Dejamos Cádiz a finlaes de julio en plena polémica del #papadacarajote. Un error humano se había convertido en trending topic gracias a la difusión que le dio el propio agraviado, ante la risa mal disimulada de la anterior alcaldesa y compañera suya de partido.
Desde Madrid comenzamos el largo y agotador viaje (tres vuelos, veintidós horas en total) que nos llevaría a María, a Miya y a mí hasta Salvador de Bahía de Todos los Santos, primera capital de Brasil (gracias a un error geográfico recogido en el Tratado de Tordesillas), y punto principal de destino de los barcos negreros que zarpaban del Golfo de Guinea con su oprobiosa carga humana. Cada vez que, en nombre de la tradición y la costumbre, oigo defender salvajadas como el Toro de la Vega, me acuerdo de la esclavitud. Si no hubiera habido gente dispuesta a luchar contra lo establecido, todavía seguiríamos con el Código de Hammurabi, la esclavitud, el derecho de pernada y otras "tradiciones".
En el vuelo Madrid - Rio de Janeiro me tocó sentarme en medio de un grupo de brasileños, lo que me vino de perlas para desoxidar un poco mi "portuñol" y conseguir información de primera mano sobre las ciudades que nos proponíamos visitar.
Haré aquí un pequeño inciso para hablar del idioma. Por suerte para nosotros, Brasil, al igual que Portugal, está rodeado por países de habla hispana, lo que hace que mucho de sus habitantes entiendan el portuñol, esa infame mezcla causa unas veces de risas y otras de malentendidos. El portugués y el español están repletos de lo que se llama "falsos amigos". Si tenemos en cuenta que andar en portugués significa piso, mientras que para ir de un sitio a otro usan la palabra caminhar y que hacer turismo o visitar una ciudad es passear; o que el agua la beben en copos y el vino en tazas, entenderéis lo fácil que resulta equivocarse.
Por suerte, los brasileños vocalizan mucho mejor que los portugueses y hablan bastante más despacio, y mi origen gallego me daba una cierta ventaja en cuanto al vocabulario y la gramática. Nunca nos sentimos tan lost in translation como en Japón o en Georgia.
Volviendo a mis compañeros de asiento, a mi izquierda se sentaba una joven carioca, ingeniera de carrera y vendedora en unos grandes almacenes de oficio, que se pimpló cuatro botellitas de un infame valdepeñas de Bodegas Carrión, alegando que el viaje era muy largo y que quería dormir. A mi derecha iba un paulista de unos cuarenta años, periodista de O Globo, casado con una actriz de cine monísima que se sentaba a su lado, y un auténtico experto en todos los aspectos de la vida cultural y gastronómica de Sao Paulo. Mientras la jovencita cariocoa tomaba notas frenéticamente, intercalando algún dato de interés, la pareja paulista me fue dictando hasta ocho galerías de arte contemporáneo, quince restaurantes imprescindibles, las películas brasileñas más interesantes del año, los novelistas más modernos... Impagable información, vaya desde aquí mi agradecimiento.
Después de aterrizar en Río, otros dos vuelos internos nos dejaron en Salvador a las doce de la noche hora local (cinco de la mañana en Cádiz), con una agradabilísima temperatura de veintidós grados centígrados. La salida del aeropuerto, a través de un frondoso bosque de bambús, contribuía a esa impresión de trópico.
Al bajarnos del taxi frente al edificio en el que habíamos alquilado un apartamento, primer susto del viaje. El vigilante nocturno, que en teoría debería entregarnos las llaves del apartamento, no tenía ninguna noticia de nuestra llegada. Insistía en llamar una y otra vez al interfono de "nuestro" apartamento, pese a que sabíamos que el dueño no estaba allí. Casi desesperados, y cuando ya íbamos a pedirle que nos llamara un taxi para ir en busca de un hotel, vi encima de su mesa, apoyado contra la ventana para que se viera bien, un sobre que decía. "Senhora María. Chega na madrugada de sábado para domingo". Lógicamente, dentro estaban las llaves. Para matarlo...
