viernes, 15 de enero de 2016

Bukhara

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.

Mientras que Samarkanda tenía para mí esa nota mítica que comento en el relato anterior, Bukhara me era absolutamente desconocida antes de que me planteara emprender este viaje. Mi única referencia era la de Nikolai Bukharin, un bolchevique de primera hora, editor de Pravda y aliado de Stalin en su lucha contra Trotsky, que al final fue condenado a muerte por el propio Stalin. Recuerdo perfectamente las juergas en la época universitaria con un amigo trotskista, que solían terminar al grito de ¡Abajo Bukharin! Pero resultó que el odiado Bukharin no tenía nada que ver con la ciudad de Bukhara.

En el monótono viaje en autobús desde Samarkanda, de nuevo entre campos de algodón, hicimos una desviación de sesenta kilómetros para acercarnos a Nurata, en las estribaciones más bajas de la cordillera del Pamir, un pueblo aparentemente sin interés pero cargado de historia. Los primeros registros sobre Nurata cuentan que fue fundada en el siglo III antes de nuestra era por Alejandro Magno, como base para atacar la no muy lejana Samarkanda y como puesto fronterizo entre las tierras relativamente fértiles del valle del Amu Darya y la estepa incontrolable. En lo alto de una colina todavía se conservaban los restos, muy deteriorados, del fuerte que mandó construir Alejandro.

Al pie del fuerte visitamos el manantial sagrado de Chashma, que brotó cuando Hazrat Ali, yerno de Mahoma, clavó su cayado en el suelo ¿os acordáis de un episodio similar con Moisés como protagonista? En el estanque alimentado por el manantial vivían unas truchas, supongo que también sagradas, pero que pescaban y consumían los habitantes de Nurata. Al lado se elevaba una casa de baños y la Mezquita del Viernes, en la que nos recibió el imam, que nos echó un discurso sobre los cinco pilares del islam (la fe, la oración, la preocupación por los necesitados, el ayuno, y la peregrinación a La Meca), y nos hizo entrar en la mezquita para rezar por el buen término de nuestro viaje. La verdad es que fue bastante eficaz, porque todo el grupo regresó a España sin ningún problema grave. La mezquita en sí, muchísimo más humilde que las que habíamos visto hasta ahora en Tashkent y Samarkanda, tenía el encanto de esas iglesitas románicas perdidas en las faldas del pirineo aragonés.

Desde allí podríamos haber caminado unos cuatro kilómetros hasta unos petroglifos de la Edad del Bronce, pero el sol empezaba a apretar y el programa decía que tocaba comer en Bukhara, o sea que tuvimos que dejar los petroglifos para otro viaje.

A mediodía llegamos a Bukhara, como siempre bajo un sol inclemente, y ya desde el mismo autobús nos dimos cuenta de que la ciudad era muy diferente a Samarkanda, y en mi opnión, mucho más interesante. Tras un breve recorrido por barrios residenciales de casas unifamiliares, entreverados con zonas industriales y grandes bloques soviéticos de viviendas sociales, nos encontramos de golpe con las murallas del Ark, la antigua ciudadela de los khanes o reyes de Bukhara. Durante treinta y tres siglos se han ido acumulando escombros de los edificios derruidos guerra tras guerra, terremoto tras terremoto, hasta formar un montículo de unos veinte metros de alto. Unas murallas de piedra y adobe recubren el talud, reforzado con enormes torres troncocónicas. Aunque los edificios de madera que coronaban los muros se perdieron en el incendio de 1920, la fortaleza sigue siendo impresionante, quizás por su simplicidad.


Si pensamos que cuando llegó Alejandro Magno la ciudad ya existía desde hacía unos mil años, nos será más fácil comprender cuánta historia entierran esos escombros. Bukhara ya aparece mencionada en el Avesta, el antiquísimo libro sagrado de los zoroastrianos, los adoradores del fuego, con los que nos volveremos a encontrar en los próximos relatos. Y su nombre proviene del término sanscrito Vihara, que significa templo. Así que no sería disparatado suponer que en este lugar, hace unos tres mil años, se elevaba un templo mazdeísta.

