martes, 12 de marzo de 2019

El desierto de Danakil


(5 al 9 de febrero de 2019)

Durante un tiempo circulamos por la RN 1, la carretera que une Yibuti Town con Addis Abeba. El tráfico de camiones, en su mayoría etíopes, es incesante. Por aquí pasan cada año ciento sesenta mil toneladas de café (ocho mil camiones, unos 20 al día, en cada sentido), además de semillas de girasol y otras exportaciones etíopes; el oro y las flores cortadas salen directamente en avión. La mayoría de las importaciones llega a Etiopía por vía aérea, al tratarse de mercancías de alto precio, como turbinas de gas y aviones; las medicinas ocupan el tercer lugar en sus importaciones. Por eso se ve regresar a tantos camiones vacíos.

A cien metros escasos del estruendo de la carretera, una gacela de Thompson come hojas de una acacia espinosa, mientras mueve el rabo frenéticamente. Poco después localizamos otro grupo de cuatro gacelas. Es la primera vez que las veo en libertad.

Por fin llegamos a Dikhil, última ciudad yibutí antes de la frontera e importante punto de descanso y avituallamiento para los camioneros. No pasa de ser un pueblo grande, miserable, construido con piedras volcánicas negras y bloques grises de hormigón; en las casitas tiene que hacer un calor de muerte. Todo el pueblo y sus alrededores están cubiertos de plásticos, sobre todo botellas de agua, pero también bolsas, bidones, muebles… El rio que lo cruza es una alcantarilla a cielo abierto, y arrastra más basura que agua. Sin embargo, algunos hombres se asean en sus aguas estancadas, y varias mujeres lavan ropa.

En el mejor restaurante del pueblo, en el que también han parado otros grupos de guiris, comemos un menú estándar: ensalada; arroz largo, al que bautizamos tutti frutti por los granos verdes y rojos que lo salpican; pollo asardinado, tras haberlo freído en el mismo aceite que algún pescado; patatas fritas, y crepes con nocilla.

Después de esperar media hora a uno de los chóferes que se había olvidado de repostar, abandonamos el pueblo y nos desviamos por la mal llamada Nacional 6, que comienza circulando por el centro de una gran pista de aterrizaje sin asfaltar, y pronto se transforma en una red capilar de pistas de arena, en la que cada conductor elige la que le parece más apropiada para internarse en la llanura de Gobaad. Por el camino nos cruzamos con una larguísima columna motorizada de la legión extranjera francesa, probablemente de maniobras. Por suerte, no nos apuntan con sus ametralladoras pesadas, como harían si fueran norteamericanos. Los franceses, que se instalaron en esta región en 1896, todavía no se han ido del todo.

También encontramos gente caminando en mitad de la nada, una constante de este viaje. Omar les lanza, sin detenerse, botellas de agua. La solidaridad del desierto.

Con el sol ya muy bajo, llegamos a la cuenca del lago Abbé, un antiguo brazo de mar que se quedó aislado y se ha ido desecando progresivamente. La orilla actual es inaccesible, debido a las grandes extensiones de lodo y de arenas movedizas que la separan de la tierra firme.

Burros, cabras, camellos y facóqueros pastan en buena compañía. Un chiquillo que cuida un pequeño rebaño intenta, sin éxito, vendernos fósiles, cuernos de gacela, colmillos de facóquero, lo que sea. Me gustaría comprarle un colmillo, pero no me atrevo, pienso que estos animales pueden estar protegidos por el convenio CITES. Cuando regrese a España comprobaré que no es así, pero ya será demasiado tarde.

El lago Abbé sirve de frontera con la vecina Etiopia. Es también salobre, pero no tanto como el Assal, y debido a la construcción de varios embalses en el vecino país, así como a la progresiva aridez del clima, está en proceso de desaparición, ocupando actualmente la cuarta parte de superficie que hace ochenta años.

Hace mucho tiempo, cuando el nivel del agua era decenas de metros más alto, aparecieron unas grietas en el fondo por las que se escapaba vapor sobrecalentado y saturado de sales. En contacto con el agua del lago, el vapor se condensaba y precipitaba las sales en disolución, formando unas chimeneas similares a las que hoy en día siguen creciendo en el fondo de los océanos, en las zonas de separación de las placas continentales. Este y no otro es el origen de las curiosas formaciones que surgen del antiguo fondo, hoy desecado. Sus formas extrañas, la persistencia de fumarolas y manantiales sulfurosos, y el viento, incesante y cargado de arena, explican que en este lugar se rodaran las escenas iniciales de la primera versión de "El planeta de los simios" allá por la década de los 60 del siglo pasado. Claro que otras fuentes indican que en realidad se filmaron en el lago Powell (Arizona), lo que me parece mucho más creíble. Pero como me lo contaron lo cuento.

