Se supone que recoger un coche de alquiler reservado previamente debería ser sencillo. Esta vez no fue así; más de una hora tardaron en entregarnos un espléndido Renault Duster, entre cortes de luz y trámites absurdos. Primero una fotocopia del pasaporte y carnet de conducir (normal), luego teclear los datos en un formulario de ordenador ¿no podía rellenarlos después de entregarnos el coche, si ya tenía las fotocopias?, luego volver a escribirlos a mano en papel autocopiativo, nueva fotocopia de pasaporte y carnet de conducir, y así hasta la desesperación.
Por fin, combinando los consejos de un empleado de la agencia de alquiler y las indicaciones del GPS, conseguimos salir de Salvador perdiéndonos una sola vez. Teníamos que seguir la concurridísima ruta que conduce hasta Brasilia, y por la que circulan miles de camiones. Los primeros trescientos kilómetros pasaron sin pena ni gloria; una autopista de peaje, no totalmente terminada pero con el firme en buen estado, permitía conducir a una velocidad razonable. En las cuadros de tarifas de los peajes llegaban hasta “camiones de nueve o más ejes”, pero llegamos a adelantar a algún “tri-tren”, formado por una cabeza tractora con su caja y nada menos que tres remolques, con un total de diecinueve ejes.
Pero cuando se acabó definitivamente la autopista, la cosa cambió. Colas interminables de camiones y un firme destrozado, lleno de agujeros que en algunos puntos especialmente complicados rellenaban de tierra unos trabajadores que nos pedían “la voluntad” por su tarea, nos obligaron a bajar la velocidad hasta una media de cuarenta kilómetros por hora. Algunos camiones iban tan cargados que en las subidas parecía que iban a detenerse en cualquier momento. Estos mismo monstruos cuando iban cuesta abajo se lanzaban a tumba abierta, recordándonos a “El diablo sobre ruedas” de Spielberg, y además zigzagueando para evitar los baches más profundos. Se adelantaban entre ellos en raya continua, paraban en el arcén cuando les daba la gana, y –ocasionalmente- volcaban esparciendo su carga por la carretera. Adelantarlos era toda un aventura, nunca sabías lo que te podías encontrar: otro camión de frente, un bache tremebundo…
Fueron cuatrocientos cincuenta kilómetros en más de siete horas para llegar a Lençois, capital de la Chapada Diamantina, la sierra de los diamantes. En la era de Pangea, cuando todos los continentes estaban unidos entre sí, esta zona colindaba con lo que hoy en día es Sudáfrica, por lo que los diamantes que se encontraron aquí a mediados del XIX tienen el mismo origen geológico que los de Kimberley, aunque su tamaño y abundancia fueran mucho menores.
Si los comienzos de la minería fueron duros, con mano de obra esclava, el siglo XX no trajo grandes mejoras. Llegaron los “coroneles”, a los que hoy llamaríamos caciques, y contrataron a los bandidos más desalmados, formando grupos armados de bandidos, los jagunços, con los que peleaban unos con otros para hacerse con el control de la tierra y de los yacimientos.
Los mineros, llamados garimpeiros, trabajaban a porcentaje. Vivían solos o con sus familias en chozas y campamentos en torno a los yacimientos, y excavaban y cernían la tierra y la arena de los ríos en busca de las piedras preciosas, a cambio de un magro cinco por ciento del precio de venta de los diamantes que encontrasen. El otro noventa y cinco por ciento eran para el coronel y sus jagunços.
Pero los diamantes siempre van unidos con la sangre, y si un jagunço sospechaba que un garimpeiro se había tragado un diamante para venderlo por su cuenta, la solución era rápida y eficaz: un tiro en la cabeza para que no se resistiera a la apertura en canal con el machete y la rebusca en su aparato digestivo. Y sin derecho a apelación.
Los garimpeiros que sobrevivían a las durísimas condiciones de trabajo bajaban periódicamente a Lençois y otros pueblos cercanos; en teoría para comprar provisiones y herramientas, pero en la práctica para gastar las ganancias en cachaça y/o con mujeres de muy mala vida. Y sus familias esperando en el monte...
