viernes, 26 de febrero de 2016

Kashán, Teherán y Tabriz


Por la mañana temprano salimos con pena de Isfahán, creo que la ciudad más bonita de todo el viaje. Al cabo de un par de horas de autopista nos llevamos una buena sorpresa: a unos cientos de metros de la autopista, en lo alto de unos cerros pelados, vimos varios nidos de ametralladoras y emplazamientos de misiles antiaéreos. En seguida, un rótulo en farsi y en inglés, indicando una salida: “Natanz Uranium Processing Plant – 2 km”. Según nos confirmó Ciro, estábamos pasando al lado de la famosa planta de enriquecimiento de uranio que había servido de pretexto para la imposición de sanciones internacionales. Ni escondida ni secreta, se levantaba al borde de la principal autopista del país. Evidentemente, y menos después de haber visto aquel letrero, no voy a negar que Irán enriqueciera uranio. Lo que es más discutible es que tuvieran intención de construir una bomba atómica, como sí han hecho los israelíes sin recibir la más mínima sanción.

Dicen las malas lenguas que lo que hubo detrás de la invasión de Irak y la demonización de Irán no fue más que la decisión de ambos países de abandonar para sus operaciones de venta de crudo el patrón dólar y pasarse al euro, mucho más estable en aquel momento. Esta decisión podía haberse extendido a otros países productores, con lo que el dólar habría salido muy mal parado e incluso habría perdido su condición de divisa-refugio, cosa que no podían tolerar las grandes multinacionales y los especuladores financieros que gobiernan el mundo.

Marc había decidido que era mejor no parar en Qom, como estaba previsto; los fundamentalistas andaban un tanto revueltos y no parecía aconsejable que un grupo de guiris se metiera en esta ciudad, la más sagrada de Irán, cuna del poder de los ayatolás y sede de los grupos shiitas más intolerantes. Habían prohibido temporalmente la entrada de infieles al mausoleo de Fátima, la hija del Profeta, y también teníamos vedado el acceso a la mezquita Jamkaran, construida siguiendo las indicaciones dadas por el Mahdi en una de las escasas ocasiones en que se dio a conocer a los mortales durante los doce siglos que llevaba desaparecido. La biblioteca Mar’ashi Najafi por sí sola no parecía motivo suficiente para entrar en la ciudad, aunque contuviera más de medio millón de manuscritos.

A cambio nos propuso en cambio hacer una parada en Kashán, más o menos a mitad de nuestro camino, para hacer una rápida visita y comer antes de seguir ruta hasta Teherán. Así tuvimos la oportunidad de conocer otro tipo de arquitectura iraní, la de los siglos XVIII y XIX.

Por algún motivo que no he conseguido averiguar, a principios del XVIII Kashán se puso de moda como lugar de vacaciones entre los nobles y los comerciantes ricos, un poco como San Sebastián en España cien años después. Se construyeron numerosos palacios particulares, pero también un bazar, una mezquita y un hamman acordes con la categoría de sus nuevos habitantes. Un recorrido por aquellos edificios nos metió de lleno en el concepto de lujo oriental, que es infinitamente más lujoso, más cómodo, más brillante y más fastuoso que ninguno de los lujos occidentales de la época. Patios enormes y armoniosos, como descendientes del de los Leones en la Alhambra, proporcionaban luz y frescor a aquellos palacios, en los que no era difícil imaginarse el harén, al haram, lo prohibido, instalado entre los surtidores para mayor goce de los sentidos de los que todo se lo podían permitir. Como ahora, como aquí, los que monopolizaban el poder y el dinero también se creían los dueños del placer. Esto se apreciaba en Kashán como en pocos lugares de la tierra. ¿Cuánto dinero habrían amasado aquellos comerciantes, aquellos nobles, para poder construir esos palacios? ¿A quién habían robado, cuántas familias habían destruido guiados solo por su anhelo de poder y placer? Probablemente a muchas menos que cualquier magnate-mangante de hoy en día.

Después de entrever lo que pudo haber sido la vida de la oligarquía persa de hace dos o trescientos años, qué menos que una buena comida, y qué mejor lugar que Kashán para disfrutarla. Así que nos metimos en un restaurante del centro, cuyo nombre no recuerdo, y probamos delicias como el khoresh loobia subz, que dicho así suena de lo más exótico, aunque no era más que un buen guiso de cordero con judías verdes y azafrán. Solo faltaba un buen vino para acompañarlo y una copita de brandy de Jerez como remate, pero no se podían pedir imposibles.