Después de hacer cientos o miles de fotografías y contemplar la puesta del sol entre estas agujas fantasmales, nos dirigimos al único alojamiento disponible en muchos kilómetros a la redonda, un campamento gestionado por los afar. Un muro de mampostería delimita un recinto en el que aparcan los coches, y donde se apiñan váteres, duchas, una especie de chiringuito de playa al que llaman restaurante, y las cabañas en las que dormimos los guiris. Los empleados locales se alojan en unos edificios de piedra fuera del recinto.

Las cabañas menores, como las de la imagen, acogen a dos personas en una especie de camitas plegables, que se cierran solas al menor descuido. Después de ducharnos y cenar, nos acostamos a la luz de las frontales. Sopla un viento endiablado, es como intentar dormir en la playa de Cortadura una noche de levantera. Las esteras se levantan y golpean contra el armazón de ramas sin desbastar, el aire y el polvo se cuelan sin problemas en las tiendas. Ahora entiendo por qué cada una de las auténticas cabañas afar está rodeada de un círculo de piedras de poco más de medio metro de alto: es para protegerse del viento y que no se cuele bajo las esteras.

A la vista del vendaval, desistimos de instalar las mosquiteras o encender las espirales repelentes. Me acuesto cubierto solo por mi viejo saco sábana, comprado en Hanoi hace ya veinticinco años.
En algún momento indeterminado de la noche, me despierto cubierto de picaduras. El viento ha cesado por completo, permitiendo acercarse a los mosquitos del lago. Siempre a la luz de la frontal, monto la mosquitera, enciendo las espirales y me unto las picaduras de pomada. A continuación, una buena pulverización de repelente por piernas, brazos y cabeza.

Con el sueño y el cansancio, no me doy cuenta de que tengo una pequeña quemadura solar en la cerviz. Los efectos del repelente sobre la piel quemada se hicieron evidentes días después, en forma de una dermatitis de contacto que todavía perdura a la hora de escribir este texto.

El resto de la noche transcurre en paz, sin más problemas que las dificultades de algunos huéspedes para encontrar su cabaña después de una excursión hasta la zona de aseos. Debería haber números sobre la entrada, de noche todas las cabañas parecen iguales.

El viernes nos despertamos antes de amanecer y hacemos una última visita al lago, para ver salir el sol entre las chimeneas de hadas, como las llaman en las guías turísticas. Yo las llamaría de demonios, me parece un nombre mucho más apropiado en un entorno tan duro e inhumano como este.

Iniciamos el regreso muy temprano, tenemos por delante el cruce de la frontera con Etiopía y un larguísimo —en horas, no en kilómetros— recorrido hasta Semera, donde pretendemos hacer noche.
La primera parte es relativamente cómoda, por las pistas de grava y arena que forman la RN 6. En Dikhil perdemos media hora en cambiar dinero, liquidando los últimos francos yibutíes para comprar birs, la moneda etíope.

Al incorporarnos a la RN 1, las dificultades de multiplican. Esta carretera, la más importante de Yibuti porque es por donde llegan los productos etíopes para ser embarcados, estuvo algún día asfaltada. Hoy solo quedan vestigios de aquel pavimento, con una serie de baches y zanjas que hacen imposible circular por la misma. El intenso tráfico que la recorre se desvía en trazados paralelos, a veces sin salida, que se multiplican según la imaginación de cada conductor, y se alejan hasta cinco o seis kilómetros de la antigua carretera, solo transitable en pequeños trechos. Nuestros chóferes se pican entre ellos a ver quién encuentra la mejor ruta.

Esto nos permite adentrarnos en oasis, lagos secos, ramblas y poblados, e incluso avistar chacales, hienas, facóqueros, cebús, cigüeñuelas y gacelas. Aprovechando una parada fisiológica, Omar se arrodilla y reza en dirección a La Meca. Es la hora de la oración de la tarde, el Asr.

Paramos en un bar de carretera, junto a una caseta cuya parte baja está forrada de malla de gallinero, y contra la que se rascan sistemáticamente todas las cabras de un rebaño hasta dejar la malla brillante, como si fuera de acero inoxidable. Algunas de las cabras utilizan el cable de acero que sostiene un poste para rascarse entre los cuernos. En el interior de la cafetería, mesas y sillas de plástico conviven con sofás fabricados con palos y tiras de piel de cabra, sobre los que reposan haces de palitos de qhat, ya desprovistos de hojas. El té que me sirven está imbebible, alguna especia que desconozco intenta sin éxito ocultar el sabor salobre del agua.

Los pocos camiones que utilizan la ruta oficial se arriesgan a graves averías, como este tráiler con remolque:

Al acercarnos a la frontera, los cientos de carriles van confluyendo sobre los vestigios de la carretera, en la que se forman largas colas de camiones en espera de pasar los controles aduaneros. Llegamos por fin al puesto yibutí, una casita de obra al borde de la carretera, detrás de la que orinamos por turno mientras esperamos media hora a que el único vigilante realice algún trámite, supongo que secreto, en el interior de la caseta. Según él, “el sistema va lento”. Lentísimo, considero yo, a la vista de los cables cortados que cuelgan de la fachada. Dudo que tenga luz eléctrica, y mucho menos internet u otro tipo de comunicación. Me imagino que aguarda, infructuosamente, alguna propina extra.

