viernes, 29 de enero de 2016

Turkmenistán y el desierto negro

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.

Pese a los estragos de la fiesta de despedida de Bazrom, a la mañana siguiente nos tuvimos que levantar a la hora prevista para salir hacia Turkmenistán; en eso Marc era implacable.

Una de las consecuencias malignas de la desaparición de la URSS ha sido la creación de fronteras internas donde no las había. En los tiempos soviéticos los ferrocarriles y las carreteras del largo alcance se trazaban en función de la geografía física, buscando las distancias más cortas y las rutas más sencillas. Pero cuando lo que era un solo estado se dividió en por lo menos quince, entró en escena la geografía política.

Así, para llegar de Khiva a Dashoguz, lo que en tiempos de Stalin era una carretera decente de unos setenta kilómetros ahora queda cruzada en numerosos puntos por la línea fronteriza, por lo que la habían clausurado. El recorrido se ha convertido en una carrera de obstáculos por caminos vecinales, con un complicadísimo paso de fronteras en medio.  Si alguna vez habéis circulado por las vías de servicio de los canales de regadío del Campo de Cartagena en tiempo de sequía os haríais una perfecta idea del paisaje.

Llegamos por fin al puesto fronterizo con Turkmenistán, en mitad de la nada. Ni una gasolinera, ni un bar, ni tiendas, nada de lo que habitualmente caracteriza a una frontera. Lógico, por otra parte, si tenemos en cuenta que hasta 1991 no había ningún control fronterizo, ya que ambos países formaban parte de la URSS. Una casita para la policía y la aduana, una verja cerrada con candado y dos coches viejísimos formaban el decorado en el lado uzbeko. Al otro lado de la verja, medio kilómetro de tierra de nadie, y al fondo una marquesina tipo peaje de autopista pero con la bandera turcomana en lo alto. Ni que decir tiene que la verja se limitaba a los seis o siete metros de ancho de la carretera y un par de metros más a cada lado; a continuación se extendían los campos cultivados, por los que parecía bien fácil cambiar de país sin ningún tipo de control, como venían haciendo los pastores nómadas desde que la raza humana llegó a estas tierras.

Cumplidos los trámites de salida, cruzamos andando la verja uzbeka y nos fuimos embarcando de tres en tres en unos taxis sin matrícula que nos llevaban hasta la verja turcomana, ya que los vehículos uzbekos no podían cruzar a Turkmenistán ni viceversa. Los primeros momentos fueron de cierta tensión, hasta que llegaron por un lado Marc con el visado colectivo, y por otro Valentina, nuestra pizpireta guía turcomana, con el microbús que usaríamos el resto del día.

Más de una hora nos llevó el cruce de la doble frontera, hasta que nos dejaron subir al microbús y seguir viaje hacia Dashoguz. La ciudad, de unos ciento sesenta mil habitantes, era la tercera de Uzbekistán, pero su único y escaso interés radicaba en su cercanía a Konya-Urgench. Barrios de viviendas colectivas de estilo soviético, calles polvorientas, coches decrépitos, ni un árbol.

En la Avenida Türkmenbaçy, personaje del que hablaré más adelante, estaba el terrible Hotel Uzboy. Si la fachada era horrorosa, el interior era peor. Bastaría con decir que hoy en día, y después de sufrir una renovación a fondo, TripAdvisor sigue considerándolo un hostal, no un hotel. Cuando estuvimos nosotros creo que era el peor hotel que he conocido en mi vida. No por la lentísima recepción, ni por la espantosa decoración del vestíbulo, ni por la capa de polvo que cubría los muebles, sino por la habitación en sí. Menos mal que Marc nos había advertido que el hotel era malo, pero que era el mejor de la ciudad. ¡Cómo serían los demás!

De entrada, en la habitación no había luz, aunque encima de la cama colgaba un cable con una bombilla desnuda. Las cortinas de las ventanas estaban rasgadas, medio descolgadas; el colchón hundido, y las sábanas no quisimos ni mirarlas; en cuanto entramos decidimos que usaríamos nuestros comodísimos sacos sábana de seda natural, comprados hacía muchos años en Vietnam. Pero lo peor era el cuarto de baño, que sería mejor describir como letrina. Las marcas en el suelo mostraban que algún día hubo allí un inodoro, pero lo que quedaba cuando llegamos era un simple agujero nauseabundo en el suelo, conectado directamente con la red de fecales del edificio. Y no es que no hubiera luz, es que se habían llevado hasta la bombilla y el casquillo, cortando limpiamente los cables que bajaban del techo.

