Después de aquella breve visita a Tashkent que describo en el relato anterior, a la mañana siguiente, a una hora razonable, nos metimos en el autobús que nos dejaría en Samarkanda. En poco más de tres horas recorrimos unos trescientos kilómetros de carretera recta, llana y en buen estado, con una sola parada para comprar melones a unas campesinas, instaladas en el arcén y vestidas con una especie de bata de flores, lo que en Cádiz llamarían un bambito largo.
Prácticamente
toda la ruta transcurría entre campos de algodón, aparentemente muy fértiles,
aunque Marc nos explicó el tremendo problema ecológico, económico y político al
que se enfrentaba el gobierno de Islam Karimov. Resulta que en los tiempos no tan lejanos de los zares se decidió regar los hasta entonces áridos
campos uzbekos con el agua de los ríos Amur Daria y Sir Daria, así como del Mar
de Aral. La llegada de Stalin y los planes quinquenales significó un aumento
exponencial de este regadío. Los resultados, a corto plazo, fueron
espectaculares: la cosecha de algodón se disparó, surtiendo de este producto a
toda la industria textil de la Unión Soviética. Pero no todo fueron ventajas, la
mala gestión hidráulica tuvo dos consecuencias funestas. Por una parte, la
intensa evaporación fue formando depósitos de sal sobre las parcelas
cultivables, que se han ido volviendo paulatinamente menos fértiles y han visto
fuertemente reducida su producción. Y por otra, la reducción de los aportes de
los ríos al Mar de Aral y las extracciones directas de agua de este inmenso
lago han dado lugar a un descenso tan brutal de nivel del lago que hoy en día casi
puede decirse que ha desaparecido. Para ser más exactos, ha perdido unos dos
tercios de su superficie anterior a la era soviética, y el agua que queda es
tan salobre y está tan contaminada por restos de plaguicidas y abonos químicos
que no es que no se pueda beber, es que no vale ni para bañarse. Ha
desaparecido la industria pesquera de los pueblos que antes estaban a sus
orillas y que en la actualidad quedan hasta a ciento veinte kilómetros del
agua. En sus antiguas playas se han ido depositando capa sobre capa de residuos
químicos que, cuando sopla el viento, son arrastrados a cientos de kilómetros
de distancia y han disparado las tasas de cáncer. Un regalito para las futuras
generaciones. El que en su día fue el cuarto lago del mundo en extensión está a
punto de convertirse en un recuerdo, como se puede comprobar en estas fotos de
la NASA de 1977, 1998 y 2010.
Aproveché parte de aquel viaje en autobús para poner al día mi ruso, muy oxidado, gracias a la ayuda de Marc y de Bazrom, aunque este último me dijo que prefería enseñarme unas nociones básicas de uzbeko. Quedamos en que cada noche yo aprendería una expresión sencilla en su idioma, y que en el desayuno él me corregiría la pronunciación y me propondría otra frase para el día siguiente. A ese ritmo, en los diez días que iba a estar en el país no iba a alcanzar un gran nivel, pero por lo menos podría saludar y dar las gracias, lo mínimo que se despacha. Bueno, y pedir una cerveza, por supuesto.
Los pueblos que íbamos cruzando eran todos muy parecidos: a los lados de la carretera se sucedían las casas de ladrillo de uno o dos pisos, a veces revocadas con cemento pero casi siempre sin pintar, emparrados con viejos jugando al ajedrez, niños correteando, y muy pocas tiendas y bares. Lo que más me llamó la atención fue los tubos de acero oxidados, con diámetros de entre quince y cincuenta milímetros, que recorrían las calles. En las fachadas de las casas corrían justo por debajo de los aleros, pero al cruzar las calles subían hasta unos seis metros de alto, sujetos por estructuras de acero también oxidadas, supongo que para dejar pasar por debajo cosechadoras o remolques cargados de algodón. Pensé en un primer momento que eran conducciones de agua, aunque me extrañaba que con las temperaturas tan bajas que haría en invierno las dejaran a la intemperie, donde sin duda se congelarían. Pero Bazrom me sacó de mi error: se trataba de la distribución de gas natural, para cocinar y para calentar las casas en los interminables y durísimos inviernos. Y me contó el terrible drama de las familias más pobres: Muchos servicios que en los tiempos de la Unión Soviética eran absolutamente gratuitos, como la educación y la sanidad, pero también la vivienda, el agua, la electricidad y el gas, habían pasado a ser de pago, y en la mayoría de los casos privatizados y prácticamente regalados a los adláteres del dictador. Mucha gente había dejado de poder pagarlos, ya que los sueldos públicos y las pensiones habían permanecido congelados. Así, en invierno eran frecuentes los casos de ancianos muertos literalmente de frío en sus casas, cuando las temperaturas en el exterior bajaban hasta los treinta bajo cero y les cortaban el gas por impago.
