Si quieres leer el anterior cuaderno de esta serie, dedicado a Tartaristán, pincha aquí
(Del 2 al 8 de agosto de 2019)
El taxista que nos llevó hasta el aeropuerto de Kazán era uno de esos rusos (o quizás tártaros) charlatanes y extrovertidos que contribuyen a romper la fama de secos que tienen sus compatriotas. Nada más subirnos, nos preguntó lo que ya sabía, si íbamos al aeropuerto; de ahí arrancó una conversación que solo terminaría en una efusiva despedida al llegar a nuestro destino.
De nada valieron mis afirmaciones de que hablaba poco ruso y entendía menos; era imparable, y cuando se convencía de que era verdad que no entendía algo, buscaba otra manera de explicarlo. Así, para hablarme de su suegra, señaló a María, me preguntó Djená? (esposa), y añadió Djená mama. Más claro imposible.
Nos contó que era un gran cazador (puesto número ocho en un campeonato internacional de caza por internet, si es que eso existe) y pescador, y nos enseñó las fotos de sus trofeos, que buscaba en el móvil mientras conducía. Hasta nos ofreció una demostración con un reclamo para cazar gansos, que llevaba en la guantera y casi nos hace dar un salto en el asiento.
Cuando se enteró de que la víspera habíamos visitado Chístopol, su entusiasmo subió varios grados ¡Era su pueblo natal! El hecho de que unos extranjeros se hubieran desplazado a ver sus famosas casas de comerciantes le entusiasmaba.
Hablamos luego de los climas respectivos de Cádiz y Kazán, y para hablarme de la nieve, palabra que desconozco en ruso, señaló la lluvia que no dejaba de caer y añadió: Jolodniy bieliy dodjd: Lluvia blanca y fría. Con muy poco más se puede hacer una poesía, aunque sea tan breve como un haiku.
En el aeropuerto tuve la suerte de encontrar una tienda de jerséis, donde me compré uno muy abrigado, de lana de yak, fabricado en Mongolia. Este jersey me salvó de más de un catarrazo durante el resto del viaje, ya que la lluvia y el frío nos acompañaron hasta el último día.
En el vuelo a Moscú comentamos lo bien que estaba saliendo todo, y que en lo que llevábamos de viaje no habíamos tenido ningún problema. Nos podíamos haber callado. Nada más aterrizar, tuvimos el primer percance del viaje. En la agencia de coches de alquiler en la que debíamos recoger el que habíamos reservado para recorrer el Anillo de Oro, se negaron a entregárnoslo, alegando que no llevábamos el carnet de conducir español. De nada sirvieron nuestras protestas de que el carnet español no era válido en Rusia, y que por eso llevábamos el internacional; el empleado se mostró inflexible. Al día siguiente, ya más calmado, mi enfado con la compañía del alquiler se dirigió contra mí mismo, al comprobar en la página de la DGT que un carnet internacional de conducir solo es válido si va acompañado del equivalente nacional. Tenía razón el del mostrador. Con la de veces que habíamos utilizado el carnet internacional, en muchos países, en los que pudimos haber tenido serios problemas en cualquier control de policía. Como para presumir de viajero experimentado…
Habíamos perdido mucho tiempo con todo este asunto, y necesitábamos llegar esa noche a Súzdal, un pueblo a doscientos cuarenta kilómetros de Moscú en el que habíamos reservado una dacha. Comprobé que no había ninguna combinación sencilla en transporte público; la única posibilidad era tomar un tren hasta Moscú, cambiar de estación, subirse a un nuevo tren hasta Vladímir, y desde allí un autobús hasta Súzdal. Todo esto suponiendo que hubiera billetes para el Moscú – Súzdal, cosa difícil en temporada alta. En cualquier caso, no habríamos llegado a nuestro destino hasta la mañana siguiente.
Por suerte, los taxis son mucho más baratos en Rusia que en España, y vía Yándex contratamos a uno que nos llevaría por algo menos de seis mil rublos, unos ochenta euros, cantidad asumible dentro de nuestro presupuesto para imprevistos.