A la mañana siguiente, todavía con gases en la cabeza, como dirían en Cádiz, y después de un copioso desayuno (huevos, carne asada, plátano frito, mandioca hervida y frijoles) en una lanchonete cercana, nos subimos a un autobús para acercarnos al centro histórico. Entre las muchas medidas sociales que ha implantado el gobierno municipal del Partido del Trabajo está la gratuidad del transporte público para todos los mayores de sesenta años. eso sí, hay que sentarse en la parte delantera del autobús, en los asientos reservados para mayores, embarazadas, discapacitados en general, personas con niños en brazos, obesos y otras categorías similares. La exención vale tanto para brasileños como para extranjeros.
Nos bajamos del autobús justo enfrente del Elevador Lacerda, conjunto de cuatro ascensores construido en 1872 para enlazar la ciudad alta y la baja, y que por el módico precio de cinco céntimos de euro usan unas 25.000 personas al día; algo así como el ascensor de Begoña, en Bilbao, pero a lo grande. En lo alto del elevador, un mirador permite contemplar la Bahía de Todos los Santos, desde la isla de Itaparica hasta el Forte de Sao Marcelo, desde la basílica del Bonfim hasta el Farol de Barra, desde Morro de Sao Paulo hasta donde se pierde la vista hacia el fondo de la bahía, allá por Sao Francisco Conde. También se aprecia perfectamente la clara diferenciación del casco histórico: Arriba, en la Ciudad Alta, se instalaron los centros del poder político: iglesias, conventos, Ayuntamiento, Palacio de Gobierno... Abajo vivían los que generaron la riqueza para construir la ciudad: comerciantes, astilleros, pescadores y esclavos, que eran desembarcados en la actual Estación de Francia, y encerrados en la cripta del Mercado Modelo hasta una fecha tan reciente como 1888.
El núcleo central de la Ciudad Alta lo forma el famoso barrio de Pelourinho, en el que transcurren muchas de las novelas del más famoso escritor brasileño de todos los tiempos, el bahiano Jorge Amado. Recomiendo especialmente "Doña Flor y sus dos maridos" y "La desaparición de la Santa". Por cierto, el barrio toma su nombre de pelouro, picota en castellano, símbolo del poder real.
Hoy en día el Peló, como le llaman los bahianos, es una mezcla irresistible de iglesias barroquísimas, hotelitos con más o menos encanto, restaurantes, tiendas de recuerdos, centros culturales y tascas, por la que circulan turistas nacionales y extranjeros y toda esa fauna que intenta vivir de ello: vendedores de refrescos, postales o cintas de Bonfim, policías, guías turísticos "oficiales", mendigos, carteristas y repartidores de propaganda.
En cuanto te alejas unos metros de las calles más frecuentadas por los turistas, te das de bruces con la otra cara del Peló: preciosos palacios en ruinas, un lavadero callejero de perros, parados sosteniendo un muro litrona en mano, amas de casa con la bolsa de la compra, y vecinos en general, tomando el fresco en las aceras. Pero ojo con alejarse demasiado, en un abrir y cerrar de ojos puedes encontrarte en tierra extraña, en la que surgen fácilmente los atracos.
No voy a describir las iglesias barrocas, manieristas o rococó, cubiertas hasta el infinito de tallas y dorados. Para eso hay magníficos libros de fotos. Pero sí hablaré del Armazém de Sé Francisco. En la Rúa do Saldanha, una de esas calles que comunican el Terreiro de Jesús con las zonas oscuras, nos encontramos este almacén de cerveza, hielo, y suministros para hostelería en general. En la acera de enfrente, un grupo de hombres jugaban a las cartas, sentados en sillas y mesas con el logo de una marca de cerveza. El que no cabía en la acera apilaba dos sillas para estar al nivel de los demás: evidentemente tenían experiencia en esta actividad.
