Negras banderas agitan los aires,
nubes oscuras nos impiden ver.
Y aunque nos oprime el dolor y la muerte,
contra el enemigo nos llama el deber.
Arrimado a la ventana, a la luz cálida del sol de primavera, vuelvo a escuchar la grabación, ya un tanto deteriorada por el uso.
En la funda del disco, con los bordes raídos, aparece pulcramente rotulado el título, “La varsoviana”, junto al sello del sindicato y la signatura de la fonoteca: Cantos del pueblo-CP03.
Debería devolverlo.
Observo a Concha levantar el cierre de su mercería. Ligeramente coqueta, o simplemente alegre, nunca olvida algún toque de color, como el broche rojo que ahora recoloca en la solapa de su traje sastre.
Creo que Concha sabe muy bien lo que quiere y lucha por conseguirlo. Hace ya cinco años que murió su hijo. Ella no es como otras mujeres, cuyos maridos o hijos también cayeron durante el interminable año de la Guerra. No lleva un lazo negro, ni tiene un retrato de Andrés presidiendo la mercería con su uniforme de soldado. Tampoco hay una foto de Eugenio, su marido, fallecido de cáncer muchos años antes de que comenzara todo esto.
Nunca le ha perdonado a Eugenio que se muriera, irresponsable, justo cinco años después de la boda, y que la dejara sola con un hijo que más que travieso parecía una mezcla de tiovivo y colibrí. Considera esa muerte un abandono, una traición.
Tampoco le gustó que su hijo, con solo dieciocho años, se presentara voluntario cuando comenzó la Guerra. Fueron cuatro las columnas que el sindicato organizó en Madrid y que se desplegaron en poco tiempo, cruzando la península para reducir los conatos de sublevación en Valencia, en Pamplona, en Ferrol y en Sevilla. O hasta cinco, si contamos la motorizada, infinita, que bajó por el valle del Tajo hacia Talavera, Mérida y Badajoz. A su Andrés lo mataron en una dehesa sin nombre, mientras impedía el avance hacia Sevilla de las divisiones africanas. Decenas de miles de hombres y de mujeres de ambos bandos murieron en la cordillera Cantábrica, en la brecha de Almansa y —sobre todo— en los bombardeos de las grandes ciudades. No como ratas, porque no huían ni se escondían. Fue más bien una especie de suicidio colectivo. Pero eso a ella no le consuela, ni a mí tampoco.
Toda aquella gente, héroes los llaman a unos, facciosos a los otros, cayó sin tiempo de darse cuenta, sufriendo durante unas horas, unos días en el peor de los casos. Momentos duros, negros, pero finitos. No tuvieron la maldita fortuna de sobrevivir, como yo, de quedarse amarrados para siempre a estos arneses, a estas prótesis inquisitoriales. El negro sarcasmo de que un médico me dijera, con cara alegre, que no me preocupara, que las cicatrices habían cerrado muy bien, que aún viviría muchos años.
Y que añadiera, en el colmo del escarnio, que había tenido mucha suerte.
Esas mismas cicatrices que, cada pocas horas, me obligan a abandonar mi puesto de observador para curarme, limpiarme, masajearme; que me hacen perder el hilo de lo que escribo.
Vuelvo a releer el cuaderno y de paso borro, corrijo, encerrado en mi jaula de hierro y hueso. A mí nadie me vengará, salvo yo mismo. El día que muera nadie firmará mi esquela.
El odio de Concha se concentró, al principio, en los asesinos de su hijo. Aquellos soldados morenos, mal afeitados, que invadieron nuestras calles una mañana, mirando sin ojos con sus gafas negras, apuntando a azoteas y peatones con el dedo en el gatillo, avanzando sincronizados en giros de ballet. Pronto desaparecieron, huyendo en desbandada hacia los puertos que todavía conservaban en su poder. Con ellos se fue el miedo.
Mi rencor, en cambio, va contra mis compañeros. Los que me enviaron a aquella misión innecesaria, los inútiles que se olvidaron de retirar la mina que explotó bajo mi moto.
Un día de abril acabó la guerra, quedaron solo algunas partidas dispersas por las montañas del Rif; poco a poco fueron rindiéndose, o cruzaron la frontera. No hubo represalias contras los soldados, pero no quedó más remedio que fusilar a los oficiales. Fueron tiempos de alegría para unos y de llanto y rabia para otros.
