Addis Abeba, la flor nueva en amhárico, es la ciudad más alta de África, situada a 2.300 metros sobre el nivel del mar, en las faldas del monte Entoto.
Su fundación es muy reciente, y adquirió la condición de capital de la efímera África Oriental Italiana en 1936.
Hasta ahora he pasado casi de puntillas sobre la presencia italiana en Etiopía, pero no podemos olvidar la tormentosa relación entre estos dos países. Ya a finales del siglo XIX, Italia ocupó el puerto de Massawa, en el Mar Rojo, siguiendo el ejemplo de otras potencias europeas. Pero cuando intentaron deponer al emperador Menelik II fueron derrotados por el ejército etíope, mucho peor armado.
Con la llegada al poder de Mussolini, los italianos intentaron quitarse la espina de esa derrota, y en 1935 invadieron Etiopía desde Eritrea. No consiguieron una verdadera victoria militar hasta haber asesinado a más de un millón de etíopes rociándolos con gas mostaza.
Pírrica victoria, porque solo cinco años después los etíopes, con ayuda británica, lograron expulsar a los italianos, momento en que el emperador Haile Selassie regresó a Addis Abeba y comenzó su reconstrucción y modernización, hasta conseguir que la sede de la Organización para la Unidad Africana se instalará aquí.
La ciudad, con más de 3 millones de habitantes, es un verdadero caos. De una orografía muy complicada, consiste en diferentes núcleos de edificios altos, fundamentalmente de oficinas, separados por un mar de barrios residenciales de clase media, que en España se considerarían chabolas.
En uno de esos núcleos modernos, junto al aeropuerto, se encuentra nuestro hotel; otra zona importante se organiza en torno a Piazza, donde abundan los grandes edificios racionalistas de diseño italiano.
Cenamos cerca del hotel, en el Yod Abisinia, un gran restaurante de lujo, frecuentado por turistas, diplomáticos y hombres de negocios. La cena, una versión para ricos de la cocina tradicional, incluye por supuesto varias fuentes de injera acompañada de muy diversos ingredientes: carne, verduras, legumbres… Los rollos parecidos a servilletas que bordean la fuente son tiras adicionales de injera.
Pese a ser miércoles, día en el que los cristianos más piadosos no ingieren carne, nos sirven kitwo, un plato de carne cruda, picada y muy aliñada, que me parece simplemente curiosa.
El espectáculo, en cambio, me resulta interesantísimo. Media docena de músicos, tres cantantes y ocho bailarines se van alternando para mostrar un catálogo de música y danza de diferentes zonas del país. Si queréis verlos con más detalle, podéis probar con este enlace a un vídeo filmado en este mismo restaurante:
Junto a mí se sientan dos parejas de color, o sea negras, que no africanas. Aunque son de origen etíope, han nacido en Paris, donde residen, y han venido a Etiopía como turistas. Por suerte, conocen perfectamente su folclore, y en varias ocasiones me aclaran la procedencia de determinados números. Los bailarines van cambiando de vestuario para ofrecernos danzas de diferentes zonas del país; me impresiona la fuerza y rapidez de alguno de los bailes: una de las bailarinas gira la cabeza a tal velocidad que la vista no es capaz de seguir sus movimientos, y su cara adquiere un aspecto picassiano, deformado. Ocho minutos de reloj está bailando de esa manera, como en un ejercicio de movilidad de las cervicales ejecutado a diez veces la velocidad normal.
Un grupo de turistas, creo que israelíes, sentados detrás de nosotros, están deseando salir a la pista, y responden con entusiasmo a la invitación de los bailarines. Resulta totalmente penoso, la agilidad y el ritmo de unos frente a la rigidez y patosidad de otros. Y más vergüenza ajena siento cuando de entre el público salen a bailar etíopes. No se pueden comparar con los profesionales, pero mantienen el tipo más que dignamente. Siguen el ritmo, imitan los movimientos de los bailarines, incluso improvisan algún paso nuevo. Como nuestra compañera Menchu, que hace toda una demostración de danza cuando se anima a salir al escenario.
Son más de las diez de la noche, tardísimo para Etiopía, cuando regresamos al hotel, esquivando a los ingenuos carteristas que rondan por los semáforos.