Nos sentamos en la casapuerta del almacén, aprovechando la corriente de aire que allí se generaba, y sobre una mesa intocable por lo sucia que estaba el propio Sé Francisco sirvió a las mujeres sendas cervezas de 600cc, y a mí una botellita de agua con gas ¡maldita gota! Dentro del almacén tenían dos televisores encendidos, sintonizados en programas diferentes, pero el ruido predominante era la música de forró que salía por las ventanas de una casa cercana.
Después de descansar un buen rato, y servir de evidente tema de conversación a los jugadores de la otra acera, hicimos caso de las recomendaciones de Sé Francisco y volvimos sobre nuestros pasos. Según él, y estoy convencido de que sabía perfectamente de lo que hablaba, no era seguro seguir bajando por aquella calle.
Después de una larga siesta para irnos recuperando del cambio horario, al atardecer bajamos a dar un paseo por el paseo marítimo de Barra, peatonalizado en gran parte de su recorrido. La animación, un domingo por la tarde, era impresionante. Un gentío de todas las edades y razas, aunque con claro predominio de los africanos, paseaba, patinaba, pedaleaba o simplemente se sentaba en la balaustrada del paseo o en las terrazas de los bares para ver y ser visto. Grupos callejeros de rock, jazz o samba se repartían el terreno, de forma que con solo avanzar unos metros se podía elegir el estilo que más te gustara escuchar o bailar.
Sentarse en una de aquellas terrazas, beber algo y mirar pasar a la gente era entretenidísimo. Aunque se dice que los brasileños (y las brasileñas) tienen cuerpos esculturales, este adjetivo abarca desde Giacometti hasta Botero, con clara ventaja numérica de este último. Eso sí, el disfrutar de más o menos kilos no era en absoluto un obstáculo a la hora de elegir un modelito. Había shorts literalmente a punto de reventar, y el premio sin duda se lo habría llevado una señora con un cuerpo inabarcable, embutida en un pantalón de licra verde fosforescente y una camiseta, también de licra fosforescente, pero de color naranja. Su compañero, aproximadamente de la misma talla, invertía los colores: camiseta verde y pantalones naranja, del mismo material que ella. Imposible atropellarlos en una carretera, por muy oscura estuviera.
Dicen que en Sao Paulo y Río la cosa cambia, y que el mayor nivel económico, con una alimentación más sana, aplicada sobre la excelente materia prima del mestizaje entre blancos, negros, indios y japoneses, produce multitud de cuerpos magníficos y facciones bellísimas. Ya os contaré cuando lleguemos.
Me sorprendió agradablemente la cantidad de parejas homosexuales jóvenes que se mostraban su afecto en público. Chicos paseando de la mano o chicas cogidas por la cintura son imágenes poco frecuentes tanto en los machistas países hispano hablantes del resto de América del Sur como en el mismo Cádiz, cuna de las libertades.
El lunes, después de llenar la nevera en un supermercado cercano, emprendimos un larguísimo recorrido en autobús urbano que nos llevó hasta Feira de Sao Joaquím, el mayor mercado popular de Salvador. Desde hace años sustituye al Mercado Modelo, en la actualidad transformado en una atracción turística y ocupado exclusivamente por tiendas de recuerdos y restaurantes. La Feira, con una superficie de treinta y cinco mil metros cuadrados, es un laberinto de callejones sin pavimentar, especializados cada uno en una determinada mercancía, como en los zocos árabes. Los más abundantes eran los puestos de legumbres, con docenas de variedades de frijoles, y de frutas, donde te asaltaba por igual el olor empalagoso de la guayaba y el ácido de las limas, mezcladas con papayas, piñas (que allí llaman abacaxi, mientras que reservan la palabra piña para nuestra guanábana) y docenas de variedades para mí desconocidas, cuyos nombres iba olvidando según me los decían. Destacaban por su forma la carambola, con sección en forma de estrella de cinco puntas; por su sabor inolvidable las guayabas y graviolas, y por su color rojo brillantes las acerolas.
