viernes, 7 de junio de 2024

Tetuán de las Victorias

   8 de abril de 2024

   Mi primer viaje a Marruecos fue en la primavera de 1973. Yo tenía 20 años (no es necesario echar la cuenta, nací en 1953), el dictador aún vivía y parecía que iba a seguir así eternamente. Por aquellos años compartía un piso de estudiantes en el barrio de Tetuán, pero casi nadie recordaba que por allí estuvo la casa del dirigente anarquista Cipriano Mera ni que en el patio del colegio de la esquina con Bravo Murillo se había organizado el Quinto Regimiento. El Ministerio del Interior nos había recordado que la Asociación de Vecinos estaba obligada a conservar el nombre de Tetuán de las Victorias. Ninguno nos atrevimos a preguntar de qué victorias se trataba. Años después descubrimos lo que no nos contaban en las clases de historia: en 1860, después de una guerra más, el ejército de O’Donnell, que regresaba a España después de ganar Tetuán al sultán Mohammed IV, acampó allí, donde entonces solo había pastos y dehesas. No éramos conscientes entonces de que toda victoria se empareja con una derrota, que lo que los españoles llaman “el desastre de Annual”, para los marroquíes es “la victoria de Annual”, ni no habían contado que Mohammed IV recuperó la ciudad dos años después de la victoria de O'Donnell.

   No voy a hablar ahora de aquel viaje, donde las ganas de aventura y la inexperiencia de nuestros pocos años formó una combinación que pudo haber sido explosiva. Ahora, cincuenta años después, nos disponíamos a emprender un largo (en días y kilómetros) recorrido por Marruecos.

   Mi mujer y yo embarcamos en Tarifa en el ferry que nos llevaría a Tánger. Tarifa, además de ser una de las mecas mundiales del kite-surf y de marcar la interfase biológica entre el Atlántico y el Mediterráneo, es también la ciudad en la que, en el 711, desembarcaron nueve mil soldados de Tarif ibn Malik, un caudillo bereber al servicio de Musa ibn Nusair, más conocido en España como El moro Muza, gobernador del norte de África durante el califato omeya.

   Es evidente que muy pocos o ninguno de esos nueve mil soldados venían de la península arábiga, por lo que no podemos llamarles árabes; es más correcto escribir que eran musulmanes y, en su inmensa mayoría, bereberes.

   Casi cuatrocientos años tardaría Sancho IV de Castilla en recuperar el control de Tarifa, y otros cuatrocientos más los llamados Reyes Católicos en eliminar de la península ibérica todo vestigio de dominio musulmán.

   Ya antes de que el ferry soltase amarras, a la sombra del castillo de Guzmán el Bueno, fui testigo de una escena que me impresionó: docenas de mujeres marroquíes arrastraban fardos enormes desde la bodega del buque hasta unos camiones que esperaban pocos metros más allá.


Eran las porteadoras, empleadas por los comerciantes atípicos (que yo llamaría directamente contrabandistas) para transportar mercancías entre Marruecos y España, simulando que se trataba de equipaje personal. El trasiego era descarado, a la vista de los agentes de aduanas que, se supone, deberían luego inspeccionar los camiones. 

   Este mismo tipo de contrabando se realizaba abiertamente entre Marruecos y Ceuta y Melilla hasta octubre de 2019, cuando las autoridades marroquíes lo suprimieron unilateralmente, tomando como pretexto el fallecimiento de dos porteadoras en una avalancha. Las perjudicadas por esta decisión fueron, como siempre, las más débiles: las porteadoras marroquíes. En lugar de un recorrido andando de unos cientos de metros a través de la frontera de El Tarahal, que habitualmente repetían varias veces al día, ahora se ven obligadas a realizar la travesía del Estrecho (una hora en cada sentido), con esperas de al menos dos horas en Tarifa para tomar el ferry de vuelta. En estas condiciones, solo pueden realizar dos portes al día, por lo que sus ingresos se han reducido considerablemente.

   Desconozco qué artículos traerán a España estas mujeres; en sentido contrario suelen transportar pequeños electrodomésticos y otros objetos manufacturados en China o en Bangladesh.

