los estudios realizados hasta ahora datan estas pinturas entre ocho y doce mil años atrás. Trazadas con pigmentos minerales (hematites), guardan muchas semejanzas con las pinturas neolíticas del Levante español. Las figuras, sumamente estilizadas y mezcladas con símbolos indescifrables, representan animales cuadrúpedos, aves, hombres, mujeres en cuclillas (de las que viene el nombre  de Serra das Paridas), y hasta un hombrecillo que recordaba claramente a ET. La mayoría de los trazos eran ocres o rojos, pero también había decoración en amarillo, e incluso algunas escenas trazadas en negativo.

 La vista desde estas pinturas abarcaba una gran extensión de la chapada, con algunos morros elevándose en el horizonte. Un lugar mágico ideal para pasar en él una noche de luna llena. Por si al alguien le interesa, la hacienda estaba en venta, con más de tres mil hectáreas de tierra incultivable, ni siquiera utilizable por el ganado. Y por los pocos visitantes que pasan por allí (no nos cruzamos con nadie en las tres horas de ida, estancia y vuelta), tampoco debía ser un gran negocio su explotación turística. De hecho, la tienda de recuerdos estaba abandonada, y no había ningún vigilante, la entrada había que pagarla en Lençois, donde solo entregaban la llave de la cancela a los guías registrados. En Europa, si hubiera un yacimiento como este, habría que reservar la entrada con meses de antelación.

Tras esta visita, vuelta al coche y nuevo recorrido a toda pastilla por las pistas, hasta llegar a la Fazenda Santo Antonio, donde se encontraba la Cachoeira do Mosquito. Esta hacienda, enclavada en terreno mucho más fértil, con abundante ganado y algunos cultivos, tenía muy bien organizada la visita a la catarata. Una cadena con candado, tendida entre dos árboles a través del camino, controlaba que todos los visitantes pagaran su entrada a la vigilante, nada menos que diez reales por cabeza, todo un dinerillo allí en Brasil.

La cascada debe su nombre al tamaño ínfimo de los diamantes que se encontraban en las pozas de su base, en la época de los garimpeiros. Desde el aparcamiento, ubicado en la parte alta del curso del río, todavía quedaba más de media hora de bajada, pero cuando cuando se veía la cascada, a la vuelta de un recodo, merecía claramente el esfuerzo: un potente chorro se desplomaba a contraluz desde unos sesenta metros de alto, descomponiéndose por el camino en una nube de agua pulverizada. Se podía avanzar, sumergido hasta el cuello, hasta situarse justo debajo del chorro, que caía justo encima de los que se aventuraban hasta allí. No sería yo, después de la experiencia de la víspera.



La vuelta hasta Lençois por las mismas pistas la hice, si cabe, más deprisa que la ida. Sabiendo ya que no había puntos peligrosos, le di caña a la Duster emulando al brasileño Ayrton Senna. Nuestro guía Ronildson no decía nada pero se agarraba al asiento con todas sus fuerzas, cada vez más pálido. Creo se bajó aliviado al llegar a Lençois; de hecho me pidió que lo dejara en la entrada del pueblo, sin aceptar mi oferta de llevarlo hasta su casa.

El viaje al día siguiente hasta Salvador y Sao Paulo fue duro. María no había mejorado nada con el día de reposo, más bien había empeorado un poco, y sufría con la postura no muy cómoda y los continuos botes en los baches.  Conduje todo el camino sin más que una brevísima parada para repostar; pero aunque pisé el acelerador todo lo razonable y un poquito más, el mal estado del asfalto y el tremendo tráfico de camiones no me permitieron bajar de seis horas para recorrer los cuatrocientos cincuenta kilómetros.

Devolvimos en el aeropuerto de Salvador nuestra querida Duster, y volamos directos a Sao Paulo, a donde llegamos ya anochecido. Todavía nos quedaba una última prueba: el recorrido hasta nuestro apartamento. Fue una verdadera carrera enloquecida en taxi, como Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo en À bout de soufflé. A toda pastilla por la autopista Marginal Tieté, adelantando por la izquierda, acosando a los conductores más lentos, colándose entre los camiones, saltándose semáforos y rayas continuas, era como si el taxista cobrara por kilómetro y pagara por minuto.

