viernes, 15 de marzo de 2019

El noveno círculo del infierno

(9 al 10 de febrero de 2019)

Hoy es un día de carretera, o más bien de camino de cabras, pista y carretera. Primero desandamos la ruta de ayer, hasta llegar casi al lago Afrera, donde tomamos por fin una carretera asfaltada, en muy bien estado.

Volvemos a los campos de lava negra, quebrada, a las franjas de arena brillante, a las acacias espinosas modeladas por los mordiscos de cabras y camellos. Seguimos cruzando poblados afar que parecen deshabitados, y nos encontramos caminantes que salen de la nada y se dirigen hacia no sé dónde, bajo un sol que pronto hace subir la temperatura a cuarenta grados (a la sombra, si es que tal cosa existiera en este desierto). Bebemos agua templadita, ideal para darse una ducha.

La carretera atraviesa una pequeña cadena montañosa cuyo nombre no consigo localizar en ningún mapa. La vegetación se alegra un poco con almendros, acebuches y hasta un arroyo por el que corre algo de agua. En las crestas de las colinas se yerguen los dragos, para mí tan gaditanos. La temperatura, algo por encima de los veinte grados, nos hace revivir.

Cruzamos Abala, una ciudad fantasma, repleta de urbanizaciones en construcción, en gran parte abandonadas sin terminar. Algún día pasará por aquí el ferrocarril Mekele – Tadjoura, y esta zona crecerá económicamente, pero por ahora no hay trabajo ni, por lo tanto, demanda de vivienda.

Al bajar de nuevo a la depresión del Danakil para acercarnos al lago Essalé, la temperatura sube quince grados en menos de una hora. En los poblados se aprecia la huella de la cooperación europea y estadounidense. Adelantamos a las primeras caravanas de camellos y de burros que, cargados de pienso, se dirigen hacia el lago a recoger sal. Las sombras de los camellos se alargan sobre el asfalto.

En las afueras de Ahmed Alé se encuentra el campamento que nos han adjudicado los afar. Las alambradas rodean un espacio que más parece un campo de refugiados, con cabañas de chapa corrugada, montañas de basura y remolinos de polvo. Pasamos de largo, aunque igualmente nos cobrarán la pernoctación, y abandonamos la carretera para continuar por el fondo de una rambla. Allí en medio surge el milagro del agua.

Un pequeño regato corre por entre las piedras, y a su lado crece un hermoso palmeral. Es un oasis. Aprovechamos los últimos rayos de sol para darnos un baño (de asiento, el arroyo no da para más) y quitarnos el polvo del camino. En estos momentos lo agradezco más que el mejor jacuzzi.

Mientras descansamos en el agua, nuestro personal monta las tiendas, la cocina, las mesas, las sillas. Se ganan bien su sueldo, la mayoría llevan conduciendo todo el día.

Durante la cena, la agencia de viajes nos invita a vino blanco, un cabernet-sauvignon etíope, de Bodegas Acacia. No es que sea demasiado bueno, y además está del tiempo, pero lo agradezco mucho. Mientras el resto del grupo ha podido disfrutar de cerveza casi todos los días, yo me he tenido que limitar al agua y a alguna coca cola ocasional.

En vista de que la temperatura se mantiene en torno a los treinta y ocho grados, y de que no hay ni viento ni mosquitos, desprecio la tienda de campaña y me instalo a dormir al aire libre en una de las camas de hospital que nos alquila el encargado del oasis. Solo una de mis compañeras, Manuela, comparte esta decisión, que nos permite disfrutar de un techo de estrellas como no había vuelto a ver desde Alto Paraíso de Goiás, en la Chapada Diamantina, doscientos kilómetros al norte de Brasilia. Me resisto a cerrar los ojos mientras contemplo el espectáculo, a la vez que escucho el suave murmullo del arroyo entre las piedras. La noche es perfecta, duermo de un tirón hasta que empieza a clarear y se reanuda la actividad en el campamento: escapadas a detrás de los arbustos, lavado de dientes con un buche de agua, recogida de equipajes…

El encargado aparece de nuevo para cobrar: por coche, por persona, por tienda y por cama. Los precios son fijos, no hay regateo posible.

Antonio, mi compañero, ha pasado mala noche, con dolor de estómago que achaca a la sopa de lentejas de la cena. Antes de irnos del oasis, vomita. Le cedemos el asiento del copiloto para que descanse lo mejor posible durante el trayecto. No es el único con problemas estomacales; la dieta diferente, el calor, el cansancio y la falta de higiene van cobrando su precio.

Partimos hacia el salar de Essalé, situado a 120 m bajo el nivel del mar que, en verano, supera los 60º C. En esa época del año es imposible vivir en esta zona.

El recorrido por el salar nos traslada a otro planeta. La capa de sal que cubre el suelo, y que en algunos puntos llega aalcanzar más de dos mil metros de espesor, captura higroscópicamente la escasa humedad ambiente, y acaba disolviéndose. Aparece en la superficie una fina lámina de agua, que en ocasiones forma celdas exagonales. La blancura se extiende hasta el horizonte, los escasos puntos de referencia se difuminan en la calima.