Aproveché parte de aquel viaje en autobús para poner al día mi ruso, muy oxidado, gracias a la ayuda de Marc y de Bazrom, aunque este último me dijo que prefería enseñarme unas nociones básicas de uzbeko. Quedamos en que cada noche yo aprendería una expresión sencilla en su idioma, y que en el desayuno él me corregiría la pronunciación y me propondría otra frase para el día siguiente. A ese ritmo, en los diez días que iba a estar en el país no iba a alcanzar un gran nivel, pero por lo menos podría saludar y dar las gracias, lo mínimo que se despacha. Bueno, y pedir una cerveza, por supuesto.
Los pueblos que íbamos cruzando eran todos muy parecidos: a los lados de la carretera se sucedían las casas de ladrillo de uno o dos pisos, a veces revocadas con cemento pero casi siempre sin pintar, emparrados con viejos jugando al ajedrez, niños correteando, y muy pocas tiendas y bares. Lo que más me llamó la atención fue los tubos de acero oxidados, con diámetros de entre quince y cincuenta milímetros, que recorrían las calles. En las fachadas de las casas corrían justo por debajo de los aleros, pero al cruzar las calles subían hasta unos seis metros de alto, sujetos por estructuras de acero también oxidadas, supongo que para dejar pasar por debajo cosechadoras o remolques cargados de algodón. Pensé en un primer momento que eran conducciones de agua, aunque me extrañaba que con las temperaturas tan bajas que haría en invierno las dejaran a la intemperie, donde sin duda se congelarían. Pero Bazrom me sacó de mi error: se trataba de la distribución de gas natural, para cocinar y para calentar las casas en los interminables y durísimos inviernos. Y me contó el terrible drama de las familias más pobres: Muchos servicios que en los tiempos de la Unión Soviética eran absolutamente gratuitos, como la educación y la sanidad, pero también la vivienda, el agua, la electricidad y el gas, habían pasado a ser de pago, y en la mayoría de los casos privatizados y prácticamente regalados a los adláteres del dictador. Mucha gente había dejado de poder pagarlos, ya que los sueldos públicos y las pensiones habían permanecido congelados. Así, en invierno eran frecuentes los casos de ancianos muertos literalmente de frío en sus casas, cuando las temperaturas en el exterior bajaban hasta los treinta bajo cero y les cortaban el gas por impago.
La
entrada en Samarkanda fue un poco decepcionante. Con ese nombre mítico, con esa
“k” tan sonora en medio, yo la incluía en la lista de lugares de mis sueños de
infancia: Pernambuco, Marraqués, Singapur, Dar es Salam, Guayaquil, Tombuctú…
que me imaginaba exóticos y misteriosos, repletos de aventureros y exploradores,
de princesas y bandidos. Pero lo que se veía desde el autobús era una serie de barriadas de
bloques uniformes, tristes, despintados, entre solares secos, sin una brizna de hierba. Sabía que la ciudad
había sido arrasada por Alejandro el Magno en el siglo IV antes de nuestra era,
por los persas samánidas en el siglo VIII y por Gengis Khan (Chinguis Jan le
llamaban aquí) en el siglo XIII, pero no sé por qué esperaba encontrarme la
ciudad tal y como era en su época de máximo esplendor, cuando la gobernaba la
dinastía timúrida. Pues no. Aunque se conservaban muchos monumentos y algún
barrio antiguo, el centro de la ciudad era zarista y el extrarradio soviético.
Menos
mal que el Hotel Asia estaba en uno de los pocos barrios antiguos que quedaban, entre
callejuelas bordeadas de casitas bajas y muros de adobe tras los que me imaginaba
jardines y fuentes. El hotel en sí, inaugurado unos meses antes, a unos minutos
andando de la plaza del Registán, era cómodo y limpio. Desde allí salimos todos
juntos y en reunión a comer en el Labig’Or, otro restaurante típico uzbeko, con
el mismo menú de siempre: pinchos de pollo o de cordero, arroz pilav y cerveza.
Acabaría odiando aquella comida.