Llegamos por fin al apartamento que le habíamos alquilado a Goya, una profesional de la fotografía. En un octavo piso del barrio de Vila Madalena, el más chique de Sao Paulo, estaba a un par de manzanas de la zona de marcha más cool de la ciudad. Sobre la acera se sucedían los restaurantes, cafeterías y cervecerías con terrazas, en las que se reunían jóvenes profesionales de la creatividad y el diseño, algunos estudiantes y ni un turista. Modernos y belezas lucían sus mejores modelitos y sus cuerpos de academia, mientras de algunos grupos surgía el aroma de la maconha, la potente marihuana brasileña.

Pero esa noche nos limitamos a instalar a María en la cama, con el pie en alto, y bajar al DIA de la esquina para hacer una compra de emergencia con la que preparar la cena y el desayuno.
La mañana siguiente la pasamos en el Hospital Samaritano, uno de los mejores de Sao Paulo, al que nos envió el seguro de viaje. Algún día escribiré una serie de relatos sobre hospitales y servicios sanitarios en países lejanos, sobre los que por desgracia voy acumulando experiencia. Este era simplemente un buen hospital privado, sin lujos inútiles pero con todos los medios técnicos y humanos necesarios.

El traumatólogo que nos atendió ya indicó desde el primer momento una probable rotura del tendón de Aquiles, que luego se confirmó con la ecografía. Tanto él como nuestro amigo médico Mariano y el seguro coincidían: se podía operar en el acto y luego esperar quince días sin viajar en avión, para evitar una embolia, o inmovilizar el pie y volar cuanto antes a España para operar allí.

Lógicamente, optamos por la segunda posibilidad, pero todavía tardamos otras veinticuatro horas en poder organizar el viaje, por las inadmisibles demoras de la compañía de seguros en sus respuestas. Lo siguiente fue cambiar los billetes y volvernos a España. Pero comprenderéis que no tenga ganas de contar esta última parte. Eso sí, María está en casa escayolada, pero no ha sido necesario operarla y tenemos la esperanza de que la recuperación no sea tan larga como le dijeron inicialmente.

Para terminar, contesto a lo que mucha gente me dice, o piensa pero no se atreve a decir: “Eso os pasa por ir a esos países tan raros”. No, no nos pasa por ir a países raros, sino por motivos más obvios y menos evitables: estar vivos y andar por encima o por debajo de los sesenta. ¡Los años no pasan en vano!

Lo único que podemos hacer en el futuro para evitar estos accidentes lo haremos: calentar y estirar antes de iniciar un ejercicio físico, usar el calzado adecuado, llevar bastones de marcha… Incluso en excursiones tan inocentes como esta.

viernes, 21 de agosto de 2015

La ciudad más negra de América

Ya sé que tengo una deuda pendiente desde noviembre pasado: contar mis recuerdos de la Ruta de la Seda. Pero como acabo de llegar de Brasil, prefiero escribir sobre este viaje más reciente. De Uzbekistán y países vecinos ya hablaremos más adelante.

Dejamos Cádiz a finlaes de julio en plena polémica del #papadacarajote. Un error humano se había convertido en trending topic gracias a la difusión que le dio el propio agraviado, ante la risa mal disimulada de la anterior alcaldesa y compañera suya de partido.

Desde Madrid comenzamos  el largo y agotador viaje (tres vuelos, veintidós horas en total) que nos llevaría a María, a Miya y a mí hasta Salvador de Bahía de Todos los Santos, primera capital de Brasil (gracias a un error geográfico recogido en el Tratado de Tordesillas), y punto principal de destino de los barcos negreros que zarpaban del Golfo de Guinea con su oprobiosa carga humana. Cada vez que, en nombre de la tradición y la costumbre, oigo defender salvajadas como el Toro de la Vega, me acuerdo de la esclavitud. Si no hubiera habido gente dispuesta a luchar contra lo establecido, todavía seguiríamos con el Código de Hammurabi, la esclavitud, el derecho de pernada y otras "tradiciones".

En el vuelo Madrid - Rio de Janeiro me tocó sentarme en medio de un grupo de brasileños, lo que me vino de perlas para desoxidar un poco mi "portuñol" y conseguir información de primera mano sobre las ciudades que nos proponíamos visitar.

Haré aquí un pequeño inciso para hablar del idioma. Por suerte para nosotros, Brasil, al igual que Portugal, está rodeado por países de habla hispana, lo que hace que mucho de sus habitantes entiendan el portuñol, esa infame mezcla causa unas veces de risas y otras de malentendidos. El portugués y el español están repletos de lo que se llama "falsos amigos". Si tenemos en cuenta que andar en portugués significa piso, mientras que para ir de un sitio a otro usan la palabra caminhar y que hacer turismo o visitar una ciudad es passear; o que el agua la beben en copos y el vino en tazas, entenderéis lo fácil que resulta equivocarse.

