En
los relatos anteriores hemos hablado de Tashkent, de Samarkanda y de Bukhara.
Pero Khiva… Khiva es otra cosa. De entrada por lo aislada que está, en medio
del desierto de Kyzil Koy, en lo que en su día fue el delta formado por la
desembocadura del Amu Daria en el Mar de Aral. Cuenta la leyenda que la primera
vez que el ejército zarista intentó conquistarla, tuvieron que regresar después
de meses de recorrer el desierto en su busca, sin encontrarla.
Muy de tarde en tarde avistábamos
alguna aldea de pastores nómadas, que se confundía con las dunas. Ni siquiera
cuando nos acercamos al cauce del Amu Daria cambió el paisaje. Salvo una
estrecha franja de un kilómetro de ancho en torno al río, todo era arena y más arena.
A nuestro lado, el desierto de Kyzil Koy, al sur del río el de Kara Koy.
Cuando llegó la hora de comer paramos
en uno de los poquísimos restaurantes de la ruta, básico como no me podía
imaginar. Nos sentamos sobre unas alfombras en el suelo del comedor, como
auténticos nómadas, porque allí no había ni mesas ni sillas. Lo malo era que
las alfombras no eran de auténtica lana, sino acrílicas, mucho más baratas, y
resultaban casi insoportables en aquel calor abrasador, calculo que muy cercano
a los cuarenta y cinco grados. Y ¿qué creéis que nos trajeron de comer, como
menú único? ¿Pinchos de cordero con arroz? ¡No! ¡Tenían pescado del Amu Daria!
Después de una semana a dieta de cordero habríamos recibido con alborozo
cualquier comida que nos sacara de la rutina, pero la perspectiva de comer
pescado, y además de un río tan cargado de historia, nos animó y nos sirvió
para soportar los noventa minutos que tardaron en servirnos.
Con una cuenca de más de trescientos
mil kilómetros cuadrados y una longitud de dos mil quinientos, es mayor río de
Asia Central, y creo que el mayor del mundo que no desemboca en el mar. Cruza y
da vida a Afganistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Para
que nos hagamos una idea, la cuenca del Ebro tiene la cuarta parte de
extensión.
Conocido por griegos y romanos como
Oxus, dio nombre a la Transoxiana, la estepa desértica, inhóspita e ilimitada
que se extendía al norte. Alejandro lo utilizó como frontera norte de su
imperio, ante la imposibilidad de someter a los nómadas que vivían al otro lado. Para entender lo remoto que es,
pensemos que hasta los años veinte del siglo pasado no se editó un mapa
completo de su recorrido.
Cuando más entusiasmados estábamos
comentando la historia del río y de la zona, nos trajeron por fin el pescado,
que aunque requemado e insípido nos supo a gloria. Después de la comida volvimos encantados
al autobús, a echar la siesta adormecidos por el aire acondicionado, mientras
el chófer seguía tragándose kilómetros de desierto.
Llegamos por fin al antiguo delta del
Amu Daria, que en sus momentos de esplendor estuvo cubierto de árboles, y que hoy
en día sigue siendo relativamente fértil y alimenta a los habitantes de Khiva,
aunque ha perdido gran parte de su extensión. Comprendimos entonces la
importancia de esta ciudad en la Ruta de la Seda, al menos desde el siglo X,
cuando ya se la mencionaba en los itinerarios. Nunca fue la capital de un
imperio ni un gran centro religioso o de erudición; a lo máximo que llegó fue a
sede del khanato de Jorasmia en el siglo XVI, y aun así solo después de la
decadencia de Urgensch por un cambio de curso del Amu Daria. Pero era una
parada obligatoria para todas las caravanas, ya que era el único oasis relevante
entre Bukhara y el Caspio, un recorrido de más de mil kilómetros.
Nuestro hotel, el Arkanchi, estaba
situado dentro de las murallas, junto a la puerta oeste, al lado del minarete truncado
de Kafta Minor. Tenía pinta de haber sido una caravansería, por el amplio patio
central al que se abrían las habitaciones y por el portón de madera claveteada,
de por lo menos diez centímetros de espesor, por el que no era difícil
imaginarse la entrada de las caravanas de camellos, cargadas de mercancías de
cualquier parte de Asia Central, o incluso de más allá. Las habitaciones podían
haber sido las de cualquier casa de comerciante acomodado de principios del
siglo pasado. Pilares y vigas de madera, muros de adobe encalados con zócalos de
azulejos, puertas y ventanas con cristales de colores, alfombras y cojines por
todas partes… Lástima que el encanto se viera enturbiado por una cierta falta
de limpieza y un aire acondicionado que fallaba con demasiada frecuencia. Pero
no se puede tener todo. Por lo que me han contado otros viajeros, dos años
después de nuestra estancia sufrió una reforma a fondo, que lo hizo mucho más
cómodo pero le borró esa patina decadente que era su principal atractivo.
Antes de cenar todavía pudimos dar una
vuelta por los alrededores, para ver los últimos rayos del sol reflejarse en
los minaretes y cúpulas cubiertas de azulejos turquesa dispuestos en
franjas. Subimos al minarete más cercano, desde cuya terraza superior se veía
perfectamente las bóvedas color tierra del casco viejo, las murallas, y las
viviendas unifamiliares con jardines de la parte nueva. Más allá se divisaba la
mancha verde del oasis y a lo lejos la vista se perdía en los tonos ocre del
desierto.