El taxista, con aspecto oriental, estaba feliz de la carrera tan larga que había conseguido, y se lo contó a sus compañeros que esperaban clientes. En cuanto arrancamos, comenzó una larga y difícil conversación, que al final logré entender al recordar que, en muchos países, los taxistas de aeropuerto forman un grupo aparte, muy dado a estafar a los turistas. Lo que nos proponía nuestro conductor era que yo cambiara el destino por otro mucho más cercano, a cuatro o cinco kilómetros del aeropuerto, y que él nos llevaba a Súzdal por el precio convenido, ahorrándose la comisión de Yándex. Acepté, y estuve a punto de intentar repartirme con él esa comisión, pero la tensión con el empleado de la agencia de alquiler me había dejado exhausto.
Las cuatro horas largas que duró el recorrido fueron una auténtica inmersión en la forma de conducir en Rusia, de la que ya he adelantado algo; cada minuto que pasaba nos alegrábamos más de que no nos hubieran dado el coche de alquiler. Solo de pensar en conducir por aquellas carreteras abarrotadas de coches se nos ponían los pelos de punta.
Iniciamos el viaje rodeando el oeste de Moscú por unas carreteras que en España habrían sido muy secundarias, pero que allí soportaban un tráfico muy intenso; luego nos incorporamos a la autovía M-5 Moscú – Ufá. Como ya he contado, el concepto ruso de autovía es un tanto diferente al nuestro. Aunque suelen contar con dos carriles por sentido, es frecuente encontrarse semáforos, pasos de peatones, giros a la izquierda o en redondo y continuas incorporaciones por ambos lados. Pese a que la velocidad está limitada a noventa kilómetros por hora, me imagino que habrá muchísimos accidentes. Para acabarlo de arreglar, por obvias razones climáticas todo el mantenimiento de las carreteras se lleva a cabo en verano, con lo que había muchos tramos en obras.
A media tarde llegamos ilesos al tranquilísimo pueblo de Súzdal, en el que habíamos alquilado una dacha preciosa, de madera, a orillas del río Kamenka y justo enfrente del kremlin.
La dacha tenía jardín, huerto, sauna de leña (fuera de servicio por su elevado coste), barbacoa y hasta una nevera llena de productos de limpieza.
Una vez instalados, y siguiendo los consejos de nuestra casera, en un Produktiy cercano hicimos las compras básicas (pan, mantequilla y sobre todo agua, ya que en Rusia la del grifo no es potable), nos dimos un primer paseo de reconocimiento por el pueblo y buscamos algún sitio para cenar. El ambiente prometía paz y descanso.
La noche fue tranquila, con solo un pequeño inconveniente: algún vecino decidió hacer una chapuza, supongo que urgente, a las seis de la mañana. Por suerte no debía de ser nada importante; después de solamente seis martillazos, una vez despierto todo el barrio, volvió el silencio.
La ciudad de Súzdal (en realidad un pueblo) fue fundada en torno al año 1000, y ha tenido una larga historia de disputas con la vecina Vladímir. En la Edad Media se afirmó como un centro religioso de primer orden, contando con numerosos monasterios y con un elevado número de iglesias en relación a sus habitantes (llegó a tener cuarenta iglesias para cuatrocientas familias, una media de diez familias por iglesia). Llegó a ser capital de la zona norte de la Rus de Kiev, lo que ahora es Rusia, con jurisdicción sobre muchas otras ciudades, como sus vecinas Rostov y Vladímir.
La competencia con Vladímir la perdió definitivamente cuando se definió el trazado del Transiberiano. Los comerciantes y políticos de Vladímir tuvieron más influencias y consiguieron que el tren pasara por su ciudad en lugar de por Súzdal, con lo cual esta última fue perdiendo importancia a la vez que la ganaban sus vecinas. Hoy es una aldea tranquila de menos de diez mil habitantes que vive del turismo, mientras que Vladímir es una gran ciudad de casi cuatrocientos mil habitantes, rodeada de barrios obreros y zonas industriales. No sé quién ha salido ganando.
Al día siguiente nos tomamos, por fin, un día de relajo, que no de reposo. Cero estrés, nuestra única preocupación era decidir por qué monumento empezábamos y en dónde comeríamos. Ni horarios, ni billetes, ni ruido de tráfico. Con lo que no contábamos era con las catedrales. La catedral de la Natividad de la Virgen, la de la Deposición (tal cual), la de la Trinidad, la de San Basilio, y puede que alguna más. Demasiadas, por no contar iglesias, monasterios, campanarios, palacios arzobispales y otras construcciones religiosas.
