Lo de bereberes del sur viene de un viaje a Ouarzazate hace ya bastantes años. El empleado de una gasolinera en mitad del valle del Draa me preguntó de donde era, en un francés bastante macarrónico. Cuando, con mi francés todavía más macarrónico que el suyo, le expliqué que de “Al Andalus”, elevó la mirada al cielo y exclamó “Berbers du Nord!” O sea que si los gaditanos somos bereberes del norte, los tangerinos serán bereberes del sur, digo yo.
De Cádiz a Tarifa se tarda poco más de una hora en coche, lo que permite incluso acercarse a Tánger a pasar el día. Vamos, que tenemos más cerca Tanger que Málaga.
Al llegar a la estación marítima, nos topamos con el primer error del viaje: haber sacado los billetes con antelación. Un cartel en la ventanilla de Intershiping anunciaba que el ferry de las 18:00 estaba cancelado, y que la siguiente salida sería a las 20:00.
Por suerte, en un cuarto de hora zarpaba un ferry de otra naviera. Pagamos un nuevo billete, con la difusa esperanza de recuperar el dinero pagado a Intershipping, y embarcamos a la carrera, coincidiendo en la rampa de coches con un coro completo, con sus laudes, sus bandurrias y sus maletones con el vestuario. Por lo que hablaban, creo que iban a actuar a Tánger, aunque allí no haya carnavales.
Ya instalados a bordo, y antes incluso de largar amarras, vimos que se formaba una larga cola en el salón de la cafetería; por si acaso, yo me puse en la cola, sin saber todavía para qué servía. Al cabo de un cuarto de hora, mientras la fila avanzaba lentamente, por la megafonía del barco anunciaron que “el control de pasaportes se encuentra situado a la izquierda del barco”. Teniendo en cuenta que los barcos no tienen izquierda ni derecha, sino babor y estribor, y que el funcionario marroquí que sellaba los pasaportes se sentaba a estribor, el anuncio resultaba un tanto confuso. Eso sí, lo siguieron repitiendo cada dos minutos hasta que llegamos a Tánger, añadiendo versiones en inglés y en francés. Ni rastro de árabe.
Con el sellado del pasaporte hay que tener un poco de cuidado. Si ya has visitado Marruecos con el mismo pasaporte, al lado de los sellos de entrada y salida tendrás impreso un número de registro. En ese caso, conviene que se lo enseñes al funcionario. Si no lo haces y él no se da cuenta y te estampa un segundo número, puedes tener serios problemas a la salida de Marruecos.
Como en invierno hay que atrasar una hora el reloj al pasar de España a Marruecos, acabamos llegando a Tánger a la misma hora en que salimos de Tarifa. Los controles de entrada, en temporada baja, fueron razonablemente ágiles y ordenados, y después de declinar cortés pero firmemente varias ofertas de “grand taxi” (Mercedes de enésima mano que no usan taxímetro), salimos de la terminal y nos acercamos a una fila de oficinas prefabricadas, una de las cuales albergaba una casa de cambio de divisas.
El cambista, con la amabilidad típica marroquí, buscó nuestro hotel en Google Maps y nos trazó un detalladísimo mapa para llegar hasta él andando. Vamos, tan detallado que necesitó dos folios enteros para dibujarlo.
Entre la apertura del nuevo puerto de Tanger Med, que ha absorbido todo el tráfico de carga y gran parte del de pasaje, y el dinero aportado por la Unión Europea, el puerto está cambiando a toda velocidad. Se han derribado galpones, casetas y otros tugurios, se han eliminado los aparcamientos de camiones, y lo más vistoso, se están recuperando las fortificaciones de la Medina que miran al mar. Se nota que están apostando por el turismo, una vez perdido casi todo el negocio portuario.
Lo que no ha cambiado nada es la Medina. El mismo laberinto de callejuelas, escalones y pasadizos, las mismas tiendas de alimentación, de recuerdos, de ropa tradicional, barberías, farmacias, sastres semi callejeros, fabricantes de parchís, perfumerías a granel, panaderías. El mismo barullo incesante de chiquillos jugando, comerciantes charlando a la puerta de sus negocios, amas de casa cargadas con la compra del día, algunos turistas despistados, y hasta hippies siguiendo las huellas de Bowles y Kerouac.