En la zona de carnes lo más llamativo eran las tiras de carne secada al sol, las pezuñas de vaca y el impresionante surtido de vísceras. Pero lo más curioso eran las tiendas dedicadas a la venta de artículos religiosos. Los Corazones de Jesús y las Purísimas quedaban claramente desbancados por las deidades del candomblé y la umbanda, religiones nacidas del sincretismo entre las creencias importadas por los esclavos africanos y el catolicismo oficial de los colonos blancos, en el que los negros se vieron obligados a integrarse formalmente.
Algunas imágenes eran totalmente realistas, como las de Iemanjá, el Indio o el Preto Velho, pero las más simbólicas, como las de Exu, una especie de diablo fabricado en chapa galvanizada, recordaban lejanamente las esculturas de Benin, e incluso daban un poco de miedo. En las mismas tiendas se podían adquirir todo tipo de atuendos religiosos y para ofrendas, como hierbas, raíces, cortezas, puros, aguardiente, tabaco en rollo y hasta palomas y gallos vivos, cuya sangre se utiliza en los rituales más poderosos. En ese batiburrillo destacaban las ristras de búzios, los caracoles que usan los babalaôs para predecir el futuro.
Al día siguiente, otro largo recorrido en autobús (como buen gallego, no podía desaprovechar la posibilidad de montarme gratis), hasta llegar a la Basílica de Nosso Senhor do Bonfim, a la que acuden miles de peregrinos brasileños y de otros países a pedir favores. El ritual es bien sencillo: se compran las cintas a cualquier vendedora en los alrededores del templo, se amarran con tres nudos a la verja de la iglesia o en la propia muñeca mientras se formula la petición, y a esperar a que se conceda. De su efectividad daban fe los innumerables exvotos que se exhibían en una sala anexa. Desde los tradicionales brazos, piernas o cabezas de cera, hasta un título de doctorado de la Universidad de Valencia, unas estrellas de teniente coronel de la policía de Sergipe o una sorprendente foto de cuatro perritos portando birretes de magistrado.
Pero si como yo no creéis en esas cosas, tengo pruebas mucho más rotundas. Hace unos diez años, una persona muy allegada a mí, harta del acoso laboral a que la sometía su jefe, le pidió al Senhor do Bonfim que se muriera. Cuando llegó a España, se enteró de que tenía un cáncer de páncreas, del que falleció a los pocos meses. O sea que, creyentes o no creyentes, ojo con lo que le pedís.
Cumplido el rito y formulado mi deseo, que aunque es bueno no pienso revelar hasta que se cumpla, un vendedor, Leonildo, me explicó los significados de los colores de las cintas, que reproduzco a continuación, en el mismo orden en que me los contó, que creo que también tiene su importancia.
*
El blanco representa al propio Jesús do Bonfim o Cristo de la Buena Muerte, al
igual que a Oxalá,
padre de todos los orixás
del candomblé y creador del mundo. Repele las energías negativas y eleva las positivas.
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El rojo se asocia tanto a Santa Bárbara, patrona de los mineros, de los
artilleros y de los explosivos, como a Iansã,
mujer guerrera, reina de los huracanes y de las tempestades, de la que conviene
mantenerse alejado si no se la puede dominar. Es el color de la pasión y los
sentimientos.
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El azul celeste está unido a la Inmaculada Concepción y a Iemanjá, diosa del mar,
protectora de los barcos y de los pescadores, dueña de los peces y los
mariscos. Simboliza la lealtad, la fidelidad, la personalidad.
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El azul marino pertenece a partes iguales a San Antonio de Padua y a Ogum, hijo de Iemanjá, señor del hierro y
del acero, patrono de los herreros, ferrallistas, mecánicos, ingenieros e
industria del metal en general.
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Las cintas verdes son de San Jorge, pero también de Oxóssi, dios del bosque y de la caza, comedor de
carne y patrono por igual de cazadores y ecologistas. Representan las energías
de la naturaleza y del renacer
*
Las amarillas no tienen patrón cristiano. Son exclusivamente de Oxumaré, orixá hermafrodita del
arcoíris y las serpientes, con muchos seguidores en la comunidad LGTB. Se
asocian a la prosperidad y al optimismo.