Frente a este despliegue, solo una estatua de Lenin y el edificio del Ayuntamiento representaban el laicismo que durante casi cien años marcó la vida de los rusos.
Decidimos comenzar nuestra visita, en principio de un día, por el kremlin, situado a solo doscientos metros de nuestra dacha. Un paseo a través de una pasarela peatonal sobre el Kamenka, en el que un padre y su hijo pescaban acompañados por un gato, y luego entre prados, vacas y ovejas, nos llevó hasta la entrada de la fortaleza, de la que solo quedan los vestigios del terraplén. Los muros y las quince torres, de madera, ardieron en 1719 y nunca fueron reconstruidos. En un meandro del río se ubicaban el palacio del obispo, el del príncipe, la catedral de la Natividad de la Virgen, un convento y varias iglesias.
El centro de Súzdal se ha convertido en un parque temático, repleto de tiendas de recuerdos, carrozas de Cenicienta, puestos de comida tradicional y turistas chinos, pero toda eso no ha sido capaz de oscurecer su riqueza cultural.
Dentro del kremlin, la catedral de la Natividad de la Virgen fue el primer edificio románico que vimos en Rusia. El primer nivel es del siglo XIII, y de la misma época son las extraordinarias puertas damasquinadas, muy poco comunes muestra en el arte medieval, y los murales del interior.
Cada cierto tiempo, cuando consideraban suficiente la afluencia de público, tres popes se situaban delante del iconostasio y entonaban a capella algo equivalente a un canto gregoriano. Cantaban tan bien que se les perdonaba que luego hicieran una colecta.
Es imposible describir todos y cada uno de los innumerables monasterios, iglesias y catedrales que se agolpan en cinco o seis kilómetros cuadrados. Intentaré limitarme al monasterio de San Eutimio (o de San Eufemio, según como se transcriba). Su aspecto es más militar que sacro, ya que las murallas, torres y arpilleras que lo defienden son mucho más robustas que las del kremlin. En los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX sirvió como cárcel para disidentes religiosos, mientras que en el cercano monasterio femenino de la Intercesión estuvieron encerradas las esposas de los zares Iván III el Grande, Basilio III y Pedro I, también apodado el Grande.
San Eutimio se utilizó durante la II Guerra Mundial como centro de internamiento para los oficiales alemanes capturados en la batalla de Stalingrado, y tras la subida de Stalin al poder formó parte del sistema represivo del Gulag, aunque por su cercanía a Moscú y su clima relativamente benigno era quizás el mejor centro de detención. Dentro del recinto defensivo hay cuatro o cinco iglesias, una catedral con sus inevitables frescos y sus popes cantores, un concierto de campanas cada hora, varios museos y un gran huerto de plantas medicinales.
Como curiosidad para los cinéfilos fundadores de este blog, diré que uno de los museos está dedicado a la relación del monasterio con el cine, que ha sido larga e intensa. Aquí se filmó la versión rusa de “Los hermanos Karamazov” (Kiril Lavrov, 1969) y “Andrei Rublev” (1966), de Tarkovski, el mismo que dos años después dirigió “Solaris”. Al menos doce películas más, la mayoría históricas, han aprovechado los magníficos escenarios que ofrece el monasterio, que incluso aparece en el cartel adjunto.
El resto del día, agotador, se nos fue en las tareas típicas de un turista profesional: visitar más iglesias, pasear por la orilla del río, comer y mirar tiendas de recuerdos horrorosos, que prefiero olvidar cuanto antes.
Durante la cena tomamos una decisión muy sensata: no iríamos al día siguiente a visitar Vladímir, a solo treinta y cinco kilómetros. Media hora andando hasta la estación de autobuses, casi una hora de carretera, más otro tanto de vuelta, para ver media docena de iglesias y catedrales muy similares a las que nos faltaba visitar en el propio Súzdal, no parecía muy lógico.
