miércoles, 6 de marzo de 2019

La falla del Rift

(1 al 5 de febrero de 2019)

Dedico este texto y los siguientes a Antonio, Carmen, Esther, Inma, Karmen, Marije, los dos Manuel, Manuela, Menchu, Ricardo, Rosalía, Tomás y Xavi, que me acompañaron en este viaje, y que tanto contribuyeron a hacérmelo más llevadero.

Tengo que aclarar aquí que algunas de las fotos utilizadas para ilustrar este texto han sido realizadas por mis compañeras de viaje, especialmente por Inma. A todas ellas les agradezco su colaboración.

Este viaje solo se puede entender como un arrebato de locura. Cuando leí los datos en el folleto de la agencia, me di cuenta inmediatamente de que iba a ser duro. No íbamos a dormir dos noches seguidas en el mismo sitio, los recorridos en coche eran muy largos, había varias noches de acampada y un par de ascensiones un tanto exigentes, y las temperaturas —durante la mayor parte del recorrido— serían muy altas, incluso en invierno. Luego, la realidad superó ampliamente mis previsiones; por eso, a quienes me dicen que he sido muy valiente para meterme en esta aventura, les contesto que se trata más de inconsciencia que de valentía.

El Ministerio de Asuntos Exteriores lo advierte muy claro; en su página de consejos a los viajeros por Etiopía se lee:

No se recomienda visitar y desplazarse por la región de Afar (noroeste de Etiopía), y en particular por la región de Danakil, fronteriza con Eritrea. Además de la existencia de grupos de bandidos incontrolados y terroristas en la región, en enero de 2012 se produjo un atentado contra turistas extranjeros en la zona del volcán Erta Ale. Asimismo, cabe señalar que, debido al carácter remoto de la región del Danakil, resulta sumamente complejo garantizar una evacuación médica en caso de accidente.


El primer día de viaje se nos va entre esperas en los aeropuertos y el vuelo a Estambul, en el que compruebo la realidad de lo que hasta ahora había considerado una leyenda urbana. Mi vecino, un español de unos cuarenta años, me cuenta que viaja a Turquía con otros cuatro amigos, trabajadores como él de una cementera en Lanzarote, para hacerse un injerto de pelo.

Yo sabía que España es el segundo país del mundo con mayor porcentaje de personas con calvicie (43%), precedido solo por la República Checa, que solo nos supera en unas décimas. Y dado que la calvicie nos afecta mayoritariamente a los hombres, la porporción de calvos en España estoy convencido de que supera el 75%. Estamos en franca mayoría.

Al parecer, los turcos se han especializado en este mercado, y existe un flujo creciente de calvos españoles (y de otros países) que aprovechan los precios bajos y la experiencia de los cirujanos para esta mejora de imagen. Numerosas agencias españolas ofrecen paquetes “Especial calvos”, que por unos cinco mil euros incluyen viaje en avión, visado, traslados hotel – aeropuerto - clínica, alojamiento en pensión completa, asistencia en español, y, por supuesto, la operación de trasplante de pelo con todos los gastos asociados. Teniendo en cuenta que en España solo el tratamiento cuesta en torno a catorce mil euros, se comprende la afluencia de compatriotas. Se calcula en más de doscientos los españoles que acuden cada día a Estambul para operarse, cifra que se incrementa los fines de semana.

Espero que le haya salido todo bien, aunque estaba preocupado por el posoperatorio, que se puede complicar por efectos del casco de seguridad y el polvo de cemento que tendrá que soportar cuando vuelva al trabajo.

El aeropuerto de Estambul, todavía dedicado al modernizador Kemal Ataturk, hierve de mujeres con vestidos y tocados de todos los países de la zona. Turcas, por supuesto, con el cabello más o menos cubierto; turcomanas de enormes turbantes cilíndricos; árabes con las caras casi completamente ocultas, y, destacando por encima de todas ellas, las impresionantemente guapas mujeres del Cuerno de África. No sé si eritreas, etíopes o somalíes, aunque mejor habría que hablar de tigrays, mursis, afar, amharas u oromos, que compiten en belleza y elegancia.