Todo esto se permitía por la perfecta simbiosis entre políticos y coroneles: los primeros hacían la vista gorda e incluso encubrían los crímenes de los coroneles, que a su vez sobornaban a los políticos y les aportaban el voto cautivo de sus trabajadores. Todavía hoy la plaza mayor de Lençois está dedicada a un tal Horácio de Matos, el último y más poderoso de los coroneles de la Chapada. También en Brasil haría falta un poco de memoria histórica.
En los años cincuenta del siglo pasado el tinglado se vino abajo, no por la llegada de la democracia y la justicia sino por el agotamiento de los diamantes. La economía se desplomó, la población se redujo a la mitad, pero entonces sí que hizo presencia el estado, hasta ese momento ausente, comprando las tierras baldías a los coroneles y creando el parque natural de la Chapada Diamantina. Eso sí, se dejaron en manos privadas las atracciones más explotables, como cataratas y cuevas, por las que los herederos de los coroneles siguen cobrando entrada. Esto se llama socializar las pérdidas y privatizar los beneficios, pura economía liberal.
Para empezar a conocer la zona, al día siguiente contratamos un guía que en nuestro flamante Duster nos llevó a conocer los principales hitos del extremo norte de la chapada: El Mucugezinho, con sus aguas color coca cola por el tanino de las hojas y frutos en descomposición, que corre sobre un lecho de arenisca rosa; el Pozo del Diablo, una cascada de cuarenta metros de altura que cae sobre una poza perfecta para el baño, o el Morro do Pai Inácio, un monte que solo se eleva doscientos cincuenta metros sobre el terreno circundante, pero cuyo aislamiento, paredes verticales y cumbre plana lo convierten en un magnífico mirador. Desde lo alto, en los trescientos sesenta grados del horizonte se sucedían valles y montañas hasta donde se perdía la vista. El Morro, como todos lo de la zona, estaba formado por estratos de caliza, de arenisca, de arcilla y hasta de basalto, recortados luego por la erosión. Arriba de todo, en las grietas de la piedra y golpeadas por un viento incesante, crecían bromelias, orquídeas y otras plantas adaptadas a las duras condiciones ambientales.
Lo malo era el vértigo. La planicie de la cima terminaba a pico, sin ningún tipo de protección, supongo que sobre un precipicio, ya que no fui capaz de acercarme al borde. Todavía hoy me cuesta describirlo.
Seguimos luego hasta la gruta Lapa Doce, en el área de protección ambiental Marimbus/Iraquara. Después de contratar a un guía local bajamos hasta el fondo de una dolina de más de cien metros de diámetro y setenta de profundidad. Allí abajo se abría la entrada a la gruta, de la que se han cartografiado unos unos veinte kilómetros, excavada en su momento por un río que hoy en día discurre unos treinta metros más profundo y termina aflorando en A Pratinha, de la que hablaremos un poco más abajo. La la parte que se visita consiste en un túnel de algo más de un kilómetro de largo y unos treinta metros de alto. En un recorrido alumbrado solo por nuestras linternas nos fuimos encontrando con multitud de estalactitas y estalagmitas. La mayoría eran blancas, de carbonato cálcico, pero también había grandes zonas de carbonato magnésico, de un apagado tono azul azafata.
A mitad del recorrido, y siguiendo las indicaciones del guía, nos sentamos en el suelo y apagamos las linternas. Ni una luz, ni un sonido más allá de nuestra respiración y nuestros latidos, un tanto acelerados. Daba igual abrir los ojos que mantenerlos cerrados, el resultado era el mismo: la oscuridad más absoluta, el silencio total. No pude dejar de pensar en qué haría si estuviera yo solo y se me acabaran las pilas de la linterna ¿tumbarme en el suelo y esperar a que al día siguiente llegara otro grupo de visitantes? ¿Echar a andar a tientas, no sé en qué dirección, con miedo a precipitarme en alguna sima? ¿O volverme loco sin más, en aquel estado de absoluta privación sensorial?
Después de un tiempo imposible de calcular, el guía encendió su linterna, rompiendo aquel momento a la vez mágico y terrorífico.
Seguimos avanzando por la gruta hasta que a la vuelta de un recodo vimos una luz a lo lejos. Era la otra salida. Ascendimos por la pared de otra dolina y salimos al nivel del suelo.