Después
de una buena siesta para dejar pasar las horas de más calor, por la tarde salimos
a visitar los principales monumentos de Samarkanda. Y ahora que menciono el
calor me doy cuenta de que no he hablado hasta ahora del clima, aunque
condicionaba bastante nuestras actividades. Como buen país continental, muy
alejado del mar, los veranos suelen ser secos y calurosos, y el de 2008 no fue
una excepción. No solo no nos llovió ni una vez en todo el viaje, sino que creo
que no tuvimos un día nublado ni en Uzbekistán ni en el vecino Turkmenistán. Y
calor no nos faltó. Calculo que los días normales pasábamos fácilmente de los
cuarenta grados en los peores momentos del mediodía, y por las noches era raro
bajar de los treinta. Lo único bueno era que, con lo seco que estaba el
ambiente, no se sudaba en absoluto. Eso sí, había que beber litros y litros de
agua al día, más unas cuantas cervezas para nos deshidratarse.
Pero
estamos en Samarkanda, y tenemos que hablar del héroe nacional de Uzbekistán, el
Emir Timur, al que los españoles conocemos por su mote, Tamerlán =
Timur-i-leng, o sea Timur el cojo. Dice la leyenda que este personaje, que a
finales del siglo XIV construyó un imperio que ocupaba desde el Kurdistán hasta
el Nepal y desde el Golfo Pérsico hasta la cordillera de Tian Shan, era cojo. De
origen turco – mongol, sus ejércitos ocuparon total o parcialmente los territorios
que en la actualidad forman Turquía, Siria, Iraq, Arabia Saudí, Kuwait,
Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Irán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajistán,
Tayikistán, Kirguistán, Afganistán, Pakistán, India, Nepal y pequeñas zonas de
Rusia y China.
Aunque
no supo organizar administrativamente ni consolidar su imperio, que se
desmoronó poco después de su muerte, y aunque durante su reinado incluso se
interrumpieron las rutas comerciales entre China y Europa, lo que hoy llamamos
Ruta de la Seda, no se puede negar su talento militar. Conquistó Moscú, Delhi,
Ankara y Damasco, derrotó a los mamelucos, a los otomanos, hasta a la Horda
Dorada… Digno sucesor de Alejandro Magno y de Genghis Khan, que también
recorrieron estas tierras. Murió de enfermedad cuando al frente de su ejército
se dirigía a la conquista de China. Por todo esto, llamarle “El emir cojo” me
parecía una ofensa. Me quedo con su nombre uzbeko, Timur.
Como no
podía ser de otra manera, empezamos el recorrido, ya con el sol empezando a
bajar, por Gur Emir, el mausoleo del Emir Timur. El edificio, de principios del
siglo XV, lo construyó el mismo Timur para enterrar a su nieto Mohammed, heredero
previsto de su imperio, que tuvo la mala suerte de morir antes de llegar al
trono.
Como
Timur murió al año siguiente, sus hijos decidieron enterrarlo en el mausoleo
recién terminado, contra los deseos del propio Emir, que se había preparado una
tumba mucho más humilde en Shakhrisabz, a 90 kilómetros al sur. Pero con el
pretexto de que llovía y la ruta hasta Shakhrisabz estaba inundada, los
herederos satisficieron su propio ego.
Con
el tiempo sepultaron allí a otros miembros de su familia, entre los que están
dos de sus hijos y otro nieto, Ulugbek, líder espiritual de la dinastía. Entre
las curiosidades que se guardan en el complejo funerario está la que se
considera mayor piedra de jade conocida. En la actualidad solo se conserva el
mausoleo en sí, ya que tanto la mezquita como la madraza anexas han
desaparecido. Aunque el flujo de visitantes era constante, el tremendo respeto
que mostraban los uzbekos ante su héroe nacional hacía que el entorno no resultase
agobiante. El exterior del edificio era de ladrillo cocido y azulejos, que
recubrían por completo los dos minaretes que se conservaban. Pura arquitectura
timúrida, sirvió de modelo para otros muchos mausoleos construidos
posteriormente, incluyendo la tumba más hermosa del mundo, el Taj Mahal. Por
dentro, gracias a la restauración de 1996, se apreciaba perfectamente la
decoración, muy en la línea de la Alhambra de Granada, pero tallada en mármol y
no en yeso.