Decididos a montarle un poyo al recepcionista, a Marc, y al lucero del alba si hacía falta para que nos cambiaran de habitación, volvimos a bajar al vestíbulo con nuestras mochilas. Coincidimos allí con varios compañeros de viaje y comprobamos que todas las habitaciones eran de un nivel parecido. Resignados, subimos otra vez las mochilas, decididos a no abrirlas, a no lavarnos (total no había agua…), a pasar la noche como pudiéramos y salir de aquel horror lo antes posible.

Mientras el resto del grupo se quedaba despotricando en el vestíbulo, Marc, Valentina, una pareja de vascos y yo nos acercamos al mercado central a cambiar unos cuantos dólares (no muchos) en manats turcomanos, otra de esas exóticas divisas que en España solo valen como recuerdo, o como decoración de alguna tasca. Después de un paseo de media hora por la Avenida de los Soviets y la calle Karl Marx llegamos al mercado central, donde en una tienda de alfombras negociamos una tarifa razonable y procedimos al cambio. El recuento fue a mano, los que nos llevó mucho más tiempo que en Tashkent. Por cincuenta dólares me dieron algo más de un millón de manat; entre todo el grupo creo que reunimos unos diez millones. Y los billetes mayores eran de diez mil manat, o sea que nos llevamos más o menos mil billetes en un par de bolsas de plástico. Para no volver andando con ese dineral, contratamos a cinco motoristas que en un momento nos devolvieron al hotel.

Recogimos al resto del grupo y con el microbús nos fuimos todos juntos a comer al único restaurante decente de la ciudad, el Nadira. Situado en lo que parecía un barrio elegante, creo que estaba más orientado al negocio de bodas, bautizos y comuniones, porque no había mesas de dos o cuatro comensales, sino largos tableros cubiertos de manteles blancos raídos, en cada una de los cuales se podían sentar treinta o cuarenta personas. Disfrutamos de un típico menú turcomano, a base de pinchos de cordero, arroz pilav, pan y cerveza Baltika.

Aunque Marc nos ofreció volver un rato al hotel para echar una siesta antes de salir para las ruinas de Konya-Urgench, la negativa fue unánime: preferíamos afrontar el calor abrasador del mediodía antes que tumbarnos en los camastros infectos del hotel. O sea que alargamos un poco la comida con un té y algo de vodka, y la siesta la echamos en el microbús mientras recorríamos los cien kilómetros que nos separaban del parque arqueológico.

Konya-Urgench fue la capital de Khoresmia durante el imperio aqueménida, hasta la llegada de Alejandro Magno. Su importancia –que luego heredaría Khiva- derivaba de su situación en medio de un inmenso oasis y en el cruce de la Ruta de la Seda con otra ruta comercial de gran importancia, la que comunicaba el Océano índico con el Mar Báltico, a través de Moscú.

Hoy en día no es más que una inmensa ruina, con algunos edificios militares o religiosos razonablemente conservados, aunque en su momento de máximo esplendor se la apodaba “la ciudad de los mil sabios”, y hasta el mismo Avicena vivió allí. Como tantas ciudades de la zona, fue arrasada por Genghis Khan y reconstruida por los timúridas, de cuya época eran los mejores edificios que seguían en pie.

En una extensión de más de seiscientas hectáreas de estepa, cubiertas en gran parte de escombros, se distribuían los restos de mezquitas, caravanserías, madrazas, minaretes, fuertes, canales y mausoleos construidos en los siglos XI a XIV. Pero después de las maravillas que habíamos visto en Samarkanda y Bukhara, lo cierto es que Konya-Urgench nos pareció bastante poca cosa. Eso sí, reticentes a volver al Hotel Uzboy, estiramos la visita todo lo que pudimos, hasta que se puso el sol y no nos quedó más remedio que regresar a Dashoguz.

Para cenar la única opción era repetir restaurante y menú. Al llegar al hotel tuvimos suerte, había vuelto la luz, por lo que no tuvimos que acostarnos a oscuras. Eso sí, lo hicimos encima de la cama desvencijada y protegidos por nuestros sacos. Al cuarto de baño ni entramos, ya habíamos tenido la precaución de ir al del restaurante. A la mañana siguiente, sin siquiera lavarnos la cara, recogimos nuestras mochilas y bajamos a desayunar unos buenos vasos de té con pan recién hecho, antes de salir hacia el aeropuerto a coger un avión para Ashgabat, la capital del país.

Durante el vuelo pudimos darnos cuenta de la inmensidad y dureza del desierto de Karakum o Kara Koy, muy apropiadamente llamado “el desierto negro”. Todo lo que se veía desde el aire era negro, o al menos marrón oscuro, salvo las líneas grisáceas que marcaban los cauces secos de antiguos ríos. Ni una ciudad, ni un oasis, ni una carretera, nada que rompiera aquella enorme extensión aparentemente inhabitable. Se entiende así que no haya restos de ocupación humana anteriores a la llegada de las tribus turcomanas hacia el siglo XI.