En la madrugada del segundo día volamos hasta Yibuti Town, la capital del actual estado de Yibuti, el antiguo Territorio Francés de los Afar y los Issas. Yibuti es un país muy pequeño, poco más grande que la provincia de Badajoz, cuya única riqueza es su ubicación, entre el Mar Rojo y el océano Índico, en la principal ruta de tráfico marítimo entre Europa y Asia. Entró en la historia como parte del reino abisinio de Aksum.

Su escasa población, la casi total ausencia de riquezas naturales, y los desiertos y montañas que dificultaban la comunicación con el macizo etíope hicieron que sus lazos con Aksum fueran muy lasos, y que poco a poco se convirtiera al islam por influencia de los comerciantes árabes.

Cuando los ingleses ocuparon Egipto y Yemen y controlaron el Canal de Suez, los franceses hicieron tratos con los sultanes afar de Obock y Tadjoura y se instalaron en la zona. El puerto de la capital se convirtió en una escala de los paquebotes franceses en su ruta hacia Madagascar e Indochina.

En 1977, la República de Yibuti obtuvo la independencia formal.

Hoy en día sigue explotando su posición geográfica, tanto desde el punto de vista logístico (posee un importante puerto y un ferrocarril que lo comunica con Etiopía) como estratégico. Allí tienen bases militares los japoneses, italianos, chinos, franceses y norteamericanos, y también sirve como punto de avituallamiento para la Operación Atalanta de control de la piratería somalí. Curiosamente, esos mismos piratas utilizan Yibuti para blanquear el dinero obtenido con los secuestros.

Se trata de un país artificial, en el que la mayor parte de la población vive en la miseria, dependiendo de la ayuda internacional, y donde la esperanza de vida es muy baja, 43 años frente a los 66 de promedio en el resto del planeta, añadiendo a esta situación una tasa de natalidad de 5,23 hijos por mujer, una de las más altas del mundo.

Durante el vuelo, voy reconociendo los escenarios del libro “Los secretos del Mar Rojo”, que he leído muy recientemente. Por aquí se movía su autor, Henri de Monfreid, comerciante, escritor y aventurero. Recorrió estas aguas desde 1911 hasta 1960. Port Sudán, Massawa, Al Hodeida, las islas Dahlak y Hasin, el golfo de Adén, el estrecho de Bab el-Mandeb o Puerta de las Lamentaciones, y muchos más lugares, le sirvieron como telón de fondo de sus negocios. Habitualmente bordeaba la legalidad, cuando no la despreciaba abiertamente. Comenzó comerciando en cuero y café, pero pronto se pasó a otros negocios que le parecían más lucrativos, como la pesca de perlas o el tráfico de armas y puede que hasta el de esclavos. Pero poco podía hacer un francés frente a sus competidores árabes, que llevaban siglos en el negocio. Su fin llegó cuando se enfrentó al sindicato, una mafia de contrabandistas yemeníes que controlaba los movimientos de armas y municiones en todo el golfo, con la complicidad bien pagada de las autoridades francesas.

Tras sufrir sucesivas estafas, acabó condenado a varios años de prisión. Solo salió de ella a cambio de ser deportado a Francia y presentarse voluntario para luchar contra los alemanes.

En aquellos tiempos, en torno a la Primera Guerra Mundial, ya había por aquí patrulleras inglesas y francesas tratando de reprimir hipócritamente los tráficos ilícitos, a la vez que vigilaban y contrarrestaban la influencia de los agentes alemanes en un amplio territorio que, al menos sobre el papel, pertenecía al imperio otomano.

El avión aterriza bruscamente en una pista llena de baches, premonitoria de lo que luego serán las carreteras yibutíes. Los trámites de inmigración son bastante ágiles, pero pronto nos encontramos con la primera prueba de la reluctancia a las fotografías que impera en este país. Un soldado nos indica que solamente podemos hacer fotos del letrero que reza “Airport International de Djibouti”, pero no del resto de instalaciones, y revisa minuciosamente cámaras y móviles para comprobar que no hemos fotografiado ningún edificio de interés estratégico.