Llega el momento en que, por aburrimiento o simplemente convencido de que no nos va a sacar más dinero, nos deja cruzar a tierra de nadie. Seguimos varios kilómetros hasta llegar al control etíope, que parece otro planeta, o al menos claramente otro país; no es como esas fronteras europeas donde como máximo un par de banderas señalan el cambio de país. En el lado etíope hay asfalto en buen estado, cafetines, tiendas donde se vende aceite de girasol y cerveza, edificios en construcción, rótulos de neón, guirnaldas de LED… ¡y barrenderos!

Casi una hora tardamos en los trámites de entrada, que se complican cuando el policía se equivoca al poner el sello de entrada, y escribe una fecha incompatible con nuestro visado. Nada que no se pueda solucionar con una combinación de tiempo y de dinero. Vaya en su descargo que el error es lógico, dada la relativa similitud entre el calendario Ge’ez de los etíopes, basado en el juliano, y el gregoriano de uso en la mayoría de países civilizados. Cuando escribo esto, 28 de febrero de 2019 en España, en Etiopía es el 21 de Yekati de 2011. Sus días comienzan no a las doce de la noche, como los nuestros, sino a las seis de la mañana, lo que parece mucho más lógico. Así, para ellos la noche del martes es la que sigue a ese día, no la que lo precede.

Nos inspeccionan los equipajes, al parecer en busca de armas, y surge otro problema que puede complicar las cosas. Antonio, mi compañero, no consigue abrir el candado de combinación que cierra su maleta. Sigue intentándolo, cada vez más nervioso, mientras el aduanero revisa otros bultos. Por suerte, al final acierta con la combinación y nos dejan seguir camino con nuestros nuevos vehículos y conductores. El de nuestro coche, el número 3, se llama Salomón. Hasta en esto se nota el cambio de país: nombres musulmanes (Omar) en Yibutí, nombres cristianos o más bien judíos en Etiopía.
También cambian los letreros. El francés, dominante en Yibuti, da paso al amhárico, que tiene su propio alfabeto. Algunos textos en alfabeto latino, para nosotros incomprensibles, están escritos en oromo, uno de los idiomas más hablados del país.

Etiopía, pese a ser considerado un país cristiano, en realidad es un estado laico, que celebra tanto las festividades cristianas como las musulmanas, y alberga otras dos religiones singulares: Falashas y rastafaris. Los falashas, palabra que en amhárico significa forastero o exiliado, profesan la religión judía, y dicen proceder de la tribu perdida de Dan. Descubiertos por un rabino judío a mediados del siglo pasado, hasta ese momento ellos se creían ser los únicos judíos supervivientes en el mundo. El estado de Israel ayudó a su traslado a Palestina, y en los años ochenta organizó varias operaciones más o menos secretas (Moisés, Salomón) para sacarlos de Etiopía. Su situación en Israel, quizás el país más racista del mundo, no es muy buena; la mayoría de los judíos sefardíes y asquenazis los desprecia por su piel negra, y están tan discriminados laboral y económicamente que muchos se están planteando el regreso a Etiopía.

Los rastafaris, de los que es muy conocida su rama jamaicana, a la que perteneció Bob Marley, también están implantados en Etiopía. De hecho, el nombre de esta curiosa religión viene de Ras Tafari (gobernador Tafari), que fue el primer cargo público que ostentó quien luego cambió su nombre a Haile Selassie y en 1930 llegó a emperador de Etiopía.

Todo empezó cuando, a comienzos de los años veinte, y como parte de su lucha contra la discriminación racial, el activista jamaicano Marcus Garvey hizo una extraña profecía:
“Miren a África, donde se coronará un rey negro, porque el día de la liberación se acerca".
Unos años después, efectivamente, Haile Selassie fue coronado en Addis Abeba, en medio de unos fastos que Evelyn Waugh describe con mucho humor en su libro Noticia bomba.

Pero volvamos a nuestro viaje. Terminados los trámites fronterizos, todavía nos quedan dos horas de viaje hasta Semera, donde haremos noche. Pasamos numerosos poblados claramente orientados a dar servicio a los camioneros. Cada pocos kilómetros aparecen hoteluchos, puticlubs, estaciones de servicio, talleres mecánicos o de reparación de neumáticos y grandes aparcamientos donde cientos de camiones se preparan para pasar la noche.