El día siguiente fue el primero de todo el viaje que podríamos llamar propiamente de vacaciones. Por la mañana visitamos solamente un monasterio, el de la Deposición, que luego me he enterado que se traduce mejor como “Descendimiento”, con lo que pierde toda su carga escatológica. Dentro está una catedral más, la de la Trinidad, transformada en central eléctrica en la época soviética, y un campanario de setenta y dos metros de altura, erigido en honor de la victoria contra Napoleón, y al que nos faltó tiempo para subir y contemplar desde arriba la catedral.
También dentro del recinto está la iglesia del Refectorio, usada durante muchos años como club social y luego como cine. Hoy en día está abandonada.
Dedicamos el resto del día, simplemente, a pasear por la orilla del Kamenka y a descansar en nuestra dacha, a la vez que organizábamos transporte y alojamientos para los próximos días.
A la mañana siguiente, en la estación de autobuses de Súzdal unos letreros, en ruso y en inglés, advertían que para facturar equipaje era necesario pagar un suplemento en la taquilla y que no se le podía pagar al conductor. Cuando le enseñé la mochila a la taquillera, y le pregunté si tenía que pagar suplemento, se limitó a encogerse de hombros, lo que yo interpreté como un no. Cuando llegó el autobús intenté meter las mochilas en el maletero, pero el conductor me dijo que, si no había pagado el suplemento, las tenía que llevar conmigo. Así nos pasamos cuatro horas y media con la mochila sobre las piernas, porque el autobús iba lleno. Da igual cuántos países hayas visitado, cuántos kilómetros hayas recorrido, cada vez aprendes algo nuevo. Y sobre todo te das cuenta de que nunca dejarás de sorprenderte.
En Yaroslavl tuvimos la suerte, como explicaré más adelante, de no haber encontrado ningún apartamento que nos gustara, por lo que por primera vez en todo el viaje nos alojamos en un hotel. Al llegar nos pidieron los pasaportes para registrarnos en la policía, y se extrañaron de que no tuviéramos la tarjeta de registro, pero no le dieron demasiada importancia. Ni nosotros tampoco, pese a las numerosas advertencias que habíamos leído en blogs y guías de viaje. Pensábamos que lo del registro era una mera obligación del anfitrión, y que allá él si no la cumplía.
Llegamos a Yaroslavl hartos de iglesias y de museos; nos costó un verdadero esfuerzo admirar los frescos de la catedral de la Transfiguración, dentro del muy fortificado monasterio del mismo nombre. Pensé que tardaría años en volver a entrar en una iglesia. Los frescos no eran malos, pero era difícil contemplarlos, ya que la catedral, a diferencia de las que habíamos visitado hasta el momento, tenía unos grandes ventanales muy luminosos, que marcaban demasiado contraste con los frescos. Todavía tuvimos fuerzas para subir al campanario, a contemplar las vistas sobre la ciudad y los ríos Volga y Kotorosl.
Yaroslavl es una ciudad de seiscientos mil habitantes que se fundó en el siglo VIII como un asentamiento vikingo. Cuando los príncipes de Rostov la conquistaron en el siglo XI, se convirtió en un importante centro comercial. El momento de máximo esplendor lo alcanzó en 1612, cuando se convirtió temporalmente en la capital de Rusia, a raíz de la conquista de Moscú por parte de los polacos. Por cierto, en dicha invasión tuvo mucha importancia el monasterio de la Transfiguración, que logró resistir el asedio polaco.
En el siglo XVIII fue reformada a fondo por la emperatriz Catalina la Grande, que derribó la trama medieval para construir una nueva ciudad neoclásica, ordenada en forma de estrella, como París.
En el camino al hotel pasamos por el teatro Vólkov, el más antiguo de Rusia, de 1750, y por la Plaza Roja, centro de la ciudad nueva, que todavía conserva su nombre y una estatua de Lenin.
Pretendíamos dedicar el resto de la lluviosa tarde a descansar en el hotel, ya que los años pesan, y a reorganizar el resto del viaje. Como nos apetecía abandonar cuanto antes la dieta de frescos, iconos, catedrales y museos, decidimos adelantar un día nuestra llegada a Moscú, a donde queríamos viajar en tren. Una vez reservado el hotel, intentamos comprar los billetes en la página de los ferrocarriles rusos, pero algún problema de configuración nos lo impidió.