Según leí luego, la pluviosidad media del país es de doscientos milímetros al año, frente a seiscientos cincuenta en España. Pero en Turkmenistán casi toda se concentraba en los meses de primavera, en las montañas que lo separan de Irán.

También desde el aire tuve la suerte de avistar, muy lejos, el lago costero de Kara Bogaz, cuya misteriosa desaparición utiliza Frank Westerman en “Ingenieros del alma” para hacer una descripción espeluznante del régimen estalinista, en el que los escritores eran obligados a escribir narraciones épicas sobre las grandes obras de ingeniería, muchas veces sin sentido. Como decía una canción de la época: "Los ríos soviéticos van hacia donde los bolcheviques sueñan".

En cuanto a la historia de Turkmenistán, no tengo mucho que contar; aunque nominalmente formó parte de los imperios aqueménida, macedonio, sasánida, romano y parto, como ya he dicho más arriba no hubo población relevante hasta que llegaron en el siglo XI los oghuzes, pastores de caballos de culturan turca que se limitaron a ocupar los bordes de desierto. Sufrió luego las invasiones de Genghis Khan y de Timur, volviendo después durante varios cientos de años a un vacío histórico. La conquista rusa de finales del XIX puso de nuevo este territorio en el mapa. Consiguió la independencia en 1991, tras la disolución de la URSS.

Y es entonces cuando hace su aparición el personaje de Türkmenbaçy, del que más arriba prometí hablar. La transición política de la independencia no se puede decir que haya sido traumática. Nacido como Saparmyrat Nyýazow, de muy pequeño se quedó huérfano, y es muy probable que sufriera malos tratos en el orfanato, a la vista de su comportamiento posterior. Educado por el estado, se tituló como ingeniero en Leningrado, y fue escalando poder dentro del partido comunista turcomano hasta que en 1985 lo nombraron secretario general. Con la independencia del país pasó directamente a presidente, y comenzaron veintiún años de dictadura solo comparable a la saga familiar de Corea del Norte.

Entre otras perlas, se autoproclamó Türkmenbaçy (que en castellano se podría traducir como padre o jefe de los turcomanos), y luego dio ese nombre a Krasnodovsk, la segunda ciudad del país, al mes de enero y a un meteorito que cayó en el desierto y que luego fue fundido y utilizado en la construcción de cientos de estatuas del líder. Pero no quedó ahí su culto a la personalidad. Debía de querer mucho a su madre, Gurbansoltanedzhe, porque le puso su nombre al mes de abril y al pan. Lógicamente, declaró fiesta nacional el día de su cumpleaños, y escribió un libro sobre educación para la ciudadanía, que había que saberse de memoria para obtener el título de bachiller o el carnet de conducir. A cambio, aseguraba que había llegado a un trato con el mismo Allah por el cual quien se lo leyera tres veces entraría directamente en el paraíso. Y para que lo pudieran leer los extraterrestres, en 2005 envió una copia al espacio.

En el apogeo de su locura, ordenó cerrar los hospitales, ya que afirmaba que los enfermos se curarían solo con acercarse al gran Türkmenbaçy.

Por suerte para nosotros, cuando estuvimos allí había muerto hacía poco más de un año, y su sucesor e hijo no reconocido Kurbanguly Berdymukhamedov, que acababa de ganar las elecciones presidenciales con un 89% de los votos y una participación récord, todavía no había terminado de afianzarse en el poder. Desde un punto de vista europeo se nos hace difícil entender cómo puede subsistir un régimen tan dictatorial sin continuas protestas en la calle ni un boicot internacional. Pero cuando leemos que los principales ingresos del país, controlados por el gobierno, vienen de la exportación de gas y petróleo, se entiende el silencio interesado de otros gobiernos y la sumisión de sus súbditos, que aunque sufren un 60% de desempleo se rigen todavía por lealtades tribales a jefezuelos locales comprados con el dinero del petróleo. No olvidemos que la mayor parte de la población sigue dedicándose al pastoreo nómada.

Después de la experiencia en Dashoguz nos temíamos lo peor en cuanto al alojamiento, pero la verdad es que el hotel Nissa equivalía a un cuatro estrellas europeo. Nos duchamos con alegría, nos cambiamos de ropa, y salimos a recorrer la ciudad.

Vaya por delante que en Ashgabat, fundada por los rusos a principios del XIX y arrasada por un terremoto de fuerza nueve en 1940 y luego por las reformas de  Türkmenbaçy, no quedaba ni un barrio viejo ni un edificio antiguo. Todo era nuevo, reluciente diría yo, construido por el dictador recién fallecido, y cubierto de mármoles y dorados hasta la locura. Y qué mayor locura que sus estatuas, omnipresentes y siempre doradas.