La capital no presenta demasiado interés. Tiene cerca de un millón de habitantes, pero sus calles, polvorientas y llenas de baches, no lo parecen. Muchas de ellas conservan sus nombres franceses (Marseille, Clemenceau, Foucauld) y otras recuerdan capitales europeas; incluso hay una Rue de Madrid.

Cruzamos una zona militar francesa, donde tiene su base una brigada de la Legión Extranjera. A su alrededor se extienden organismos oficiales, embajadas y chalés protegidos con concertinas. Por las calles, burros y cabras en abundancia.

El hotel no es nada del otro mundo. Una estrecha escalera al fondo de un portal conduce al segundo piso, donde le recepción se limita a un despacho con ventana al pasillo. Las habitaciones se organizan en torno a este pasillo que rodea el patio central, y son una mezcla de cutrerío y nuevo lujo chino. La que compartiré con Antonio, madrileño, cuenta con un dormitorio amplio, una cocina en ruinas por la que corren las cucarachas, un cuarto de baño en no muy buen estado, y una salita con muebles estilo años 70, recién fabricados en China, que encajarían perfectamente en las primeras películas de Almodóvar.

Una vez duchado, hecha la colada y descansado un rato, acompaño a nuestro guía a cambiar dinero; nada de ir a un banco, eso sería demasiado prosaico. Probamos primero con varias cambistas callejeras, siempre mujeres, que nos ofrecen precios muy similares, algo menos de doscientos francos yibutíes por euro. Nos metemos en un callejón muy estrecho, en el que dormitan varios mendigos, y detrás de un recodo encontramos una auténtica oficina de cambio. Un guardia de seguridad con el Kalashnikov colgado de un clavo en la pared, una mampara de cristal detrás de la cual media docena de hombres cuentan, grapan y enfajan billetes de varios países, y un grupo de presuntos clientes, que simplemente descansan en unos sofás y dejan pasar el tiempo charlando. Como le dicen los tuareg a los europeos: Ustedes tienen reloj, nosotros tenemos tiempo.

Nos ofrecen un cambio correcto, ligeramente superior al de las cambistas, y solo después de mucho insistir acceden a darnos algunos billetes pequeños. Casi todo el dinero nos lo entregan en billetes de dos mil francos, unos diez euros, que representan una caravana de camellos circulando por el lago Abbé.

Sigo yo solo recorriendo el mercado, o mejor dicho lo que queda del antiguo zoco, trasladado hace años a un nuevo y aséptico emplazamiento en las afueras. Busco telas africanas, con sus estampados coloridos, como las que compré hace años en la República Democrática del Congo. Todas las que encuentro son chinas, de poliéster o como mucho de viscosa, con diseños bastante feos. No veo por ninguna parte las magníficas piezas de cinco metros de largo fabricadas en la India, que visten la mayoría de las mujeres en el África subsahariana. Ni siquiera la ayuda de Menchu, gaditano-murciana y tejedora, me permite encontrar lo que busco.

A lo largo de una cuadrícula de callejuelas se extienden los puestos de ropa, de zapatos, de electrónica, de utensilios de cocina, los asaderos de pinchitos y los sastres con sus máquinas de coser, auténticas piezas de museo. Uno que maneja una antiquísima Pfaff motorizada artesanalmente, me dice que la máquina original perteneció a su padre, y antes a su abuelo. La inmensa mayoría son hombres, aunque entre ellos destaca alguna mujer con sus ropas coloridas.

También abundan los mabraz, establecimientos para mascar khat. Esta planta, que llega diariamente desde Etiopía antes de mediodía, forma parte de la cultura de los países que rodean el mar Rojo. Por todas partes se ve a la gente con una bola en la mejilla, formada por las hojas que mascan continuamente.