Desde la gruta nos dirigimos a la última parada del día, A Pratinha, “La platita”. Una amplia laguna con fondo de arena, con un agua cristalina que brotaba de ramificación de la Lapa Doce y se luego se perdía entre unos marjales, sombreada por árboles gigantescos y perfecta para pegarse un baño y quitarse el polvo y el sudor del día. Para completar el efecto relajante, la laguna estaba llena de unos pececitos de dos o tres centímetros de largo que te mordisqueaban, eliminando todos los restos de piel muerta.
Llegamos ya de noche a la Pousada Vila Serrano. Había sido un día intenso.
Al día siguiente, hartos de coche, nos juntamos con dos brasileñas de Río Grande do Sul para hacer un largo recorrido andando. Con Antonio, el mismo guía que la víspera, que ya nos había contado toda su historia, su boda y sus cuatro hijos: Jonathan, Jefferson, Victoria y Lucía, echamos a andar a las diez de la mañana desde el pie del Morro do Pai Inácio, a través del Vale dos Três Irmãos, en dirección al Vale do Capão. Los tres hermanos que daban nombre al valle eran los morros que formaban su límite oriental: Morro da Várzea, Morro dos Cristais y Morrão. Várzea por los lagartos de ese nombre, que abundan en sus faldas, dos Cristais porque en su falda se encontró uno de los mejores yacimientos de diamantes de toda la zona, y Morrão (que podíamos traducir por Morrón) por ser el más alto de la Chapada.
El camino era fácil, arenoso, con vetas ocasionales de cuarzo y arenisca, y no era difícil encontrar buenos fragmentos de cristal de roca. Pero fieles al principio de no llevarnos más que el recuerdo y no dejar más que nuestras pisadas, allí se quedaron para que los admiraran otros caminantes.
La vegetación variaba mucho en función del grado de humedad del terreno, pero se dividía claramente en tres tipos: bosque atlántico a las orillas de los ríos y en las zonas más umbrías, con árboles de buen porte y hasta lianas; cerrado, con matorrales de buen porte y arbustos, y gerais, terrenos cubiertos de una hierba coriácea y muy poco nutritiva, no apta para el ganado. Lo que no encontramos fue caatinga, lo más duro del sertão, zona formada por matas espinosas y prácticamente impenetrable.
Una característica común a todo el recorrido era la pobreza del suelo. En los tramos de camino en que la erosión había arrancado la capa vegetal se veía que el espesor de la misma oscilaba entre diez y treinta centímetros; debajo aparecía la arenisca. Por eso, cuando un campesino pobre intentaba cultivar aquella tierra ingrata, en pocos años desaparecía la cubierta fértil y el terreno dejaba de producir.
S
i visteis en su día las películas de Glauber Rocha (Dios y el diablo en la tierra del sol o Antonio das Mortes, por ejemplo) recordaréis aquellos paisajes y las vidas duras, violentas, sin esperanza, de los campesinos sin tierra del nordeste brasileño. Si nos tuvisteis esa suerte, dos recomendaciones: la novela “Gran Sertón: Veredas”, escrita en 1956 por Joao Guimaraes, y la serie de fotografías “Trabalhadores”, de Sebastiao Salgado, mi fotógrafo preferido. O, como último recurso, la película “La sal de la tierra”, recientemente estrenada por Wim Wenders.
Pero dejémonos de digresiones culturetas y volvamos al sendero. El día había amanecido muy nublado y lloviznando, por lo que habíamos retrasado el inicio de la caminata, pero en cuanto iniciamos la ruta quedó perfecto para andar: unas nubes bajas ocultaban el sol y la temperatura se mantenía en torno a los veinte grados. Al principio, estas mismas nubes no nos dejaban ver las cumbres de los morros, pero conforme iba apretando el sol se levantaron y nos mostraron el paisaje completo, en todo su esplendor.
Cuatro horas después, cuando empezábamos a cansarnos, llegamos al punto previsto para el almuerzo: un remanso de aguas transparentes en un pequeño afluente del río San José, que desaguaba a través de unas mini cascadas en forma de escalinata. Fue el único momento de todo el paseo en que brilló el sol, lo que aprovecharon las brasileñas para darse un chapuzón. Nosotros nos limitamos a comernos los bocatas y la fruta y a tumbarnos un rato sobre las lajas pulidas a la orilla del río.