Bazrom
nos contó que una antigua leyenda prohibía abrir la tumba de Timur bajo amenaza
de que hacerlo resucitaría su espíritu guerrero y traería guerras sin fin. En los años
cuarenta del siglo pasado, el antropólogo ruso Gerasimov violó esta prohibición
para estudiar los esqueletos contenidos en las tumbas. Se comprobó que Timur
tenía una pierna más corta que la otra, tal y como contaba la tradición, pero a
los dos días comenzó la invasión alemana de Rusia ¿casualidad o cumplimiento de
la profecía? Por si acaso, cuando casi dos años después la leyenda llegó a
oídos de Stalin, ordenó devolver a la tumba los restos de Timur, con todos los
honores. A los pocos días, el 2 de febrero de 1943, el Sexto Ejército alemán se
rindió en Stalingrado, marcando el principio del fin del imperio nazi y de la
Segunda Guerra Mundial.
Desde
allí, ahora que ya no hacía tanto calor, un paseo de un cuarto de hora nos
llevó a la joya de Samarkanda, la plaza del Registán. Pero por el camino nos
encontramos algo relacionado con España: Una calle que se llamaba Ruy González
de Clavijo, en recuerdo del embajador español enviado a la corte de Timur por Enrique
III de Castilla. Por cierto, este Ruy inició su viaje en El Puerto de Santa
María, y su objetivo era establecer una alianza con la dinastía timúrida contra
los turcos del Mediterráneo, cosa que no consiguió.
El
Registán es el conjunto monumental más famoso de Samarkanda, el que durante
siglos ha contribuido a labrar su leyenda de capital de la Ruta de la Seda. Se
trata de una plaza de unos sesenta por cien metros, rodeada por las tres
madrazas más bellas del imperio timúrida: Ulugbek, Tilla Kari y Sher Dor. Es de
esos sitios que te atraen como imanes, de los que no quieres marcharte, y a los
que volvimos una y otra vez durante nuestra breve estancia en la ciudad. Si
algún pero se le podía poner, es que estaba absolutamente descontextualizado. Las
reformas zaristas primero y las soviéticas después destruyeron gran parte de su
entorno, construyendo en su lugar avenidas y edificios gubernamentales que no
alcanzaban ni de lejos el valor artístico de las madrazas. Aunque también hay que
reconocer los esfuerzos realizados en la época soviética para recuperar y
restaurar los principales monumentos.
Me
siento incapaz de describir un conjunto de tal belleza, que además cambiaba a lo
largo del día, según el sol iba iluminando las distintas fachadas, minaretes y
cúpulas de cada madraza. Me limitaré a insertar una fotografía para que os forméis
vuestra propia opinión.
No
es difícil imaginarse lo que tenía que representar aquella plaza a los ojos de
los viajeros y comerciantes que recorrían la Ruta de la Seda. En medio de lo
que entonces era un desierto, y pronto volverá a serlo, en el centro de una
ciudad amurallada, haciendo sombra a otros monumentos tan magníficos como la
mezquita de Bibi Hanim o el mausoleo del propio Timur, se alzaban los tres centros
de estudios islámicos más importantes de Asia Central. Allí se concentraban
investigadores, eruditos y estudiantes procedentes de toda Asia y del norte de
África: Uigures, árabes, tayikos, rajastanís, afganos, yemeníes, sirios,
persas, iranís, egipcios y hasta musulmanes españoles fugitivos de la furia
religiosa de los llamados Reyes Católicos. Los estudios duraban entre diez y
veinte años, según el programa que se autoimpusiera cada taleb, pero que siempre incluía como materia básica el aprendizaje
del Corán. En los mercados, surtidos desde todos los confines del mundo
conocido, se oiría regatear en cien idiomas, y las mercancías, traídas de
Venecia, del Golfo de Guinea, de la India, de China y hasta de Japón, en
caravanas de muchos meses de duración, cambiarían de dueño con un simple
apretón de manos.
Antes
de que se pusiera el sol y se fuera apagando el brillo de los azulejos, todavía
tuvimos tiempo de hacer un primer recorrido por las madrazas. Todas respondían
a un mismo patrón: Una entrada principal, a través de un gran arco excavado en
la fachada, de no menos de veinte metros de alto, decorado hasta la locura con
azulejos de colores formando flores, frases del Corán o complicadísimos dibujos
geométricos, daba paso al patio central. En el caso de las madrazas laterales
la simetría quedaba reforzada por sendas cúpulas, alineadas con el eje de la
entrada, y un par de minaretes cilíndricos a los lados. La madraza del fondo,
Tilla Kari, no tenía minaretes y su cúpula estaba claramente desplazada hacia el
oeste.