Envueltos en el sopor de la sobremesa nos tragamos otras tres horas de autopista, hasta que nos despertaron los frenazos de nuestro autobús y los bocinazos de miles de vehículos. Estábamos entrando en Teherán, la capital. Gran ganga, gran ganga, soy de Teherán. Gran ganga, gran ganga, él es de Teherán. Calamares por aquí, boquerones por allá… La descabellada canción de Almodóvar y Macnamara se me vino inmediatamente a la cabeza, y no conseguí olvidarla hasta que dejamos la ciudad; aún hoy en día es lo primero que he recordado cuando me he puesto a escribir. Nada que ver el ambiente pacato de Teherán con el desmadre de Laberinto de Pasiones, pero seguro que algo tenían en común, aunque solo fuera lo absolutamente irracional de muchas situaciones.

Lo primero que vimos de Teherán, antes incluso de ir al hotel, podía haber formado parte de cualquier película de Almodóvar, igual que las narices de las pocas iranís no operadas no dejaban de recordarme a Rossy de Palma. Se trataba nada menos que el lugar más sagrado del Irán actual, el mausoleo del Ayatolá Khomeini y de su hijo, un complejo de más de veinte kilómetros cuadrados que en aquellos momentos todavía estaba en construcción. Además de un aparcamiento para veinte mil coches, cuando se termine albergará el propio mausoleo, una universidad, una estación de metro, un centro comercial y otros edificios.

El mausoleo de los ayatolás –y aquí me acordé inmediatamente de otra canción alusiva e irreverente, “Ayatola no me toques la pirola”, de mis paisanos Siniestro Total- era una especie de gigantesca nave industrial sin el menor glamur, como el Mercado Nacional de Ganado de Santiago de Compostela. Del aparcamiento se pasaba a un inmenso atrio porticado, muy minimalista y muy ergonómico, en el que en cada columna había un estante y varios enchufes, para dejar el móvil a cargar mientras visitabas el interior sin miedo de que nadie te lo robara en lugar tan santo. Del pórtico se accedía a la nave central, con techo de fibrocemento, cerchas metálicas e iluminación a base de tubos fluorescentes de luz fría. En el centro de la nave, un recinto enrejado y con doble valla, dentro del cual se veían los túmulos de padre e hijo. Los fieles se agolpaban contra las barandillas, e introducían billetes y monedas a través de los barrotes; más o menos cada cuarto de hora pasaban unos mullah con escobas y bolsas de basura, que recogían el dinero y se lo llevaban a algún destino desconocido. Me dio la impresión de que allí se recolectaban millones de riales cada día, probablemente usados luego para la ingente obra social de la Fundación Imam Khomeini.
 
Ahora toca, como en todas las ciudades visitadas, una breve introducción histórica. Pero no os alarméis, que no voy a hablar de nuevo de medas, partos, elamitas, aqueménidas ni safávidas, por mucho que todos ellos hayan intervenido en la historia de Teherán. Me limitaré a un breve repaso a lo sucedido en los últimos doscientos años, más o menos.

Ya hemos comentado en otros relatos de esta serie que toda Asia Central fue durante los siglos XIX y XX el escenario del “gran juego” colonial, primero entre británicos y rusos, y luego entre rusos y americanos. Precisamente esa presión colonial y de las compañías petroleras fue la que originó el proceso de modernización de Irán en el siglo XIX, que duró a trancas y barrancas hasta la segunda guerra mundial. Terminada la guerra, cuando el presidente Mohammad Mosaddeq intentó nacionalizar el petróleo, fue inmediatamente acusado de comunista  por la CIA, que lo expulsó del poder en 1953.

Esa ocasión la supo aprovechar el rey, Shah Reza Pahlevi, para hacerse con el poder absoluto, apoyado por las potencias occidentales en el exterior y por la sangrienta policía secreta Savak en el interior. En aquellos años ya destacaba el imam Khomeini como líder de la oposición al Shah, apoyado incluso por el relativamente poderoso partido comunista de Irán.

El resto es más conocido. En 1979 se produjo una sublevación popular que logró expulsar al Shah a su exilio dorado en la isla de Contadora y que permitió volver de París a Khomeini, rápidamente proclamado líder de la nueva República Islámica. Las matanzas de comunistas, el asalto de los estudiantes a la embajada estadounidense en Teherán, el apoyo de Estados Unidos a Sadam Hussein en la guerra Irak-Irán, y la proclamación del Eje del Mal por el presidente Bush conforman la historia reciente del país y de su capital.

Cuando escribo estas líneas se acaba de declarar el fin parcial del embargo occidental a Irán, con lo cual las cosas pueden empezar a cambiar y creo que se facilitará la vuelta de la democracia al país.