Sí que eché en falta a los numerosos inmigrantes subsaharianos (negros, en lenguaje tradicional) que en visitas anteriores se veían deambulando en torno a las pensiones baratas cerca del Zoco Chico, a la espera de una ocasión para cruzar el Estrecho. Parece ser que la policía los ha expulsado de la ciudad, y que ahora malviven entre la costa del Estrecho y la carretera Tánger-Tetuán.
Después de un paseo de media hora, llegamos al hotel, La Tangerina, ubicado en lo más alto de la Kasbah, justo al lado del antiguo palacio del Sultán. Una buena casa familiar de comienzos del siglo pasado, restaurada, acondicionada y decorada con un gusto exquisito por sus dueños, Jürgen y Farida. La casa se organizaba en torno a un patio cubierto por una montera, rodeado por arcos en la planta baja y por galerías en los pisos altos, y está rematada por una azotea en dos niveles, con vistas a la ciudad, a la playa, al Estrecho y a España. De noche se distinguían perfectamente las luces de Gibraltar por el este y dos faros al norte, que pensé que serían los de Trafalgar y Roche.
Nuestra habitación se dividía en tres ambientes: un dormitorio minimalista, ocupado casi completamente por una cama, un saloncito decó con cama turca y escritorio, y un cuarto de baño ultra moderno, pero decorado al estilo marroquí.
Tras registrarnos y deshacer el escaso equipaje salimos, ya de noche, a dar un paseo por la Kasbah. Muy poca gente, callejones sin salida, escaleras arriba y abajo, paredes teñidas de almagre o de añil, una mezquita en obras en la que se prohíbía el paso a los infieles…
Seguimos bajando a través de toda la Medina, el Zoco Chico y el Zoco Grande, hasta el Bulevar Pasteur y sus edificios decó, entre los que destacan la Librería de las Colonias, el Hotel Rembrandt y La Grand Poste. Son los restos que sobreviven de la época más cosmopolita de Tánger, la de la Conferencia de Algeciras y la Zona Internacional, administrada entre 1925 y 1940 por Bélgica, España, Estados Unidos, Francia, Italia, Países Bajos, Portugal, el Reino Unido y la U.R.S.S.
Tiempos de espías, de agentes dobles o triples, de contrabandistas, de casinos y cabarets, pero también de miseria, prostíbulos y explotación. De guerra mundial y de guerrillas, de rifeños y sus kabilas contra españoles y regulares. Por cierto, para conocer cómo era la vida de los quintos españoles que venían a morir a esta absurda guerra del Rif, nada como “La forja de un rebelde”, de Arturo Barea, uno de mis escritores favoritos.
El Bulevar Pasteur rebosaba de la animación típica de un viernes por la noche, los innumerables cafés, llenos hasta arriba de hombres pero vedados de facto a las mujeres, la juventud paseando por las aceras o concentrada en lo que debe ser lo más moderno de la ciudad: el centro comercial Tanger Boulevard, con sus cafés cool como el Passion, sus pizzerías familiares y su terraza-mirador pública para los muchos que no podían pagarse una consumición.
La vuelta andando al hotel se nos hacía, literalmente, muy cuesta arriba, así que estirándonos un poco cogimos por sesenta céntimos de euro un petit taxi hasta la Plaza del Tabor, escuchando por el camino las quejas del taxista sobre lo mal que estaba la vida, lo cara que era la gasolina, y el dinero que perdía al aceptar una carrera tan corta como la nuestra. Nada nuevo.
Nos metimos a cenar en el que está considerado como uno de los mejores restaurantes de la ciudad, Le Morocco Club. Ya el jefe de sala que nos recibió, un negro espectacular, auguraba que aquello no era un sitio del montón, pero lo que siguió superó ampliamente nuestras expectativas. Los platos, es verdad que no muy abundantes, estaban excelentemente preparados y delataban la existencia de un cocinero de categoría. Pastela inidvidual en forma de rollito de primavera, presentada sobre un lecho de cebolla caramelizada y azafrán; cromesquis de queso de cabra con compota de pera, y molde de tajin de cordero con cuscús competían en calidad. El vino, un Ait Souala mezcla de uvas merlot, tannat y arinarnoa, tenía verdadero sabor a frutas del bosque y era suficientemente digno para un país de mayoría musulmana y abstemia.