En
las tres madrazas las entradas monumentales daban paso a un patio central al
que se abrían dos niveles de arcos, tan ricamente decorados como la fachada
principal. Estos arcos, que es su momento albergaron las habitaciones de los estudiantes
y profesores, hoy en día, bajo la administración del gobierno laico de
Uzbekistán, se usan como tiendas de artesanía y talleres de ceramistas,
tejedores, orfebres y lapidarios, cuando no como oficinas de la administración
o pequeños museos.
Cuando
se hizo de noche María y yo nos encaminamos al barrio construido por los rusos en
la época de los zares. Aunque en el texto sobre Tashkent ya hice alguna
referencia a la llegada de los rusos, quiero aclarar algo más este asunto. Tras
el desmembramiento del imperio timúrida a finales del siglo XV, las tierras que
forman el actual Uzbekistán estuvieron gobernadas por varios kanatos
independientes, asentados en las principales ciudades, algo parecido a la época
de los reinos de taifas en la España musulmana.
Pero
en el siglo XIX, con la paulatina expansión del imperio británico a partir de
la India, los rusos empezaron a preocuparse. Siempre habían considerado que
Asia Central quedaba dentro de su esfera de influencia, pero bastante tenían
con gobernar la propia Rusia como para inmiscuirse demasiado en los asuntos de
una tierra en general inhóspita, poblada por campesinos y pastores indómitos.
Su
punto de vista empezó a cambiar a la misma velocidad con la que Inglaterra iba
conquistando el actual Pakistán, Afganistán, e incluso empezaba a ejercer su
influencia en Persia. Los zares no podían consentir ese lento avance hacia su retaguardia,
por lo que decidieron ocupar de hecho los territorios hasta entonces más o
menos independientes sobre los que se cernía la amenaza inglesa. Así, los
ejércitos zaristas tomaron primero el actual Kazajstán, para luego recorrer
Uzbekistán de oeste a este, conquistando sucesivamente Khiva, Bukhara,
Samarkanda y Tashkent, y agruparon todos estos territorios en un estado
vasallo, Turkestán, cuya capital establecieron en Tashkent bajo el mando de un
gobernador general ruso.
Como
todas las potencias coloniales, a los administradores rusos no les gustaba
mezclarse con la población local, por lo que en cada ciudad ocupada
construyeron un barrio ruso, a imagen y semejanza de las zonas burguesas de
Moscú y San Petersburgo. Grandes parques, avenidas sombreadas por árboles,
chalets unifamiliares en una versión barata del estilo Art Nouveau, centros de
enseñanza en ruso, cuarteles e iglesias ortodoxas se concentraban en estos
barrios, donde procuraban reproducir dentro de lo posible el estilo de vida de
la metrópolis.
Samarkanda
no podía ser menos, y al ser la mayor de las ciudades conquistadas conserva
todavía el mayor barrio zarista de Uzbekistán. El aspecto actual de este
barrio, situado cerca del Parque Central, recuerda un poco a los escasos
pueblos playeros del Mediterráneo español que no han sido profundamente
transformados por la especulación urbanística: calles rectas y tranquilas,
casitas de una planta decoradas con escayola y pintadas en tonos pastel,
jardincitos mínimos donde charlaba o jugaba al ajedrez un grupo de jubilados…
Decadencia concentrada.
En
el Parque Central pasamos un buen rato viendo cómo se entretenía la población
local. Nada del otro mundo, pero todo con un sabor a la España de hace
cincuenta años. Familias amplias, amplísimas, paseando, con los abuelos en
cabeza y los innumerables nietos al final. Vendedores de helados y de
refrescos, pesadores que por un módico precio te dejaban subirte a una báscula
de baño y comprobar lo que habías engordado con aquella dieta de cordero,
arroz, pan y cerveza, un estanque con patines a pedales en forma de cisne, y
hasta un templete en el que un grupo tocaba en directo música popular.
