miércoles, 4 de septiembre de 2019

No hay cosacos en Kazán

Si quieres leer el anterior cuaderno de esta serie, dedicado a Veliky Nóvgorod, pincha aquí

(28 de julio al 2 de agosto de 2019)

Cosacos de Kazán,
que sobre caballo van
sin temor y sin desmayo.
Cosacos de Kazán,
que en la guerra son un rayo
y en la paz un huracán

Diga lo que diga la Marcha de los cosacos de Kazán de la zarzuela Katiuska, no hay cosacos en Kazán, o al menos no en un número significativo. La palabra cosaco, kazak en ruso, proviene del kirguís kusak, caballero, procedente a su vez del turcomano quzzak, nómada, hombre libre. Se usa para designar a una serie de grupos que en el siglo X se escindieron de las hordas mongoles y se establecieron en el sur de Rusia y de Ucrania, donde actuaron frecuentemente como mercenarios al servicio de diferentes estados. A lo largo de la historia existieron estados cosacos semiindependientes a orillas del Volga, el Don y el Kubán. Muy tradicionalistas, formaron una parte importante del Ejército Blanco en su lucha contra los bolcheviques, que nunca se lo perdonaron.

Kazán es la capital de la República de Tartaristán, que nos puede parecer un país imaginario, digno de las aventuras de Tintín; sobre todo si se añade que linda con las repúblicas de Chuvash, Mari El, Udmurtia y Bashkortostán, igualmente desconocidas para la mayoría de los españoles (y de las españolas). Pero Kazán no solo existe, sino que es una ciudad de más de un millón de habitantes, con un equipo de fútbol, el Rubin Kazán, que suele participar en competiciones internacionales y cuyo entrenador, Edu Docampo, ha jugado en el Athletic.

A estas alturas no estoy muy seguro de qué me movió a visitarla. No fue el fútbol, desde luego, ni el recuerdo del padre de mi amigo Paco cantando la Marcha de los cosacos, ni siquiera el hecho de que Gala, la musa de Dalí, hubiera nacido en esta ciudad. Creo que fue simplemente su nombre, tan sonoro, y una foto del kremlin.

Kazán fue fundada por los búlgaros del Volga, un pueblo turcomano que formaba parte de las hordas del uzbeko Gengis Kan. Los mismos búlgaros que en su avance por Europa llegaron a la actual Bulgaria y le pusieron su nombre.

Su ubicación estratégica en el punto en que la Ruta de la Seda cruzaba el Volga la convirtió en una ciudad muy codiciada. En el siglo XIII la conquistaron los mongoles de la Horda de Oro, e Iván el Terrible la incorporó al imperio ruso en el XVI, después de ganar la batalla por la ciudad con la ayuda del famoso icono de la Virgen de Kazán, como cuento en el primer cuaderno.

Hoy en día es un importante puerto fluvial a orillas del Volga, y pretende convertirse en un gran centro de tecnologías de la información, financiado con el abundante petróleo y gas natural que se extrae en Tartaristán.

Ahora que ya tenemos un mínimo contexto histórico y geográfico, contaré algo de nuestra estancia allí.

Habíamos reservado un apartamento con muy buen aspecto, en una zona algo alejada del centro pero bien comunicada. Nos recibió la dueña, que hablaba un inglés muy aceptable, y nos enseñó el apartamento, amplio y bien decorado, en un estilo rústico claramente realizado por un aficionado al bricolaje. Contaba hasta con una sauna, cuyo uso compartíamos con los ocupantes del apartamento de al lado.

Con lo que no contábamos era con que las dos avenidas en cuyo cruce se encontraba nuestro edificio sufrían un tráfico muy intenso, con una línea de tranvías y varias de autobuses justo debajo de nuestras ventanas. Las ventanas tenían doble cristal, pero probablemente estaban mal montadas, ya que el fragor de la calle se colaba sin problemas dentro de la casa. Muy temprano, algo antes de las cuatro de la mañana, nos despertó el ruido del tráfico. Un rayo de sol que atravesaba sin dificultad el estor de la ventana nos daba directamente en los ojos. La cama estaba orientada hacia la ventana, y la ventana hacia el este, con lo que recibíamos directamente los primeros rayos del amanecer.