Los postres merecen un capítulo aparte. Tanto el tiramisú sobre salsa de rosas y lichis como el “chocolatíssimo”, que combinaba cinco tipos diferentes de chocolate, eran difícilmente superables. Como broche final una copa –cortesía de la casa- de auténtico limoncello. No ese chupito de licor aguado que sirven en muchos restaurantes españoles, sino una auténtica copa de alcohol de noventa con limón y azúcar. Eso sí, el precio no se quedó atrás.
El sábado amaneció lloviendo, pero después un desayuno acorde con la categoría del hotel nos abrigamos y volvimos a bajar hasta el centro, aunque esta vez por el exterior de las murallas, por la Rue de la Kasbah y Rue d’Italie, recorriendo lo que en su día fue el barrio español y viendo lo poco que queda de locales míticos como el café Colón o los cines Capitol y Alcázar.
Ya en el Zoco Grande recorrimos primero el mercado municipal, visita para mí obligada. Los puestos de encurtidos y de especias son los más fotogénicos, pero la nave del pescado no tiene nada que envidiar al mercado de Cádiz. Nada de piscifactorías, todo pesca artesanal. Lubinas y doradas salvajes, marrajos de más de un palmo de diámetro, meros de diez kilos, y una enorme variedad de pescados, todo colocado artísticamente para llamar la atención de los compradores.
Como seguía jarreando, después de patearnos el mercado nos compramos un enorme paraguas y nos lanzamos de nuevo a perdernos sistemáticamente por las esquinas más recónditas de la Medina, lejos de las principales calles comerciales. Los callejones subían serpenteando hacia la Kasbah, se bifurcaban, se internaban por pasadizos bajo las viviendas, se abrían en plazoletas con gatos, niños y gallinas, y la mayoría de las veces terminaban en un rincón sin salida.
Cuando llegamos a lo más alto, vuelta a bajar, pero ahora siguiendo las callejuelas más cercanas al talud que mira hacia el mar, en torno a la Calle de las Aceitunas. Paseando entre hornos donde seguían haciendo el pan con leña de eucalipto, sastres sin máquina de coser, jóvenes parados que intentaban ganarse la vida sirviéndonos de guía y motocarros cargados de bombonas de butano o de material de construcción, llegamos al mítico e incombustible Hotel Continental. Dicen las malas lenguas que no ha recibido una limpieza a fondo desde sus años de gloria, cuando la aduana estaba ubicada justo a sus pies y era el único hotel de categoría en toda la Medina, en la época en que allí se alojaban artistas de cine, escritores y tahures. No sé si será cierto, pero puedo dar fe de que en mi última estancia me volví a encontrar, intacta, la huella que en el anterior viaje había trazado con un dedo en el polvo que cubría el espejo del vestíbulo del segundo piso.
Todavía fuimos capaces de caminar un par de kilómetros más bajo la lluvia, a lo largo del Bulevar Mohammed V, hasta que encontramos un restaurante que nos gustara y donde sirvieran alcohol. El Tangerino (nada que ver con nuestro hotel La Tangerina) era el típico restaurante de pescado y marisco, sin una gran cocina pero con mercancía de muy buena calidad. El dueño, ataviado con abrigo y sombrero, ejercía a la vez de maitre, de cajero y de jefe de sala.
Cuando salimos del restaurante, había escampado: el paraguas había cumplido su misión. Cuando viajo, he comprobado que la mejor manera de que deje de llover es comprar un paraguas; me ha funcionado en todo el mundo menos en Galicia. Lo malo es que en los viajes largos tengo que cargar con él todo el viaje. Si lo pierdo o lo abandono, suele volver la lluvia.