En
varias ocasiones se nos acercaron grupos de uzbekos para intentar trabar
conversación con nosotros, pero el diálogo se limitaba a dos frases:
-Pa ruski? (habla ruso)
-Chuchuk (muy poco). Y tan poco…
Nos
unimos al resto del grupo para cenar en el Karimbek, en la avenida Gagarin. Una
perfecta repetición de todos los restaurantes en los que habíamos estado, con
la diferencia de que éste era también sala de fiestas, por lo que en el
interior había un gran salón de baile en el que jóvenes y viejos saltaban al ritmo
de la música tradicional uzbeka, no más aburrida que la de otros países. Dos de
mis compañeros, valencianos, se decidieron a salir a la pista, arrastrados por
sendas uzbekas de armas tomar, para mayor juerga del resto de bailarines. Yo no
me atreví, todavía no había perdido el sentido del ridículo.
Y
digo todavía porque Bazrom, que esa noche nos acompañó a cenar por primera vez,
se dedicó a pedir una botella de vodka tras otra, que él bebía como si fuera
agua; y yo –por pura educación, claro está- le acompañé convenientemente. Creo
recordar que cenamos pollo frito y que volví al hotel después de regatear por
mi cuenta con un taxista, pero la verdad es que no estoy muy seguro de los
detalles. Al vodka le debí de pegar bien, por el dolor de cabeza con que me
desperté a la mañana siguiente. Y viendo las caras de mis compañeros en el
desayuno, creo que no fui el único que se pasó con la bebida.
Un
buen desayuno y un paracetamol nos reanimaron a todos, y antes de que apretara
el calor salimos del hotel para visitar la Mezquita Bibi Khanim, construida por orden de Timur para
celebrar la conquista de Delhi. En el momento de su construcción era la mayor
mezquita del mundo, una prueba fehaciente del poderío de su promotor. Para
conseguir que superase a todas las existentes hasta entonces, trajo
arquitectos, albañiles, tallistas, alicatadores y escayolistas de todo el mundo
conocido. Cuentan las crónicas que en su interior trabajaron hasta doscientos
canteros, y otros quinientos arrancaban y desbastaban piedras en las montañas.
Pero
Timur no era capaz de quedarse quieto ni un momento, y menos de permanecer en
Samarkanda los cinco años que duró la construcción de la mezquita, con tantos
países como le quedaban por conquistar. Se marchó al frente de sus ejércitos y
cuando regresó ya habían terminado las obras. Aunque se tuvo que quedar
impresionado con la puerta principal, de treinta y cinco metros de altura, el
patio central, de más de diez mil metros cuadrados, la cúpula cubierta de
azulejos turquesa, y los dos minaretes de cincuenta metros de alto, no le
pareció suficiente. Ni tampoco quedó satisfecho con los mosaicos de cerámica
vidriada, los zócalos tallados en mármol ni los adornos de mayólica dorada. Sin
dudarlo un momento, mandó colgar al arquitecto jefe. Aunque también se dice que
fue para evitar que pudiera construir para otro cliente una mezquita igual o
mejor que la suya.
Otra
leyenda relacionada con la construcción de la mezquita cuenta que la esposa de
Timur, Bibi Khanim (que se podría traducir como “Amada Reina”) se involucró tan
a fondo en la inspección de las obras que el arquitecto se enamoró de ella,
hasta tal punto de que ralentizaba los trabajos para que la construcción no
acabara nunca y seguir recibiendo las frecuentes visitas de la reina. Cuando
llegaron noticias de que Timur regresaba a Samarkanda, la reina, temerosa de la
reacción de su marido si se encontraba la mezquita sin terminar, apremió al
arquitecto. Él le contestó que acabaría la mezquita a tiempo con la condición
de que la reina le diera un beso. No sabemos si por miedo o por gusto, el caso
es que la reina le concedió el beso pedido. Y aquí divergen las dos versiones
de la leyenda. Una dice que el arquitecto, en el ardor del momento, mordió el
labio de Bibi Khanim hasta hacerla sangrar. Cuando Timur llegó a Samarkanda,
antes de ir a ver la mezquita se dirigió a su palacio para saludar a la reina.
Le faltó tiempo para darse cuenta de que la herida del labio no era tan
inocente como decía la Khanim, y alguien debió de irse de la lengua, porque
Timur, cuando fue por fin a visitar la gran mezquita que había encargado, le
pidió al arquitecto que lo acompañara a lo alto de uno de los minaretes, para
admirar la obra desde arriba. Una vez en el balcón superior, agarró al
arquitecto y lo lanzó al vacío.
El
otro final me gusta más. Cuenta que ante la inminente llegada de Timur los
amantes se escondieron en la mezquita, y subieron al minarete. Cuando Timur,
espada en mano, empezó a subir los más de doscientos escalones, los amantes se
lanzaron abrazados al vacío. Pero la mano de Allah hizo que se inflara el
vestido de Bibi Khanim a modo de paracaídas, y que el viento los arrastrara
hacia el horizonte. Nunca más se supo de la pareja.
