jueves, 5 de febrero de 2015

El Tanque - Fury - Corazones de Acero

Confieso que me enfado. Confieso que en ocasiones he sentido ira y he querido que el mundo a mi alrededor desapareciera y que lo hiciera lo más rápido posible y de cualquiera de las maneras. Confieso que he pronunciado palabras que han ofendido a otros, que he dicho verdades impronunciables que han provocado daño, que me he quejado de mis desventuras  y eso ha perjudicado a otros. Confieso que no siempre he hecho por los demás todo el bien que hubiese podido hacerles. A pesar de todas mis confesiones me considero una persona no violenta. Detesto la guerra desde que tengo uso de razón. Aborrezco la violencia. Me paraliza el pensamiento y el cuerpo cualquier acto violento ante mí. Soy incapaz de levantar una mano. Cuando he sido consciente de mi capacidad para hacerle daño a alguien, he optado por desaparecer de su vida, alejarme, como precaución. Saco pecho como los pavorreales, pero tras el alarde no hay nada más. Mato los bichos que entran en mi casa sólo, y sólo, desde que soy madre.

Años atrás tuve muchos escrúpulos por trabajar en una industria militar y cuyos productos eran bélicos -aún me resiento. Eludía decir innecesariamente dónde trabajaba a recién conocidos. Sufrí mis dicotomías participando en manifestaciones anti-OTAN en Madrid durante los 80. Jamás he empuñado un arma que no sea el cuchillo de trinchar la carne; que por cierto es un estupendo instrumento que compré en Toledo, como debe ser.

Pues bien, al hilo de mis extravagancias y ejercicios de desasimiento de las cosas, hace también muchos años dejé de ver la tele. Me propuse no verla. De esa forma, durante más de un año no encendí el televisor que tenía en el salón de mi estupendo apartamento de Altamira en Madrid. En ningún momento sentí necesidad de ver la tele, fue un año magnífico y una experiencia que me enorgullece y cuyo recuerdo me reconforta en tiempos bajos. Pero, un día leyendo la sección de Espectáculos  de El País supe que emitían aquélla noche una película de la cual había leído y me habían hablado de ella y que, irremediablemente, sabía que tendría que ver: “Johnny cogió su fusil” (1971). Esa noche encendí el televisor en mi vida otra vez. Creo que lloré. Muy poco tiempo después, y también en la cartelera de El País, supe que proyectaban en los cines Alphaville de Madrid otra película que en su estreno no pude ver y que necesitaba hacerlo: “Apocalypse Now” (1979). En el intermedio de la película encendieron las  luces de la sala y el público salió al vestíbulo a estirar las piernas, fumar y, sobre todo a soltar un poco de presión de lo que estábamos viendo allí dentro. Reconozco que lamenté haber ido sola, de no tener a nadie a mi lado para hablar, para comentar, para soltar un poco de presión…, o quizás reír. Estuve a punto de forzar la conversación con un tipo con tal de no sentirme tan mal, pero no lo hice. Aguanté y volví a la sala. También recuerdo cuando y de qué manera tragaba saliva mientras se sucedían rápidamente las escenas más dramáticas que se podían esperar de una película después de haber tenido un comienzo tan feliz. ¡Espanto, qué espanto! “El Cazador” (1978). El horror, el dolor, el destrozo, lo peor, lo peor… Nada suple el dolor del sufrimiento hondo, no hay medalla, no hay homenaje, no hay aplauso ni reverencia o reconocimiento que enjugue esa lágrima que brota de los adentros. Yo había recién cumplido mi mayoría de edad cuando vi a Christopher jugándosela a la ruleta rusa, y a De Niro intentando reparar todo el daño que la guerra había arrebatado a sus amigos, intentando que volviesen a ser lo que fueron. Y vi cómo era algo imposible.
Las veces que he oído “Cavatina”, de Stanley Myers, he tenido que buscar algún lugar donde dejar que mi espalda se apoyara. En esa música está todo lo que estoy diciendo; todo está.

Cada una de esas películas, y otras más, las he visto con todo el respeto que siento por los que dejaron su vida en nombre de otros, en beneficio de otros y por el desvarío de unos pocos. Es casi como ir a un funeral. A todas ellas las he considerado miembros del paradigma del antibelicismo. Poseen un toque especial, algo que les da esa condición. No sé qué es, pero lo tienen. Fueron concebidas para denunciar la aberración. Su razón de existir es que los demás vivamos. Contar lo que pasó, con toda su dureza, sirve, claro que sirve, tiene que servir, eso es… tiene que servir para que no pase más. Que no pase más. No más. No.

De guerras está la Historia llena y de historias están las guerras repletas. No creo que haya existido un participante en una contienda que no haya tenido un relato espeluznante que contar desde los tiempos de Aquiles. Esto de la guerra puede ser hasta recurrente para hacer chistes y ganarse la vida con ello, pero en esta ocasión no ha sido ninguna broma visionar “Corazones de Acero” (2014) cuyo verdadero título es “Fury” y que bien se lo podían haber mantenido en la versión española ya que es el nombre del tanque. Es más… yo, de mí, la hubiese llamado “Tanque”. Sí. No sé, quizás sea que me he vuelto insensible, que también yo soy ya un poco dura (seguro), o que mi ojo derecho tiene la suerte de ver la vida de otra manera, no sé, quizás sea porque soy más exigente que aquélla que fue al Alphaville o aquélla que encendió la tele tras un año de no darle al botón. No sé, no sé, podrá ser por lo que sea, pero en Fury no vi más que una producción, efectos de ordenador, y cientos de miles de tiros que posiblemente correspondían a un bucle “do while (n"<"balasatirar){disparabala(n);n=n+1})” Y una vez que han tirado mil balas, por qué no cuatro mil. Y una vez que hay cuarenta muertos en el suelo, por qué no unos pocos más, sólo hay que multiplicar. En fin… que sólo observé un alarde de producción de las tecnologías de la época en la que vivimos. Ni siquiera me sedujo en esta ocasión el Pitt (¡caramba! estoy mayor). Visionarla fue gratuito para mí; me la podía haber ahorrado.

Lo malo, lo realmente malo y que me hizo estremecer fue cuando volví al mundo real y leí en las noticias de El País que una niñita de diez años había saltado por los aires tras la explosión de las bombas que llevaba adheridas a su cuerpecito y que en la explosión habían muerto veinte personas más que estaban alrededor de ella en un mercado, que la niñita ni sabía lo que le habían adosado a su cuerpo y que hasta allí llegó porque su nigeriano padre se la había vendido a Boko Haram.

Marga.
No volveré a ver ninguna otra película de guerra más en mi vida. Amén.


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