Nuestro nuevo conductor se comunica en inglés, pero es de pocas palabras; en la semana que pasaremos con él nos da muy poca información personal: está casado, tiene dos niños, vive en Addis Abeba y es oromo, de religión musulmana muy poco estricta, según podré comprobar más adelante.
Ya de noche llegamos a Semera, actual capital de la región administrativa afar. Al borde de la carretera se suceden innumerables sucursales bancarias, hoteles, minicentros comerciales, edificios de apartamentos y otras construcciones modernas. Semera es una ciudad de reciente creación, construida en una llanura desértica y azotada continuamente por tormentas de arena. Los afar prefieren la muy cercana ciudad de Logia, protegida de los vientos en el fondo de un barranco.

El hotel Aramis tiene estructura de cuartel, o de caravansería. Los edificios de una sola planta que acogen la recepción, la sala de convenciones, el restaurante y las habitaciones, se ordenan en torno a un patio muy amplio, que sirve de aparcamiento para los vehículos de los huéspedes.

Me asignan una habitación individual con cama de matrimonio. Aunque amplia, carece del más mínimo mantenimiento. Las sábanas, bastante sospechosas, me inducen a utilizar mi propio saco sábana; en la ducha no consigo que salga agua y acabo utilizando la miniducha ubicada junto a la taza del váter, cuyo objetivo es más bien la higiene íntima. Pese a las teóricas comodidades después de la cabaña del lago Abbé, esta es la peor noche del viaje. Me despierto varias veces, y las cinco de la mañana, antes de que empiece a clarear, ya estoy totalmente despejado. Precisamente hoy que podemos dormir hasta tarde por primera vez en el viaje.

Después de desayunar, mientras el guía se ocupa de los trámites necesarios para internarse en el desierto de Danakil, intento dar un paseo por Semera, que a la luz del sol se muestra todavía más inhóspita que anoche. El patio del hotel se abre directamente a la carretera, por la que circula un chorro incesante de peatones, bicicletas, motocarros, microbuses y camiones, pero ningún turismo. A casi un kilómetro de distancia, velados por la arena que arrastra el viento, se divisan algunos edificios muy poco atractivos. Me da la impresión de que aquí solo viven los que no pueden evitarlo. Rápidamente desisto y vuelvo a la relativa comodidad del patio.

A media mañana, una vez conseguidos los permisos de viaje, nos acercamos en coche a Logia, la ciudad vieja, para hacer unas compras necesarias para la expedición que tenemos por delante. Varios, pensando en las cuatro horas de ascensión nocturna al volcán Erta Alé, adquirimos unas estupendas y baratísimas linternas LED, que se pueden cargar tanto directamente de la red como con una placa fotovoltaica incorporada; al volver a casa comprobaré que la batería soporta más de ocho horas de funcionamiento continuo.

Retrocedemos luego unos kilómetros a lo largo de la carretera por la que llegamos anoche, hasta encontrar una desviación que gira hacia el norte internándose en el desierto. Franjas de arena se alternan con coladas volcánicas muy meteorizadas. El paisaje, bajo un sol cegador, es un permanente contraste de blancos y negros casi puros.

En mitad de las piedras surge alguna aldea, pero no se ven personas ni animales; supongo que estarán en el fondo de alguna rambla, donde se encuentran pastos para el ganado e incluso algún pozo. Surge de la nada una pareja de avestruces, que se alejan con calma, despectivos.

Paramos para comer en Sixa, un pequeño poblado que toma su nombre de encontrarse en el kilómetro sesenta de la carretera. Sobre una colina vemos unas tumbas afar, simples columnas de mampostería sobre montículos de piedras. Esto de honrar a los difuntos es una tradición muy reciente entre los afar, que, como la mayoría de los pueblos nómadas, se limitaban a abandonar los cadáveres en el desierto, cubiertos por un mínimo montón de piedras para impedir la acción de los chacales y las hienas. Solo con la sedentarización comenzó la costumbre de construir cementerios rudimentarios en las cercanías de los poblados.

El restaurante, un simple chiringuito, también funciona como hotel; por un precio muy modesto se puede alquilar una cama sin colchón justo al borde de la carretera.

Messi, nuestro cocinero, nos prepara un picoteo de ensalada y bocadillos de chopped pork con las provisiones que llevamos en los coches, y añade la comida tradicional etíope, injera con shiro (un puré muy especiado de legumbres y tomate). Complementa el menú con una fuente de cabra frita, durísima pero muy sabrosa.

Traía muy malas referencias sobre la injera, el alimento base en toda esta zona. En varios blogs de viaje había leído que era algo desagradable, una especie de spontex húmedo y ácido, incomible. Por suerte, me gusta, y a partir de hoy lo comeré siempre que tenga ocasión. La injera se prepara a partir de harina de teff, un cereal endémico de Etiopía. La harina se mezcla con agua y se deja fermentar ligeramente, sin añadirle ningún tipo de levadura; las malas lenguas dicen que la fermentación se produce bajo una capa de estiércol de vaca, cosa que dudo.