En cualquier caso, creo que
es la mezquita más bonita que he visto en mi vida. Si estuviera viajando por mi
cuenta, creo que me habría quedado allí el resto de la mañana, disfrutando del
embrujo del lugar, pero los viajes de grupo es lo que tienen: Hay que adaptarse
al ritmo que marcan los demás. Así que nos marchamos de aquella maravilla y nos
fuimos al conjunto funerario de Shah-i-Zinda.
Al
otro lado de la carretera de circunvalación se extendían unas colinas yermas,
amarillentas, resecas. Se trataba de Afrosiab, donde se encontraron los
primeros vestigios de ocupación humana en Samarkanda, en una zona ocupada en parte hoy en
día por un gran cementerio. Entre las tumbas destacaban las cúpulas turquesas
de unos veinte mausoleos, que formaban un recinto compacto al que se accedía
por una puerta monumental.
A lo
largo de una callejuela escalonada que ascendía desde la entrada principal se
sucedían los mausoleos, adosados unos a otros como si fueran bajos comerciales
en un bazar, pero con una decoración interior y exterior a cual más rica.
Mármoles, estucos, mayólicas, mosaicos vidriados, azulejos de mil colores,
maderas nobles, formaban dibujos geométricos o de flores, fieles a la
prohibición islámica de reproducir figuras. Por cierto, esta prohibición ha
sido interpretada de manera más o menos rigorista, desde quienes consideran que
se refiere exclusivamente a la figura humana, hasta los que opinan que incluye
también a animales y plantas. Porque lo que en realidad dice el hadiz es “Todos los hombres que
reproducen la figura humana son imitadores de Dios, y en tanto que tales,
punibles: Dios impondrá como castigo a aquel que haya creado una imagen la
necesidad de insuflarle vida a su imagen; pero eso jamás será posible”.
La
calle se abría más adelante a una plazuela rodeada por otra media docena de
mausoleos, todos con sus cúpulas turquesas y en muy buen estado de conservación.
Por suerte, se podía acceder al interior de todos ellos, excepto a aquellos que
estaban siendo restaurados. Dentro se repetía la maravillosa decoración de las
fachadas, pero todavía más detallista. El ambiente de paz, reforzado en alguno
de los edificios por grabaciones de música sufí, unido al frescor de los
mármoles, me daba ganas de quedarme dentro, sin volver al sol implacable que caía
en el exterior.
Aunque
todos los edificios me parecían del mismo estilo, al parecer su construcción
abarcaba desde el siglo XI hasta el XVI, con modificaciones menores en el XIX.
Lógicamente, los de los siglos XIV y XV corresponden a parientes de Timur, sin
suficiente categoría como para compartir el mausoleo del propio Emir.
Al
final de la calle se alzaba el edificio más antiguo de todos, el mausoleo de Qusam
ibn Abbas, sobrino del Profeta, que fue degollado cuando en el siglo VII llegó
a Samarkanda con los invasores árabes para predicar el islam. Una leyenda
explica el nombre de Shah-i-Zinda, “El Rey vivo”. Por lo visto, cuando
enterraron a Qusam no estaba muerto, sino solo gravemente herido.
Milagrosamente consiguió escapar de su tumba, y en la actualidad sigue viviendo
en los subterráneos del complejo, según una versión, o emparedado en un
acantilado cercano, según otra.
En el
camino de vuelta se me ocurrió escurrirme por un pasadizo entre dos de los
mausoleos, y me encontré en medio del cementerio moderno. Siguiendo
la tradición musulmana, los cadáveres estaban enterrados de lado, con la cabeza
orientada hacia La Meca, no depositados en nichos como en muchos cementerios
católicos. En las tumbas islámicas ortodoxas se coloca encima una simple
piedra, sobre la cabeza en el caso de los hombres y sobre los pies en el de las
mujeres (no me preguntéis por qué, cada cual que saque sus propias
conclusiones). Pero después de más de setenta años de gobierno soviético, la
mentalidad ha cambiado mucho, y en el cementerio era muy frecuente encontrarse
con grandes lápidas de piedra negra pulida, sobre las que se habían cincelado
imágenes muy realistas de los difuntos, como negativos de fotografías. Algunas
de las “fotos” eran de muy buena calidad.