La planta (Catha Edulis), una vez cortada, pierde rápidamente sus propiedades psicotrópicas, así que los consumidores tienen que darse prisa y tomarla fresca. Mastican los brotes, como si de hojas de coca se tratase. La bibliografía dice que la primera sensación es de risa tonta, seguida de una locuacidad excesiva e incluso de brotes de euforia. Yo no noto nada de todo eso, los mascadores parecen más bien ensoñados.

Sigo callejeando hasta que me encuentro con dos compañeros de viaje, Manu y Esther, que, fieles a la tradición bilbaína, han salido a tomar unos potes. Nos metemos en el primer local que vemos con aspecto de bar, oscuro como un club nocturno. Le pregunto al encargado si tienen cerveza, y niega con la cabeza. Señala a una chica guapísima apoyada en la barra, muy pintada y bastante ligera de ropa. Está claro que su negocio no es el alcohol. Muy amable, el encargado ¿chulo habría que decir? me indica otro local cercano, más apropiado para lo que buscamos.

En la terraza de este bar sí que nos sirven unas copitas de vino, blanco o tinto a elegir, sin más detalles. Como nos los traen ya servidos, nos quedamos con las ganas de saber de dónde proceden y con qué uvas están elaborados. No es muy malo, pero para los mil francos (cinco euros) que nos cobran por cada copa me parece carísimo. Nos queda el consuelo de haber ido de vinos por Yibuti Town.

De vuelta al hotel, charlo un rato con un toledano, que teclea frenético en su portátil mientras trata de conectarse a la endeble red WiFi de recepción. Está desesperado. Vino a Yibuti para hacer un trabajo no especificado, que debería haber resuelto en una semana, y lleva aquí casi un mes sin que el asunto —sea cual sea— avance lo más mínimo. No entiende que hayamos venido aquí de turismo. Yo tampoco.

Después de comer, damos un breve paseo sin sentido por la playa, conocida aquí como La Siesta. El sol cae a plomo y la marea está baja, dejando al descubierto una gran extensión de fango maloliente. No se ve un alma.

Visitamos a continuación el puerto pesquero, también inactivo al mediodía. Parece que la vida de la ciudad se paraliza de doce a seis de la tarde; lo mismo deberíamos haber hecho nosotros. Vemos algunos de los antiguos dhows de madera, que en su día surcaron el Mar Rojo y el océano Índico, desde Madagascar hasta Omán, desde Egipto hasta la India, y que sirvieron de modelo para las carabelas. Hoy, motorizados, compiten difícilmente con los buques más modernos. Por la plancha suben a hombros cajas de cerveza,  botellas de agua, cubos de plástico, sacos de arroz, con destino a las islas y los pequeños puertos del golfo de Adén.

Una fragata india comparte muelle con cargueros franceses y, sobre todo, chinos. Un imperio se acaba y otro comienza.

No se ve a casi nadie por las calles polvorientas. ¿Dónde se mete el casi un millón de habitantes de esta ciudad fantasma?

Con el sol a punto de ponerse, regresamos a la playa de La Siesta. El ambiente más fresco y la marea alta me incitarían a darme un baño si no supiera que este mar azul oscuro oculta un barrizal pestilente. Varias parejas jóvenes juegan al volley-playa; los hombres con vaqueros y camiseta, las mujeres con sus largos vestidos multicapas. Se nota que ellas disfrutan de la diversión, pese a lo incómodo de sus atuendos.

Al día siguiente, domingo, después de un desayuno servido en la habitación, nos subimos a nuestros Toyota Landcruiser y salimos para la bahía de Goubet y el lago Essal.

Estamos justo en un extremo de la falla del gran valle del Rift, por donde algún día se romperá África, dejando derivar a toda su costa oriental hacia el subcontinente indio. Esta falla, cuyas muestras más conocidas son los lagos Malawi, Tanganica y Alberto, se extiende a lo largo de más de cuatro mil kilómetros, desde Mozambique hasta Yibuti, pasando por Malaui, Tanzania, Burundi, Ruanda, Congo, Uganda, Kenia y Etiopía. En sus laderas se han encontrado los fósiles de homínidos más antiguos que se conocen, como la famosa Lucy, ejemplar de Australopithecus afarensis.