La masa resultante, muy líquida, se vierte sobre un gran disco de arcilla situado sobre el fuego, utilizando como embudo una calabaza hueca. Es fundamental el juego de muñeca de la cocinera, que dibuja sobre el disco una espiral perfecta y consigue una especie de crêpe de espesor uniforme.
En dos minutos, sin darle la vuelta, se retira del fuego y se almacena hasta que llega el momento de comerla, habitualmente fría. Su tacto, efectivamente, es la de un spontex ligeramente húmedo, pero ahí acaba toda la semejanza. Tiene un sabor neutro, en absoluto ácido, color marrón, y no huele a nada. Perfecto para acompañar cualquier guiso.

Se come colocando una de estas crepes, de medio metro de diámetro, en el centro de la mesa. Sobre ella se vierten varios cucharones de guiso; cada comensal va cortando pedazos de injera, que utiliza como pinza para rebañar el guiso. Los etíopes comen elegantemente, sin mancharse ni necesidad de servilleta; los guiris acabamos con cara, manos y camisa cubiertos de goterones. Por eso, en los restaurantes más europeos, sirven la injera en cada plato, ya cortada, y se utiliza cuchillo y tenedor.
Dentro del restaurante se está casi fresco; fuera, la temperatura alcanza los cuarenta grados, y el viento es muy incómodo. Una mujer pasa por la carretera empujando a un burro y luchando contra el vendaval.

Seguimos hacia el norte, y por fin divisamos nuestra meta para ese día: el lago Afrera, situado a 80 metros bajo el nivel del mar. Aunque en la actualidad ocupa unos cien kilómetros cuadrados, hace diez mil años alcanzaba más de mil, cuando sus aguas aun eran dulces y la pesca muy abundante. Hoy la evaporación lo ha convertido en salobre, y su uso principal es la extracción de sal. Al no existir mareas, las extensas salinas de sus orillas se rellenan mediante bombas.

Instalamos nuestro campamento justo a orillas del lago, en una playa pública ubicada junto a un manantial termal. Nuestras tiendas iglú, en realidad un incordio para los usuarios habituales, se convierten rápidamente en un foco de atracción. A partir de este momento, todas nuestras actividades son seguidas con interés por un cada vez más nutrido grupos de niños, adultos y ancianos.


El baño en el lago nos refresca y nos ayuda a librarnos del polvo del camino, aunque la densidad del agua impide sumergirse, e incluso nadar boca abajo. Pasamos luego al estanque termal, de muy poca profundidad, con el agua a más de cuarenta grados, en el que permanezco solo unos minutos, temeroso de sufrir una caída de tensión; no tardaré mucho en comprobar la inutilidad de mis precauciones. Los indígenas no se cortan a la hora de fotografiarnos, me parece justo.

Nos acostamos temprano, en mitad del vendaval; las tiendas se agitan y parecen a punto de salir volando.

Al día siguiente, antes de amanecer, justo en el ecuador del viaje, salgo de la tienda a contemplar la salida del sol sobre el lago; luego me alejo para hacer de vientre. En cuanto termino y me incorporo, me entra un terrible mareo, pese al cual consigo alcanzar una alambrada cercana, a la que me aferro. No estoy asustado, sé perfectamente lo que me está pasando, aunque serán luego los médicos del grupo los que le pondrán nombre: una crisis vagal, que consiste en la falta de riego en la cabeza, con los consiguientes mareos, vómitos e incluso pérdida del conocimiento.

Intento acercarme al campamento agarrándome a la alambrada, con cuidado de no clavarme ninguna púa, pero pronto descubro que estoy en la zona elegida por las mujeres del poblado para asearse. Salen de entre los matorrales gritándome y cubriéndose con sus vestidos. Todos mis intentos para que me ayuden son inútiles, creo que están bastante más asustadas que yo.

Sigo avanzando hasta que termina la alambrada. Grito pidiendo ayuda, pero el viento, que no ha cesado en toda la noche, impide que me escuchen desde el campamento. Intento sentarme en unas piedras, pero pierdo por completo el equilibrio y caigo contra la alambrada, que me rasga la camisa. Menos mal que un afar se da cuenta y, deduciendo inteligentemente que formo parte del grupo que acampa a pocos metros, me acompaña hasta dejarme en manos de mis compañeros. Allí se moviliza inmediatamente el nutrido equipo médico, formado por tres médicos y dos enfermeras. Aprovecho para agradecer a Esther, a Menchu, a Marije, a Manu y a Carmen sus cuidados.

Rápidamente me tumban en una colchoneta, me colocan las piernas en alto para favorecer el riego en el cerebro, me abrigan, intentan tranquilizarme. Por suerte, no estoy en absoluto nervioso, reconozco los resultados de la combinación del calor, el cansancio, la tensión arterial excesivamente baja y el rápido paso de una posición en cuclillas a otra erguida. También me curan los rasguños producidos por el alambre de espino. Por suerte, ninguno de ellos ha perforado completamente la epidermis y estoy vacunado contra el tétanos, por lo que no es necesario ponerme el suero.