Por suerte, los brasileños vocalizan mucho mejor que los portugueses y hablan bastante más despacio, y mi origen gallego me daba una cierta ventaja en cuanto al vocabulario y la gramática. Nunca nos sentimos tan lost in translation como en Japón o en Georgia.

Volviendo a mis compañeros de asiento, a mi izquierda se sentaba una joven carioca, ingeniera de carrera y vendedora en unos grandes almacenes de oficio, que se pimpló cuatro botellitas de un infame valdepeñas de Bodegas Carrión, alegando que el viaje era muy largo y que quería dormir. A mi derecha iba un paulista de unos cuarenta años, periodista de O Globo, casado con una actriz de cine monísima que se sentaba a su lado, y un auténtico experto en todos los aspectos de la vida cultural y gastronómica de Sao Paulo. Mientras la jovencita cariocoa tomaba notas frenéticamente, intercalando algún dato de interés, la pareja paulista me fue dictando hasta ocho galerías de arte  contemporáneo, quince restaurantes imprescindibles, las películas brasileñas más interesantes del año, los novelistas más modernos... Impagable información, vaya desde aquí mi agradecimiento.

Después de aterrizar en Río, otros dos vuelos internos nos dejaron en Salvador a las doce de la noche hora local (cinco de la mañana en Cádiz), con una agradabilísima temperatura de veintidós grados centígrados. La salida del aeropuerto, a través de un frondoso bosque de bambús, contribuía a esa impresión de trópico.

Al bajarnos del taxi frente al edificio en el que habíamos alquilado un apartamento, primer susto del viaje. El vigilante nocturno, que en teoría debería entregarnos las llaves del apartamento, no tenía ninguna noticia de nuestra llegada. Insistía en llamar una y otra vez al interfono de "nuestro" apartamento, pese a que sabíamos que el dueño no estaba allí. Casi desesperados, y cuando ya íbamos a pedirle que nos llamara un taxi para ir en busca de un hotel, vi encima de su mesa, apoyado contra la ventana para que se viera bien, un sobre que decía. "Senhora María. Chega na madrugada de sábado para domingo". Lógicamente, dentro estaban las llaves. Para matarlo...

A la mañana siguiente, todavía con gases en la cabeza, como dirían en Cádiz, y después de un copioso desayuno (huevos, carne asada, plátano frito, mandioca hervida y frijoles) en una lanchonete cercana, nos subimos a un autobús para acercarnos al centro histórico. Entre las muchas medidas sociales que ha implantado el gobierno municipal del Partido del Trabajo está la gratuidad del transporte público para todos los mayores de sesenta años. eso sí, hay que sentarse en la parte delantera del autobús, en los asientos reservados para mayores, embarazadas, discapacitados en general, personas con niños en brazos, obesos y otras categorías similares. La exención vale tanto para brasileños como para extranjeros.

Nos bajamos del autobús justo enfrente del Elevador Lacerda, conjunto de cuatro ascensores construido en 1872 para enlazar la ciudad alta y la baja, y que por el módico precio de cinco céntimos de euro usan unas 25.000 personas al día; algo así como el ascensor de Begoña, en Bilbao, pero a lo grande. En lo alto del elevador, un mirador permite contemplar la Bahía de Todos los Santos, desde la isla de Itaparica hasta el Forte de Sao Marcelo, desde la basílica del Bonfim hasta el Farol de Barra, desde Morro de Sao Paulo hasta donde se pierde la vista hacia el fondo de la bahía, allá por Sao Francisco Conde. También se aprecia perfectamente la clara diferenciación del casco histórico: Arriba, en la Ciudad Alta, se instalaron los centros del poder político: iglesias, conventos, Ayuntamiento, Palacio de Gobierno... Abajo vivían los que generaron la riqueza para construir la ciudad: comerciantes, astilleros, pescadores y esclavos, que eran desembarcados en la actual Estación de Francia, y encerrados en la cripta del Mercado Modelo hasta una fecha tan reciente como 1888.

El núcleo central de la Ciudad Alta lo forma el famoso barrio de Pelourinho, en el que transcurren muchas de las novelas del más famoso escritor brasileño de todos los tiempos, el bahiano Jorge Amado. Recomiendo especialmente "Doña Flor y sus dos maridos" y "La desaparición de la Santa". Por cierto, el barrio toma su nombre de pelouro, picota en castellano, símbolo del poder real.