Encontramos una primera muestra de la falla en el cañón de Dimbya-Adailé, una profunda cicatriz que rompe la corteza terrestre, hasta más de setecientos metros de profundidad, y desemboca en el mar seis kilómetros más lejos.


En este trayecto me toca sentarme en el asiento del copiloto. Omar, el conductor, es de pocas palabras, y la cháchara incesante de mis compañeros me llega en sordina. Me relajo contemplando el paisaje.

Algunas daboitás, las cabañas afar, se pierden entre coladas volcánicas, acacias espinosas y algunas solanáceas claramente venenosas. Si las piedras valieran dinero, aquí todos serían millonarios. Miles de botellas de plástico se extienden sobre las costras de lava resquebrajada. No vemos ningún cultivo, solo algunas palmeras en las desembocaduras de las ramblas.

Llegamos por fin al lago Assal o Bahr al Assal (Mar de Miel en árabe) cuya superficie está a ciento cincuenta metros bajo el nivel del mar. Es el lago más salino de la Tierra y el punto más bajo de África. En todo el mundo, solo el Mar Muerto y el mar de Galilea están más bajos.

Sus aguas, con 348 gramos de sal por litro, constituyen la mayor reserva de sal del planeta, y siguen en explotación. Pese a estar a diez kilómetros de la bahía de Goubet, las aguas del mar se filtran hasta este lago, donde forman manantiales submarinos que aportan continuamente más sal. La fuerte insolación y el viento seco de levante hacen el resto del trabajo, y la sal se va depositando en las playas, sobre las que forma gruesas costras. En algunos tramos se han construido estanques artificiales que aceleran el proceso; luego la sal se tritura en una instalación industrial y se envía en camiones hasta la bahía de Goubet, donde se embarca.

En las aguas poco profundas, cerca de la orilla, se forman crestas de sal que parecen olas rompiendo.

Unos afar venden en la misma playa las llamadas perlas de Yibuti, esferas perfectas de sal que se forman de manera natural en el fondo del lago, así como diversos objetos recubiertos de sal cristalizada: ramas de arbustos, calaveras de cabra bastante macabras…. Compro un paquete de perlas, y me dan la vuelta en más perlas, con el pretexto de que no tienen cambio.

Seguimos ruta, y al borde de la carretera nos encontramos con el manantial termal de Korili, un rosario de charcas cuya temperatura va descendiendo conforme nos alejamos de la fuente; así cada cual puede encontrar el punto ideal para bañarse. Mientras estamos sumergidos en el agua, más o menos desnudos, unos pececillos nos mordisquean la piel.

En una rutina que luego descubrimos que era diaria, Omar nos castiga con una emisora que alterna interminables cánticos del Corán con no menos inacabables sermones. Según Omar, el predicador narra fragmentos de la historia sagrada, pero el tono me parece demasiado agrio y conminativo.

Seguimos costeando la bahía de Goubet Al-Kharab o Golfo de los Demonios, que se comunica con el golfo de Tadjoura a través de un paso de menos de doscientos metros de ancho. El nombre, según algunas fuentes, viene de los diablos que habitaban en sus profundidades e intentaban ahogar a quienes navegaban sus aguas. En cualquier caso, los fuertes vientos, las corrientes y el relieve escarpado de sus costas hacen peligrosa la navegación por la misma, según cuenta Henri de Monfreid en varios de sus libros.

Paramos en una playa de piedras, solitaria, y aprovechamos un merendero abandonado para comer unos bocadillos. En un paseo por la orilla, además de cangrejos, lapas y gaviotas, me encuentro los restos de una defensa Yokohama, un gran cilindro de caucho y cuerdas que en su día defendió a algún buque de los golpes contra el muelle. Probablemente, una tormenta la arrancó de cualquiera de los cargueros que cruzan el golfo de Adén.