Cuando mejoro algo me incorporo y me siento a la mesa para desayunar algo y tomar mi medicación habitual, pero en pocos minutos me vuelvo a marear, y me tienen que colocar en la colchoneta, donde vomito. Arrastran mi colchoneta para separarme de los vómitos, que tapan con arena, y me hacen tragar un antiemético.

Descanso allí mientras mis compañeros recogen los equipajes. A continuación tenían previsto un recorrido por las salinas, tengo que insistirles que me encuentro bien para que ninguno se quede conmigo. Dormito un buen rato mientras los conductores desmontan el campamento; luego el guía me acompaña hasta una de las comodísimas camas de madera y piel de cabra en las que han pasado la noche los chóferes; no tardo en quedarme dormido a la sombra de los coches, abrazado a mi macuto; el malestar no me impide cuidar mis pertenencias. Cuando me despierto me tomo de nuevo la tensión: es baja pero no excesivamente.

Cuando los chóferes terminan de estibar y trincar el material, me suben a uno de los coches para trasladarnos al poblado que sirve de base a los trabajadores de la sal. En realidad es un mero asentamiento, la versión moderna de un pueblo del oeste americano en plena fiebre del oro.

Allí se juntan gentes procedentes de toda Etiopía, para dar servicio a los cientos de camiones que llegan cada día a cargar sal. En algunos alojamientos se duerme al aire libre; en otros se ofrecen habitaciones infectas de chapa corrugada. Si me viera obligado a dormir en este lugar tan poco acogedor, creo que preferiría las estrellas a la chapa, los mosquitos a las cucarachas. En cualquier caso, me da la impresión de que las habitaciones numeradas no se usan precisamente para dormir, sino para otro menester que también se suele ejercer en una cama. Veo pasar a uno de los chóferes abrazado a una camarera; luego me entero de que la tarifa por una cerveza y una hora con una chica está en trescientos bir, menos de diez euros, de los que uno es por la cerveza, cuatro para la habitación y cinco para la chica. ¡Y todavía hay quien defiende la prostitución!

No se ven muchas tiendas ni edificios oficiales, ni siquiera iglesias o mezquitas. Barberías, talleres mecánicos, gasolineras, la sucursal de un banco y un centro de salud se reparten por entre las chabolas.

Regresa mi equipo médico habitual y me conminan a beber suero oral. A sorbitos consigo tomarme un litro, pero sigo un poco mareado. Mis compañeros de coche me ceden el asiento de copiloto y me obligan a reclinarlo. Pese a todos sus cuidados, tengo claro que no volveré a hacer yo solo un viaje tan duro como este; me siento indefenso. No quiero ni pensar en qué pasaría si empeoro y me tienen que ingresar, lógicamente el resto del grupo tendría que seguir viaje, y yo me quedaría tirado en cualquier hospital etíope hasta que pudieran evacuarme a España. Mejor no jugar con fuego.

Pasadas las diez de la mañana, nos ponernos en marcha hacia el volcán Erta Alé, una de las joyas del viaje. Todos están deseando ascender al cráter para contemplar el lago de lava de su interior. Yo, en cambio, no me siento con fuerzas y le pido permiso al guía para quedarme en el campamento base.
Su respuesta es tajante:

—Por supuesto que te quedarás abajo, no pensaba dejarte subir.

Los primeros kilómetros transcurren por una carretera asfaltada, que algún día llegará a Mekele. Por ahora, el asfalto termina en el cuartel general de la empresa que construye la carretera, China Wu Yi Co. Ltd., con ingenieros chinos y mano de obra local. Allí se nos suma un policía autonómico, escolta obligatorio a partir de ahora. Uniforme azul, escaras tribales en ambas mejillas, gafas rosa e insignia de “Afar Poolis” en el hombro, daría risa si no fuera por el AK-47 que no suelta ni para comer. Es el modelo original ruso, con inscripciones en cirílico, no una de las imitaciones que se fabrican en numerosos países. Acabaré haciendo buenas migas con él, en el fondo es un pedazo de pan.

También se nos une un policía local, en realidad un miliciano de la subtribu afar que controla la zona del volcán. Armado también con su kalash, va de paisano y es de muy pocas palabras. No solo no habla inglés ni francés, lo que es normal, sino que ni siquiera entiende el árabe, lengua franca en todos los países que bordean el mar Rojo y en el cuerno de África.

A partir de ese momento, circulamos dos horas por la vía de servicio, una simple pista de arena y piedras que se va entrecruzando con la carretera en construcción. El traqueteo es demasiado para mi cuerpo debilitado, y acabo echando lo poco que me queda en el estómago. Menos mal que en lo sucesivo cierro los ojos y cesa el mareo, pese a que el firme no mejora, sino todo lo contrario.