Descartamos ir a la estación, bastante lejos del hotel, y donde no esperábamos una buena atención por parte del taquillero; en cambio, nos acercamos a una agencia de viajes cercana, pensando que cabía una pequeña posibilidad de que hablaran algo de inglés, y que, en cualquier caso, serían más amables y pacientes que en la estación. La agencia, a la que se entraba por el patio trasero de un edificio de viviendas, no tenía ningún rótulo visible desde el exterior; solo al adentrarnos por un pasillo estrecho flanqueado por una docena de puertas de distintos pequeños negocios, vimos el logotipo sobre una puerta cerrada, con un letrero indicando (en ruso, por supuesto) que habían salido y que se les podía contactar en un determinado número de teléfono.
Nos metimos en la única puerta abierta del pasillo y nos encontramos en un local minúsculo, una especie de gestoría de empresas. En muy pocos metros cuadrados se apiñaban dos empeladas con sus ordenadores, estanterías llenas de expedientes, una chimenea clausurada y hasta un mínimo espacio para tomar el té, con un sofá, una mesita baja y un samovar. Cuando les preguntamos si sabían a qué hora volvían los de la agencia de viajes, y si había alguna otra agencia cercana, una de las empleadas insistió en acompañarnos, pese a la lluvia. No hubo manera de rechazar su oferta.
De camino a la nueva agencia, y por hablar de algo, le conté que queríamos comprar unos billetes de tren, pero que no habíamos sido capaces de hacerlo por internet. La respuesta de la empleada, Alina se llamaba, fue que ella nos sacaba los billetes desde su oficina. Y así fue. Con toda la paciencia del mundo buscó los horarios, nos ayudó a elegir el tipo de vagón (cosa no tan sencilla como parece) y el número de asiento (muy importante, como ya contaré), pagamos con tarjeta y nos imprimió los billetes. Llamarla amable es poco. Ya me gustaría que los turistas que visitan Cádiz se encontrasen con una acogida similar.
Lo menos que pudimos hacer al día siguiente fue buscar una floristería y llevarle a Alina un ramo de flores, que nos agradeció profusamente. Lo de las flores se nos ocurrió porque en Rusia las flores les encantan y son un detalle habitual en cualquier ocasión. Hay floristerías por todas partes y es muy habitual ver gente por la calle con ramos de flores; de hecho, la mayoría de los supermercados tienen un mostrador de venta de flores.
El miércoles fue un día comparativamente tranquilo: solamente una iglesia, un museo y un mercado. Tuvimos tiempo hasta para ir de compras y tomar un café a media mañana.
El museo fue el de Arte Moderno, en el Palacio del Gobernador, un precioso edificio a orillas del Volga. Este museo, dependiente del Estatal de Yaroslavl, está especializado en arte ruso moderno y contemporáneo. Curiosamente, su muy buena colección del siglo XX se interrumpe absolutamente entre 1939 (final de las grandes purgas de Stalin) y 1965 (caída de Khruschov y llegada al poder de Breznev).
En la sala de arte más contemporáneo, nos encontramos una serie de obras cinematistas de un artista con nombre español, Francisco Infante-Arana, nacido en Moscú en 1943, hijo de un exiliado español y una rusa. Cuando le envié la foto de una de sus obras a mi cuñada, que seguí lesionada en Bilbao, me contestó que en 1995 expuso en la Galería Rekalde, que ella dirigía entonces (aclaro que esta galería no tiene nada que ver con Eliseo Rekalde, el protagonista de mis novelas).
En cuanto a la iglesia, dedicada al profeta Elías, cuenta con uno de los conjuntos de murales más brillantes del mundo ortodoxo, aunque creo que ya he dicho esto mismo de otros cuantos templos. Se construyó a petición del príncipe Yaroslav el Sabio, en honor a su victoria sobre un oso. Según la información que he encontrado en internet, “en la década de los años 1930, la iglesia escapó por poco a la demolición, destino que sí corrió la antigua catedral de la Asunción, que fue dinamitada en 1937. En 1938-1941 la Sociedad de los Sin Dios creó un museo antirreligioso donde fueron transferidas las reliquias de Yaroslavl. Bajo la cúpula fue suspendido un péndulo de Foucault.”