Los primeros años fueron maravillosos. Una nueva era. Millones de campesinos celebraban el reparto de tierras a las cooperativas. Los ricos huían a Tánger, a Lisboa, a Londres, llevándose todo lo que podían. Las fábricas, colectivizadas, funcionaban a pleno rendimiento. La noche de San Juan se quemaron todos los papeles. En algunos pueblos, entre audaces e inocentes, se abolió el dinero. De cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades. Bellas palabras que se hicieron realidad. Libertad, Igualdad, Fraternidad, viejos ideales alcanzados. Regadíos, escuelas libres, dispensarios. Misiones pedagógicas, La Barraca mil veces multiplicada. No hizo falta quemar las iglesias, los curas se fueron, miles de edificios quedaron libres para teatros, auditorios, gimnasios. Cada día un nuevo avance, una victoria. Aborto, eutanasia, todo era progreso; atrás quedaron los viejos vicios, las costumbres que parecían leyes, los “porque lo digo yo”, los señoritos.
Llegaron gentes nuevas de cien países, fugitivos de otras guerras e injusticias. Internacionalismo proletario. Las fronteras matan. De Alemania, de Ucrania, de las colonias africanas, de Siam y Cochinchina, desde todas partes fluía hacia España una riada libertaria.
Poco a poco, sutilmente, algo fue cambiando, en un casi imperceptible retroceso. El bloqueo, la quinta columna, la lucha contra el fascismo triunfante en el resto de Europa, hasta en América, justificaban los matices, los controles. Todo por la Revolución, sin la Revolución nada. Diferencias, privilegios, castas, las malas hierbas volvían a crecer con fuerza. Policía Popular Revolucionaria. Centro de Rehabilitación para los enemigos del Pueblo. Los delegados pasaron a ser camaradas presidentes, luego presidentes a secas, ahora señores presidentes. No excelentísimos, todavía. Se volvió a escuchar el usted, el señor y otras palabras casi olvidadas. Regresaron las corridas de toros, solo cambiaron las letras de los pasodobles. Y los trajes de los toreros, ahora todos rojinegros.
Odio a los que se aprovecharon de nuestro esfuerzo, de la muerte de tantos luchadores, para implantar este régimen de hormigas. No soporto a los altos funcionarios, gorilas envejecidos, hienas de trastienda, que siguen pretendiendo organizar el mundo como una mala copia de tan bella utopía. Que han impuesto su lenguaje altisonante, hueco, con palabras que ya nunca significarán lo mismo. Que se olvidaron de las palabras de Durruti, siempre tan certero: “Es necesario abolir la burocracia parasitaria que se ha desarrollado considerablemente en los organismos municipales y en el Estado.”
Esos funcionarios especializados en el vuelva usted mañana, que han cambiado hasta el nombre de las calles: mi casa, sin moverse del sitio, ahora está en el 14 de la calle de la Solidaridad Internacional, como dice el letrero de la esquina, sistemáticamente apedreado por los chiquillos al salir de clase. Nadie usa los nuevos nombres al hablar, pero las cartas dirigidas a Calle del Sol, 14 son devueltas sistemáticamente con el sello “DIRECCIÓN DESCONOCIDA” en el reverso. Esos pequeños detalles son los que, a todas horas, día tras día, me refuerzan en mi plan.
Pasados los primeros días de duelo por la muerte de Andrés, todavía en plenos combates, con los sublevados en franca retirada hacia Algeciras, Concha reabrió la mercería que en su momento montara con la ayuda de su Eugenio. Un martes cualquiera llegó la carta del sindicato: la tienda había sido colectivizada y pasaba a manos de sus trabajadores. Poco cambiaría, ella era la única empleada. En el escaparate colocó el letrero obligatorio “Empresa colectivizada por sus trabajadores. Sindicato Único del Comercio”. Dentro, los mismos hilos, botones, puntillas, cintas expuestas en arcoíris, madejas de lana. Cada vez menos, porque los suministros menguaban más deprisa que las ventas. No hay divisas, le decían unas veces. Otras le echaban la culpa al bloqueo. Más de una vez intentó cerrar el negocio, harta de discutir con los burócratas del sindicato por una partida de agujas y dedales. No le dejaron. Era un servicio público, un trabajo vitalicio, le decían.