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El rosa es tanto de los santos Cosme y Damián como de los Erê, espíritus infantiles y
juguetones que cuidan de los niños. Ternura, suavidad, cariño, amor…
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El lila es el color de San Lázaro y del Preto
Velho, el negro viejo, que llegó a la ancianidad y protege de las
enfermedades y los achaques de la edad. También se usa para lograr la felicidad
en el amor.
*
Y para terminar con esta lista, el naranja, siempre según Leonildo, era el
color de Nuestra Señora de Santana, esta vez sin contraparte en el candomblé, y
es fundamental para conseguir objetivos personales y profesionales.
Saltando a otro asunto mucho más mundano, de la basílica de Bonfim nos fuimos a comer a un sitio para mi imprescindible. Se trata del restaurante-escuela del Senac, en el segundo piso de un hermoso caserón en pleno Largo do Pelourinho. En el comedor, amplio y decorado como el de cualquier hotel de los años cincuenta, se instala un magnifico buffet de no menos de cuarenta platos, especialmente de cocina bahiana, con mucha influencia africana. Moquecas o ensopados de pulpo, de pescado, de mejillones, de ostras, de calamares; xinxim de gallina, rabo de toro, acarajés (buñuelos de mandioca), y muchos otros platos fuertes, con acompañamiento de arroz, de purés de ñame o de fubá, harina de ocra o de mandioca y salsas picantes. Todo aliñado con aceite de dendé, guindilla, cilantro y jengibre, aunque sin pasarse. A fin de cuentas, era comida para guiris, bastante suave para el sabor local. Otra mesa albergaba un amplio surtido de postres, a cual más dulce: cocadas varias, dulce de guayaba y de mamão, plátanos bañados en miel de caña... la lista sería interminable. Regamos todo esto con varias copas de un cabernet sauvignon brasileño bastante digno, y nos vino a salir por unos veinticinco euros por persona. Bastante dinero para Brasil, pero muy barato para España.
A la mañana siguiente, por fin, playita. Aprovechando que amaneció nublado y que amenazaba lluvia, nos hicimos casi una hora de autobús para llegar a la playa de Bugari, en la península de Itapagipe, al pie del fuerte de Monte Serrat. Cuenta la leyenda que en este fuerte se produjo un acontecimiento que permitió la derrota de los portugueses y el comienzo de la independencia de Brasil. No sé si será cierto, pero como me lo contaron lo cuento.
A principios del siglo XIX, durante una de las frecuentas revueltas independentistas, las tropas portuguesas que sitiaban la ciudad, más numerosas y preparadas que los patriotas brasileños que la defendían, estaban a punto de triunfar. El general brasileño ordenó al corneta tocar retirada, pero el pobre hombre, sin una gran formación musical, interpretó el toque de "ataque de caballería". Las tropas portuguesas, que sí que conocían perfectamente el código de órdenes, temieron verse rodeadas por esa inexistentes caballería, tiraron las armas y emprendieron una vergonzosa huida. Salvador se había independizado gracias a una equivocación.
Volviendo a Bugari, no era la típica playa tropical de palmeras y arenales inmensos; si estuviera en Cádiz sería más La Caleta que Cortadura. Enclavada en el barrio popular de Ribeira, lejos de los hoteles de lujo de la orilla este, no era muy grande, poco más de quinientos metros de larga, pero gozaba de una magnifica vista de la ciudad, del puerto, de los cientos de buques fondeados en espera de órdenes y de los transbordadores que iban y venían constantemente entre Angra dos Meninos y la isla de Itaparica.
El agua estaba impecablemente limpia, había sombrillas y tumbonas gratuitas, del ayuntamiento, y las olas rompían suavemente contra la orilla. A menos de cien metros un bote de remos tendía una red de cerco, hacia la que los pescadores pretendían dirigir a los peces golpeando con los remos en el agua. Varios vendedores ambulantes ofrecían gafas de sol, helados, bronceadores de todos los tonos, protectores solares, queso a la brasa, frutos secos y todo lo que se pudiera necesitar. Y a la sombra de unos árboles cercanos hacía guardia el "cuidador oficial" de nuestras sombrillas, presto a traer una cerveza bien fría, un refresco de guaraná, un platito de plástico con algún guiso típico bahiano, y supongo que hasta una caipirinha...