A la mañana siguiente, último día de estancia en Etiopía, comenzamos visitando el Museo Etnográfico, construido en un antiguo palacio que Haile Selassie donó con este fin. El palacio se construyó en 1934, algo después de la coronación, que supuso que Addis Abeba se hiciera visible en el ámbito internacional. Si queréis conocer más detalles de esta ceremonia, Evelyn Waugh narra muy bien las peripecias de un periodista británico invitado a los fastos.
Durante la ocupación italiana, el palacio sufrió importantes transformaciones para adaptarse a los gustos de las nuevas autoridades, que lo usaron como residencia de los virreyes (el mariscal Badoglio, el duque de Aosta…). Llegaron a erigir frente a su entrada un monumento en honor a Mussolini, que todavía se conserva, aunque ahora está coronado por dos leones de Judá, símbolo del imperio abisinio.
El museo alberga exposiciones muy variopintas, en un ambiente decadente. Se pueden contemplar desde las habitaciones privadas de la familia imperial, incluidos sus cuartos de baño, hasta una discreta exposición de objetos cotidianos procedentes de las diferentes tribus en que se divide la población. En mi opinión, lo más interesante son sus obras de arte religioso, las grandes cruces de oro con un diseño geométrico muy intricado, y las pinturas de los siglos XIV en adelante.
Tampoco desmerece una gran colección de antiguos instrumentos musicales, cuya exposición ha sido organizada por un equipo de museólogos italianos.
Siguiendo de museos, visitamos a continuación el Nacional, enclavado en un edificio que me parece una buena muestra del estilo racionalista.
En su sótano se conserva el esqueleto original de Lucy, la famosa Australopithecus afarensis, cuyos restos, de más de tres millones de años de antigüedad, se encontraron en el valle del río Awash, no muy lejos del lago Abbé. El resto de objetos expuestos no tiene mucho interés.
Volvemos a subir al microbús para dirigirnos a Merkato, uno de los mayores mercados de África. Por el camino, el guía nos alerta contra los carteristas, y nada más llegar contrata a dos policías locales para que nos acompañen. No sé si exagera un poco o si los policías son muy eficaces, pero recorremos un par de kilómetros de callejuelas sin ningún percance.
A la entrada del mercado, cae enfermo otro de mis compañeros, Ricardo, que se tiene que volver al hotel en el microbús. Por suerte, se recupera a las pocas horas.
El mercado, que yo llamaría más bien zoco, es muy heterogéneo. Lo mismo se circula por avenidas amplias, cargadas de tráfico y flanqueadas por edificios comerciales de varios pisos, como por mínimos callejones serpenteantes. En toda la zona la constante es la multitud, que ocupa todo el espacio disponible.
Las tiendas exponen sus mercancías en la calle, que se utiliza también como lugar de trabajo: herreros, carpinteros, sastres o seleccionadoras de café se instalan en medio del tumulto. Los vendedores de menos categoría extienden sus mercancías directamente en el suelo, algunos sobre plásticos al modo mantero.
Allí conviven los artículos más modernos, como televisores o microondas, con los más tradicionales, de paja, madera o barro.
Entre otras curiosidades, vemos varios talleres que elaboran mancuernas a partir de engranajes y otras piezas de maquinaria desechadas. También encuentro una zona donde se fabrican injereras eléctricas, para su uso en viviendas de ciudad en las que no se puede encender una fogata. Sobre el grueso disco tradicional de barro, con un pequeño cincel y mucho cuidado se talla un largo surco con forma de laberinto, como el que podemos ver en los antiguos hornillos eléctricos. Luego extraen el alambre de cobre de cables usados, lo enrollan sobre una varilla para darle forma de espiral, y lo van insertando en el surco. Con eso y un borne en cada extremo del cable, ya tienen fabricado el electrodoméstico. Ahora basta con ponerlo sobre un soporte con el surco hacia abajo y conectarlo a la corriente. Si todo sale bien, el flujo eléctrico pondrá al rojo el alambre de cobre, y sobre la otra cara se podrá cocinar la injera. En el proceso se rompen muchos discos, el suelo está cubierto de sus restos.
