martes, 19 de marzo de 2019

Las tierras altas

(10 al 11 de febrero de 2019)

El Tigray no tiene nada que ver con el desierto del Danakil; es, literalmente, otro país. En menos de dos horas pasamos de ciento cincuenta metros bajo el nivel del mar a dos mil por encima, y la temperatura cae desde los cuarenta grados hasta unos agradabilísimos veintitrés. La población afar, musulmana, se ve reemplazada por los tigray o tigriña, cristianos, cubiertos con capas blancas en sus idas y venidas a misa. Las mezquitas se ven sustituidas por iglesias, y aparecen los perros, por primera vez en todo el viaje. El islam considera al perro como símbolo del diablo, y en las zonas musulmanas no se encuentra ni uno.

Aquí se estableció el segundo reino cristiano del mundo, antes incluso de la conversión del emperador romano Constantino. La iglesia etíope es monofisita, como el resto de las iglesias ortodoxas orientales. Esto significa que defiende la existencia de una sola naturaleza de Cristo, opuesta a la creencia en dos naturalezas, humana y divina, que la Iglesia católica estableció como oficial en el siglo V, durante el Concilio de Calcedonia.

La tradición religiosa etíope atribuye la fundación de su Iglesia al apóstol Felipe. Aunque esto no está comprobado, sí existen datos de que el Reino de Aksum, creado hace dos mil quinientos años, adoptó el cristianismo en el siglo IV, gracias a los esfuerzos de un monje dependiente del patriarca copto de Alejandría. Pero antes de eso, Aksum fue el primer reino africano en acuñar su propia moneda, y sus reyes se consideraban descendientes de Salomón y la reina de Saba, aunque no exista confirmación histórica. Tampoco es seguro que en su capital se conserve la auténtica Arca de la Alianza, teóricamente guardada en el interior del templo de Nuestra Señora de Sion, y a la que únicamente puede acceder su guardián vitalicio. Lo que sí es cierto es que su principal fuente de ingresos era el comercio entre el Mediterráneo (Egipto) y el océano Índico, a través de los puertos que poseía en el Mar Rojo.

El cristianismo etíope se mantuvo aislado de la mayoría de los demás núcleos cristianos hasta principios del siglo XVII, aunque ya en la Edad Media en Europa se tenía conocimiento de la existencia de un reino cristiano en oriente, gobernado por el famoso Preste Juan.

Por eso resultó creíble en las cortes aragonesa y portuguesa la embajada enviada por el emperador etíope para pedir ayuda contra el Sultanato de Adal y el imperio otomano, que amenazaban la propia existencia del país. Los portugueses, más interesados en el control de la ruta comercial a la India a través del Mar Rojo que en la defensa del catolicismo, enviaron sin embargo una legación, de la que formaba parte un jesuita, Pedro Páez. Este personaje, que intentó imponer el catolicismo y romper los lazos de la iglesia etíope con la copta, provocó una insurrección popular que terminó con la abdicación del emperador Susenyos y la expulsión de los jesuitas.

La influencia de la religión en la política se redujo notablemente tras la abdicación de Haile Selassie I en 1974 y la instauración en Etiopía de un estado socialista, que acabó con miles de años de monarquía absoluta y luchó por la separación entre Iglesia y Estado.

Seguimos circulando por el macizo abisinio, siempre por encima de los mil metros de elevación. No es una meseta como la castellana, sino que su orografía se parece más a Galicia, con una continua alternancia de montañas y valles cultivados, todos densamente poblados. Lástima que ya se haya recogido la cosecha y que el terreno presente el color pardo de los barbechos y rastrojos. En el bar en que paramos a descansar un rato nos encontramos con un retrato de Meles Zenawi, guerrillero tigriña que consiguió derrocar al dictador Haile Mengistu Mariam, hoy exiliado en Zimbawe. Zenawi llegó primero a jefe del estado y, tras unas elecciones libres, a primer ministro.

También nos enteramos de que las famosas hambrunas de Eritrea y Etiopía, aunque causadas por una sequía demasiado prolongada, se agudizaron por motivos políticos.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Etiopía, que había luchado por su independencia contra las tropas de Mussolini, se encontró en el bando ganador. Intentó aprovechar esa ventaja anexionándose Eritrea, abandonada por los italianos, y en un primer momento lo consiguió.

En torno a 1990, coincidiendo con la sequía que cito un poco más arriba, se produjo una rebelión independentista en Eritrea, que rápidamente fue apoyada por otra similar en el Tigray, región muy emparentada culturalmente con Eritrea. Para sofocarlas, Mengistu decretó un bloqueó de las zonas en conflicto, lo que impidió la llegada de ayuda internacional. Todos recordamos las imágenes de niños famélicos y de personas muertas en el borde de los caminos.