El público, formado por familias con niños y alguna parejita, muy popular y sin más turistas extranjeros que nosotros tres, lucía pieles de todos los tonos. Entre nuestro blanco refulgente que iba virando al rojo salmón por minutos, hasta un tono que se podría definir como "azul oscuro, casi negro", con todas las gamas intermedias: dorados, trigueños, café con leche, cortado y hasta café solo.
El agua, a esa temperatura perfecta del trópico, invitaba a quedarse toda la mañana a remojo, pero el sol apretaba, y antes de quemarme por completo propuse que volviéramos al apartamento, para ducharnos y descansar un rato antes de volver a salir. La víspera habíamos quedado con un guía del Pelourinho para que nos llevara a una ceremonia de candomblé.
A la hora convenida, ya de noche, nos plantamos en la puerta de nuestro edificio, yo vestido con una guayabera de un blanco inmaculado como exigen las reglas, para protegerme de los malos espíritus. Con más de media hora de retraso y una disculpa sin sentido apareció Edmundo con su coche y nos llevó a una favela del barrio de Brotas. Pero no pensemos en las gigantescas y peligrosísimas favelas de Rio de Janeiro. Aquella tenía cierta categoría, con las calles principales asfaltadas, alumbrado público, traída de aguas, alcantarillado y otros servicios. Se notaba que allí vivía gente humilde, trabajadora pero no marginal. Los callejones escalonados que se perdían por entre las viviendas apiñadas estaban razonablemente limpios, y no se veían grupos de pandilleros.
El terreiro o local de culto, al que nunca habríamos sabido llegar sin Edmundo, era un edificio de dos plantas. La primera estaba ocupada por un salón de unos cien metros cuadrados, decorado con imágenes de orixás y sus equivalentes católicos, pintadas en los colores que explico más arriba; todo ello entremezclado con dibujos de hachas y de búzios. En el lado derecho del local había varias filas de sillas de plástico, reservadas a las mujeres, mientras que los hombres se sentaban en un solo banco corrido en el lado izquierdo, o nos apiñábamos de pie al fondo de la sala.
En el extremo más alejado de la entrada, donde en una iglesia católica estaría el altar mayor, quedaba un amplio espacio despejado, en el que esperaban los músicos con sus tambores y los iniciados. Al fondo se abría una puerta con una escalera que conducía a la planta superior y un letrero muy tajante: "PROHIBIDO EL PASO A PERSONAS NO AUTORIZADAS".
Con el local casi lleno, me fijé en que de una pared cercana colgaba una foto dedicada del papa Francisco. Me di cuenta entonces que Edmundo nos había engañado, y nos estábamos en un local de candomblé sino de umbanda. Mientras que el candomblé se reivindica como la recreación que los esclavos negros hicieron de sus religiones africanas, la umbanda es una religión sincretista, ideada hace unos cien años combinando elementos del candomblé, el catolicismo y el espiritismo de Kardec, en un intento romántico de disponer de una religión nacional brasileña.
Esto explicaba también el elevado porcentaje de blancos entre los asistentes. Como los negros prácticamente monopolizan los puestos dirigentes del candomblé, los blancos tiran más para la umbanda. Ambas religiones tienen muchas cosas en común, como por ejemplo la ausencia de una jerarquía más allá de los que dirigen cada local de culto (babalaôs o babalorixás), o la inexistencia de un libro canónico como la Biblia o el Corán.
Con un ligero retraso sobre el horario previsto nuestro babalaô, que pesaba no menos de ciento cincuenta kilos, vestido con una túnica africana, dio la señal de empezar. Arrancaron los tambores y la congregación inició un cántico repetitivo, marcando el ritmo con palmadas, de una sola frase que se recitaba una y otra vez pero que no conseguí entender.