Hoy en día el Peló, como le llaman los bahianos, es una mezcla irresistible de iglesias barroquísimas, hotelitos con más o menos encanto, restaurantes, tiendas de recuerdos, centros culturales y tascas, por la que circulan turistas nacionales y extranjeros y toda esa fauna que intenta vivir de ello: vendedores de refrescos, postales o cintas de Bonfim, policías, guías turísticos "oficiales", mendigos, carteristas y repartidores de propaganda.

En cuanto te alejas unos metros de las calles más frecuentadas por los turistas, te das de bruces con la otra cara del Peló: preciosos palacios en ruinas, un lavadero callejero de perros, parados sosteniendo un muro litrona en mano, amas de casa con la bolsa de la compra, y vecinos en general, tomando el fresco en las aceras. Pero ojo con alejarse demasiado, en un abrir y cerrar de ojos puedes encontrarte en tierra extraña, en la que surgen fácilmente los atracos.

No voy a describir las iglesias barrocas, manieristas o rococó, cubiertas hasta el infinito de tallas y dorados. Para eso hay magníficos libros de fotos. Pero sí hablaré del Armazém de Sé Francisco. En la Rúa do Saldanha, una de esas calles que comunican el Terreiro de Jesús con las zonas oscuras, nos encontramos este almacén de cerveza, hielo, y suministros para hostelería en general. En la acera de enfrente, un grupo de hombres jugaban a las cartas, sentados en sillas y mesas con el logo de una marca de cerveza. El que no cabía en la acera apilaba dos sillas para estar al nivel de los demás: evidentemente tenían experiencia en esta actividad.


Nos sentamos en la casapuerta del almacén, aprovechando la corriente de aire que allí se generaba, y sobre una mesa intocable por lo sucia que estaba el propio Sé Francisco sirvió a las mujeres sendas cervezas de 600cc, y a mí una botellita de agua con gas ¡maldita gota! Dentro del almacén tenían dos televisores encendidos, sintonizados en programas diferentes, pero el ruido predominante era la música de forró que salía por las ventanas de una casa cercana.

Después de descansar un buen rato, y servir de evidente tema de conversación a los jugadores de la otra acera, hicimos caso de las recomendaciones de Sé Francisco y volvimos sobre nuestros pasos. Según él, y estoy convencido de que sabía perfectamente de lo que hablaba, no era seguro seguir bajando por aquella calle.

Después de una larga siesta para irnos recuperando del cambio horario, al atardecer bajamos a dar un paseo por el paseo marítimo de Barra, peatonalizado en gran parte de su recorrido. La animación, un domingo por la tarde, era impresionante. Un gentío de todas las edades y razas, aunque con claro predominio de los africanos, paseaba, patinaba, pedaleaba o simplemente se sentaba en la balaustrada del paseo o en las terrazas de los bares para ver y ser visto. Grupos callejeros de rock, jazz o samba se repartían el terreno, de forma que con solo avanzar unos metros se podía elegir el estilo que más te gustara escuchar o bailar.

Sentarse en una de aquellas terrazas, beber algo y mirar pasar a la gente era entretenidísimo. Aunque se dice que los brasileños (y las brasileñas) tienen cuerpos esculturales, este adjetivo abarca desde Giacometti hasta Botero, con clara ventaja numérica de este último. Eso sí, el disfrutar de más o menos kilos no era en absoluto un obstáculo a la hora de elegir un modelito. Había shorts literalmente a punto de reventar, y el premio sin duda se lo habría llevado una señora con un cuerpo inabarcable, embutida en un pantalón de licra verde fosforescente y una camiseta, también de licra fosforescente, pero de color naranja. Su compañero, aproximadamente de la misma talla, invertía los colores: camiseta verde y pantalones naranja, del mismo material que ella. Imposible atropellarlos en una carretera, por muy oscura estuviera.

Dicen que en Sao Paulo y Río la cosa cambia, y que el mayor nivel económico, con una alimentación más sana, aplicada sobre la excelente materia prima del mestizaje entre blancos, negros, indios y japoneses, produce multitud de cuerpos magníficos y facciones bellísimas. Ya os contaré cuando lleguemos.

Me sorprendió agradablemente la cantidad de parejas homosexuales jóvenes que se mostraban su afecto en público. Chicos paseando de la mano o chicas cogidas por la cintura son imágenes poco frecuentes tanto en los machistas países hispano hablantes del resto de América del Sur como en el mismo Cádiz, cuna de las libertades.