Un poco cansados de tanto caminar, otro petit taxi nos llevó hasta Casabarata, el Rastro de Tánger, un enorme mercado de ropa nueva y usada, zapatos, comida, electrodomésticos, material de construcción, antigüedades… En fin, todo lo que uno se pueda imaginar y bastantes cosas más. Una tienda con las estanterías atiborradas de cargadores y mandos a distancia de todo tipo de aparatos, apilados sin orden ni concierto. Otra en la que no se podía ni entrar, literalmente llena de taladros, de martillos neumáticos, de radiales, de sierras mecánicas, y de la que un dueño mal encarado me prohibió hacer fotografías. Un poco más allá, una zapatería con varios miles de zapatos usados, embutidos a presión en los estantes o colgados del techo en racimos. Al lado, una barbería de unos dos metros cuadrados, donde cabían muy justos el sillón, el barbero y el parroquiano. Enfrente una casa de comidas, en la que un par de docenas de hombres mojaban pan en cuencos de harira, sentados en banquetas frente a un par de mesas corridas. En un rincón, tres esteras y una foto de La Meca acotaban un espacio para la oración.
Agotados, pero no rendidos, todavía tuvimos fuerzas para pelear por un taxi que nos devolviera al Zoco Grande, a hacer las compras de rigor. Galerías Tinduf, el Zoco Chico y la Medina conforman un triángulo de las Bermudas del que no es fácil escapar sin un par de cuencos, una chilaba o una cajita de madera de cedro.
Caímos por fin en el hotel, ahora sí que exhaustos. Un par de horas de lectura y escritura junto a la chimenea, con un buen programa de jazz de fondo, nos revivieron lo suficiente como para ir a cenar al Hammadi, un restaurante tradicional en el extremo más bajo de la Rue de la Kasbah. Música en directo, harira y tajín de cordero con orejones y ciruelas pasas nos mandaron directamente a la cama. Ahora sí, con los pies en alto, dimos por bien aprovechado el día. Total, solo habíamos estado caminando unas nueve horas.
El domingo arreció el viento norte, que tenía a media España cubierta de nieve, y el encargado del hotel nos recomendó que nos volviéramos a España cuanto antes, ya que a mediodía se esperaba un empeoramiento del tiempo y podía llegar a suspenderse la salida de los ferries. Deliberación y cambio de planes. En lugar de visitar el cercano Museo de la Kasbah, que por otra parte ya teníamos muy visto de viajes anteriores, cogimos un petit taxi para intentar pillar el ferry de las once.
Como era de suponer, al llegar a la estación marítima nos enteramos de que lo habían suspendido por algún motivo desconocido, y que el siguiente zarpaba a la una. Eso sí, en la oficina de venta de billetes se ofrecieron a cuidarnos el equipaje. Desorganización + amabilidad = normalidad.
Incapaces de esperar dos horas sentados en la horrorosa terminal de pasajeros, vuelta al centro para hacer las últimas y absolutamente evitables compras: cuatro clases diferentes de aceitunas, pastelillos surtidos, dos hogazas de pan de leña y unas pastelas de pollo. A punto estuvimos de comprar pescado para la semana, pero nos dio miedo de que acabaran cancelando todos los ferries y nos encontráramos varados en Tánger con varios kilos de pescado, por muy fresco que fuera.
La seguridad en la estación marítima era, por decirlo suavemente, laxa. Un enorme cartel a la entrada, flanqueado por dos policías que ni nos miraron decía: “Terminantemente prohibida la entrada sin la acreditación de la autoridad portuaria”. Paso obligado de pasajeros y equipajes a través de sendos escáneres, que no funcionaban. Rellenamos los formularios amarillos de salida, que entregamos en el control de pasaportes. Al lado, una oficina acristalada, cerrada, y llena de pilas de formularios amarillos usados, que subían hasta el techo y luego caían hasta el suelo cual una cascada. ¿Para qué valían los formularios? Misterio.
Y por fin, tras un nuevo retraso y otra hora de travesía en una mar bastante agitado, llegamos de vuelta a Tarifa, con un poquito de África en la mirada y la mente.
Una excursión fácil y agradable que recomiendo a cualquiera que se acerque por Cádiz provisto de pasaporte.
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