Al cabo de unos minutos de esta melopea, se inició una extraña procesión. En cabeza, un chaval jovencito vestido de verde, que agitaba una campana. Detrás de él una docena de iniciados, vestidos de blanco de la cabeza a los pies y cubiertos de collares de cuentas. Uno de ellos portaba una litrona; otro un puro apestoso. Solo una mujer formaba parte de la comitiva, vestida también de blanco y tocada con un gorro parecido al de Popeye, pero decorado con un gran símbolo cabalístico. La marcha la cerraban el babalaô y otro campanillero. Entre cantos y bailes atravesaron el salón y salieron al callejón, donde en una ceremonia secreta se supone que hicieron una ofrenda a Exu, aunque nosotros solo oíamos sus carcajadas.
Exu no tiene categoría de orixá, es solo lo que se llama una "entidad", que marca los límites entre lo divino y lo profano y suele actuar como mensajero de los orixás. Es juguetón y travieso, de ahí las carcajadas, rompe cacharros de cocina, esconde cosas, gasta bromas y tiende trampas para obligar a los hombres a elegir entre el bien y el mal. Aquella noche, no sé por qué, no convenía que interviniera en la ceremonia, de ahí el rito tranca rúas en el exterior del local.
Volvió la procesión y se inició el baile de los Paes de santo, que giraban en círculo en contra de las agujas del reloj, para retroceder en el tiempo hasta la era de los orixás. La procesión se repitió varias veces, pero ahora los Paes de santo lucían sombreros de vaquero. Estaban invocando a los caboclos, entidades que representan a los indios, a los habitantes primitivos de Brasil. Expertos conocedores de la naturaleza y de la selva, en muchas ocasiones protegieron y salvaron a los negros que huían de la esclavitud y se refugiaban en los quilombos, comunidades libres ocultas en lo más profundo del bosque. Casi todos los procesionistas fumaban puros frenéticamente, e insuflaban su humo contra el pelo o la frente de los fieles que necesitaban su ayuda.
Los cánticos sincopados, el baile y los puros iban haciendo su efecto. Uno por uno los Paes de santo entraban en trance, poseídos por algún caboclo, y eran conducidos con sumo cuidado al piso superior, donde se supone que trasmitìan las instrucciones de su caboclo.
A otra orden del babalaô cesaron los tambores, los cantos y la danza ritual, y toda la congregación recitó a coro tres padrenuestros y tres avemarías. Esto se llama poner una vela a dios y otra al diablo.
La ceremonia había llegado a su fin. Antes de irnos, el babalaô, auténtico líder espiritual de aquella comunidad, hizo unas cuantas recomendaciones cívico sociales a los asistentes, pidió una contribución para reparar el inodoro (creo que lo había roto él mismo, con sus sagrados ciento cincuenta kilos), y los fieles se fueron acercando a los Paes de santo y al mismo babalaô que les imponía las manos, les daba consejos personalizados y los limpiaba de malas influencias.
En el camino de vuelta a nuestro apartamento, el parlanchín Edmundo todavía tuvio tiempo de contarnos su versión de la historia de Quincas Berro D'agua, protagonista de una de las novelas de Jorge Amado. Quincas, un honrado padre de familia recaudador de impuestos, decide un día abandonar su familia burguesa y dedicarse a la vida bohemia, entre tascas y lupanares. La anécdota que cuenta Amado y da nombre al personaje se produce cuando uno de sus amigos, para gastarle una broma, le cambia la botella de cachaza que se está pimplando por otra de agua. Quincas se traga el vaso de un trago, y cuando se da cuenta de lo que contiene, lanza el famoso grito de horror, que se escuchó por todo el Pelourinho: ¡Aguaaaaaa! Y corre despavorido a vomitar y a enjuagarse la boca con auténtica cachaza.
Esta es la versión de Jorge Amado. Edmundo añadió, de su cosecha, que como consecuencia del susto de beberse un vaso de agua, Quincas murió de un infarto.
Al día siguiente salimos para la Chapada Diamantina, pero esa es otra historia, que podéis leer pinchando aquí.
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