Conforme nos acercamos a los montes Goda, aumenta el número y tamaño de las ramblas, y cruzamos varios pueblos mínimos. Chozas de palos y esteras, alguna casa de bloques de hormigón sin enlucir, una escuela y una mezquita que se agrupan en torno al pozo comunal.

Por fin nos alejamos de la costa, y por el fondo de una rambla nos internamos en las montañas. Los chinos están construyendo una nueva carretera para acceder al norte de Etiopía y a Eritrea, y la circulación es muy cómoda. A los pocos kilómetros abandonamos la carretera y nos metemos por un camino casi impracticable para nuestros Landcruiser. Tantos son los botes que damos dentro del coche que por la fuerza que hago con los pies se me descose una sandalia. Los árboles aumentan en número, tamaño y variedad. Siguen predominando las acacias espinosas, pero aparecen muchas otras especies, entre las que distingo algarrobos y almendros.

Ya anocheciendo llegamos al campamento turístico de Bankoualé, un grupo de cabañas amplias, con paredes de palos que dejan grandes rendijas entre ellos, y techo de cañas. Tienen hasta bombillas. La cama es también de palos y cañas, pero dispone de una colchoneta y una manta, casi lo prefiero al hotel cutre de anoche.

Los conductores, cansados por las muchas horas al volante, no pierden el tiempo. En cuanto descargamos los equipajes se instalan a charlar en un sombrajo al borde del barranco.

A la puesta del sol, el almuédano de una aldea cercana lanza una breve llamada a la oración. Se agradece que no nos castigue con la oración completa, como hacen en otras mezquitas.

La cama de palos es mucho más cómoda de lo que parece, y duermo casi ocho horas de un tirón, sin mosquitos, ni grillos, ni siquiera ronquidos de Antonio, mi excelente compañero de habitación. Me despierta el almuédano al amanecer y aprovecho ese rato de tranquilidad para anotar mis impresiones de la víspera.

Después de desayunar caminamos rambla arriba, donde comprobamos el milagro del agua subterránea. La escorrentía que circula varios metros por debajo de la rambla aflora en pozos y manantiales, permitiendo la existencia en medio de este paisaje inhóspito de huertos con hortalizas y grandes árboles del mango. Un chiquillo armado con una honda espanta a los monos que intentan comer los frutos.


Nos acercamos a la cercana aldea de Ardo, para visitar una pequeña tienda cooperativa de artesanía y una escuela, ambas construidas con ayuda francesa y de la Unión Europea. Nuestra llegada causa una revolución en la escuela, hasta que los maestros comprenden que lo mejor es interrumpir las clases y dejar que la chiquillería interactúe con los visitantes. Niños y niñas nos miran, con ojos enormes y toda la inocencia del mundo; nosotros los fotografiamos. Al principio, lógicamente, están un poco asustados, pero pronto cogen confianza. Nos enseñan sus exámenes de francés, sus dibujos, nos piden nuestras cámaras para fotografiarnos, intentan enseñarnos a contar en afar… La nota triste la ponen otros niños, sin uniforme, que se quedan fuera del recinto de la escuela. Me imagino que la imposibilidad de costearse el uniforme es lo que los deja fuera del sistema educativo.

 Volvemos a la carretera asfaltada y seguimos hasta Tadjoura, pomposamente conocida como la Ciudad Blanca de las Siete Mezquitas. Aunque es la ciudad más antigua de Yibuti y antigua capital de esta región, en la actualidad es un pueblecito habitado por poco más de 3.000 personas y muchas más cabras, que se alimentan de plásticos, papeles y cualquier otro desecho. Poco queda de las famosas siete mezquitas, la única que localizo es minúscula.

En el mercado, las vendedoras se muestran muy reticentes a ser fotografiadas.

En tiempos, Tadjoura fue un importante centro del comercio de esclavos y del tráfico de armas, al que se dedicaron tanto Arthur Rimbaud como el ya mencionado Henri de Monfreid. Allí sigue viviendo el sultán, máxima autoridad de los afar Ad-Ali Abli. Quizás cuando los chinos terminen la carretera hasta la frontera etíope, el ferrocarril a Mekele a través del desierto del Danakil, y el gran puerto de contenedores, al que solo le faltan las grúas, Tadjoura vuelva a ser el importante centro comercial de otros tiempos.