Nuestra primera gestión a la mañana siguiente fue comprar billetes para el hidrofoil a Bólgar, localidad de la que hablaré más adelante. Todas las fuentes de información que teníamos, incluida la propietaria del apartamento —Many tourists, little ship— aconsejaban reservar con tiempo en temporada alta, ya que hay un solo barco al día.

Lo más difícil fue llegar a la estación fluvial, y especialmente entenderse con la cobradora del autobús urbano, empeñada en que íbamos en el sentido equivocado. Cuando por fin nos entendió, nos dijo que la oficina de venta de billetes estaba a escasos metros de la parada final del autobús.

Con la compra de los billetes no tuvimos ningún problema, salvo los habituales en cualquier oficina. Nos encontramos cinco ventanillas, tres de las cuales estaban abiertas, pero solo en una había cola. Incautos, nos dirigimos a una de las libres, pero cuando le explicamos a la taquillera lo que queríamos, nos señaló la cola y siguió mirando al infinito.

Había billetes, y superadas las numerosas preguntas de la taquillera —¿A qué hora? ¿Ida y vuelta, o solo ida? ¿En metálico o con tarjeta?— salimos de la estación con sendos billetes de ida y vuelta para el barco de las nueve de la mañana siguiente.

Teníamos previsto pasar el día en el kremlin de Kazán, aún a sabiendas de que la mayoría de los museos estarían cerrados por ser lunes, ya que no nos interesaban en absoluto.

El kremlin está ubicado en la confluencia de los ríos Volga y Kazanka y es del mismo tamaño que el de Nóvgorod pero con edificios mucho más importantes, como la mezquita de Qol Shärif, la catedral de la Anunciación, la Presidencia de la República de Tartaristán y hasta siete museos.

Fue construido en el siglo XVI a instancias de Iván el Terrible sobre las ruinas del antiguo castillo de los kanes de Kazán. Su muralla exterior mide casi dos kilómetros, con una altura de entre 8 y 12 metros, y está reforzada por 13 torres.


Con lo que no contábamos era con el frío. A finales de julio, en una zona de clima continental extremado, lo que correspondía era calor, incluso mucho calor. Pero a nosotros  nos tocaron unos días lluviosos, con viento racheado y temperaturas de entre ocho y trece grados; aproximadamente como en Cádiz en invierno. Y tengo que confesar que, precisamente aquel día, había salido de casa en sandalias y manga corta, y que solo tenía una chaquetillas de chándal para abrigarme.

En aquellas condiciones no se podía pasear por los jardines del kremlin, admirar el exterior de los edificios o contemplar la unión de los dos ríos desde lo alto de la muralla. A toda prisa nos metimos en la mezquita, una de las más grandes de Europa, con capacidad dicen que para ocho mil fieles, aunque yo solamente vi a tres personas en la zona de oración, cerrada a los infieles. Alternaban los rezos con las consultas a las pantallas de sus móviles. Ignoro si buscaban el texto de alguna azora del Corán o simplemente leían sus mensajes de WhatsApp; me temo que lo segundo.

La mezquita original la quemaron en 1551 las tropas de Iván el Terrible, construyendo sobre sus ruinas la actual catedral de la Anunciación. En 1996, coincidiendo con el auge de la iglesia ortodoxa en casi toda la Federación Rusa, los musulmanes de Kazán, que representan aproximadamente a la mitad de la población creyente, emprendieron la construcción de una nueva mezquita, con ayuda financiera de Arabia Saudita y los Emiratos Se inauguró en 2005, coincidiendo con las celebraciones del milenio de la fundación de la ciudad. Su nombre viene del imán Qol Shärif, que murió junto con numerosos estudiantes (los famosos talibanes) cuando defendían el templo contra las tropas de Iván el Terrible.