Aunque en Bukhara ya no quedan seguidores de esta antiquísima religión, algo de su espíritu pervivió entre sus muros, ya que muchos siglos después el jeque Bahautdin Nakshbandi fundó aquí la cofradía Naqshbandiya, la  más espiritual del islam sufí, a partir de las enseñanzas del gran poeta y místico Yalal al-Din Rumi, más conocido como Metvlana.

Esta ciudad, conquistada por Alejandro, destruida por Genghis Khan, reconstruida por el gran Timur, admirada por Marco Polo, tumba de los espías ingleses Stoddart y Connolly y que consiguió mantener su modo de vida y su espíritu durante la época soviética, es para mí la verdadera capital espiritual de la Ruta de la Seda.

Deseando echarnos a sus calles para empaparnos del ambiente, pasamos primero por el hotel Omar Kheyyam, en pleno centro de la ciudad vieja: cómodo, agradable, nuevo y limpio, como casi todos los de este viaje. Allí Bazrom demostró sus dotes pedagógicas; cada vez que yo le soltaba alguna de las pocas frases en uzbeko que había conseguido memorizar, me respondía lo mismo, muy serio: “tushunmadim, tushunmadim”. Así aprendí lo único que recuerdo siete años después: “No entiendo, no entiendo”. Frase verdaderamente útil en cualquier idioma, que yo recomiendo aprender justo después de la más importante: “Una cerveza, por favor”. Considero que con estas dos frases, bien administradas, se puede recorrer el mundo.

Creo recordar que esa primera tarde salimos a dar un paseo por las zonas menos monumentales de la ciudad vieja, simplemente para empaparnos del ambiente. Casas medio en ruinas, muros de adobe, higueras, mujeres horneando pan en plena calle y hombres jugando al backgammon, al que un castizo llamaría chaquete o tablas reales. Este juego, que siempre me ha interesado pero que nunca he tenido la paciencia de aprender, parece ser uno de los más antiguos del mundo, ya que se han encontrado sus piezas en Mesopotamia, excavando restos de cinco mil años de antigüedad. Su expansión por Europa llegó de manos de las legiones romanas; aparece descrito por Alfonso X el Sabio en su “Libro de los juegos de ajedrez, dados y tablas”, y luego se popularizó entre los cruzados. El caso es que los jugadores estaban embebidos en su juego y ni levantaron la vista cuando pasamos.

Ese primer paseo nos dejó a todos con ganas de conocer la ciudad más a fondo, pero acabamos yéndonos a cenar a Lyabi Haus, el mejor conservado de los estanques construidos hace siglos para almacenar agua durante las épocas de sequía. Aunque también servían para refrescar el ambiente, estos estanques eran un foco de paludismo, por lo que durante la época soviética se rellenó la mayoría de ellos. En las terrazas que lo rodeaban cenamos ¿adivináis qué? ¡Pinchos de cordero con arroz, pan y cerveza! Y todo por el ridículo precio de seis euros por persona, o sea un cuarto de millón de sum entre todo el grupo.

El ambiente, refrescado por la evaporación del estanque y amenizado por la música uzbeka que sonaba por los altavoces, era de lo más agradable, aunque observamos que prácticamente todos los clientes éramos guiris. Bazrom, antes de retirarse a visitar a su novia bukharí, nos dijo que el sitio era demasiado caro para los indígenas.

A la mañana siguiente, ya superado el desfase horario, me desperté un poco antes del amanecer, y sin esperar al resto del grupo me lancé a recorrer la ciudad. Pude así contemplar los primeros rayos solares iluminando las murallas de la ciudadela, el montaje de los puestos callejeros de melones, la oración de la mañana en la Mezquita del Viernes, la apertura de las tiendas del bazar, el barrido de las calles y el barullo de la gente que se dirigía a sus puestos de trabajo, hasta que, algo cansado, me senté en la terraza de una chaikhana a tomar una taza de té con una hogaza de pan todavía caliente, recién sacada del horno de barro.