Después de un breve recorrido por este pueblo soñoliento, seguimos hacia el norte hasta el faro de Ras Bir, considerado el segundo más alto de África. En funcionamiento desde 1889, ahora alberga también un radar de control del tráfico marítimo. El encargado nos pide quinientos francos por cabeza si queremos subir al faro, en negro, por supuesto. Nadie acepta su oferta, y paseamos un rato por el borde del acantilado, donde nos encontramos la mezquita más pobre y escueta que he visto en mi vida. Ni techo tiene, solamente la existencia de un nicho orientado a La Meca nos da pistas sobre el uso de este cercado de piedras, que más parece un aprisco.

En torno a la mezquita, otros corralitos, más pobres si cabe, guardan esteras y colchonetas. ¿Quién dormirá aquí, en este secarral, sin siquiera un techo para guarecerse?

Regresamos a Tadjoura, con una parada en Obock para comer. Este pueblo, antigua base francesa, es todavía más desolado, si cabe, que Tadjoura. Las botellas y bolsas del plástico cubren todo el pueblo y sus alrededores.

A la izquierda de la carretera vemos el campamento de Markazi para refugiados yemeníes. Construido en 2015 y ampliado en varias ocasiones, en la actualidad alberga a más de cinco mil personas que han llegado a través del Mar Rojo huyendo de la guerra. Es de destacar que Yibuti, pese a su pequeño tamaño y su pobreza (puesto 146 sobre 196 países), no está obstaculizando la llegada de los barcos de refugiados, que pueden establecerse en cualquier punto del país. Los que optan por quedarse en el campamento es porque no tienen recursos para conseguir una vivienda mejor. Tampoco es que las condiciones del campo sean magníficas; los refugiados más antiguos viven en caracolas, los siguientes en carpas y los recién llegados en chabolas. Los niños reciben cursos de apoyo en Obock para facilitar su integración en el sistema escolar yibutí.

No olvidemos que Yemen, otro de los países más pobres del mundo, lleva más de tres años envuelto en una guerra civil, en la que en realidad se enfrentan las dos potencias regionales: por un lado Irán, y por otro una coalición internacional liderada por Arabia Saudí y apoyada por Estados Unidos, Reino Unido y Francia. Se calcula que unos noventa mil niños han muerto de hambre, y que más de veinte millones de personas necesitan ayuda urgente. No es de extrañar que tres millones de yemeníes se hayan visto obligados a abandonar sus hogares.

Después de visitar estos lugares desolados, la llegada a la playa de Sables Blanches es un verdadero choque. Ni miseria, ni desierto, ni plásticos, ni matojos. Una larga franja de arena blanca, deslumbrante, se apoya en un acantilado negro mate. Nos alojamos en el único hotel, un edificio bajo, a pie de playa, en el que los cuatro ocupantes del coche número tres compartimos una suite. Antes de anochecer nos da tiempo a meternos en un mar verde intenso, a bucear entre los corales y miles de peces de colores. El agua está a una temperatura ideal, cuesta salirse para la cena.

Aprovecho la última oportunidad que voy a tener en varios días de ducharme cómodamente, lavar la ropa y recargar las baterías de los tres aparatos eléctricos que llevo: móvil, cámara y linterna frontal.

Antes de amanecer salgo a dar un paseo por la orilla. Unos animales fosforescentes brillan justo en donde las olas rompen contra la playa. Los busco con la frontal pero no veo nada, supongo que se trata de una concentración de Noctiluca Scintillians, muy habitual en las aguas cálidas y poco profundas. El efecto es hipnótico, y no soy capaz de volver a la cama. Me siento en la orilla hasta que el amanecer apaga estas lucecitas microscópicas.