La mercería ocupa un bajito mínimo, no más de cuatro metros de fachada. El cristal del escaparate, astillado en un bombardeo, todavía luce una raja de esquina a esquina. Hay otras prioridades, le dicen cuando reclama uno nuevo. No sabe cuáles. Un papel engomado cruza el ventanal. Heridas de guerra mal vendadas.
Dentro no hay mostrador, ha sido reemplazado por una mesa camilla. En invierno, el cisco calienta a duras penas y cuatro sillas desparejas acogen la tertulia. Protegido por columnas de anaqueles, de cajones, alguna rinconera, un par de vitrinas, el local es un oasis de colores.
La mercería, con los años, conforme la crisis y la incompetencia han ido causando el cierre por defunción de otras tiendas del barrio, se ha convertido en el núcleo de una nueva tela de araña, la de las viudas, las muchas mujeres que viven solas o con sus hijos pequeños. Las veo entrar y salir a todas horas, negándose a vestir los colores de la muerte. Ni de luto, ni de alivio. Tonos pastel, de una alegría desteñida. Con el pretexto de comprar una cremallera o un carrete de hilo para hilvanar, entran en la tienda a compartir penas, noticias, rumores, recetas o una simple taza de menta poleo.
Ahora el polo de interés es el tablón de anuncios, improvisado al principio, luego dignificado por Sergei. Un tablero, enmarcado detrás de la puerta, recoge las humildes demandas, las ilusiones, las miserias de las clientas. Se vende juego de té en buen estado. Busco piso barato, dos habitaciones. Se cuidan niños, enfermos, tengo referencias. Ofrezco habitación con derecho a cocina. Precio a convenir. Necesito trabajo, urge. Los papelitos, con mejor o peor letra, van cubriendo todo el espacio disponible. Para algunas son la última esperanza, una botella lanzada al mar de la tristeza.
Noto en sus caras, de abatimiento al entrar y sonrientes al salir, cómo esta red ha ido evolucionando de manera casi imperceptible, hasta convertirse en un confesionario de quejas y de agravios. Me quieren subir el alquiler. Este mes todavía no me han pagado. No hay manera de encontrar lentejas. A la Chari la han despedido. Todas comparten indignación y están de acuerdo en que hay que hacer algo, pero no saben por dónde empezar. Me gustaría bajar a hablar con ellas, pero, desde que el ascensor se averió definitivamente y los vecinos comprendimos que nunca podríamos repararlo, me cuesta mucho huir de este palomar. Solo Sergei, el portero, me visita cada pocos días para limpiar la casa y subirme la compra. Y charlar un rato, pero poco, que el hombre no es de muchas palabras. Muy de tarde en tarde le pido que me ayude a bajar a la calle. Tampoco quiero abusar.
Estoy convencido, o me gustaría estarlo, de que las mujeres de la mercería empiezan a darse cuenta de que no están solas, de que sus parientes y amigas de otros barrios, quizás de otras ciudades, también tejen redes similares. Panaderías, fruterías, pescaderías —las poquísimas que quedan— y sobre todo peluquerías, conforman una constelación de núcleos de resistencia.
Sergei, que afirma ser lituano, apareció por la finca en plena guerra, cuando el anterior portero murió de un infarto al enterarse de que una bomba había destruido la casa de su hija, con los nietos dentro.
Venía recomendado por Antonio, el jubilado del segundo B. Hubo quien protestó porque se contratase a un ruso, como le llamaban, habiendo tanto paro; a mí me pareció bien. Qué importa el lugar donde has nacido. Sergei no cobra un sueldo fijo, acepta realizar sus tareas a cambio del alojamiento gratuito en la propia portería y de que la comunidad pague sus escasos gastos de agua, luz y gas. Él vive de las chapuzas que hace en nuestros pisos, de las tareas domésticas que desempeña para los que, como yo, no podemos realizarlas. Limpio, cumplidor, sobrio, discreto, se atreve con todos los oficios, aunque su verdadera especialidad es la electrónica. Viste casi siempre un mono gris, con las huellas desteñidas de unos galones que, por la forma, pueden haber sido de cabo.