Volví al hotel justo cuando mis compañeros terminaban de desayunar, y así pude incorporarme al grupo que, dirigido por Marc, recorrería los principales monumentos de la ciudad: la ciudadela, la Mezquita Bolo Hauz, el conjunto Kalyan, Chor Minor, las medersas de Ulugbek y Abdullaziz Khan, la Mezquita Magoki-Attori y muchos más. Como de costumbre, no voy a describir cada uno de estos edificios, a cual más bellos. Solo daré algunas pinceladas, algunas anécdotas, de los que más me impresionaron.

Aunque la primera anécdota no se produjo en ninguno de estos monumentos, sino en la plaza o explanada que da entrada al minarete Kalyan, a la mezquita del mismo nombre y a las madrazas de Mini-Arab y Amir-Allimkhan. Cuando llegamos a la plaza, perfectamente caracterizados como turistas extranjeros, con nuestras mochilas, gorras, gafas de sol, cámaras de fotos, botellas de agua y demás impedimenta, nos encontramos con que estaban rodando para la televisión uzbeka un episodio de una serie de mucho éxito. El protagonista, un adolescente marisabidillo, afeaba al malo de la peli lo mal que explicaba a un grupo de turistas la historia de aquellos monumentos. Y ¿de dónde creéis que sacaron al grupo de turistas? ¡Bingo! Nos pidieron nuestra colaboración, que prestamos de muy buena gana. A cambio, el insoportable protagonista nos firmó autógrafos, aunque me temo que el mío se perdió en el camino de regreso a España. Así que puedo presumir -sin pruebas- de que soy de los pocos españoles que han participado en una película uzbeka.

El interior de la ciudadela, arrasado por un incendio hacía casi un siglo, no tenía mayor interés; los pocos edificios en pie eran meras reproducciones de los originales. Lo mejor eran las vistas de la ciudad antigua al sur y al este, y de la plaza del Registán y la mezquita Bolo Haus al oeste, con su fachada reflejada en otro de los pocos estanques públicos que se conservan.

Mucho más interesante resultaba la ciudad vieja. Sería difícil decir cuál era el edificio más hermoso, aunque si me obligaran a decidir creo que optaría por el conjunto Kalyan, ante el que habíamos actuado como improvisados extras.

La mezquita Kalyan, también llamada del viernes, y que ejercía una función equivalente a la de una catedral católica, sufrió varias destrucciones y reconstrucciones a lo largo de los siglos, y el edificio actual es del reinado de Ulugbek, que quizás quiso rivalizar con los edificios levantados en Samarkanda por su abuelo, el gran Emir Timur. Aunque parece que al final no se atrevió a tanto, y por eso construyó esta mezquita ligeramente menor que la de Bibi Khanim.
 
Una cosa que me gustaba de las mezquitas timúridas es que la zona de oración no estaba cubierta, como en otras mezquitas de épocas posteriores o en las iglesias católicas. En este caso consistía en un gran patio central descubierto, en cuyo extremo orientado a La Meca se elevaba la monumental estructura de la maqsura, la zona reservada a la máxima autoridad civil. El patio, de unos cuarenta por noventa metros, estaba rodeado de una especie de claustro, con más de doscientos pilares y unas cuatrocientas cúpulas, perfectamente visibles desde lo alto del minarete.

En el centro de la maqsura se encontraba el mihrab, el nicho profusamente decorado que señala la orientación exacta de La Meca, y hacia el que se dirigen las oraciones. La cúpula turquesa visible desde el exterior, apoyada en un tambor dodecaédrico cubierto de azulejos, mosaicos y yeserías, servía para cubrir este espacio privilegiado.