A partir de aquí, el tiempo empeoró. Se puso a llover en serio, todavía nos quedaban dos horas de camino, y si nos despistábamos se nos podía hacer de noche. O sea que terminamos la caminata a uña de caballo, para llegar absolutamente empapados al Toyota. Y todavía nos quedaba por delante hora y media por pistas de tierra y otra hora por carretera asfaltada antes de llegar a Lençois.
Al tercer día, un tanto cansados, decidimos bajar el ritmo y quedarnos en el pueblo, a fin de cuentas estábamos de vacaciones. Desayunamos más tarde de lo habitual y bajamos al centro. Como era domingo y la mayoría de las tiendas estaban cerradas, pensamos en darnos un paseíto por las afueras, para visitar unas piscinas naturales y acaso un par de cascadas cercanas. Ojalá no lo hubiéramos hecho.
De lo alto del pueblo salía un sendero que en un cuarto de hora nos llevó a las piscinas. Consistían en un amplio plano inclinado de un aglomerado arenisco de cantos rodados, que formaba unos dibujos preciosos cuando lo pulía el agua que corría por encima. El río fluía a modo de Guadiana, en parte por la superficie y en parte desapareciendo y volviendo a surgir por los numerosos boquetes y piletas que salpicaban la piedra. El sitio estaba muy animado, con bañistas locales y turistas; también había algunas lavanderas y varios guías que se ofrecieron a acompañarnos hasta las cascadas más alejadas.
Después de un buen rato admirando el paisaje y escuchando el murmullo del agua, emprendimos el regreso al pueblo, renunciando a visitar las otras cascadas; estábamos francamente cansados de la paliza de la víspera. Cuando volvíamos hacia el sendero, haciendo equilibrios entre las pozas, ocurrió el accidente. Resbalé en una piedra mojada y me caí al suelo, pero lo malo es que María, que caminaba apoyada en mí, también se cayó, con la mala fortuna de meter el pie en un agujero y torcerse el tobillo.
Por su cara de dolor me di cuenta de que no era ninguna tontería. Al principio no podía ni levantarse, pero cuando nos calmamos un poco y la ayudé a incorporarse, era casi incapaz de apoyar el pie izquierdo, del dolor que le producía. Le pedí ayuda a uno de los guías que se nos había acercado un rato antes, que muy profesional le aplicó un spray analgésico y le vendó el tobillo. Él mismo llamó al centro de salud a pedir una ambulancia, y me ayudó primero a sacarla de la zona de piscinas, y luego a llevarla caminando un kilómetro de sendero, cosa nada fácil para una persona que no puede apoyar un pie.
Con muchas dificultades, mucho dolor por su parte, mucho cuidado y mucha calma conseguimos llevarla hasta el final del sendero, donde en lugar de una ambulancia nos esperaba una camioneta que se caía a pedazos; la ambulancia se había ido a otro pueblo cercano, en el que se estaba celebrando un mercado mensual. Le di una buena y merecida propina a César, el guía que nos había ayudado, y nos fuimos en la camioneta, que no nos quiso cobrar nada, al pomposamente llamado “Hospital de Lençois”. Un edificio viejo, de una sola planta, con pinta de casa de labranza, medios muy precarios y un único médico de guardia, que ni le miró el pie. Se limitó a diagnosticar un esguince y a recetarle un antiinflamatorio (lógico) y agua boricada y pomada antibiótica, perfectamente inútiles ya que no tenía ninguna herida.
Nos dijo que no parecía tener ninguna fractura, y que si al día siguiente tenía el pie muy hinchado o muy dolorido volviera para hacerse una radiografía. Amaneció mejor, con la inflamación aparentemente contenida, por lo que decidimos que se quedara descansando en la habitación mientras Miya y yo, con la cabeza en plena ebullición, nos íbamos a hacer una excursión corta, a ver unas pinturas rupestres y una catarata. Por una parte queríamos que descansara todo lo posible para que un día más tarde pudiera afrontar el largo viaje hasta Sao Paulo que teníamos previsto, y por otra nos negábamos a aceptar lo que era evidente: había sufrido un accidente grave y las vacaciones se habían terminado. Necesitábamos aparentar una normalidad inexistente, siguiendo esa línea de pensamiento mágico que considera que si se actúa como si no hubiera pasado nada se puede retroceder en el tiempo y evitar el accidente.