Al atardecer entramos en Wukro, donde haremos noche. Es una ciudad mediana, sin ningún encanto; hay que tener en cuenta que Etiopía nunca ha tenido una tradición urbana, y que la mayoría de las ciudades son de reciente creación. Mucho tráfico, edificios altos de oficinas que se alternan con barrios residenciales de casas bajas, tiendas, animación en las calles llenas de gente, pero nuestra caravana pasa de largo hasta llegar al hotel, situado sobre una colina a un par de kilómetros de la ciudad.

Nada más llegar nos encontramos con una boda, en la que los novios posan hablando por sus respectivos móviles, escoltados por un par de damas de honor con el peinado tradicional tigray, que hasta hace poco usaban tanto hombres como mujeres, y que parece recordar la melena de un león.

Después de varios días de aislamiento telefónico, todo el grupo está ansioso de comunicarse con su familia y amistades. Nos concentramos en la zona de recepción, único punto del hotel en el que hay señal WiFi, pero la mayoría no conseguimos conectarnos a Internet. Menos mal que en el grupo contamos con un auténtico hacker, Xavi, que consigue acceder como administrador al router del hotel y cambiarle ligeramente la configuración. A partir de ese momento, la conexión funciona perfectamente.

Durante la cena comparto con varios compañeros una botella de Rift Valley, un cabernet-sauvignon etíope, bueno pero excesivamente caro para el país: cuatrocientos bir la botella, unos trece euros, frente a los treinta bir que cuesta una coca cola o una cerveza. Es lo malo de tener vicios caros, aunque en este viaje los estoy satisfaciendo muy esporádicamente.

A la mañana siguiente, después de una noche excelente en la enorme habitación que nos adjudican, me levanto antes de amanecer para una nueva sesión de WiFi. A las cuatro y media de la madrugada comienzan los rezos en la iglesia cristiana del otro lado del valle. Transmitidos por megafonía, el tono me recuerda mucho al de los tapiceros ambulantes que de vez en cuando recorren mi barrio en furgoneta. Taapiicero baarato, soofás, silloones, tresiillos, caabeeceros, coojines. Preesupuesto sin comproomiso, señoora. Casi una hora más tarde, el almuédano convoca desde la mezquita para la oración del Fajr. Dura solo unos minutos, y sus palabras me resultan ya familiares: “Alâju Akbar. Aschadu an lâ ilâja ilâ-lâh…” (Dios es grande. Testifico que no hay más dios que Dios…”).

Circulamos un par de horas por una carretera en construcción, entre plantaciones de cereales, coles, tomates, berenjenas y otras hortalizas, que se alternan con álamos, frutales, algarrobos y otros árboles para mí desconocidos. Al fondo se divisan unas montañas de arenisca roja, el macizo de Gheralta, con un aspecto muy similar a los Mallos de Riglos.

Tal y como me temía, cerca de la cima de una de estas montañas se encuentran las dos primeras iglesias que vamos a visitar, a cuatrocientos metros sobre el nivel de la llanura, que tendremos que subir a pleno sol. Menos mal que en el comienzo del sendero nos espera un numeroso grupo de personal assistants, que por un muy módico precio se ofrecen a ayudarnos en la ascensión. No me lo pienso ni un minuto, y contrato verbalmente a Girmae (nombre tigriña equivalente a nuestro Germán). Es un señor de edad indefinida, bufanda de lana color vómito enrollada a la cabeza, sahariana gris, pantalones príncipe de gales y cangrejeras verdes.

A lo largo de la subida, clasificada como nivel 3 por los montañeros del grupo, compruebo lo acertado de mi decisión. Girmae me lleva la mochila, tira de mí, me empuja, me señala con su cayado dónde debo colocar pies y manos en los tramos más difíciles.

La ascensión es francamente dura para mi estado físico, con tramos bastante complicados. Empezamos con una subida por un sendero cómodo, bastante empinado, pero rápidamente nos metemos por una estrecha grieta, por la que seguimos ascendiendo apoyándonos en las dos paredes verticales entre las que discurre la ruta.

Lo malo empieza cuando abandonamos la protección de esta grieta y comenzamos a trepar por una rampa de piedra, con unas magníficas vistas al valle, que cada vez queda más abajo. Asciendo lentamente, ayudándome siempre con las manos, procurando tener tres puntos de apoyo firmes antes de mover un pie o una mano. Y, sobre todo, sin mirar hacia abajo para que el vértigo no me bloquee.

Paro a cada rato para tomar aliento, y poco a poco me van adelantando los demás miembros del grupo. Cuando llegamos a la iglesia de Maryam Korkor me invade una euforia de triunfo. ¡He conseguido llegar arriba! No quiero pensar en la bajada.

La iglesia es interesante, aunque no se puede comparar con las famosas de Lalibela. Una fachada construida en piedra da acceso al interior, tallado aprovechando una cavidad natural. Sale a recibirnos el abad, vestido con una túnica amarilla. Nos cuentan que subió aquí hace más de setenta años, y que ya nunca volvió a bajar a la llanura. Dudo de si ha sido por alejarse de las tentaciones mundanas o por miedo al vértigo de la bajada; por un momento me veo obligado a hacerle compañía el resto de mi vida. Tendré que vencer mi vértigo, como sea.