En su cuchitril junto a la escalera se amontonan radios, magnetofones, hasta tomavistas. Canibaliza unos equipos para reparar otros, consigue recambios nadie sabe dónde. Como un nuevo doctor Frankenstein, con su única mano sana es capaz de reconstruir y hacer funcionar la mayoría de los aparatos que le llevan. No siempre a la perfección, pero sí lo suficiente como para atender las necesidades básicas de sus dueños.
Recuerdo, de la época en la que funcionaba el ascensor, que la portería era como un túnel sin salida; creo que no ha cambiado nada. Por una mínima puerta de cristales, encajada al fondo del portal, junto al hueco del ascensor, se accede a un espacio oscuro, largo, estrecho, sin ventanas. Solo al final, una cocina, escueta como la de un barco, se abre a un ventanuco que da a un patio profundo, en el que la ropa tendida de lado a lado impide casi por completo el paso de la luz.
La mesa de la entrada está siempre ocupada por cualquier aparato polvoriento, con las tripas al aire, que Sergei manipula mezclando la indiferencia del taxidermista con la precisión de un cirujano. Entre esta habitación y la cocina, un sofá cama y una taza de wáter, oculta tras una cortina deshilachada, ocupan todo el espacio disponible. En la pared, sobre el sofá, el gran lujo de Sergei: una tabla procedente de cualquier mueble desechado sostiene dos o tres docenas de libros, casi todos clásicos rusos. Tolstoi y Dostoievski ocupan un lugar de honor, pero también hay espacio para escritores más modernos, como Sholojov, Bábel y Anna Rostóvtseva. Lo que no recuerdo es un solo libro lituano.
Un ejemplar de “La dama y el perrito”, muy manoseado, suele descansar sobre la almohada. Con él pasa Sergei, según me cuenta las pocas veces que tiene ganas de hablar, las horas de la madrugada, cuando el insomnio lo expulsa de su sueño agitado. Frente al sofá, un cromo de una ciudad báltica, supongo que Vilna, tapa a medias las manchas de humedad. Su poca ropa, ya con bastantes años de uso, cuelga de un par de perchas en la misma pared o se esconde en una vieja maleta bajo el sofá.
En sus ratos de ocio, los que pasa cada atardecer sentado en la calle, junto al portal, procura no cruzar una palabra con nadie. Sergei no tiene familia ni amistades, aparentemente.
Solo muy esporádicamente, cada seis u ocho semanas, recibe la visita de un compatriota, o eso me parece por el pelo rubio casi blanco, la piel frambuesa y los ojos de un verde desvaído. Al cabo de dos horas justas, su supuesto amigo se marcha, mirando furtivamente a un lado y otro de la calle antes de abandonar la oscuridad del portal.
Cada tarde, conforme baja el sol que ha estado todo el día tostando los adoquines, la calle se anima ligeramente.
La primera en aparecer suele ser Concha, que a las cinco en punto abre su mercería. Cuando terminan la merienda, van bajando los niños, diez o doce, excitados como si fuera la primera vez, felices en su libertad provisional, dispuestos a jugar hasta la hora de la cena.
Habitualmente, el último en salir es Antonio, el jubilado, que después de la puesta de sol saca a pasear a su perrillo mil leches. No falta ni una tarde, laboral o festiva, haga frío o calor. A él le da igual. Recorre la calle despacio, como ensoñado, mirando al suelo, sin saludar a sus vecinos, dejándose arrastrar por su perro histérico hasta un parque semiabandonado, un par de manzanas más allá.
A media tarde asoma de su portería Sergei, con una sillita plegable y un vaso de agua. Si el tiempo es propicio, se recuesta contra una pared en sombra y ve pasar las horas hasta la noche. Nunca se termina la bebida; antes de plegar la silla y volver a su vivienda mínima y oscura, vierte en la alcantarilla lo que queda.
Con frecuencia, aunque no siempre, llegan cuatro amigos, vestidos con restos de equipaciones de distintos equipos, la mayoría ya inexistentes. Juegan un simulacro de partido, con pases cortos, limitados. Tristes, como sus vidas de profesionales del fracaso. Todos habían soñado alguna vez que los ficharía un equipo importante, que serían millonarios y, sobre todo, famosos. El que más lejos ha llegado es el Vasco, jugador durante un par de temporadas en un equipo de segunda regional, hasta que una lesión de menisco lo condenó a su actual trabajo de pintor de carteleras. El fútbol es su sucedáneo de los bares, cerrados hace tiempo. Los hombres no tienen donde reunirse, fuera de los locales sindicales. Vagan sin rumbo, o se encierran en sus casas.