No voy a contar mucho de Teherán, una inmensa ciudad de catorce millones de habitantes que se encuentra entre las más contaminadas del mundo. Tiene mezquitas, universidades, museos… pero después de haber estado en Mashad, Yadz e Isfahán poco más nos podía ofrecer. Por supuesto visitamos lugares tan icónicos como el exterior de la antigua embajada americana, todavía cubierta de pintadas antiimperialistas, o el Gran Bazaar, donde vimos vender al por mayor etiquetas falsas de todas las grandes marcas de moda. Pero me marché de allí sin demasiada pena.

De Teherán nos fuimos a Tabriz, en el noroeste del país, cerca de la frontera con Armenia, pero esta vez no usamos el avión ni el autobús, sino el tren. Para un recorrido de más de seiscientos kilómetros parecía muy razonable viajar en un tren nocturno de primera clase, con compartimentos de 4 camas, que tardaba unas doce horas. El horario no es que fuera muy bueno, ya que llegaba a Tabriz antes de las seis de la mañana, pero era cómodo, seguro, y nos permitiría conocer otros aspectos de la vida iraní. A cuatrocientos mil riales por plaza me pareció muy barato, sobre todo si lo pasábamos a euros, menos de catorce. Lo más complicado, como en los anteriores países que habíamos visitado, era que como el mayor billete en circulación era de 500 riales, habríamos necesitado  nada menos que ochocientos billetes para pagar cada plaza. Menos mal que la agencia iraní era la que se encargaba de estos asuntos, porque para acabarlo de arreglar las tarjetas de crédito europeas no funcionaban en Irán.

A quienes se pregunten cómo habíamos hecho para pagar los millones de riales de las dos alfombras y el kilim que llevábamos a cuestas, les contaré que un comerciante iraní no se detiene ante nada, y que cuando Occidente les impuso el embargo comercial, crearon rápidamente empresas en los emiratos del Golfo. Así podían facturar en euros con tarjetas europeas contra bancos catarís. De paso, se ahorraban los impuestos y evadían el capital a paraísos fiscales. Nada nuevo, que le pregunten al Molt Honorable Pujol y a su familia.

Pero volvamos al tren. Nos repartimos por varios compartimentos de literas y solo hubo un pequeño problema cuando el revisor nos pidió que acomodáramos con nosotros a un padre iraní con su hija adolescente. Al parecer, por motivos religiosos la hija no podía compartir alojamiento con ningún hombre, ni siquiera con su padre, por lo que nos reajustamos para acoger a la niña en un compartimento con tres de nuestras compañeras. La pena es que ninguno de los dos hablaba ni una palabra de inglés, por lo que la relación con ellos fue bastante lacónica.

A la hora en punto salimos de Teherán y al cabo de unas dos horas tuvimos la primera parada, en una estación bastante pequeña. Antes, la megafonía del tren había anunciado que el tren se detendría unos minutos para la oración de magrib o puesta del sol, por lo que se organizó un revuelo de gente yendo y viniendo a los aseos para las abluciones. En cuanto paró el tren se bajaron los empleados y los pasajeros iraníes, hombres en su inmensa mayoría, y se ordenaron en filas mirando a La Meca. Un anciano dirigió la oración, que las mujeres siguieron algo apartadas.

Poco después de la oración nos sirvieron la cena en los compartimentos, y por una vez no nos ofrecieron cordero asado. El menú de pollo guisado con salsa de tomate y arroz tampoco es que fuera una alegría, pero estaba caliente y el servicio fue rápido y pulcro. Como no había mucho más que hacer, y a la mañana siguiente nos tocaba madrugar, nos acostamos pronto, para despertarnos a los pocos minutos con una nueva y última parada, esta vez para la oración isha, la de la noche. Nunca había viajado en un tren tan piadoso.

A Tabriz llegamos al amanecer, con lo que nos ahorramos otra parada para el fajr, la oración de la mañana, que ya se podía hacer en la mezquita de la estación. Porque las estaciones, como los aeropuertos o las grandes empresas, tenían su propia mezquita.

Tabriz, la antigua Tauris de los asirios, capital del Azerbaiyán iraní, es con dos millones de habitantes la segunda ciudad de Irán. Ciudad fronteriza, en el pasado cambió de manos con frecuencia, entre persas, turcos, iraníes, georgianos, mongoles, turcomanos, rusos… ¡Mala suerte estar en la encrucijada de tantos imperios, en la ruta natural entre Rusia y el Golfo Pérsico!

Nos llevaron en autobús al hotel Azerbaiyán, el segundo peor del viaje pero infinitamente mejor que el infame Uzboy de Dashoguz. Era como un hostal de capital de provincia en los años setenta, limpio pero anticuado y algo raído. Por ejemplo, no nos podían abrir las habitaciones ni servir el desayuno porque era muy temprano, y no había ningún café abierto por lo alrededores porque era viernes, o sea que teníamos dos opciones: quedarnos en el vestíbulo del hotel o salir a conocer la ciudad.