Unos cincuenta kilómetros antes de llegar al volcán, la pista desaparece y la travesía se complica, además de que el calor también aumenta. Circulamos prácticamente campo a través, sobre coladas de lava muy irregulares; en algunos tramos seguimos las rodadas de los pocos vehículos que se acercan al volcán. La ruta está señalizada con montones de piedras, lo único que abunda en esta zona. El camino es un matadero, un destrozacoches, pero poco a poco me voy recuperando.

Llegamos por fin al campamento base, un círculo de cabañas de piedra volcánica con grandes rendijas para que circule el aire y entre la luz solar. El techo es una estructura de palos recubierta de paja; el suelo, muy irregular, de arena y piedras.

Mientras el cocinero prepara la comida, nos acomodamos en una par de cabañas, sobre esteras. Dentro no se está mal, el techo nos protege del sol y el viento que se cuela por entre las piedras refresca un poco el ambiente. Después de comer nos apiñamos para dormir una siesta durante las horas de más calor.

Mis compañeros se preparan para la ascensión al volcán: tres litros de agua y un bocadillo, buen calzado, frontal con baterías cargadas, sombrero, un pañuelo o mascarilla para protegerse del humo, saco sábana y cámara de fotos. Unos camellos contratados para la ocasión subirán más agua, las colchonetas y el desayuno. Los pastores afar aparecen con dos camellos extra, aparejados para montar; insisten en que no están incluidos en el precio contratado, los traen solo “por si acaso”.

El plan es empezar la subida, técnicamente sencilla, sobre las cuatro y media de la tarde, cuando el sol comienza a bajar. Luego seguirán caminando a oscuras hasta las nueve de la noche, hora en la que estiman llegar a la cima. Allí tendrán un par de horas para descansar y admirar el lago de lava incandescente, uno de los cinco únicos que existen en el mundo. Si los camellos llegan, harán vivac en la cumbre y comenzarán el descenso al amanecer; si no, descansarán otras dos o tres horas y comenzarán a bajar todavía de noche, para llegar al campo base antes de que el sol apriete. Sin agua adicional es muy arriesgado aventurarse a caminar al sol, el guía nos cuenta que hace unos años se le murió un turista en esta ruta, de un golpe de calor que degeneró en una parada cardíaca.

Antes de partir, uno de los bilbaínos se interesa por mi estado. “Zer moduz” (¿cómo estás). Le contesto, muy serio, con una de las pocas frases que conozco en euskera: “Salda dago” (hay caldo, rótulo muy habitual en las tascas de Bilbao). Por suerte, se lo toma bien.

Arranca por fin la expedición. Yo me quedo encantado, a la puerta de la cabaña en la que dormiré esta noche, bebiendo una infusión muy aguada de té verde y hierbabuena, mientras reviso mis notas.

El volcán se considera en erupción desde 1967. Los primeros europeos llegaron a su base en 1841 y a su cima en 1873, pero al estar situado en una región desértica y de difícil acceso, no había sido estudiado muy estudiado hasta la erupción.

Tampoco los afar se suelen acercar a él, en primer lugar porque no les ofrece ningún interés más allá del negocio turístico, y en segundo porque creen que en la cima habitan espíritus malignos que se pasean a caballo.

Yo sigo sentado, charlando a ratos con los conductores y hasta con Abdul, el ertzaina, que acaba prestándome su AK-47 para hacerme una foto. Con los conductores me entiendo en inglés y con Abdul en un árabe muy rudimentario, y —sobre todo— a base de gestos y sonrisas.

Conductores y ayudantes van preparándose para pasar la noche; a mí me adjudican la cabaña más cercana a la cocina. Primero forman un rectángulo con los coches, dentro del recinto del campamento, de forma que solo quede un estrecho paso para acceder a la zona en que se ubica mi cabaña y la cocina. Pienso que lo hacen como protección, al fin y al cabo ellos son oromo y estamos en territorio afar; no hace tantos años que los afar asaltaban y saqueaban sistemáticamente los trenes que iban de Addis Abeba a Yibuti. Luego descubriré que los coches son una protección, pero contra el viento que no cesará de soplar en toda la noche.

Luego extienden por el suelo las grandes lonas que usan habitualmente para proteger la carga de los coches, cuidando de subirlas hasta un metro de altura por los bordes. Forman así una especie de cubeta en la que colocan sus esteras y colchonetas.

Ceno con el personal; ellos tumbados en esteras, yo en mi silla plegable y con una mesita, como buen europeo. Me siento un poco bwana. El menú único es injera con shiro, que me encanta. Ellos comparten la comida de una fuente colectiva, pero a mí me la traen servida en un plato. Tengo que reconocer que Messi es un buen cocinero, aunque está enfadado porque el viento le apaga continuamente los fogones.