Si hace sol no falla la Rubia. Nadie sabe a qué se dedica o dónde vive, pero todos la observamos, tarde tras tarde, cuando recorre la calle, orgullosa, taconeando con fuerza, la cabeza bien alta, la mirada esmeralda por encima de las cabezas de los paseantes. Al principio, alguno de los jugadores solía lanzarle un silbido, o un piropo más cursi que procaz. Hasta que se fueron aburriendo, a la vista de su indiferencia. Podría ser sorda, para el caso que les hace.
Este Primero de Mayo comienza igual que todos, pero algo pasa, difícil de detectar e imposible de describir. En el ambiente se percibe una tensión, quizás una amenaza para nuestras vidas, sencillas y monótonas. Todo va a cambiar para siempre, pero los que estamos aquí no lo sabemos. O puede que alguno sí.
Lo más extraño es el silencio. Faltan los niños, ni uno solo ha bajado hoy a jugar.
Otros detalles menores podrían llamar la atención de un observador minucioso. La Rubia, por ejemplo, esta vez se paró en la esquina y encendió un cigarrillo; ella, que llevaba años sin fumar. Cuando por el final de la calle apareció la cabecera de la manifestación, la contempló unos segundos, con desdén, y tiró el cigarrillo casi sin empezar. Minutos después, Juanillo, el trapero, aparcó en la esquina su carro lleno de papeles y chatarra y se metió en el portal del 18.
Casi dos años llevamos Sergei y yo perfilando nuestro plan. Dos años de miedo a que nos descubran y de esperanza de que algo cambie. Análisis de cada detalle, cálculos, búsqueda de materiales. Las tuercas fue lo más fácil. Poco a poco, Sergei recorrió todas las ferreterías que quedaban en la ciudad, comprando una, dos docenas cada vez.
Lo de la dinamita fue mucho más difícil, nunca la habría conseguido sin la ayuda de mis amigos. Busqué a los viejos compañeros, los que liberaron Asturias a golpe de barreno, los picadores del pozo María Luisa, de La Güeria, de Les Roces. Ninguno quedaba. Solo el Ñeru, pero su cabeza hacía años que estaba en otro mundo, creo que más feliz que este. Sonrió cuando le conté mis planes, luego volvió a ojear un periódico atrasado, sin decir nada. No podría decir si me había entendido, o si su mente se escapaba por otros caminos.
Pasaron las semanas. Una tarde apareció por casa Urquizu, un viejo taxista, reconvertido ahora en camionero, con un paquete. Seis kilos. Me manda el Ñeru. Son mil durrutis, se disculpó. Le entregué mis últimos ahorros. No me preguntó para qué quería el explosivo. Suerte, compañero, se despidió, el puño en alto, la cara seria.
Por el fondo de la calle aparecen las primeras banderas, los estandartes rojinegros de los sindicatos, los antiguos milicianos hoy convertidos en funcionarios. Suenan por la megafonía los viejos himnos anarquistas. A las barricadas. Hijos del pueblo. Arroja la bomba. Amarrado a mi silla de ruedas, daría todo por recuperar la ilusión que un día tuve y desfilar con los que antes eran mis compañeros.
Hijo del pueblo, te oprimen cadenas,
y esa injusticia no puede seguir;
si tu existencia es un mundo de penas,
antes que esclavo prefiere morir.
Pero me limito a saludar, puño en alto, desde mi puesto privilegiado en primera fila, frente a la tribuna de autoridades. Mutilado de guerra. El mono azul, casi blanco de tantos lavados, la boina negra. Algunos me saludan al pasar.
Lo normal sería que, cuando acabe el desfile, yo vuelva a mi eterna e inacabable tarea. Escribir. Contar lo que sucedió entonces, criticar lo que está pasando ahora, demostrar que el régimen que sufrimos no es sino una burda imitación de lo que pudo haber sido. Pero esa vida se acabó. Cuando esto termine, nada volverá a ser normal.