Supongo que el deseo más o menos consciente de volver cuanto antes junto a María me llevó a conducir a toda velocidad por aquellos caminos de tierra, dando botes de bache en bache y levantando una nube de polvo en los tramos secos o una cortina de agua al cruzar algún arroyo. Procuraba seguir las roderas de otros vehículos, a los que suponía mejores conocedores de aquellas pistas, y si no hubiera sido por las circunstancias habría disfrutado como en un París – Dakar.
Llegamos así a la Serra das Paridas, donde hacía pocos años se habían descubierto unas pinturas rupestres. Los viejos garimpeiros llevaban años hablando de unas “piedras escritas”, pero el espesor de la caatinga hacía impenetrable la zona; solo después de un enorme incendio se había podido penetrar en la sierra, y un grupo de científicos que buscaban variedades silvestres de mangabeira había localizado las pinturas. A la vista de su importancia, corroborada por especialistas de la Universidad Federal de Bahía, se había construido una pista hasta el pie del lugar en el que se ubicaban las principales pinturas y acondicionado el yacimiento para las visitas, aunque de manera muy precaria. Los demás conjuntos están de nuevo casi inaccesibles.
El complejo se organizaba en torno a unas formaciones rocosas, muy similares a los morros pero de tamaño mucho más reducido. En la cara sur se distinguía un abrigo natural amplio, protegido por un voladizo de piedra, que estaba en proceso de excavación y en el que se han encontrado restos de hogueras, huesos calcinados de pequeños vertebrados, herramientas de sílex y fragmentos de minerales con muestras de haber sido utilizados para pintar. Lo que no se han detectado en este abrigo son pinturas, no se sabe si por que los ocupantes de la cueva no pintaban en la zona de vivienda, o porque han quedado destruidas por el liquen que cubre las rocas.
En las caras norte y oeste del montículo se pueden contemplar cuatro conjuntos de pinturas claramente diferenciados, siempre en franjas de roca más o menos lisas, bien iluminadas por el sol y extendiéndose desde el suelo hasta la altura que puedo alcanzar la mano de los artistas. Los estudios realizados hasta ahora datan estas pinturas entre ocho y doce mil años atrás. Trazadas con pigmentos minerales (hematites), guardan muchas semejanzas con las pinturas neolíticas del Levante español. Las figuras, sumamente estilizadas y mezcladas con símbolos indescifrables, representan animales cuadrúpedos, aves, hombres, mujeres en cuclillas (de las que viene el nombre de Serra das Paridas), y hasta un hombrecillo que recordaba claramente a ET. La mayoría de los trazos eran ocres o rojos, pero también había decoración en amarillo, e incluso algunas escenas trazadas en negativo.
La vista desde estas pinturas abarcaba una gran extensión de la chapada, con algunos morros elevándose en el horizonte. Un lugar mágico ideal para pasar en él una noche de luna llena. Por si al alguien le interesa, la hacienda estaba en venta, con más de tres mil hectáreas de tierra incultivable, ni siquiera utilizable por el ganado. Y por los pocos visitantes que pasan por allí (no nos cruzamos con nadie en las tres horas de ida, estancia y vuelta), tampoco debía ser un gran negocio su explotación turística. De hecho, la tienda de recuerdos estaba abandonada, y no había ningún vigilante, la entrada había que pagarla en Lençois, donde solo entregaban la llave de la cancela a los guías registrados. En Europa, si hubiera un yacimiento como este, habría que reservar la entrada con meses de antelación.
Tras esta visita, vuelta al coche y nuevo recorrido a toda pastilla por las pistas, hasta llegar a la Fazenda Santo Antonio, donde se encontraba la Cachoeira do Mosquito. Esta hacienda, enclavada en terreno mucho más fértil, con abundante ganado y algunos cultivos, tenía muy bien organizada la visita a la catarata. Una cadena con candado, tendida entre dos árboles a través del camino, controlaba que todos los visitantes pagaran su entrada a la vigilante, nada menos que diez reales por cabeza, todo un dinerillo allí en Brasil.
