Confieso que me enfado. Confieso que en ocasiones he sentido
ira y he querido que el mundo a mi alrededor desapareciera y que lo hiciera lo
más rápido posible y de cualquiera de las maneras. Confieso que he pronunciado
palabras que han ofendido a otros, que he dicho verdades impronunciables que
han provocado daño, que me he quejado de mis desventuras y eso ha perjudicado a otros. Confieso que no
siempre he hecho por los demás todo el bien que hubiese podido hacerles. A
pesar de todas mis confesiones me considero una persona no violenta. Detesto la
guerra desde que tengo uso de razón. Aborrezco la violencia. Me paraliza el
pensamiento y el cuerpo cualquier acto violento ante mí. Soy incapaz de
levantar una mano. Cuando he sido consciente de mi capacidad para hacerle daño
a alguien, he optado por desaparecer de su vida, alejarme, como precaución.
Saco pecho como los pavorreales, pero tras el alarde no hay nada más. Mato los bichos
que entran en mi casa sólo, y sólo, desde que soy madre.
Años atrás tuve muchos escrúpulos por trabajar en una industria
militar y cuyos productos eran bélicos -aún me resiento. Eludía decir innecesariamente dónde
trabajaba a recién conocidos. Sufrí mis dicotomías participando en
manifestaciones anti-OTAN en Madrid durante los 80. Jamás he empuñado un arma
que no sea el cuchillo de trinchar la carne; que por cierto es un estupendo instrumento
que compré en Toledo, como debe ser.
Pues bien, al hilo de mis extravagancias y ejercicios de
desasimiento de las cosas, hace también muchos años dejé de ver la tele. Me
propuse no verla. De esa forma, durante más de un año no encendí el televisor
que tenía en el salón de mi estupendo apartamento de Altamira en Madrid. En
ningún momento sentí necesidad de ver la tele, fue un año magnífico y una
experiencia que me enorgullece y cuyo recuerdo me reconforta en tiempos bajos.
Pero, un día leyendo la sección de Espectáculos
de El País supe que emitían aquélla noche una película de la cual había
leído y me habían hablado de ella y que, irremediablemente, sabía que tendría
que ver: “Johnny cogió su fusil” (1971). Esa noche encendí el televisor en mi
vida otra vez. Creo que lloré. Muy poco tiempo después, y también en la
cartelera de El País, supe que proyectaban en los cines Alphaville de Madrid
otra película que en su estreno no pude ver y que necesitaba hacerlo: “Apocalypse
Now” (1979). En el intermedio de la película encendieron las luces de la sala y el público salió al vestíbulo a estirar
las piernas, fumar y, sobre todo a soltar un poco de presión de lo que
estábamos viendo allí dentro. Reconozco que lamenté haber ido sola, de no tener
a nadie a mi lado para hablar, para comentar, para soltar un poco de presión…, o
quizás reír. Estuve a punto de forzar la conversación con un tipo con tal de no
sentirme tan mal, pero no lo hice. Aguanté y volví a la sala. También recuerdo
cuando y de qué manera tragaba saliva mientras se sucedían rápidamente las
escenas más dramáticas que se podían esperar de una película después de haber
tenido un comienzo tan feliz. ¡Espanto, qué espanto! “El Cazador” (1978). El
horror, el dolor, el destrozo, lo peor, lo peor… Nada suple el dolor del
sufrimiento hondo, no hay medalla, no hay homenaje, no hay aplauso ni
reverencia o reconocimiento que enjugue esa lágrima que brota de los adentros.
Yo había recién cumplido mi mayoría de edad cuando vi a Christopher jugándosela
a la ruleta rusa, y a De Niro intentando reparar todo el daño que la guerra
había arrebatado a sus amigos, intentando que volviesen a ser lo que fueron. Y
vi cómo era algo imposible.
Las veces que he oído “Cavatina”, de Stanley Myers,
he tenido que buscar algún lugar donde dejar que mi espalda se apoyara. En esa música
está todo lo que estoy diciendo; todo está.
Cada una de esas películas, y otras más, las he visto con
todo el respeto que siento por los que dejaron su vida en nombre de otros, en
beneficio de otros y por el desvarío de unos pocos. Es casi como ir a un
funeral. A todas ellas las he considerado miembros del paradigma del antibelicismo. Poseen un toque especial, algo que les da esa condición. No sé qué es, pero lo tienen. Fueron concebidas para denunciar la aberración. Su razón de existir es que los
demás vivamos. Contar lo que pasó, con toda su dureza, sirve, claro que sirve,
tiene que servir, eso es… tiene que servir para que no pase más. Que no pase
más. No más. No.
De guerras está la Historia llena y de historias están las
guerras repletas. No creo que haya existido un participante en una contienda
que no haya tenido un relato espeluznante que contar desde los tiempos de
Aquiles. Esto de la guerra puede ser hasta recurrente para hacer chistes y
ganarse la vida con ello, pero en esta ocasión no ha sido ninguna broma visionar “Corazones de Acero” (2014) cuyo verdadero título es “Fury” y que bien
se lo podían haber mantenido en la versión española ya que es el nombre del
tanque. Es más… yo, de mí, la hubiese llamado “Tanque”. Sí. No sé, quizás sea
que me he vuelto insensible, que también yo soy ya un poco dura (seguro), o que
mi ojo derecho tiene la suerte de ver la vida de otra manera, no sé, quizás sea
porque soy más exigente que aquélla que fue al Alphaville o aquélla que encendió
la tele tras un año de no darle al botón. No sé, no sé, podrá ser por lo que
sea, pero en Fury no vi más que una producción, efectos de ordenador, y cientos
de miles de tiros que posiblemente correspondían a un bucle “do while
(n"<"balasatirar){disparabala(n);n=n+1})” Y una vez que han tirado mil balas,
por qué no cuatro mil. Y una vez que hay cuarenta muertos en el suelo, por qué no
unos pocos más, sólo hay que multiplicar. En fin… que sólo observé un alarde de producción de las
tecnologías de la época en la que vivimos. Ni siquiera me sedujo en esta
ocasión el Pitt (¡caramba! estoy mayor). Visionarla fue gratuito para mí; me la podía
haber ahorrado.
Lo malo, lo realmente malo y que me hizo estremecer fue
cuando volví al mundo real y leí en las noticias de El País que una niñita de
diez años había saltado por los aires tras la explosión de las bombas que
llevaba adheridas a su cuerpecito y que en la explosión habían muerto veinte
personas más que estaban alrededor de ella en un mercado, que la niñita ni
sabía lo que le habían adosado a su cuerpo y que hasta allí llegó porque su nigeriano padre se la había vendido a Boko Haram.
Marga.
No volveré a ver ninguna otra película de guerra más en mi
vida. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Lo que tengas que decirnos, nos interesa. Gracias.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.