María y yo no lo pensamos ni un momento; nos dirigimos al Bazaar, pese a las advertencias del recepcionista de que estaría cerrado como todos los viernes. Efectivamente, casi todas las tiendas y caravasares estaban cerradas a cal y canto, pero por lo menos pudimos recorrer las calles abovedadas y contemplar algunos edificios de los siglos XV al XVIII. Citaré al gran viajero Ibn Battuta, que lo visitó en 1334: “Crucé el bazar de los joyeros, y mis ojos quedaron deslumbrados por la variedad de piedras preciosas que vi. Las exhibían hermosos esclavos vestidos con prendas de seda, que permanecían de pie frente a los comerciantes, exhibiendo las joyas a las esposas de los clientes, los cuales las compraban en grandes cantidades para superarse unos a otros"

Aunque el Bazaar de Tabriz es famoso en Irán por la riqueza y variedad de sus alfombras, de lo que da fe esta foto de una de las pocas tiendas abiertas, no caímos en la tentación. Bastante teníamos con cargar con las tres que ya habíamos comprado, y todavía nos quedaba mucho viaje por delante.
 
La Mezquita Azul estaba cerrada por obras de restauración, que aparentemente consistían en pintar de ese color los huecos dejados por los azulejos turquesas perdidos en el último terremoto; una chapuza en toda regla, así que nos volvimos al hotel no sin antes comprarnos un pan en la única panadería que encontramos abierta, propiedad de un católico armenio que hacía su gran negocio los viernes, cuando cerraban todas las demás.

A media mañana salimos en el autobús a visitar Kandovan, a un par de horas de viaje. Se trataba de una aldea troglodita construida en las faldas del monte Sahand, a lo largo del rio Osku.

Más que el pueblo en sí, espectacular pero muy parecido a otros de Capadocia, me gustó poder ver de cerca la vida en una aldea, llena de gallinas, ovejas, burros y otros animales sueltos, aunque ni un solo cerdo. Los niños jugaban en la calle sin demasiada vigilancia, y me sorprendió ver a muchas mujeres con chadores estampados en colores vivos; se notaba que en la aldea no había muchos guardianes de la revolución. Las viviendas estaban excavadas en conos de una piedra volcánica muy blanda pero que se endurece al contacto con el aire, con lo que en cuanto se excava una nueva habitación sus paredes se van oxidando y volviéndose cada vez más resistentes. Algunas viviendas abarcaban varios de estos conos, unidos bajo tierra o por simples sombrajos, y las puertas, porches y ventanas abiertas en la piedra les daban a los conos una apariencia fantasmagórica.

Una familia nos invitó a visitar su casa, muy humilde, que estaba formada por un establo en la planta baja y un salón-comedor-dormitorio en la superior. Para dormir se usaba el suelo y los bancos tallados en la misma piedra a lo largo de las paredes, cubiertos de cojines y tapices, y la cocina consistía en un horno de barro ubicado en el exterior. Como el horno estaba abierto por arriba, lo mismo valía para hacer pan que para cocer el puchero o freír huevos, colocando una sartén sobre la apertura. Por el cuarto de baño ni preguntamos, pero me imagino que usarían el hammam público para el aseo, y el establo para otros menesteres.

Comimos un buen asado de cordero con puerros y berenjenas en uno de los varios mesones-merenderos que se alineaban junto al río, al lado de unos manantiales de agua mineral, y por la tarde volvimos a Tabriz, donde todavía nos dio tiempo de visitar el interesantísimo Museo de Azerbaiyán, solo superado en todo Irán por el Museo Nacional de Teherán, que no habíamos tenido tiempo de conocer durante nuestra breve estancia en la capital.

Las piezas más interesantes eran de la dinastía sasánida y de la aqueménida, pero lo más sorprendente fue encontrarnos con que una planta entera del museo estaba dedicada a la obra en bronce de Ahad Hosseini, un escultor contemporáneo que presentaba una visión muy personal sobre la miseria en el mundo. En un primer momento pensé que se trataba de una exposición temporal de algún aficionado local, pero luego me enteré de que era permanente. Me imagino que el artista tendría muy buenos contactos, porque la calidad de sus obras no justificaba en absoluto aquella exposición, por mucho que hubiera nacido en Tabriz o estudiado un año en la Escuela de Bellas Artes de Florencia.
 
Esa noche celebramos junto con el resto del grupo nuestra cena de despedida de Irán en un restaurante que podríamos llamar de lujo, situado en un islote en el centro de un estanque artificial del parque El Goli. Aunque los surtidores de colores que surgían del estanque refrescaban mucho el ambiente, el menú no pasó de pinchos de pollo, cordero o verduras, pan sin levadura, arroz y cerveza sin alcohol.
 
A la mañana siguiente salimos para Armenia, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí .

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