Acudid los anarquistas,
empuñando la pistola hasta morir.
Con petróleo y dinamita
toda clase de gobierno combatir y destruir
Pocos quedamos de los antiguos compañeros, los que creíamos en la propaganda por el hecho, la democracia directa, el poder soberano de la asamblea, el comunismo libertario. Los que seguimos dispuestos a morir para defender nuestras ideas.
Hay que decirlo. Estos, a los que se les llena la boca hablando de la primera república anarquista del mundo, no son de los nuestros. Quizás algún día lo fueron, o al menos lo simularon, pero hoy son solo unos traidores. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. ¡Qué razón teníamos! Lo descubrimos al alcanzar ese tan denostado poder. Por el camino quedaron los ideales, las proclamas de Bakunin y Durruti, de Kropotkin y de Malatesta. Y aquí los tengo, frente a mí, en la tribuna, a escasos metros. Gordos, engreídos, cubiertos de medallas, odiosos.
No más militares,
beatas ni curas.
Abajo la Iglesia,
que caiga el Poder
Veo desfilar ahora al delegado de mi portal, con su mono planchado, su camisa negra, a medida, y su gorro de miliciano. El mismo que me quiere desahuciar por no aceptar la última subida del alquiler. Ahora es presidente del Sindicato Regional de la Construcción. Él, que no ha colocado un ladrillo ni cogido un palustre en su vida, que no sabe lo que es subirse a un andamio. A lo único que se subió en su momento, con toda la desvergüenza, fue al tren de la revolución. Pero no para echar carbón a la caldera, sino para hacerlo descarrilar, o al menos desviarlo hacia una vía muerta.
Arroja la bomba, que escupe metralla.
Coloca el petardo, empuña la "Star"
Es el momento. Llevo muchos meses, más de dos años, preparándolo todo. Seis kilos de dinamita, que se comieron mis últimos ahorros, y cinco kilos de tuercas, formando un cojín de muerte bajo mis nalgas. La Star, recién engrasada, la lleva Sergei en el bolsillo. Lo veo desde aquí, protegido en el quicio de un portal. Si no quedo destrozado en la explosión, él se ocupará de darme el tiro de gracia. Será un héroe, yo un traidor, pero moriré contento.
Pedro se esconde tras las cortinas, en un apartamento del tercer piso, desde donde domina toda la calle. El fusil de precisión, apoyado en un trípode, no asoma por la ventana entreabierta. Llegó anoche, cuando le confirmaron la presencia del objetivo al que llevaban tanto tiempo buscando.
Pedro pasó una infancia sin juguetes. Como mucho, una peonza, o un tirachinas que se fabricó él mismo. Nada de balones ni bicicletas.
La vida y la muerte se ven de otra manera a través de una mira telescópica, decía su padre. Para las visitas, esa frase era una simple broma, una más de aquel hombre cariñoso, divertido, que cada pocos meses montaba una paella en el jardín, o ayudaba al cura en la colecta. Una familia perfecta, con su mujer tan discreta, tan guapa, los niños perfectos, educados. No podían imaginar el infierno que brotaba cada noche.
Pedro lo recuerda desde muy pequeño, no sabría precisar la edad, pero aún no habían nacido sus hermanos. Una calle tranquila de una ciudad cualquiera, una casa baja en las afueras, sin vecinos, sin testigos. Gritos, golpes. Su madre llorando de miedo y de dolor, agazapada en un rincón, intentando protegerse. Él sollozaba flojito, para que no le oyeran. El miedo era constante, se lo recordaba en cualquier momento un gesto, una mirada.
Eran otros tiempos, justificarán algunos. Pero no, él sabe que el problema no eran los tiempos, era su padre. Su odio —injustificable— hacia sí mismo, hacia los demás. Su afán por destruir todo lo bueno, de recrearse en las caras de miedo, cuando no de odio.
Primero se marchó Alberto, el mediano, el más débil de los tres hermanos. No quiso resistir, era un valiente disfrazado de cobarde. La alcachofa de la ducha fue su clavo en llamas. Él sólo se colgó, sin ayuda de nadie. Victoria, la menor, fue la siguiente, murió una mañana triste de verano, de un aborto. Todos sabían quién era el padre.