El resultado de los más de cuatrocientos millones de dólares que costó la construcción es un pastelazo blanco y celeste, pero que tiene cierto encanto visto desde lejos.


En el sótano de la mezquita hay un museo islámico absolutamente sin ningún interés, dedicado a demostrar la importancia y antigüedad de la religión musulmana en Tartaristán.

Por suerte, la catedral de la Anunciación se encontraba a unos doscientos metros de la mezquita, y corrimos hacia ella para resguardarnos de la lluvia y del frío. Como la mayoría de las catedrales rusas, está fuertemente transformada; en parte debido a varios incendios fortuitos en los siglos XVIII y XIX, y en parte por los bombardeos del Ejército Rojo para tomar la ciudad, ocupada durante la guerra civil por la Legión Checoeslovaca. Gran parte del interior del edificio es de finales del siglo pasado.

Siempre tratando de protegernos del frío, nos metimos en una sala de exposiciones dedicada a las Juventudes Comunistas, los komsomoles. La vigilante se extrañó de que dos extranjeros se entraran allí, y nos intentó convencer de que lo interesante estaba en las plantas superiores del edificio, donde se exponían las colecciones permanentes del museo de historia de la ciudad. Pero a nosotros nos interesaba más aquella muestra nostálgica de carteles de propaganda, uniformes, insignias y fotografías de una época que nos puede parecer muy remota, pero que la mayoría de los rusos ha vivido en primera persona.

En el Komsomol no se admitía a cualquiera; bastaba cualquier mancha en el expediente político de un familiar, ser judío o descender de un kulak para ser rechazado, lo que en la práctica significaba la exclusión de la universidad y de los mejores puestos de trabajo.

Al cabo de un rato, la vigilante de la exposición, una señora mayor, convencida de que estábamos verdaderamente interesados, se acercó y nos soltó una larguísima perorata sobre muchos de los objetos expuestos. De nada sirvió insistirle en que mi ruso era muy elemental y que no entendía gran cosa de lo que nos contaba. Estoy convencido de que había pertenecido a las juventudes comunistas, por el entusiasmo que ponía en sus explicaciones.

Nadie más entró en la exposición en la media hora que estuvimos allí, creo que a la mayoría de los rusos no les gusta recordar ciertos aspectos de su pasado colectivo.

La mañana siguiente fuimos a Bólgar, la antigua capital búlgara, cuyas ruinas se extienden por una amplia meseta sobre el Volga, y que está considerada como el segundo punto turístico de Tartaristán, solo superado por el kremlin de Kazán.

He navegado por algunos ríos míticos (Misisipi, Ganges, Irawadi, Orinoco, Paraná…) y me faltan muchos más (el Nilo y el Amazonas, por citar solo dos), pero tenía especial interés en surcar el Volga. No solo por ser el más largo de Europa, con sus más de tres mil kilómetros de recorrido, sino por los numerosos acontecimientos históricos que a él se asocian. Siempre ha sido una frontera o una vía de comunicación. Así, marcó el límite oriental de las incursiones vikingas, y del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, con la durísima batalla de Stalingrado. Por otra parte, la inmensidad de su cuenca, de un millón y medio de kilómetros cuadrados (tres veces la superficie de España) y un desnivel de tan solo doscientos cincuenta metros entre su nacimiento y la desembocadura (una pendiente veinte veces menos que la del Rin) lo convierten en una gigantesca autopista por la que han circulado mercancías, gentes, culturas e idiomas muy diversos.

En la estación marítima de Kazán nos subimos a un hidrofoil que nos permitiría recorrer en menos de tres horas los cien kilómetros que hay hasta Bólgar. El barco estaba lleno de turistas rusos, especialmente familias con niños, pero también lo compartíamos con cuatro franceses y una docena larga de españoles que viajaban arropados por dos guías locales.