El lunes, después de llenar la nevera en un supermercado cercano, emprendimos un larguísimo recorrido en autobús urbano que nos llevó hasta Feira de Sao Joaquím, el mayor mercado popular de Salvador. Desde hace años sustituye al Mercado Modelo, en la actualidad transformado en una atracción turística y ocupado exclusivamente por tiendas de recuerdos y restaurantes. La Feira, con una superficie de treinta y cinco mil metros cuadrados, es un laberinto de callejones sin pavimentar,  especializados cada uno en una determinada mercancía, como en los zocos árabes. Los más abundantes eran los puestos de legumbres, con docenas de variedades de frijoles, y de frutas, donde te asaltaba por igual el olor empalagoso de la guayaba y el ácido de las limas, mezcladas con papayas, piñas (que allí llaman abacaxi, mientras que reservan la palabra piña para nuestra guanábana) y docenas de variedades para mí desconocidas, cuyos nombres iba olvidando según me los decían. Destacaban por su forma la carambola, con sección en forma de estrella de cinco puntas; por su sabor inolvidable las guayabas y graviolas, y por su color rojo brillantes las acerolas.

En la zona de carnes lo más llamativo eran las tiras de carne secada al sol, las pezuñas de vaca y el impresionante surtido de vísceras. Pero lo más curioso eran las tiendas dedicadas a la venta de artículos religiosos. Los Corazones de Jesús y las Purísimas quedaban claramente desbancados por las deidades del candomblé y la umbanda, religiones nacidas del sincretismo entre las creencias importadas por los esclavos africanos y el catolicismo oficial de los colonos blancos, en el que los negros se vieron obligados a integrarse formalmente.

Algunas imágenes eran totalmente realistas, como las de Iemanjá, el Indio o el Preto Velho, pero las más simbólicas, como las de Exu, una especie de diablo fabricado en chapa galvanizada, recordaban lejanamente las esculturas de Benin, e incluso daban un poco de miedo. En las mismas tiendas se podían adquirir todo tipo de atuendos religiosos y para ofrendas, como hierbas, raíces, cortezas, puros, aguardiente, tabaco en rollo y hasta palomas y gallos vivos, cuya sangre se utiliza en los rituales más poderosos. En ese batiburrillo destacaban las ristras de búzios, los caracoles que usan los babalaôs para predecir el futuro.

Al día siguiente, otro largo recorrido en autobús (como buen gallego, no podía desaprovechar la posibilidad de montarme gratis), hasta llegar a la Basílica de Nosso Senhor do Bonfim, a la que acuden miles de peregrinos brasileños y de otros países a pedir favores. El ritual es bien sencillo: se compran las cintas a cualquier vendedora en los alrededores del templo, se amarran con tres nudos a la verja de la iglesia o en la propia muñeca mientras se formula la petición, y a esperar a que se conceda. De su efectividad daban fe los innumerables exvotos que se exhibían en una sala anexa. Desde los tradicionales brazos, piernas o cabezas de cera, hasta un título de doctorado de la Universidad de Valencia, unas estrellas de teniente coronel de la policía de Sergipe o una sorprendente foto de cuatro perritos portando birretes de magistrado.


Pero si como yo no creéis en esas cosas, tengo pruebas mucho más rotundas. Hace unos diez años, una persona muy allegada a mí, harta del acoso laboral a que la sometía su jefe, le pidió al Senhor do Bonfim que se muriera. Cuando llegó a España, se enteró de que tenía un cáncer de páncreas, del que falleció a los pocos meses. O sea que, creyentes o no creyentes, ojo con lo que le pedís.

Cumplido el rito y formulado mi deseo, que aunque es bueno no pienso revelar hasta que se cumpla, un vendedor, Leonildo, me explicó los significados de los colores de las cintas, que reproduzco a continuación, en el mismo orden en que me los contó, que creo que también tiene su importancia.
 