Pronto adelantamos a la primera caravana de camellos, y un poco más adelante nos encontramos con un grupo de trabajadores. En las mañanas de invierno, los peor pagados, que suelen ser inmigrantes tigray, arrancan bloques de sal a base de palancas y picos rudimentarios. Un trabajador más cualificado talla los bloques hasta darles una perfecta forma rectangular y un peso estándar de cinco kilogramos. A mediodía, los camelleros cargan veinte bloques en cada camello, cuidando de situarlos de forma equilibrada, y todo el equipo emprende el camino de regreso, entre las protestas de los animales, antes de que el sol sea demasiado insoportable. Los afar se limitan a dirigir la operación y cobrar sus tasas como propietarios del salar.

Aquí ubicó una de sus novelas el prolífico escritor Vázquez Figueroa, relatando la nada creíble historia de un blanco que cae en manos de los traficantes de esclavos y es vendido para trabajar extrayendo sal. Logra escapar, contra toda lógica, construyendo una especie de trineo a vela con el que surca el salar a toda velocidad hasta llegar a su límite. Por suerte no recuerdo el título, ni cómo consigue luego cruzar el desierto de Danakil hasta llegar a un lugar más seguro.

Intento comprar el hacha con la que se recortan los bloques, de fabricación artesanal, pero el tallador me pide un precio que en un primer momento me parece desorbitado: tres mil bir, unos noventa euros. Luego comprendo que si me vende su única hacha, no solo no podrá trabajar él, sino que todo el equipo se tendría que volver al poblado y perderían la jornada de trabajo.

Seguimos navegando por esta llanura sin límites, siguiendo las huellas de otros vehículos. Encontramos algunos islotes rocosos, y el calor hace que en el horizonte se multipliquen los espejismos.

Alcanzamos por fin la atracción cumbre de nuestro viaje, el mítico Dallol. Se trata de una pequeña colina que se eleva poco más de cien metros sobre el nivel de la llanura, producto del empuje de una pluma de magma incandescente contra el fondo del salar. Durante la erupción, que se produjo en 1926, el calor de la lava fundió las sales y las empujó hasta la superficie, donde se formó esta colina de azufre, cobre, hierro y otros minerales.

Llegando casi a la cima, Antonio, que ya iba un poco tocado, cae redondo al suelo con una lipotimia, linotipia que dirían en Cádiz. Parece un golpe de calor. Le damos sombra y los sanitarios se hacen cargo de él. Mi camiseta le sirve de almohada, pero no acaba de recuperarse. Manu se da una carrera hasta los coches para volver a subir con suero oral, es uno de nuestros ángeles de la guarda. Se detienen otros dos grupos de excursionistas, una japonesa se ofrece a atenderlo, pero llevamos médicos más que de sobra. Poco a poco se va recuperando, pero se ve obligado a retroceder hacia los coches, acompañado por el guía local. Se perderá lo que quizás sea el momento más mágico del viaje, pero la maldición del coche número tres lo ha alcanzado también a él.

En lo alto de la colina nos espera un arcoíris mineral. Lagos verdes, cascadas azules petrificadas, campos rojos de óxido de hierro sembrados de margaritas de azufre, nubes de anhídrido sulfuroso, vapor hirviente.

El guía insiste en que no abandonemos el sendero con huellas de pisadas. Nos habla de un turista que se alejó de su grupo, en busca de una foto única. La costra de sal se rompió bajo su peso e introdujo su pie en un charco de ácido sulfúrico en ebullición. Hubo que amputarle la pierna por encima del tobillo.

Para ilustrar esto podría incluir aquí diez, cien, mil fotos. Pero prefiero solo unas pocas y dejaros con la miel en los labios.

El agua borbotea bajo nuestros pies o forma pequeños geiseres. En ciertos tramos, el calor del suelo amenaza con fundir las suelas de nuestras botas, hay que pasar rápidamente.

Los restos de una fallida explotación minera italiana se corroen a toda velocidad. Trabajar aquí tiene que haber sido inhumano.

Ni un pájaro, ni un insecto, ni un hierbajo. Quizás los charcos ácidos alberguen alguna bacteria, pero lo dudo. Este es un paisaje de muerte.

Bajamos remolones, pero en el fondo aliviados. El noveno círculo del infierno, en el que se castiga a los culpables de malicia y fraude, lo que hoy en día llamaríamos corrupción, debe de ser algo muy parecido a esto.

En Ahmed Alé, otro asentamiento inmundo, dejamos al guía local. Seguimos luego unos kilómetros hasta Bertahile, donde nos despedimos de Messi, nuestro encantador cocinero. Esta misma noche estaremos en la región tigray, mucho más civilizada, y ya no necesitaremos sus servicios. Él, su ayudante, uno de los cocineros y el ertzaina nos abandonan aquí. Antes de irse, Messi tiene un último detalle: nos invita a un par de botellas de un vino local, infame, y prepara un pastel con una velita para celebrar el cumpleaños de Marije, la compañera residente en Luxemburgo.
En el restaurante, una mujer muy guapa sirve el yebena buna, el café tradicional. En un rito que dura cerca de una hora, el café se tuesta, se muele, y se prepara por infusión, sobre las brasas, utilizando una cafetera de barro con el fondo cónico. Delicioso.

Inma, incansable reportera, consigue hacer buenas migas con una chica guapa, muy adornada, que me temo que se dedica a la prostitución. Vaya esta foto en su homenaje, y en recuerdo de la tristeza que traspasaba su maquillaje.



Pronto empezamos a ascender las montañas Semien, que separan el Danakil del Tigray. Arriba nos esperan otro mundo, otra religión, otra cultura, otro clima. Pero esa es, también, otra historia, que puedes leer pinchando aquí..

Y si quieres reservar mi nueva novela, "El olor de un diamante"puedes reservarla aquí.

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