La venganza es el premio a la constancia. Porque Pedro sobrevivió, pese a todos los pronósticos. Aguantó, nadie entiende cómo, hasta los quince años. Una noche, después de otra paliza, escapó de su casa para siempre. No pidió ayuda a los vecinos, solo quería alejarse del horror. Caminó hasta la estación y en la madrugada se subió a un tren de carga. Nada se sabe de lo que hizo después, hasta que, en cuanto empezaron los combates, se presentó en un centro de reclutamiento, sin papeles, aparentemente sin pasado.
Desde el primer día destacó en los entrenamientos. Frialdad, fortaleza, obediencia sin protestas. Con sus compañeros no tenía relación, su mirada congelaba cualquier acercamiento, no consentía la menor camaradería. Hasta sus jefes le tenían miedo, aunque nunca se salió de la disciplina. Dolían sus ojos negros, que te traspasaban, como si no te vieran. Ojos de alumbre.
Y la puntería. Excepcional. Le daba igual el arma, pistola, fusil, ametralladora pesada. Comprobaba la carga, el seguro, el alza. Metódico. Miraba a la diana, el hombro tenso, un ojo guiñado, disparaba. Blanco. Siempre.
Al acabar la guerra decidió seguir en el oficio. En las fuerzas especiales aprendió a controlar su rabia, a dosificar el odio, incluso a fingirlo. A liberarlo solamente en el momento de la acción. A no pensar en lo innecesario, solo en el objetivo. Localizarlo, buscar el ángulo, la distancia, el momento que le garantizase un blanco seguro, disparar, eliminar las huellas. Huir sin prisas, a cámara lenta. Profesional. El mejor.
Lleva años en la organización, más incluso que su jefe, pero nunca ha querido ascender. Prefiere que lo dejen en paz, hacer su trabajo y luego perderse. Nadie sabe dónde se esconde en los intervalos.
Pedro ha borrado de su memoria todo lo demás. Las muchas ciudades en las que vivió, siempre errante. Los nombres de sus hermanos. Ni siquiera recuerda la cara de su madre. Pero a su padre no lo olvida.
Ajusta el alza apuntando a una señora que empuja un carrito con un niño. Desvía el arma, es a otro al que busca, otro el que tiene que morir.
Pedro recuerda una vez más la frase de su padre. La vida y la muerte se ven de otra manera a través de una mira telescópica. En el círculo cuadriculado aparece por fin la cabeza que busca, la barba recién afeitada, el pelo blanco cortado casi al cero, los ojos grises. Centra la cruz sobre la oreja derecha, ajusta el alza a ciento cincuenta metros. Quita el seguro, presiona ligeramente el gatillo. No dispara todavía, dejará que viva unos minutos más. Es su regalo.
No puede fallar, no esta vez. En la luz rojiza de la tarde nadie verá el fogonazo. Aprovechará esos minutos de desconcierto para desarmar el fusil, guardarlo en la bolsa y bajar hasta el coche. Nadie sabrá que ha estado aquí.
Pongo en marcha la silla, avanzo hacia la tribuna con un ramo de claveles rojos en la mano derecha, la izquierda en el detonador. Aplausos. Me acerco al presidente, que sonríe a los fotógrafos y se agacha para recibir el ramo.
Tras la explosión, que cubre totalmente el ruido del disparo, las palomas abandonaron los aleros, huyendo hacia lo alto. La gente se movía desorientada, corriendo por las bocacalles o escondiéndose en los portales. Pedro las contempló sin demasiado interés, luego volvió la mirada, indiferente, hacia el hombre que yacía en el suelo, la cabeza deshecha por la bala explosiva, el carrito volcado, las ruedas girando en el aire.
Pedro sigue en forma. Un disparo, un blanco. Parece en paz, absorto, insensible a las llamas que envuelven la tribuna, a las sirenas de las ambulancias, a los gritos de los heridos, a la lluvia de cristales. Las cintas de la mercería cruzan la calle, movidas por el viento cual confeti. Banderas y pancartas cubren el suelo, abandonadas en la huida. Nadie mira hacia su ventana. Recoge todo, cierra la habitación, se sube al coche. Se quita los guantes. Se aleja por la nacional, hacia el sur, John Denver en la radio.
Country roads, take me home
To the place I belong
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