* El blanco representa al propio Jesús do Bonfim o Cristo de la Buena Muerte, al igual que a Oxalá, padre de todos los orixás del candomblé y creador del mundo. Repele las energías negativas y eleva las positivas.
* El rojo se asocia tanto a Santa Bárbara, patrona de los mineros, de los artilleros y de los explosivos, como a Iansã, mujer guerrera, reina de los huracanes y de las tempestades, de la que conviene mantenerse alejado si no se la puede dominar. Es el color de la pasión y los sentimientos.
* El azul celeste está unido a la Inmaculada Concepción y a Iemanjá, diosa del mar, protectora de los barcos y de los pescadores, dueña de los peces y los mariscos. Simboliza la lealtad, la fidelidad, la personalidad.
* El azul marino pertenece a partes iguales a San Antonio de Padua y a Ogum, hijo de Iemanjá, señor del hierro y del acero, patrono de los herreros, ferrallistas, mecánicos, ingenieros e industria del metal en general.
* Las cintas verdes son de San Jorge, pero también de Oxóssi, dios del bosque y de la caza, comedor de carne y patrono por igual de cazadores y ecologistas. Representan las energías de la naturaleza y del renacer
* Las amarillas no tienen patrón cristiano. Son exclusivamente de Oxumaré, orixá hermafrodita del arcoíris y las serpientes, con muchos seguidores en la comunidad LGTB. Se asocian a la prosperidad y al optimismo.
* El rosa es tanto de los santos Cosme y Damián como de los Erê, espíritus infantiles y juguetones que cuidan de los niños. Ternura, suavidad, cariño, amor…
* El lila es el color de San Lázaro y del Preto Velho, el negro viejo, que llegó a la ancianidad y protege de las enfermedades y los achaques de la edad. También se usa para lograr la felicidad en el amor.
* Y para terminar con esta lista, el naranja, siempre según Leonildo, era el color de Nuestra Señora de Santana, esta vez sin contraparte en el candomblé, y es fundamental para conseguir objetivos personales y profesionales.
 
Una vez se conocen los significados de los colores, ya se pueden elegir los más convenientes para cada deseo. Por ejemplo, en el hipotético caso de pedir un contrato de un nuevo buque para un astillero, lo lógico sería combinar una cinta azul celeste (por los barcos) y otra azul marino (por los ingenieros). Remedio infalible, que me temo desconoce la delegación de Navantia en Brasil. O quizás es que no tienen fe...

Saltando a otro asunto mucho más mundano, de la basílica de Bonfim nos fuimos a comer a un sitio para mi imprescindible. Se trata del restaurante-escuela del Senac, en el segundo piso de un hermoso caserón en pleno Largo do Pelourinho. En el comedor, amplio y decorado como el de cualquier hotel de los años cincuenta, se instala un magnifico buffet de no menos de cuarenta platos, especialmente de cocina bahiana, con mucha influencia africana. Moquecas o ensopados de pulpo, de pescado, de mejillones, de ostras, de calamares; xinxim de gallina, rabo de toro, acarajés (buñuelos de mandioca), y muchos otros platos fuertes, con acompañamiento de arroz, de purés de ñame o de fubá, harina de ocra o de mandioca y salsas picantes. Todo aliñado con aceite de dendé, guindilla, cilantro y jengibre, aunque sin pasarse. A fin de cuentas, era comida para guiris, bastante suave para el sabor local. Otra mesa albergaba un amplio surtido de postres, a cual más dulce: cocadas varias, dulce de guayaba y de mamão, plátanos bañados en miel de caña... la lista sería interminable. Regamos todo esto con varias copas de un cabernet sauvignon brasileño bastante digno, y nos vino a salir por unos veinticinco euros por persona. Bastante dinero para Brasil, pero muy barato para España.

A la mañana siguiente, por fin, playita. Aprovechando que amaneció nublado y que amenazaba lluvia, nos hicimos casi una hora de autobús para llegar a la playa de Bugari, en la península de Itapagipe, al pie del fuerte de Monte Serrat. Cuenta la leyenda que en este fuerte se produjo un acontecimiento que permitió la derrota de los portugueses y el comienzo de la independencia de Brasil. No sé si será cierto, pero como me lo contaron lo cuento.

A principios del siglo XIX, durante una de las frecuentas revueltas independentistas, las tropas portuguesas que sitiaban la ciudad, más numerosas y preparadas que los patriotas brasileños que la defendían, estaban a punto de triunfar. El general brasileño ordenó al corneta tocar retirada, pero el pobre hombre, sin una gran formación musical, interpretó el toque de "ataque de caballería". Las tropas portuguesas, que sí que conocían perfectamente el código de órdenes, temieron verse rodeadas por esa inexistentes caballería, tiraron las armas y emprendieron una vergonzosa huida. Salvador se había independizado gracias a una equivocación.