En el primer tramo del recorrido por el río, el más cercano a la ciudad, los taludes de la orilla estaban coronados por grandes chalets, pero en seguida se impuso un bosque casi continuo, del que solo excepcionalmente surgía una aldea o una cantera de piedra caliza.

Al bajar del barco en Bólgar nos encontramos con que no había atracado al pie del museo, como esperábamos, sino a varios kilómetros río abajo.

El grupo de españoles se subió a un autobús que los estaba esperando, y nosotros, junto con la mayoría de los rusos, a otro que supuestamente nos llevaría hasta el yacimiento por un precio simbólico. Mi susto fue cuando arrancamos, y una señora, sentada junto al conductor, coge el micrófono y suelta una parrafada en ruso de la que solo entiendo la expresión “excursión organizada”. Menos mal que a los pocos minutos el autobús paró en la entrada al yacimiento y se aclaró el malentendido: la señora ofrecía visitas guiadas por el museo y el conjunto arqueológico.

El conductor nos insistió mucho en que, si no estábamos allí mismo a las tres y media, el autobús se iría al embarcadero sin nosotros, y nos tendríamos que quedar en Bólgar hasta el día siguiente.
En la taquilla del museo, la funcionaria nos preguntó si éramos pensionistas, para aplicarnos el descuento correspondiente. Cuando le indiqué que yo estaba jubilado, pero en España, me soltó muy seria: “Los pensionistas son pensionistas en todos los países del mundo”. Pensionistas de todos los países, uníos, que habría dicho Lenin.

Al enseñarle el pasaporte para que comprobara mi edad, como si no fuera suficiente con verme la cara, me di cuenta de que le encantaban los dibujos de fondo de las páginas. Le ofrecí que lo mirara con calma, y llamó a su compañera, la que controlaba las entradas, para enseñárselo. Luego nos indicó que teníamos que ponernos unos patucos de plástico sobre los zapatos, antes de pasar a las salas de exposición. Pensé que el suelo sería de algún parquet valioso, aunque me extrañó después de haber podido pisar sin problemas los magníficos suelos de madera del Hermitage y del Museo Estatal Ruso. Luego resultó que todo el museo estaba pavimentado con terrazo.

El Museo Histórico Estatal de Bólgar estaba, como todos los rusos, perfectamente montado y explicado; incluso sin las escuetas leyendas en inglés es fácil interpretarlo. Los paneles y vitrinas iban explicando la historia de Bólgar, una ciudad para mí desconocida, pero de gran importancia en la historia de Eurasia central.

Parece ser que los hunos, una coalición de tribus y grandes grupos familiares procedentes de Mongolia, y que fueron capaces de tratar de igual a igual con los dos imperios romanos, el de Oriente y el de Occidente, incapaces de crecer hacia el este por la fortaleza del imperio chino, decidieron de una manera más o menos consciente ir avanzando hacia el oeste. Así, ocuparon la región de Altai en el siglo II y el imperio sasánida en el IV, poco antes de llegar al Don y al Volga.

La presión de los hunos fue la que desplazó a los bárbaros (suevos, vándalos, alanos y visigodos) y los empujó a invadir la península ibérica. Se cree que los hunos fueron los primeros en construir una estructura estatal en esta zona.


Tras los hunos llegaron los tártaros, un pueblo de cultura turcomana, uno de cuyos grupos, los búlgaros del Volga, de los que ya he hablado, fundaron esta ciudad en el siglo X y aquí se convirtieron al islam suní, por lo que es un punto importante de peregrinación para los musulmanes de Tartaristán y del resto de la Federación Rusa.