Después de cenar, y pese a ser musulmanes, me ofrecen compartir con ellos una botella de un licor al que llamar rakis, y que supongo relacionado con el anís turco raki, que no me gusta demasiado. A la mañana siguiente examino la botella vacía y leo la etiqueta: “Fine Champagne cognac - Distilled and bottled in Asmara (Eritrea)” A saber lo que es, pero con solo doce grados no parece demasiado peligroso.

Para corresponder, les ofrezco una botella mediana de Camus, auténtico coñac francés, comprada en Estambul. La aceptan con grandes muestras de agradecimiento, pero luego se la beben en el mismo vaso que el rakis, sin más comentario. Messi, el jefe de todos ellos, se limita a decirme: Eritrea coñac, french coñac. En el fondo, todo es alcohol.

Pasan el tiempo bebiendo muy lentamente, escuchando música pop etíope y, sobre todo, charlando. Por las pocas palabras que creo entender, hablan de música (Bob Marley), de política nacional e internacional (Yemen, Yibuti, per cent, tigriña) y principalmente de trabajo (Jordi, program, Kombolcha). De vez en cuando, por pura cortesía, me hacen una pregunta en inglés (las eternas cuestiones: edad, profesión, familia…) Me enseñan a dar las gracias en amhárico: Ama seke nato. Cuando el primero se levanta para acostarse, yo también me retiro a mi cabaña.

Todos se meten en sus sacos y apagan las frontales, aunque la música sigue sonando un rato. El viento cada vez es más fuerte, y se mete por todas partes, cargado de arena. Ahora comprendo mejor lo del rectángulo de coches y el parapeto de lona. En mi cabaña, sin puerta y con la entrada orientada a barlovento, no encuentro forma de dormir. Tres veces tengo que cambiar la ubicación y orientación de la colchoneta antes de poderme relajar. Termino de espaldas a la entrada, con el saco sábana cubriéndome hasta la cabeza. Aún así me despierto, al amanecer, rebozado en arena. No muy lejos del campamento, con un resto de infusión de hierbabuena que me resulta muy refrescante, me lavo los dientes y la cara; también enjuago las gafas en un vano intento de limpiarlas de polvo.

Cuando regreso al campamento, algunos siguen durmiendo, pero Messi los pone rápidamente en marcha. Hay que recoger el dormitorio y preparar el desayuno para los expedicionarios.

Sobre las nueve llegan mis compañeros, cansados y un tanto decepcionados, por no decir mucho. El intenso humo ocultaba completamente el lago de lava, han sido 9 horas de camino para nada. Abdul, el ertzaina, me saluda hombro contra hombro, al estilo etíope. Amigos para siempre.

Me cuentan, entre risas, el gran negocio de los camellos de silla. Durante la ascensión, alguna de mis compañeras se rindió, agotada. En ese momento, sin otra alternativa, el alquiler de los camellos disponibles de multiplicó por diez. Era la ley del mercado, en una situación de monopolio perfecto. O pagabas lo que te pedían por subirte a un camello, o te quedabas a mitad de la pendiente.
Poco después emprendemos viaje hacia el infierno de Dallol. Pero esa es otra historia, que podéis leer pinchando aquí.

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3 comentarios:

  1. Madre mia, Arturo. Buen susto te tienes que haber llevado. ¿Tus compañeros de viaje eran de nuestra quinta o mas jóvenes?
    No creo que 8 o 10 personas de nuestra edad puedan sobrevivir al completo en un viaje como este.
    Y una curiosidad: ¿Que esperabais ver en este viaje que fuera tan interesante para justificarlo? No hay arquitectura, no hay paisajes, no hay historia,....El volcán y su lava fallida parecen poca cosa. A lo mejor me estoy adelantando y luego nos sorprendes, pero de entrada todo el viaje me parece una lucha por sobrevivir en un mundo inhóspito.

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    1. José Tamón, por suerte el susto no fue grande, porque aunque nunca había sufrido una crisis vagal, sabía perfectamente lo que me estaba pasando. En cuanto al resto del grupo, sus edades oscilaban entre 50 y 70, con amplia mayoría de jubilados y un reparto equitatorio entre hombre y mujeres. Y no fui yo el único en caer. Tres lipotimias y vairas diarreas fue el balance de la expedición.

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    2. En cuanto al interés del viaje, aunque coincido contigo en que lo más impactante era su dureza, es cierto que la arquitectura era muy escueta, pero los paisajes, tanto físicos como humanos, eran hermosos por su hostilidad. De todas maneras, todavía no hemos llegado a la mitad del recorrido, al mítico Dallol, del que escribiré en la próxima entrega.

      En cualquier caso, el objetivo del viaje era más bien geológico: la falla del Rift, el desierto de Danakil, el volcán Erta Alé, los lagos de sal, la locura del Dallol...

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