Volviendo a Bugari, no era la típica playa tropical de palmeras y arenales inmensos; si estuviera en Cádiz sería más La Caleta que Cortadura. Enclavada en el barrio popular de Ribeira, lejos de los hoteles de lujo de la orilla este, no era muy grande, poco más de quinientos metros de larga, pero gozaba de una magnifica vista de la ciudad, del puerto, de los cientos de buques fondeados en espera de órdenes y de los transbordadores que iban y venían constantemente entre Angra dos Meninos y la isla de Itaparica.

El agua estaba impecablemente limpia, había sombrillas y tumbonas gratuitas, del ayuntamiento, y las olas rompían suavemente contra la orilla. A menos de cien metros un bote de remos tendía una red de cerco, hacia la que los pescadores pretendían dirigir a los peces golpeando con los remos en el agua. Varios vendedores ambulantes ofrecían gafas de sol, helados, bronceadores de todos los tonos, protectores solares, queso a la brasa, frutos secos y todo lo que se pudiera necesitar. Y a la sombra de unos árboles cercanos hacía guardia el "cuidador oficial" de nuestras sombrillas, presto a traer una cerveza bien fría, un refresco de guaraná, un platito de plástico con algún guiso típico bahiano, y supongo que hasta una caipirinha...

El público, formado por familias con niños y alguna parejita, muy popular y sin más turistas extranjeros que nosotros tres, lucía pieles de todos los tonos. Entre nuestro blanco refulgente que iba virando al rojo salmón por minutos, hasta un tono que se podría definir como "azul oscuro, casi negro", con todas las gamas intermedias: dorados, trigueños, café con leche, cortado y hasta café solo.


El agua, a esa temperatura perfecta del trópico, invitaba a quedarse toda la mañana a remojo, pero el sol apretaba, y antes de quemarme por completo propuse que volviéramos al apartamento, para ducharnos y descansar un rato antes de volver a salir. La víspera habíamos quedado con un guía del Pelourinho para que nos llevara a una ceremonia de candomblé.

A la hora convenida, ya de noche, nos plantamos en la puerta de nuestro edificio, yo vestido con una guayabera de un blanco inmaculado como exigen las reglas, para protegerme de los malos espíritus. Con más de media hora de retraso y una disculpa sin sentido apareció Edmundo con su coche y nos llevó a una favela del barrio de Brotas. Pero no pensemos en las gigantescas y peligrosísimas favelas de Rio de Janeiro. Aquella tenía cierta categoría, con las calles principales asfaltadas, alumbrado público, traída de aguas, alcantarillado y otros servicios. Se notaba que allí vivía gente humilde, trabajadora pero no marginal. Los callejones escalonados que se perdían por entre las viviendas apiñadas estaban razonablemente limpios, y no se veían grupos de pandilleros.

El terreiro o local de culto, al que nunca habríamos sabido llegar sin Edmundo, era un edificio de dos plantas. La primera estaba ocupada por un salón de unos cien metros cuadrados, decorado con imágenes de orixás y sus equivalentes católicos, pintadas en los colores que explico más arriba; todo ello entremezclado con dibujos de hachas y de búzios. En el lado derecho del local había varias filas de sillas de plástico, reservadas a las mujeres, mientras que los hombres se sentaban en un solo banco corrido en el lado izquierdo, o nos apiñábamos de pie al fondo de la sala.

En el extremo más alejado de la entrada, donde en una iglesia católica estaría el altar mayor, quedaba un amplio espacio despejado, en el que esperaban los músicos con sus tambores y los iniciados. Al fondo se abría una puerta con una escalera que conducía a la planta superior y un letrero muy tajante: "PROHIBIDO EL PASO A PERSONAS NO AUTORIZADAS".

Con el local casi lleno, me fijé en que de una pared cercana colgaba una foto dedicada del papa Francisco. Me di cuenta entonces que Edmundo nos había engañado, y nos estábamos en un local de candomblé sino de umbanda. Mientras que el candomblé se reivindica como la recreación que los esclavos negros hicieron de sus religiones africanas, la umbanda es una religión sincretista, ideada hace unos cien años combinando elementos del candomblé, el catolicismo y el espiritismo de Kardec, en un intento romántico de disponer de una religión nacional brasileña.

Esto explicaba también el elevado porcentaje de blancos entre los asistentes. Como los negros prácticamente monopolizan los puestos dirigentes del candomblé, los blancos tiran más para la umbanda. Ambas religiones tienen muchas cosas en común, como por ejemplo la ausencia de una jerarquía más allá de los que dirigen cada local de culto (babalaôs o babalorixás), o la inexistencia de un libro canónico como la Biblia o el Corán.