Trescientos años después llegó a ser la primera capital de la Horda de Oro en su avance sobre Europa. Fue, quizás, el punto en el que la organización de las tribus de la estepa dio sus primeros pasos para convertirse en un gran imperio euroasiático, que tras la desintegración de la Horda en el siglo XV, dio lugar a numerosos estados de influencia turcomana, como los kanatos de Kazán, Siberia, Astrakán o Crimea.

La ciudad se desarrolló como centro político y comercial, y se construyeron palacios y mezquitas de los que quedan algunos restos, en general excesivamente reconstruidos.


Recorrimos las ruinas bajo una ligera lluvia. Desde un minarete se divisaban grandes extensiones cubiertas de prados y bosques; en cualquier momento podría aparece una horda al galope, saliendo del horizonte para asaltar la ciudad.

Un paso de peatones, con su badén para pacificar un tráfico inexistente, interrumpía la carretera. Nadie parecía haberlo usado en mucho tiempo.

Comimos en un local mínimo, poco más que un contenedor de obra, donde nos tomamos lo que más apetecía un día gris y húmedo como aquel: Sendos platos de pelmeni (sopa de tortellini) con veintidós unidades en cada uno, según el menú fijado en la pared, y diversas empanadillas: de pollo, de pescado y de alforfón, un cereal muy popular en toda la Federación Rusa. Todo esto, con un té, nos salió por nada menos que tres euros por cabeza.

Después de recorrer varias mezquitas, mausoleos e iglesias, nos subimos al autobús que nos llevó de vuelta al embarcadero, donde un grupo de malayos hacía cola para embarcar; entre ellos uno con mallas de leopardo y bombín. Una niña regateaba con su hermana mayor, intentando cambiarle una pluma de cuervo por piedras de la ribera, pero tardaron en llegar a un acuerdo.

Hicimos el camino de vuelta hasta Kazán intentando dormir, mientras el hidrofoil saltaba sobre las olas que se habían formado en el río. Al llegar a la capital, todavía tuvimos tiempo de acercarnos por una fiesta organizada por el Rubin Kazán para celebrar el fichaje de un tal Nika Kipiani, exjugador del Lokomotiv.

A la mañana siguiente fuimos a recoger el coche que habíamos alquilado desde Cádiz. Aunque ya habíamos enviado fotocopias de carnet de conducir, pasaporte y visado, los trámites nos llevaron una hora; acabé firmando (sin leerlo, por supuesto) un contrato en ruso de ocho páginas.

En el último momento, surgió un problema: no se podía usar el navegador, porque el cargador de mechero no funcionaba (según el empleado de la agencia, porque el coche era japonés y los japoneses no fuman en el coche). Menos mal que me había descargado en mi móvil el mapa de la zona y salimos del paso, después de negociar un descuento en el alquiler por no poder disponer del navegador.

Lo único que fallaba en Google Maps eran los toponímicos. Antes de llegar a un cruce, la voz metálica del navegador indicaba “dentro de doscientos metros, gire a la izquierda”, pero sin indicar el nombre de la calle. En pantalla, los nombres de calles, vías y pueblos aparecían en cirílico.

Los rusos tienen fama de conducir bastante mal; doy fe de que se lo han ganado a pulso. Se pegan al coche de delante aunque no tengan intención de adelantar; giran a la izquierda en raya continua; se detienen donde les parece, incluso en plena autopista… A cambio, respetan estrictamente los pasos de peatones, los semáforos y los límites de velocidad. Menos mal que llevaba una excelente conductora, que en ningún momento perdía la calma, ni siquiera cuando yo me equivocaba al interpretar las indicaciones del navegador.

Nos dirigimos bajo una llovizna persistente a la ciudad-isla de Sviyazhsk. No me preguntéis como se pronuncian cuatro consonantes seguidas, aunque una de ellas sea muda.