Al otro lado de la plaza se elevaba el minarete, en una disposición exenta no muy frecuente en la arquitectura musulmana. De nueve metros de diámetro en la base, seis en la coronación, y casi cincuenta de altura, servía de orientación desde muchos puntos de la ciudad. Pagando una pequeña cantidad se podía subir por una claustrofóbica escalera de caracol hasta la galería superior, desde la que el muecín llamaba a la oración cinco veces al día. Lo de la megafonía, que en algunos países no solo transmite la llamada a la oración sino la oración completa, es, evidentemente, un invento moderno. Valía la pena, pese a lo agobiante de la subida, por la vista de pájaro que ofrecía sobre el casco antiguo, y que alcanzaba hasta el desierto que rodeaba la ciudad.

Pero como no puedo describir uno por uno todos los monumentos, si queréis conocerlos bien lo mejor que podéis hacer es visitar Uzbekistán.

Bukhara merecería varios días para recorrerla en profundidad y admirarla con calma, pero por desgracia no nos sobraba el tiempo, y durante las horas de mediodía lo mejor que se podía hacer era dormir la siesta. Solo cuando el sol empezaba a ponerse me atrevía a salir del aire acondicionado del hotel y volver a recorrer los callejones de tierra esperando encontrar, a la vuelta de cualquier esquina, otra maravilla arquitectónica.

Dos de ellas, y prometo que con ellas termino mi recorrido por Bukhara, son el Chor Minor y el Bazar Cubierto.

Chor Minor, que en uzbeko significa “cuatro minaretes”, es lo único que queda de una gran madraza, construida en el siglo XVII por el turcomano Niyakzul. Es un edificio sencillo, encantador diría yo, coronado por los cuatro pequeños y elegantísimos minaretes a los que debe su nombre. Se puede subir a la azotea sobre la planta baja, hasta llegar a tocar la base de los minaretes.

El bazar cubierto o de Abdullah Khan era otro de esos lugares mágicos, en los que podías fácilmente sentirte de regreso a la Edad Media, a la época de las caravanas, como en el Gran Bazar de Isfahán, del que hablaré más adelante. En su momento de máximo esplendor, cuando era uno de los principales mercados de seda del mundo, se juntaban allí comerciantes de todas las tribus en más de mil kilómetros a la redonda y caravanas procedentes de todos los países entonces civilizados, desde China hasta Venecia. En aquellos tiempos bulliría de gente, de vendedores,  compradores, porteadores, camelleros, aguadores y simples curiosos, que acudirían allí para hacer negocios, para entretenerse y hasta para hurtarle la bolsa al que se descuidara, aunque el Islam castiga a los ladrones con la amputación de la mano. Lo que queda en la actualidad, una cúpula iluminada por un lucernario en la que confluyen cuatro pasajes abovedados a los que se abren varias docenas de tiendas de alfombras, tapices, suzanis y pañuelos de seda, me temo que es solo un débil reflejo de lo que era hace cuatro o cinco siglos, cuando alrededor se extendían los almacenes y las caravanserías.
 
No es mal sitio para comprar una alfombra bukhari, pero no olvidemos que en Uzbekistán está prohibida la exportación de antigüedades, por lo que es imprescindible hacerse con un certificado de origen emitido por el vendedor. Por cierto, las llamadas alfombras de Bukhara, por mucho que insistan los comerciantes, en realidad no se fabrican allí, sino que las elaboran a mano varias tribus nómadas turcomanas, como los ersaris, que viven entre Turkmenistán y Afganistán. Los que sí que pueden ser de Bukhara son los llamados suzanis, tejidos de lana o algodón bordados en vivos colores con motivos florales o geométricos. Pero en cualquier caso, si tenéis intención de comprar una alfombra o un suzani, no olvidéis armaros de paciencia. Para una familia uzbeka no sería extraño dedicar un mes o dos a mirar, comparar, elegir y regatear uno de estos objetos. Y si entráis en una de las tiendas, no os preocupéis del tiempo, del idioma o de la sed; todo lo resolverá el vendedor. Preocupaos solo de no comprar algo que en el fondo no deseáis, y con lo que tendréis que cargar todo el resto del viaje.