El abad padece una ligera demencia senil, enciende velas, reza o murmulla, mira al infinito. Pero recupera la lucidez cuando nuestro guía le pide que nos muestre la cruz ceremonial de oro. Indignado, responde que la cruz solo sale del camarín para las fiestas religiosas.

Las paredes están cubiertas de pinturas naif, que representan diversas escenas de la biblia: Adán y Eva, Sansón destruyendo el templo de los filisteos, la resurrección de Lázaro… Parecen románicas, pero en realidad son del siglo XVII. Tienen un objetivo didáctico, enseñar historia sagrada a unos feligreses analfabetos.

Mis compañeros se dirigen a otra iglesia cercana, Daniel Korkor, y ahora llega lo peor. El sendero transcurre por una cornisa, que a mí me parece muy estrecha pero que reconozco que tiene un metro de ancho. Al lado izquierdo se abre directamente una caída de cuatrocientos metros hasta la llanura que, si fuera capaz de mirar, vería allá abajo. Ni pretil, ni barandilla, ni pasamanos, ni nada más que el vacío. Girmae, mi santo patrón, me coge de la mano y me indica por señas que ponga la mirada en el paredón rocoso de mi derecha. Ojos que no ven, corazón que no siente. Los guías locales descansan relajados al borde del precipicio, ajenos a mi vértigo ajeno.

El sendero termina en un pequeño rellano en el que se abre la entrada a Daniel Korkor. Yo soy incapaz de quitarme las botas para entrar, me siento en un escalón, lo más arrimado que puedo a la pared, esperando a que mis compañeros salgan de la capilla.

No sé cómo conseguí desandar aquella cornisa, es como un mal sueño del que prefiero no recordar mucho. Luego vendría la bajada, más difícil que la subida, ya que durante gran parte del recorrido había que descender mirando directamente hacia los barrancos. Menos mal que Xavi me ayudó, con su charla informática, a no pensar en la insensatez que estaba cometiendo.

Cuando llego abajo le doy una generosa propia a Girmae, convencido de que se la ha ganado con creces. Mis compañeros, que nos han ido adelantando durante el descenso, me reciben con un aplauso. Creo que me lo merezco, solo yo soy consciente de lo que me ha costado vencer el miedo. Han sido tres horas extenuantes en todos los aspectos.

Después de visitar otra iglesia más, esta accesible fácilmente en coche, emprendimos un viaje que, en dos días y medio, nos llevará hasta Addis Abeba a través de las tierras altas.

Este rápido recorrido nos da ocasión de conocer, muy superficialmente, algunas de las costumbres etíopes. Así, vemos como la zona de los restaurantes donde se prepara el yebena buna, el café tradicional, se decora extendiendo hierba recién cortada por el suelo, en recuerdo de los pisos de tierra de las cabañas, que se cubren con hierba verde para no mancharse los pies descalzos.

También asistimos a una misa en Kombolcha, la capital del Tigray. Al filo del anochecer, los fieles, vestidos de blanco, se concentran en el recinto que rodea la iglesia. El sacerdote oficia la misa en el exterior del edificio, acompañado por los cánticos y las palmadas rítmicas del público. A la puerta del recinto se agolpan mendigos, vendedores y toda clase de buscavidas.

En Kombolcha encontramos vestigios de la ocupación italiana, desde un monolito dedicado a Vittorio Emmanuelle, Re Imperatore, hasta túneles y tramos de carretera construidos para facilitar el avance de las tropas de Mussolini, que invadió Etiopía a partir de Eritrea, y que avanzó hacia Addis Abeba a través del Tigray, la Oromía y el país Amhara. También un camarero del hotel, un simpático viejecito, nos saluda con un Buona sera. Va bene?, recuerdo de sus años de emigración a Nápoles.

El cruce de la Oromía, de mayoría musulmana chiita, se nota por la profusión de mezquitas y la presencia de mujeres con la cara tapada. Se adornan con collares fabricados con discos de plata, que aquí llaman María Teresa, y que en realidad son unas monedas austríacas de aleación muy pobre, que Napoleón utilizó para pagar a sus tropas egipcias, los famosos mamelucos que luego participaron en los combates del 2 de mayo de 1808 en Madrid.

Tantas monedas llegaron a circular por todo el cuerno de África, que en Etiopía han sido de curso legal hasta mediados del siglo pasado, aunque ahora se usan exclusivamente como joyas.

Los amhara suelen vivir en complejos familiares amurallados. Durante una visita a una de estas aldeas, vemos como un ama de casa elabora la injera, el alimento básico. Prepara unos cincuenta cada día, que luego vende al borde de la carretera. A los miembros de esta tribu, como a los tigray, se les reconoce desde lejos por sus largas capas blancas.

Nunca olvidaré la tierna visión de un padre, que acompaña a sus dos hijos a la escuela, cada uno cogido de una mano, mientras carga al hombro su kalashnikov.

Al final de este recorrido llegamos a Addis Abeba. Pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.

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