Cuando Iván el Terrible decidió invadir Tartaristán y fracasó en su primer intento de tomar la fortaleza de Kazán, mandó construir un kremlin de madera en Vladimir, seiscientos kilómetros rio arriba. Luego se marcaron todas sus piezas, se desmontó, y se envío flotando hasta esta isla, donde lo montaron en menos de un mes para tener una base bien defendida desde la que organizar un nuevo intento de conquista de Kazán.

Con los eslavos llegó la iglesia ortodoxa, que al año siguiente ya había hecho construir en la isla un monasterio con su catedral. Tuvimos la inmensa suerte de poder admirar unos frescos únicos del siglo XVI que cubren casi por completo su interior. La catedral lleva varios años cerrada por presunta restauración, pero al acercarnos vimos que entraban un pope y cuatro señoras con pinta de extranjeras. Nos pegamos al grupo, y el guardia, suponiendo que formábamos parte del mismo, nos dejó pasar.

El pope cerró la puerta con llave desde el interior, y comenzó una muy prolija explicación de todas y cada una las escenas allí representadas; explicación que, algo resumida, traducía al italiano una de las mujeres, guía del grupo, y que las otras tres seguían muy interesadas. Al terminar la visita me acerqué para dar las gracias, al pope en ruso y a la guía en italiano, momento en que se descubrió nuestra trampa. El pope pensaba que éramos italianos parte del grupo, y la guía que éramos rusos conocidos del pope. Así nos enteramos de que se trataba de una visita muy excepcional, concertada con meses de antelación, ya que una de las italianas era profesora de historia del arte y estaba especializada en arte ruso.


La isla, hoy unida al continente por un largo istmo artificial, era un remanso de paz. La inmensa mayoría de los visitantes eran rusos, siempre callados y respetuosos; no había casi ningún coche y casi todos los edificios eran chalets de ladrillo o dachas de madera.

Después de callejear un rato, y para protegernos de la lluvia, nos metimos en el Museo de la Guerra Civil. Nuestra sorpresa fue que el museo estaba dedicado a León Trotsky, que en realidad tuvo con Sviyazhsk una relación bastante marginal y no muy documentada.

Los propietarios del museo sostienen que Trotsky se alojó en el edificio en 1918, durante los combates por Kazán entre el Ejército Rojo, de cuyo consejo militar revolucionario él era presidente, y las fuerzas reaccionarias del Ejército Blanco y la Legión Checoeslovaca.


El mismo Trotsky escribe en “Mi vida” que, al sublevarse Kazán contra el poder soviético —y apoderarse los insurgentes de gran parte de las reservas rusas de oro, trasladadas allí para librarlas del avance alemán—, se creó el famoso Tren Militar de Propaganda y Acción. El 8 de agosto el tren salió de Moscú rumbo al frente. Estaba formado por dos locomotoras y más de una docena de vagones, entre los que había al menos uno de primera clase y otro coche-salón, que era el que ocupaba Trotsky. El tren iba protegido por ametralladoras montadas sobre el techo, y contaba con buenos sistemas de comunicación, una imprenta, un generador eléctrico, varios vehículos y un taller. Le sirvió a Trotsky como cuartel general, sede del consejo de guerra y centro de propaganda. Allí se publicaron más de doscientas ediciones del periódico V Puti, En Marcha.

El personal del tren lo formaban doscientas treinta personas, incluyendo a los Rifleros Letones, miembros del consejo militar y del consejo de guerra, secretarios, trabajadores ferroviarios, conductores y sanitarios, junto con treinta y siete escritores, periodistas y publicistas. Su propaganda se dirigía tanto a los habitantes de las ciudades y aldeas que iba atravesando, como a las unidades del Ejército Rojo que se encontraba en su camino. Durante los dos años de guerra se calcula que recorrió unos cien mil kilómetros, siempre cerca del frente.