La más significativa de todas es la construida en lo alto del Arco de la Neutralidad, fabricada con una aleación de oro y el metal fundido de un meteorito, y dotada de un mecanismo giratorio que la mantenía permanentemente orientada al sol, para que no cayera la sombra sobre la cara del Padre de Todos los Turcomanos. A la noche el propio Arco se iluminaba con colores cambiantes,  cual gigantesca discoteca. Por si no os lo creéis, ahí van cuatro fotos tomadas en un intervalo de menos de un minuto.

Después de admirar el Palacio Presidencial, el Parlamento, el Teatro Nacional y el Ministerio de Cultura, en forma de libro abierto, y no de cualquier libro, sino del escrito por el propio Türkmenbaçy, estábamos algo más que hartos de monumentos oficiales, por lo que María y yo nos fuimos a dar una vuelta por el mercado municipal.

Instalado en una gran nave de mármol blanco, impecable, amplio, el colorido de las verduras expuestas y sobre todo las vestimentas tradicionales de todas las vendedoras y muchas de las compradoras le daban un encanto especial.

El tocado de las turcomanas me recordaba un poco al de las princesas de los cuentos infantiles: Un enorme moño cilíndrico forrado con una tela estampada, que luego caía sobre la espalda. De todas maneras, lo mejor del mercado era el caviar del Caspio, que se podía comprar a precios muy asequibles. Nosotros compramos un tarro pequeño del de menor categoría, y luego nos lo tomamos en la habitación del hotel. Lástima de una botellita de champán francés, o por lo menos de cava catalán. Me daba un poco de cargo de conciencia tomar aquella maravilla acompañado de una simple botella de vodka. Eso sí, el vodka era de marca Türkmenbaçy, y su etiqueta ostentaba una foto del difunto dictador, al igual que los sellos de correos y todos los billetes de banco.

Al anochecer, y para compensarnos del infame hotel de Dashoguz, Marc nos ofreció un recorrido en autobús por las grandes avenidas sin ningún tráfico y las nuevas urbanizaciones de Ashgabat. Allí vimos centros comerciales, mezquitas, bloques de viviendas de lujo en los que aparentemente no vivía nadie, mezquitas y edificios oficiales, todo vivamente iluminado en colores, en claro contraste con las restricciones energéticas de Dashoguz. Y no quiero ni pensar lo que podían ser los pueblos pequeños y las aldeas turcomanas, que no sé por qué me imagino en plena Edad Media.

A la cena pudimos probar por primera vez en todo el viaje un pescado en condiciones. Se trataba de un delicioso esturión del Caspio horneado dentro de una costra de masa de pan, como si fuera una tempura muy consistente.

A la mañana siguiente cogimos el autobús y salimos rumbo a la frontera iraní. En las afueras de la ciudad nos encontramos el primer control; a partir de allí estaba prohibido el paso de toda persona que no llevara un pasaporte en vigor y un permiso de salida, estableciéndose de hecho una tierra de nadie de casi cincuenta kilómetros de ancho. Me acordé entonces de la magnífica novela semibiográfica de Josef Martin Bauer, “Tan lejos como los pies me lleven”. Su protagonista, Clemens Forell, un soldado alemán arrestado por los rusos durante la segunda guerra mundial, huye de un campo de trabajo en la punta nordeste de Siberia para caminar más de catorce mil kilómetros justo hasta la frontera que estábamos a punto de cruzar.

Ya la víspera nos había recordado Marc el código de vestuario iraní. A los hombres no nos afectaba demasiado (prohibidos los pantalones cortos o las camisetas de tirantes, prendas que no suelo utilizar), pero para las mujeres se complicaba bastante. En aquel calor asfixiante tenían que llevar los brazos tapados hasta las muñecas, el cabello cubierto, pantalones hasta los tobillos y algún tipo de falda amplia que les ocultara culo y caderas. Volveremos sobre ello más adelante, pero nunca olvidaré la escena en el edificio de la aduana turcomana, a cien o doscientos metros del control iraní, con el aduanero aconsejando a mis compañeras sobre lo apropiado de su vestuario. El riesgo, si no vestían correctamente, era que las rechazaran en la propia frontera.

Nos despedimos de Valentina, que me confirmó que se llamaba así en recuerdo de Valentina Tereskova, la primera mujer que viajó al espacio. Nuestra Valentina decía que había nacido en el XXV aniversario del viaje espacial de su homónima, lo que le daría una edad de veinte años, cosa que no me creo. Me inclino más por pensar que su coquetería había encontrado una manera muy original de quitarse años.

Lo importante era que por fin abandonábamos Turkmenistán y entrábamos en Irán, uno de los tres países integrantes del famoso “eje del mal” de George W. Bush.

Pero eso es otra historia.


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