El segundo día en Bukhara, una vez visitados los monumentos más conocidos, lo dedicamos básicamente a callejear, pero no sin antes visitar los mausoleos de Ismail I el Samánida y Bahautdin Nakshbandi .
Los samánidas eran una dinastía persa musulmana, que en el siglo IX se hicieron con el control de gran parte del actual Uzbekistán, o al menos de las principales ciudades-oasis. Una prueba de su poderío es precisamente este mausoleo, ya que la ley islámica de la época prohibía la construcción de monumentos funerarios. Pero en cuanto uno de los califas de Bagdad construyó uno para su padre, a Ismail I, emir de la Transoxiana y con residencia en Bukhara, le faltó tiempo para mandar construir uno para el suyo, fundador de la dinastía samánida. ¡No iba a ser menos que el Califa!

El mausoleo en sí es un edifico pequeño, nada impresionante: un cubo de unos cinco metros de lado coronado por una cúpula semiesférica, con una decoración muy sencilla a base de terracota y que juega con la disposición de los ladrillos para crear efectos de luz y sombra, elementos tomados de la cultura sogdiana preislámica. Lo que llama la atención de él es lo bien conservado que está después de mil doscientos años, pese a lo endeble de sus materiales.

El otro mausoleo que visitamos esa mañana fue el de Bahautdin Nakshbandi, citado más arriba como fundador de una de las cofradías sufíes de más éxito. Aunque está situado a diez o doce kilómetros del centro, me resultó mucho más atractivo que el de Ismail I. No solo porque el personaje allí enterrado, un asceta y filósofo seguidor de la rama menos rigorista del islam, me caía más simpático que el samánida, cuyo único mérito no militar es el de haber sido hijo de su padre, sino porque el mausoleo sufí continua siendo un foco de peregrinación y de devoción para muchas familias uzbekas. El lema de Bahautdin, “Allah en el pensamiento y las manos en el trabajo”, encaja perfectamente con el ora et labora de los benedictinos. Además, al elevarse sobre un antiguo santuario zoroastriano dedicado al dios del fuego, se supone que es uno de esos puntos del planeta en los que se concentran las líneas de energía.
En su mausoleo se pueden observar diversos ritos, como el de la piedra de los deseos, empotrada en uno de los muros, a la que vienen a rezar fieles sufíes de todo el país e incluso del extranjero; el de recoger agua supongo que bendita de una fuente situada dentro del recinto, o el de pasar en cuclillas bajo una rama horizontal de un árbol muy viejo, rito este último cuya utilidad desconozco, pero que también cumplí escrupulosamente. Son cosas que no hacen daño a nadie y en las que no creo, pero ¿y si fueran verdad?

Esa misma tarde ya hubo miembros del grupo que compraron su primera alfombra, como Vicente y Miguel, unos valencianos muy aficionados a los viajes, que cada noche se unían con fruición al fuego de campamento en que cada uno presumía de sus muchos, exóticos y exclusivos viajes. Hechos, eso sí, siempre en un grupo organizado por una agencia española. Dicho de otra manera, muchos de nuestros compañeros, más que viajeros, parecían meros coleccionistas de viajes. O sea que les interesaban más las fotos con las que luego aburrirían a familiares y amigos que la historia y la vida cotidiana de los países que visitaban. De hecho, muy pocos de ellos se defendían en inglés, y ni uno se molestó en aprender en todo el viaje una sola palabra de uzbeko, ruso, farsi o armenio, por lo que sus escasos contactos con los indígenas se producían ineludiblemente a través de Marc.
Al día siguiente cruzaríamos el desierto de Kizyl Kum para llegar al oasis de Khiva, pero esa es otra historia.

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