Vemos también puestos de venta de una especie de pan, elaborado con el grueso tallo de una planta, la Ensete ventricosum o bananero de Etiopía. Cuando la planta tiene seis o siete años, se corta y del tallo se extrae la pulpa, que se deja fermentar varios meses bajo tierra. El producto de esta fermentación, llamado kocho, se utiliza para hacer pan y tiene un sabor ligeramente amargo y un olor ácido que a mí me resulta bastante desagradable; no pienso incorporarlo a mi dieta. Lo interesante de esta planta, y el motivo de que se esté intentando aclimatar en otras zonas del mundo, es su altísimo rendimiento (diez toneladas por hectárea) y su resistencia a sequías e inundaciones.
Impresiona la zona de reciclaje. Montañas de bidones de plástico, que luego usarán las mujeres para acarrear el agua; almacenes de papel usado, de botellas de agua, de cables, de material de construcción recuperado de derribos. Todo se aprovecha.
Nuestro guía, excesivamente protector, nos hace recorrer el mercado casi a la carrera, como huyendo de algún peligro inminente. Las ansias de rebuscar, mirar y regatear nos hacen remolones, pero entre él y los dos municipales consiguen que batamos el récord mundial de recorrido de mercados. Parece imposible que podamos comprar nada, pero en un despiste de nuestros ángeles protectores consigo adquirir un machete artesanal, uno más que añadir a mi colección, que con este alcanza ya los veinticuatro ejemplares. No me gusta visitar un mercado solo para hacer fotos, siempre que puedo intento comprar algo, aunque sean unas frutas.
Nos vamos a comer al hotel Taitu, construido en 1907 por iniciativa de la emperatriz del mismo nombre, esposa del emperador Menelik II, que quería tener un lugar apropiado para alojar a sus invitados. Muy lujoso para la época, da la impresión de que ha recibido muy poco mantenimiento desde su construcción. Sin embargo, o quizás gracias a eso, conserva perfectamente el ambiente de aquella época. Las habitaciones son muy amplias, con una mezcla de muebles de época y otros más modernos, de peor calidad; las de la planta superior cuentan con grandes verandas. La comida, que consiste en un bufete vegano surtido con verduras del huerto del hotel, la ameniza una pianista de jazz.
Después de comer, por fin, el momento más esperado del viaje: las compras. Llevamos dos semanas sin tiempo ni para mirar un escaparate, y hay que gastar como sea los últimos bir, que nadie nos cambiaría de nuevo en euros. Joyas, artesanía, café… todo vale para nuestro afán consumista. Recorremos, ya más relajados, la calle Haile Selassie, en la que se alinean una tras otras las joyerías, que venden sus piezas al peso. Una cafetería, Tomoka, que esconde en la trastienda un tostadero de café, nos permite comprar kilos y kilos del producto más conocido de Etiopía. Doy fe de que se merece su fama y se puede comparar con el colombiano, más apreciado en España, y estoy de acuerdo con Balzac cuando dice que “El café acaricia la garganta y pone todo en movimiento: las ideas se movilizan como los batallones de un gran ejército sobre el campo de batalla”.
En una galería comercial nos aprovisionamos de imanes de nevera, falsas antigüedades, ropa tradicional y otros objetos imprescindibles. Conseguimos acabar con todos los bir que nos quedan.
En una galería comercial nos aprovisionamos de imanes de nevera, falsas antigüedades, ropa tradicional y otros objetos imprescindibles. Conseguimos acabar con todos los bir que nos quedan.
El problema surge al llegar al hotel. Por lo visto, se está celebrando una importante reunión internacional, y han activado el escáner de la entrada. Pretenden confiscarme el machete recién comprado, pero después de mucho discutir y una larga espera, consigo que me lo dejen subir a la habitación para meterlo en la mochila, bien envuelto en un periódico que me llevo de recepción.
Ya de noche, nos desplazamos al aeropuerto, donde paso sin mayores problemas el control de seguridad, pese a mi machete. De madrugada, en el aeropuerto de Estambul, despedida a los compañeros que vuelan desde allí a Bilbao y a Barcelona. En la sala de embarque para Madrid me encuentro con un par de docenas de hombres con el pelo recién trasplantado, muy fáciles de detectar por la cabeza pintada de Betadine y una especie de diadema negra cuya utilidad desconozco. Supongo que los de la cementera de Lanzarote, con lo que coincidimos a la ida, ya estarán en su isla, felices con sus implantes, pero temerosos de que no arraiguen bien los nuevos pelos.
Pero eso sería otra historia, que nunca contaré.
Pero si quieres reservar mi nueva novela, "El olor de un diamante", puedes reservarla aquí.
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