La única nave, la sacristía, el refectorio y el atrio cerrado están completamente cubiertos por unas pinturas preciosas del siglo XVII, que representan toda la Historia Sagrada, desde la creación hasta el juicio final, pasando por el nuevo testamento.
La iglesia está situada en la plaza Sovietskaya (Soviética), que en su día fue la más importante de la ciudad; justo enfrente se levanta la antigua sede del Partido Comunista de la Unión Soviética, sin ningún valor artístico. No tiene siquiera la estética totalitaria tan común en este tipo de edificios.
El mercado municipal, al que llegamos un poco tarde, resulta interesante. Las pescaderías, por ejemplo, tenían muy poco pescado fresco; casi todo era congelado, seco o en conserva, junto con latas de caviar negro y rojo y de chatka, el famoso cangrejo de Kamchatka, al que tratan de imitar con muy poco éxito los “palitos de cangrejo”. Los productos lácteos se vendían en una sala exclusivamente dedicada a ellos. Había diversos quesos frescos y curados, mantequilla y leche, pero sobre todo grandes cantidades de requesón, nata agria, yogur y kéfir.
Por la trasera del edificio central se extendía un mercadillo semipermanente, con ropas, juguetes, chucherías, calzado y otros artículos de mala calidad. Lo más llamativo eran las camisetas, en las que se podía encontrar a Putin montado a caballo, en plan Abascal, o incluso subido a un oso rifle en mano, emulando a Yaroslavl el Sabio, el fundador de la ciudad. Y no, no me he traído ninguna, aunque a punto estuve.
Al día siguiente teníamos intención de visitar la casa museo de Valentina Tereshkova, primera mujer cosmonauta, la misma que se cita en “Yuri Andropov”, la canción de Siniestro Total: Valentina Tereshkova tiene un spútnik en su alcoba…. Por curiosidad y por escapar del círculo vicioso de catedrales, murales y museos de arte. Valentina, ahora jubilada, recibió en su momento las más altas condecoraciones soviéticas, como la declaración de Héroe de la Unión Soviética y las órdenes de Lenin, de la Revolución de Octubre, de la Bandera Roja del Trabajo y de la Amistad de los Pueblos.
Pero no hubo manera, pese al empeño de mi mujer. Aunque la camarada Tereshkova había nacido en una aldea a unos treinta kilómetros de Yaroslavl, nadie fue capaz de darnos indicaciones fidedignas de si el presunto museo era visitable o no, ni muchos menos del horario. Para acabar de complicarlo, el transporte público hasta la aldea era francamente dudoso. La información más precisa que conseguimos fue que probablemente el autobús a Glevobo nos dejaría en el cruce de Alektseysevo, a dos o tres kilómetros de la casa. Si a eso le sumamos la lluvia, más pertinaz que la sequía en la época de Franco, se comprenderá que desistiéramos de nuestros planes y los sustituyéramos por una visita a la Iglesia de San Juan Bautista, última (esta vez sí) que visitamos en todo el viaje.
Esta iglesia, situada al otro lado del río Kotorosl, está insertada en una fábrica de pintura que la rodea por casi todas partes. Aunque lo más conocido de ella son sus quince cúpulas, creo que todo un récord en la arquitectura religiosa rusa, en el interior tiene murales comparables en extensión y riqueza a los de la iglesia del profeta Elías, aunque en peor estado de conservación. A cambio, visitamos la iglesia en casi absoluta soledad.
Al salir de la iglesia, a la alegría de saber que era la última que visitaríamos se sumó un sol radiante, el primero que veíamos desde hacía once días. La temperatura había subido a veinte grados. Por fin pudimos comer en una terraza al aire libre, aunque tuviéramos que protegernos con mantas del viento que soplaba a través del Volga. Para celebrarlo, rematamos la comida con sendas copas de vodka de rábanos y de espino amarillo, que nos proporcionaron el dolor de cabeza reglamentario.
El resto de la tarde lo pasamos paseando por las calles más comerciales, en las que no conseguimos comprar nada, y recorriendo el paseo fluvial hasta la estación marítima, muy concurrida de buques de crucero.
Al día siguiente cogeríamos el tren a Moscú, pero esa es otra historia, que podrás leer a partir del catorce de septiembre pinchando aquí.
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