Con un ligero retraso sobre el horario previsto nuestro babalaô, que pesaba no menos de ciento cincuenta kilos, vestido con una túnica africana, dio la señal de empezar. Arrancaron los tambores y la congregación inició un cántico repetitivo, marcando el ritmo con palmadas, de una sola frase que se recitaba una y otra vez pero que no conseguí entender.

Al cabo de unos minutos de esta melopea, se inició una extraña procesión. En cabeza, un chaval jovencito vestido de verde, que agitaba una campana. Detrás de él una docena de iniciados, vestidos de blanco de la cabeza a los pies y cubiertos de collares de cuentas. Uno de ellos portaba una litrona; otro un puro apestoso. Solo una mujer formaba parte de la comitiva, vestida también de blanco y tocada con un gorro parecido al de Popeye, pero decorado con un gran símbolo cabalístico. La marcha la cerraban el babalaô y otro campanillero. Entre cantos y bailes atravesaron el salón y salieron al callejón, donde en una ceremonia secreta se supone que hicieron una ofrenda a Exu, aunque nosotros solo oíamos sus carcajadas.

Exu no tiene categoría de orixá, es solo lo que se llama una "entidad", que marca los límites entre lo divino y lo profano y suele actuar como mensajero de los orixás. Es juguetón y travieso, de ahí las carcajadas, rompe cacharros de cocina, esconde cosas, gasta bromas y tiende trampas para obligar a los hombres a elegir entre el bien y el mal. Aquella noche, no sé por qué, no convenía que interviniera en la ceremonia, de ahí el rito tranca rúas en el exterior del local.

Volvió la procesión y se inició el baile de los Paes de santo, que giraban en círculo en contra de las agujas del reloj, para retroceder en el tiempo hasta la era de los orixás. La procesión se repitió varias veces, pero ahora los Paes de santo lucían sombreros de vaquero. Estaban invocando a los caboclos, entidades que representan a los indios, a los habitantes primitivos de Brasil. Expertos conocedores de la naturaleza y de la selva, en muchas ocasiones protegieron y salvaron a los negros que huían de la esclavitud y se refugiaban en los quilombos, comunidades libres ocultas en lo más profundo del bosque. Casi todos los procesionistas fumaban puros frenéticamente, e insuflaban su humo contra el pelo o la frente de los fieles que necesitaban su ayuda.

Los cánticos sincopados, el baile y los puros iban haciendo su efecto. Uno por uno los Paes de santo entraban en trance, poseídos por algún caboclo, y eran conducidos con sumo cuidado al piso superior, donde se supone que trasmitìan las instrucciones de su caboclo.

A otra orden del babalaô cesaron los tambores, los cantos y la danza ritual, y toda la congregación recitó a coro tres padrenuestros y tres avemarías. Esto se llama poner una vela a dios y otra al diablo.

La ceremonia había llegado a su fin. Antes de irnos, el babalaô, auténtico líder espiritual de aquella comunidad, hizo unas cuantas recomendaciones cívico sociales a los asistentes, pidió una contribución para reparar el inodoro (creo que lo había roto él mismo, con sus sagrados ciento cincuenta kilos), y los fieles se fueron acercando a los Paes de santo y al mismo babalaô que les imponía las manos, les daba consejos personalizados y los limpiaba de malas influencias.

En el camino de vuelta a nuestro apartamento, el parlanchín Edmundo todavía tuvio tiempo de contarnos su versión de la historia de Quincas Berro D'agua, protagonista de una de las novelas de Jorge Amado. Quincas, un honrado padre de familia recaudador de impuestos, decide un día abandonar su familia burguesa y dedicarse a la vida bohemia, entre tascas y lupanares. La anécdota que cuenta Amado y da nombre al personaje se produce cuando uno de sus amigos, para gastarle una broma, le cambia la botella de cachaza que se está pimplando por otra de agua. Quincas se traga el vaso de un trago, y cuando se da cuenta de lo que contiene, lanza el famoso grito de horror, que se escuchó por todo el Pelourinho: ¡Aguaaaaaa! Y corre despavorido a vomitar y a enjuagarse la boca con auténtica cachaza.

Esta es la versión de Jorge Amado. Edmundo añadió, de su cosecha, que como consecuencia del susto de beberse un vaso de agua, Quincas murió de un infarto.

Al día siguiente salimos para la Chapada Diamantina, pero esa es otra historia, que podéis leer pinchando aquí.