Dicen que estas mismas aguas son visitadas a menudo por  los tiburones ballena, el pez más grande del mundo (pesa más que un elefante). Aunque las avistaciones son frecuentes ahora en invierno, cuando estos escualos acuden para alimentarse de plancton, no tengo la suerte de verlos.

El martes, después de desayunar, reanudamos nuestro viaje, aunque yo me habría quedado aquí un par de días más. Son las desventajas de viajar en grupo.

Nos internamos en una zona de alta actividad volcánica, debida a la erupción del Ardoukouba hace solo cuarenta años. La empresa Islandic Drill está construyendo una planta de energía geotérmica, para lo que bombean agua salada desde la bahía de Goubet, la transforman en vapor con el calor del subsuelo, y luego vierten la salmuera de condensación en el lago Essal. No se sabe si este aporte alterará el equilibrio del lago, ni creo que le importe al gobierno de Yibuti, conocido por su alto nivel de corrupción. Junto a la planta, grandes grietas rompen las coladas de lava de la última erupción; por alguna de ellas sale vapor.

Subimos luego al cráter del volcán, entre campos de lava, fumarolas, bocas menores y afloramientos calizos del fondo de un antiguo mar. La fuerza del levante en lo alto del cono me provoca vértigo, y no me atrevo a recorrer el sendero que bordea la caldera.

Aquí se comprueban sobre el terreno las teorías de Wegener sobre la deriva de los continentes, que nos enseñaban en bachillerato. En 1912, basándose, entre otras cosas, en la manera en que parecen encajar las formas de los continentes a cada lado del océano Atlántico, y en registros fósiles, Wegener declaró que el conjunto de los continentes actuales estuvieron unidos en un pasado muy remoto, formando un supercontinente denominado Pangea. Aunque en aquel momento nadie le hizo caso, en la actualidad sus ideas han quedado englobadas en la tectónica de placas. Esta teoría justifica la creciente apertura de la falla de Rift, cuyas microgrietas estamos contemplando.

Seguimos nuestra ruta a través del desierto, abandonando poco a poco la zona volcánica. Crecen las zonas de arena. Al borde de la carretera, asfaltada en este tramo, se alinean bidones de plástico de unos cien litros. Omar nos explica que cada dos o tres días, los camiones cisterna del gobierno rellenan estos recipientes, a donde vienen a buscar agua las mujeres afar de los alrededores. Cargadas cada una con bidones de veinte litros, caminan largo rato hasta sus cabañas perdidas entre los barrancos.

Pronto llegaremos al lago Abbé, pero esa es otra historia que podéis leer pinchando aquí.

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4 comentarios:

  1. Arturo, leer tus crónicas de viaje me gusta más cada vez. Rebosan acercamiento al paisaje, al paisanaje y a las circunstancias próximas como los incidentes nunca nimios y a las circunstancias remotas como la Histora, que siempre pesa y más cuanto menos remota. En definitva autenticidad

    Muchas gracias por estos buenos ratos y no te arriesgues tanto

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    1. Gracias, Rogelio. Me alegro que el tiempo que dedico a recoger mis impresiones sea útil para alguién más. En cuanto al riesgo ¿hay alguna actividad segura? ¿hay vida sin riesgo?

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  2. Coincido con Rogelio, cada vez me gustan más tus notas de viaje. Después de la emoción de tus rutas por Colombia, recibimos esta aventura conociendo paisajes imposibles y pueblos diversos. De un extremo a otro.
    Esas características que Rogelio cita a mi me hacen sentir que viajo allí también y vivo lo que ves, aprendes, conoces... y lo que te sucede, aunque no sea tan bueno en alguna ocasión. Disfruto mucho leyéndote, no dejes de viajar y contárnoslo pero, sobre todo, ¡cuidate!

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    1. Gracias, Teresa. El placer de escribir se multiplica cuando alguien disfruta leyéndo mis cuadernos de viaje. Cuidarme me cuido (lo razonable) y, mientras el cuerpo aguante, pretendo seguir viajando y contando mis viajes.
      Un abrazo.

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