La figura de Trotsky merece un breve repaso. Nacido en 1879, en el seno de una familia judía muy religiosa, fue detenido por primera vez a los diecinueve años. Con veintiún años fue enviado a Siberia, de donde escapó, igual que en su segunda deportación en 1905. En el primer gobierno soviético fue comisario del pueblo para asuntos extranjeros, algo así como ministro de asuntos exteriores, y poco después lo nombraron comisario del pueblo para asuntos militares.

En la lucha por el poder tras la muerte de Lenin resultó derrotado por Stalin, y fue cayendo en desgracia. Destituido de todos sus cargos, expulsado del Partido Comunista, exiliado con su familia, y —en 1940— asesinado en Ciudad de México por el agente estalinista Ramón Mercader. Tuve ocasión de visitar su casa y sepulcro en el barrio de Coyoacán, a escasos metros del apartamento en el que residí durante mi estancia allí. Como curiosidad, durante su huida a América residió una temporada en Cádiz, en cuya biblioteca pública se conservan libros anotados de su puño y letra.

El museo reunía muy pocos objetos del propio Trotsky, pero si numerosas publicaciones, fotos, gráficos de la guerra en la zona, y hasta una recreación de su despacho, incluyendo las imágenes en cera del propio León Trotsky y de su compañera, Aleksandra Sokolovskaya.

Los paneles eran muy claros y didácticos, aunque con un ligero tono antitrotskista. Como cuando explican que Trotsky “fundó su propia secta” para defender sus ideas de internacionalismo proletario, frente a las más nacionalistas de Stalin.

En realidad, Trotsky pensaba que, dada la escasa industrialización de Rusia, su proletariado no era lo suficientemente numeroso, organizado y concienciado como para que la revolución pudiera triunfar sin el apoyo de los partidos y sindicatos obreros del resto de Europa. Consideraba que sin ese apoyo, la revolución estaba destinada a fracasar, y que el capitalismo volvería a apoderarse de Rusia; curiosamente, cien años después la historia le ha dado —en cierto modo— la razón.

Me sorprendió una faceta del pensamiento de Trotsky que desconocía por completo: su defensa del terrorismo. En su libro “Terrorismo y Comunismo”, declara que la revolución “consiste en matar a una minoría para aterrorizar a la mayoría”. En cualquier caso, estoy seguro de que la historia del mundo habría sido diferente si Trotsky hubiera derrotado a Stalin.

Volviendo a la presunta estancia de Trotsky en Sviyazhsk, parece ser que el tren se detuvo en esta localidad, permaneciendo aquí varios días hasta la toma de Kazán y la huida a Siberia de los restos del Ejército Blanco.

Un último apunte sobre esta curiosa ciudad-isla: Uno de sus monasterios fue convertido en prisión, y allí estuvieron detenidos muchos elementos políticamente no de fiar. En la década de 1920, representantes de la inteligentzia, doctores, escritores, maestros, etc., cumplieron condena en lo que se consideraba un destino blando, en comparación con otros centros del Gulag.

En el camino de vuelta a Kazán nos encontramos un letrero que indicaba Innopolis, y no pudimos resistir la tentación. A los pocos kilómetros, nos encontramos con una ciudad recién construida —mejor dicho, en construcción—, en mitad de la nada, a cuarenta kilómetros de la capital. Se articulaba en torno a un centro de innovación y a una universidad especializada en tecnologías de la información, que solo acepta a cinco de cada cien alumnos que intentan matricularse en ella (y el año pasado hubo once mil solicitudes).

En la plaza principal, todavía sin coches, se veían cuatro enormes pasos subterráneos, que no usaba ninguno de los poquísimos peatones. Me recordó un poco a Brasilia, con sus distritos especializados; aquí, por el momento, solo se distinguía la zona universitaria, con varios edificios muy modernos, y un barrio residencial parcialmente habitado, de bloques de diez o doce pisos, con parques infantiles, guarderías, aparcamientos subterráneos, instituto de enseñanza media y muy pocos locales comerciales.