La cascada debe su nombre al tamaño ínfimo de los diamantes que se encontraban en las pozas de su base, en la época de los garimpeiros. Desde el aparcamiento, ubicado en la parte alta del curso del río, todavía quedaba más de media hora de bajada, pero cuando cuando se veía la cascada, a la vuelta de un recodo, merecía claramente el esfuerzo: un potente chorro se desplomaba a contraluz desde unos sesenta metros de alto, descomponiéndose por el camino en una nube de agua pulverizada. Se podía avanzar, sumergido hasta el cuello, hasta situarse justo debajo del chorro, que caía justo encima de los que se aventuraban hasta allí. No sería yo, después de la experiencia de la víspera.
El viaje al día siguiente hasta Salvador y Sao Paulo fue duro. María no había mejorado nada con el día de reposo, más bien había empeorado un poco, y sufría con la postura no muy cómoda y los continuos botes en los baches. Conduje todo el camino sin más que una brevísima parada para repostar; pero aunque pisé el acelerador todo lo razonable y un poquito más, el mal estado del asfalto y el tremendo tráfico de camiones no me permitieron bajar de seis horas para recorrer los cuatrocientos cincuenta kilómetros.
Devolvimos en el aeropuerto de Salvador nuestra querida Duster, y volamos directos a Sao Paulo, a donde llegamos ya anochecido. Todavía nos quedaba una última prueba: el recorrido hasta nuestro apartamento. Fue una verdadera carrera enloquecida en taxi, como Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo en À bout de soufflé. A toda pastilla por la autopista Marginal Tieté, adelantando por la izquierda, acosando a los conductores más lentos, colándose entre los camiones, saltándose semáforos y rayas continuas, era como si el taxista cobrara por kilómetro y pagara por minuto.
Llegamos por fin al apartamento que le habíamos alquilado a Goya, una profesional de la fotografía. En un octavo piso del barrio de Vila Madalena, el más chique de Sao Paulo, estaba a un par de manzanas de la zona de marcha más cool de la ciudad. Sobre la acera se sucedían los restaurantes, cafeterías y cervecerías con terrazas, en las que se reunían jóvenes profesionales de la creatividad y el diseño, algunos estudiantes y ni un turista. Modernos y belezas lucían sus mejores modelitos y sus cuerpos de academia, mientras de algunos grupos surgía el aroma de la maconha, la potente marihuana brasileña.
Pero esa noche nos limitamos a instalar a María en la cama, con el pie en alto, y bajar al DIA de la esquina para hacer una compra de emergencia con la que preparar la cena y el desayuno.
La mañana siguiente la pasamos en el Hospital Samaritano, uno de los mejores de Sao Paulo, al que nos envió el seguro de viaje. Algún día escribiré una serie de relatos sobre hospitales y servicios sanitarios en países lejanos, sobre los que por desgracia voy acumulando experiencia. Este era simplemente un buen hospital privado, sin lujos inútiles pero con todos los medios técnicos y humanos necesarios.
El traumatólogo que nos atendió ya indicó desde el primer momento una probable rotura del tendón de Aquiles, que luego se confirmó con la ecografía. Tanto él como nuestro amigo médico Mariano y el seguro coincidían: se podía operar en el acto y luego esperar quince días sin viajar en avión, para evitar una embolia, o inmovilizar el pie y volar cuanto antes a España para operar allí.
Lógicamente, optamos por la segunda posibilidad, pero todavía tardamos otras veinticuatro horas en poder organizar el viaje, por las inadmisibles demoras de la compañía de seguros en sus respuestas. Lo siguiente fue cambiar los billetes y volvernos a España. Pero comprenderéis que no tenga ganas de contar esta última parte. Eso sí, María está en casa escayolada, pero no ha sido necesario operarla y tenemos la esperanza de que la recuperación no sea tan larga como le dijeron inicialmente.
Para terminar, contesto a lo que mucha gente me dice, o piensa pero no se atreve a decir: “Eso os pasa por ir a esos países tan raros”. No, no nos pasa por ir a países raros, sino por motivos más obvios y menos evitables: estar vivos y andar por encima o por debajo de los sesenta. ¡Los años no pasan en vano!
Lo único que podemos hacer en el futuro para evitar estos accidentes lo haremos: calentar y estirar antes de iniciar un ejercicio físico, usar el calzado adecuado, llevar bastones de marcha… Incluso en excursiones tan inocentes como esta.