La llamada del muecín a la oración del
Magrib nos recordó que en el hotel estaban a punto de servir la cena, o sea que
dejamos la visita al resto de la ciudad para el día siguiente.
Después de una noche con un calor
asfixiante, que obligó a más de uno a abandonar la habitación e intentar dormir en las
alfombras de los porches que rodeaban el patio, en cuanto amaneció salimos a
recorrer el casco antiguo, intentando aprovechar las primeras horas del día,
relativamente más frescas.
Empezamos la visita por el pozo de Hewvakh,
que según la leyenda fue excavado por Sem, el hijo de Noé, y en torno al cual
se construyó la ciudad. Aunque una placa recoge esta historia al lado del pozo,
me parece bastante poco creíble, ya que se supone que Noé y su familia se
bajaron del Arca en el monte Arafat, en la actual Turquía, a unos dos mil quinientos
kilómetros de distancia. Pero si creemos lo que dice la Biblia de que Noé
alcanzó la edad de novecientos cincuenta años, y que él mismo tuvo su primer hijo después de haber cumplido los cien años, puede que le hubiera dado tiempo de llegar hasta aquí…
Pero en Khiva, además de este
curioso pozo, había muchas más cosas que ver: la madraza de Amin Khan, el palacio Tash
Hovli (antigua residencia de los khanes), la mezquita del viernes, la ciudadela de Kunya Ark, el mercado al aire
libre…
Como en capítulos anteriores, tampoco
voy a entrar aquí en una descripción detallada de cada monumento. Me limitaré a
los que más me gustaron: la mezquita y dos de los minaretes.
Cuando estuve allí el minarete Islam Khodja, cuyo nombre
significa “santo islam”, era la construcción más elevada de toda
la ciudad, ya que su altura de cuarenta y cuatro metros equivale casi a la de
un edificio de quince pisos; espero que siga siéndolo durante muchos años. Pero no era su altura lo que lo hacía tan
atractivo, sino su sencilla forma troncocónica y las cenefas de azulejos
blancos y azules que se iban alternando con los ladrillos ocres. Entre esta
decoración se distinguían los ventanucos que daban algo de luz a la escalera de
caracol por la que se podía subir hasta el balcón, coronado por una cúpula, que
se seguía usando cinco veces al día para llamar a la oración. Menos mal que también aquí lo
hacían a viva voz, sin esa megafonía que atruena otras ciudades.
Otro minarete que me llamó la atención
fue el Kalta Minor, situado frente a la madraza. Cuenta la leyenda que cuando
empezó a construirse pretendía superar ampliamente a cualquier otro de
Uzbekistán, o como se llamara entonces este país. Su principal rival era el
minarete Kalyan en Bukhara, que tiene cuarenta y ocho metros de altura y nueve
de diámetro en la base. Aunque el Kalta Minor no se llegó a terminar, si
tenemos en cuenta que su base tiene un diámetro de catorce metros podría haber
alcanzado fácilmente más de setenta metros de alto. No he conseguido averiguar
por qué se quedó inacabado, aunque todos los indicios apuntan a la
muerte del khan Muhammad Amin, que lo había mandado construir, y a la caída de
la ciudad en manos rusas, de las que no salió hasta 1991.
Para terminar con este recorrido por la
ciudad, qué mejor que un paseo por el mercado municipal, construido justo al
lado de una caravansería todavía en uso, aunque ahora albergaba tiendas de
artesanía y telares, ya no quedaban camellos, y lo que entraba y salía por su
portalón eran furgonetas cargadas de mercancías.
El
nuevo mercado, instalado en unas naves industriales de la época soviética, chirriaba
en aquel entorno medieval. Pero si no elevabas la vista y te limitabas a mirar
a la gente y a lo que se vendía, podías fácilmente retroceder unos cientos de
años en el tiempo. Ancianas hermosísimas y atemporales como la de la foto,
pastores tocados con tepek (esos gorros de astracán que solemos asociar a los cosacos),
ovejas vivas y en canal, herreros con su fragua, charlatanes intentando vender
remedios infalibles contra cualquier enfermedad, hornos de barro en mitad de la
calle en los que se elaboraba el pan sobre la marcha, burros cargados de leña,
puestos donde se freían samosas o se asaban pinchos morunos…
Las horas de más calor de la tarde las
pasé en un café internet ubicado en un edificio de adobe que antes debía de haber sido una mezquita o una
madraza, intentando despachar
por correo electrónico algunos asuntos de trabajo, que me habían perseguido
hasta aquella ciudad remota. La calidad de las conexiones iba pareja con el
aspecto del edificio.
Como aquella era nuestra última noche en Uzbekistán, Bazrom decidió ofrecernos una despedida memorable antes de retirarse a visitar a alguna de sus novias. En la azotea del hotel organizó una cena de despedida a base de pollo asado con verduras y un pan excelente, regada con vodka más que abundante. Después de los postres todavía nos obsequió con unos canutos magníficos, enormes, elaborados con un hachís tan potente como el mítico afgano que ocasionalmente llegaba a Madrid en los años setenta, mucho más fuerte que el habitual kif marroquí.
Esa noche dormimos de un tirón. Falta nos hacía,
porque al día siguiente nos esperaba un largo recorrido hasta la frontera
turcomana, las ruinas de Konya-Urgensch y la infame ciudad de Dashoguz.
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