La ciudad se fundó en 2013; en 2017 solo tenía doscientos sesenta y ocho habitantes; pero ahora son ya cuatro mil personas las que viven en esta ciudad recién nacida.


A la mañana siguiente, la previsión indicaba que la lluvia escamparía a las diez de la mañana, y que luego las temperaturas subirían hasta dieciséis grados. Nada más falso. Salimos de Kazán lloviendo, y así siguió durante todo el camino hasta Laishevo, una de las aldeas que se recomendaba visitar en la oficina de turismo.

El pueblo no se distinguía en nada de los que habíamos dejado tras a lo largo de la carretera, salvo que tenía una pequeña playa artificial a orillas del embalse de Samara. Primero de agosto, once de la mañana, y en la playa solo estábamos nosotros dos y un señor que paseaba a un par de perros, pese a que estaba perfectamente equipada: paseo marítimo, cancha de vóley playa, zona de calistenia, tumbonas de madera… Claro que no dejaba de llover. ¿Cómo sería la temporada baja?


Seguimos camino hacia Chístopol, buscando carreteras secundarias, francamente bonitas en este recorrido entre bosques, prados y enormes extensiones sembradas de girasol. De vez en cuando, las ruinas de un koljós o de un gran matadero recordaban la época soviética.

Cuando llegamos a Chístopol seguía lloviendo, y la temperatura no pasaba de doce grados, pero no paramos hasta encontrar el centro del pueblo, donde aparcamos entre las miradas curiosas de los escasos peatones.

Allí se conservan en no muy buen estado numerosas casas de comerciantes acomodados del siglo XIX, cuando esta ciudad era el mayor centro de comercio de grano de toda la república. Aunque los edificios siguen allí, fácilmente reconocibles, en general están bastante deteriorados, o con añadidos modernos o rótulos luminosos de los comercios.

Durante la invasión alemana, el gobierno ruso evacuó a esta ciudad a numerosos escritores con sus familias, como Boris Pasternak, Alma Ajmátova o Arsenei Tarkovsky. En una de las mayores casas de comerciantes, una placa recuerda que de 1941 a 1945 albergó un internado para hijos de miembros de la Unión de Escritores Soviéticos, y que en él trabajó como niñera Olga Ivinskaya, poeta y compañera de Boris Pasternak, y en la que se basó para construir el personaje de Lara (Doctor Zhivago).

La otra singularidad de Chístopol es que en ella se fundó en 1942 la fábrica de relojes Vostock, con maquinaria trasladada desde el oeste para que no cayera en manos de los alemanes. Allí se producían los famosos relojes K-43, de uso exclusivamente militar, y el K-26, destinado a los civiles. Al parecer la fábrica sigue funcionando con gran éxito, pero en el pueblo no encontramos sus relojes a la venta. Fueron unos relojes míticos en la época soviética, que lucían orgullosos los cuerpos de élite: submarinistas, aviadores, astronautas…

Entramos en varios cafés para tratar de comer algo y de entrar en calor, pero todos estaban vacíos y eran a cual más desangelado. Acabamos en Al Faretto, el mejor del pueblo, igualmente solitario pero muy amplio y decorado con pretensiones de salón de bodas. Por doscientos rublos (unos tres euros) cada uno, nos tomamos el menú del día, lo que en ruso se llama bisnes lanch, directamente transcrito del inglés. Consistía en una pequeña ensalada, sopa borsch y dos albóndigas de pollo con patatas fritas. Para beber, té. Aunque la carta anunciaba vino y cerveza, en la práctica no servían bebidas alcohólicas.

Menos mal que al llegar a Kazán había dejado de llover, y pudimos visitar el Museo de la Vida Soviética y pasear por lo que queda del barrio al que Iván el Terrible obligó a trasladarse a los tártaros que vivían en el interior del kremlin.

Al día siguiente volaríamos a Moscú y comenzaríamos nuestro recorrido por el Anillo de Oro, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

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