Y una
última leyenda: Si cuentas los escalones al subir, los vuelves a contar al
bajar, y los dos números coinciden, es que estás libre de pecado. Tengo que
confesar que a mí no me salieron las cuentas, pero yo lo atribuyo a las
incontables paradas para hacer fotos, a las entradas y salidas de los
mausoleos, y al calor aplastante.
Terminada la visita, el resto del grupo se fue a
comer a algún restaurante del centro, pero María y yo ya habíamos tenido
suficiente ración de convivencia, y decidimos irnos por nuestra cuenta a
visitar el Bazar Siyob, que habíamos entrevisto al salir de la mezquita de Bibi
Khanim. Conocedores ya de las costumbres locales, negociamos como pudimos un
precio de varios miles de sum con un conductor que pasaba y que nos dejó en la
misma entrada del Bazar, ahorrándonos media horita de paseo bajo el sol cozinheiro da gente.
El Bazar tenía una zona cubierta, con ferreterías,
carnicerías, tiendas de ropa y de artesanía, joyerías y perfumerías. Pero lo
más interesante eran las explanadas exteriores en las que se alineaban los
tenderetes de las campesinas, simplemente protegidos por unos toldos. Aunque
algunas vestían al modo occidental, la mayoría lucían esa especie de camisones
de colores que he citado antes, los bambitos.
Por debajo del camisón asomaban unos pantalones holgados de la misma tela. Casi
todas llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo, habitualmente a juego con el bambito.
Los hombres, como en casi todo el mundo, seguían
directamente la moda occidental, con pantalones “de vestir” y camisas de manga
larga. Como mucho se tocaban con el sombrero nacional uzbeko, el do’ppi, usado también en las repúblicas
vecinas. De base cuadrada y fabricado en algodón negro, solía llevar bordados
en blanco cuatro arcos que protegían contra los peligros físicos y unas
guindillas contra el mal de ojo. Algunos ancianos llevaban calzones anchos y
botas de fieltro.
En los puestos se vendía de todo, pero sobre todo
productos agrícolas o artesanía muy básica, para uso doméstico. Lo que más
abundaba eran los melones y las sandías, de un tamaño desconocido en España,
pero también eran frecuentes los puestos de pan casero, los deliciosos non cocidos en los hornos tradicionales,
un poco duros y muchas veces con restos de cenizas o de carbón pegados a la
corteza. También había una gran variedad de tartas, pero con unos colores
totalmente sospechosos de ser de origen químico.
Como ya estábamos muertos de hambre, cometimos el
error de comprar una ración de ensaladilla rusa y otra de yogur con pepinillos
en un puesto callejero aparentemente muy pulcro. Las ensaladillas las tenían en
unos grandes lebrillos protegidos de las moscas con gasas, y nos las sirvieron
en sendas bolsas de plástico alimentario. Compramos luego unas cucharillas de
plástico y un pan no demasiado grande.
Como no encontrábamos platos, acabamos en un puesto de macetas comprando dos
platillos de los que se ponen debajo.
Provistos de todo esto nos fuimos al hotel,
comprando antes de llegar el único ingrediente que nos faltaba: dos botellas de
Baltika 6. En la habitación nos dimos un festín. Decir que las ensaladas
estaban deliciosas es poco; además ya eran casi las cuatro de la tarde y
estábamos desfallecidos. Fresquitos con el aire acondicionado, la comida nos
resultó mucho más agradable que los inevitables pinchos de cordero con arroz
que nos encontrábamos en un restaurante sí y en otro también.
Lo malo llegó poco más tarde. Las bacterias del
yogur y la mayonesa, muy diferentes a las que ingerimos habitualmente,
proliferaron rápidamente en nuestros intestinos y nos tuvieron toda la tarde
dando carreras desde la piscina hasta el cuarto de baño de la habitación. Lo
malo no fue la diarrea, que se nos pasó tan rápido como había llegado, sino que
nos quedamos sin ver el observatorio de Ulugbek, construido en el siglo XV por
el nieto de Tamerlán. Con ayuda de edificios diseñados para servir como
instrumentos astronómicos de gran tamaño, compiló un buen mapa del movimiento
de los planetas, pero sobre todo determinó que el año solar constaba de 365 días, 6 horas, 10 minutos y 8
segundos, con un error de poco más de un minuto respecto al valor correcto. Así
tengo un pretexto para volver algún día a Samarkanda, suponiendo que hiciera
falta alguno.
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