   Nada más desembarcar en Tánger y emprender la ruta hacia Tetuán, recordamos la expresión Allah’ akbar (Dios es grande) que gritan los almuédanos para llamar a la oración. Veintiocho días, cinco oraciones al día y una media de tres veces en cada llamada me dicen que habré escuchado esta expresión unas cuatrocientas veinte veces en el curso de este viaje. Dios no es grande, sino inmenso, omnipresente y misericordioso, me repito cada vez que contemplo una de las numerosas infracciones graves que me encuentro mientras conduzco. No se explica de otra manera que al final del viaje, después de recorrer más de tres mil quinientos kilómetros, no hayamos visto ni un solo accidente. Conducir en Marruecos es un deporte de riesgo.

   ¿Qué puede hacer un conductor marroquí? Casi todo lo que se le ocurra, excepto, aparentemente, usar los intermitentes: pararse en medio de la carretera o en una glorieta, girar a la izquierda o a la derecha, saltarse las rayas continuas o las señales de Ceda el Paso, pitarte si te detienes ante un paso de peatones o un semáforo en rojo, pararse en un puente para hacer fotos, conducir muy por encima o muy por debajo de los límites de velocidad, saltar la mediana de la autopista para cambiar de sentido… Todo vale. 

   Quizás la explicación a este comportamiento esté en el concepto de maktub, “está escrito”. Si está escrito que vas a morir en un accidente de tráfico, es inútil conducir con prudencia, pues nada puede salvarte de tu destino. Y si no está escrito, ¿para qué preocuparse?

   Después de solo una hora de conducción, respiramos al dejar el coche en un aparcamiento subterráneo de Tetuán.

   En el recorrido de apenas doscientos metros hasta Dar Rehla, la casa de huéspedes donde nos alojaríamos, me sentí retroceder otros tantos años. Empezaba a atardecer, era el penúltimo día del ramadán y una multitud se afanaba en hacer las últimas compras para llegar a casa a tiempo de la ruptura del ayuno. Por las callejuelas de la medina circulaba más gente que por la calle Compañía un martes de carnaval. A duras penas conseguimos arrastrar nuestras maletas entre los mostradores de pastelerías, fruterías y carnicerías que se apilaban junto a la puerta de Bab Tout. Carros de mano, bicicletas, borricos y peatones competíamos por el espacio.

   Recorrimos luego la calle de los peluqueros, donde al menos una docena de establecimientos atendían a una numerosa clientela masculina. Frente al local más cool,


casi veinte jóvenes aguardaban turno en plena calle. Aclaro aquí que, en el caso de esta medina de trazado claramente medieval, llamo calles a las que tienen dos o más metros de ancho y que transcurren a cielo descubierto en la mayor parte de su recorrido, mientras considero callejones a las más estrechas o que discurren, a modo de túneles, por debajo de los edificios que las rodean.

   Dejamos el equipaje en nuestra habitación y salimos de nuevo a la calle. No queríamos perdernos nada. Siguiendo los consejos del dueño de la pensión, abandonamos la medina, donde no existía ni un solo restaurante. En los cafés del barrio español, los clientes, hombres en su mayoría, esperaban sentados frente a platos llenos de dulces a que el almuédano decidiera que ya no se distinguía un hilo blanco de uno negro y un cañonazo anunciara que podía romperse el ayuno. Nosotros, como viajeros, estábamos exentos del ayuno pero no de la abstinencia; sin embargo, por respeto, esperamos al cañonazo para comer y nos sentamos en el Café Ocho Ríos para tomar un “menú ruptura del ayuno”, formado por un tazón de harira, un huevo duro, un pestiño, cuatro dátiles y un bollo relleno de chocolate.

   Durante la cena, las calles se quedaron casi vacías. Guardacoches, algún vendedor de lotería, desocupados en general y muy pocos turistas, por no decir ninguno, daban a Tetuán un aire apocalíptico. Un par de horas después, tras la oración de isha, la noche, las calles volvieron a animarse. Abrían los comercios, se instalaban de nuevo los vendedores callejeros, las familias paseaban y hacían compras como si fuera un día laboral a media tarde.

   A las cuatro de la madrugada me despertaron los altavoces de varias mezquitas del barrio anunciando la oración de fayr, el alba. Este despertar no deseado nos acompañó en casi todas las noches de nuestro recorrido por Marruecos.

   9 de abril de 2024

   Mientras recorríamos el barrio español de la mano del libro sobre arquitectura colonial española escrito por mi difunto amigo Julio Malo de Molina, recordé la intensa relación que Tetuán ha tenido con España. No solo fue la capital del Protectorado Español (desde 1912 hasta 1958), sino que en varias ocasiones ha sufrido las guerras con españoles y portugueses. Base de piratas y corsarios, fue atacada en 1399 por Enrique el Doliente y destruida por los portugueses treinta y ocho años después.

   Tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos, acogió a cientos de refugiados andaluces, tanto judíos como musulmanes. Durante el reinado de Felipe III recibió (de no muy buena gana) a gran parte de los moriscos expulsados de la Península.

   En la época del Protectorado, de allí salieron expediciones militares tanto contra el mafioso Al Raisuni como contra Abd-el-Krim, líder de la independencia rifeña. Entre esos conflictos transcurre la acción de La ruta, de mi admirado Arturo Barea.

   El 17 de julio de 1936 fue una de las primeras ciudades cuya guarnición se sumó al golpe militar contra la Segunda República. El bombardeo de la ciudad por parte de un avión republicano procedente de Sevilla estuvo a punto de provocar una rebelión popular contra el ejército español.

   En el trazado urbano de la ciudad se aprecia una notable diferencia con el de las principales ciudades del protectorado francés. En Tetuán no hay, como en Marrakech, Mequinez o Rabat, amplios espacios libres que separen racialmente los barrios. Aquí la medina, el barrio español y la mellah se unen en una plaza, que fue de España y ahora se llama El Mechouar.

   Una visita al antiguo Casino de Oficiales me devolvió a mi infancia ferrolana. Si no fuera por la presencia de algunos hombres con la vestimenta tradicional marroquí diríase que habíamos vuelta a la más pura y rancia esencia social del franquismo. Un público exclusivamente masculino, dedicado por partes iguales a contemplar la vida de la avenida Mohammed VI por los grandes ventanales, a leer el periódico y a dejar pasar el tiempo mirando al infinito. Unos carteles en árabe, de apariencia conminatoria, que supongo prohibían la entrada a los no socios (hace años habría sido a los indígenas). Unos periódicos atornillados a unos largos soportes de madera para que nadie tuviera la tentación de llevárselos a su casa. Un conserje tan anciano como los clientes, que toleró la invasión de tres turistas en la planta baja pero nos impidió la subida a la segunda. Una decoración de los años veinte, que más que modernista yo llamaría antigüista.


   De la ciudad española pasamos a la judía, que nos sorprendió por sus calles rectas y perpendiculares unas a otras, en contraste con la medina. Primero pensamos que sería de reciente construcción, pero luego encontramos el mismo patrón urbanístico en las mellah de otras ciudades. Se me ocurre una explicación para esta característica: durante las dinastías bereberes, los judíos vivían perfectamente integrados y no existían barrios específicos para ellos. Con las llegada de las dinastías de origen árabe (saadíes y alauitas) se decretó la segregación y los judíos se vieron forzados a abandonar las medinas medievales y mudarse a nuevos barrios, las mellahs, de trazado más acorde al siglo XVI en que se crearon.

   Lo que no queda es casi ningún judío en su antiguo barrio; al parecer, la mayoría ha emigrado a Israel.

   Decir que la medina de Tetuán es laberíntica sería un lugar común demasiado evidente. Ni siquiera con un buen mapa es sencillo orientarse y hasta la señal de GPS se pierde en los callejones más estrechos. Si no se quiere acabar en un fondo de saco conviene ceñirse a las calles más frecuentadas. Tampoco resulta demasiado útil preguntar a alguien por la situación de algún punto de interés. Cuando haces eso, es muy probable que se empeñe en acompañarte hasta su destino, sepa o no dónde está. Es una cosa que me sorprendió en Marruecos: la cantidad de veces que recibimos informaciones falsas o, al menos, claramente erróneas. A los pocos días aprendí a no creerme nada de lo que me decían y a tratar de corroborarlo por otras fuentes. Mi cuñada me tachaba de desconfiado. Cierto, pero es una desconfianza fruto de la experiencia, no de prejuicios. En el fondo, creo que no lo hacían por despistarnos, sino por su afán de ayudar y de quedar bien delante del extranjero. ¿Cómo van a decirle a un viajero que no conocen ese mercado indígena por el que pregunta, o, peor aún, que nunca ha existido tal mercado? Algo muy similar nos pasó en Japón, donde los paseantes nos rehuían si pensaban que íbamos a preguntarles algo, o en Indonesia, donde era mejor no hacer preguntas abiertas al preguntar por el camino a algún sitio.

   Durante gran parte de nuestro recorrido por la medina nos acompañaron Sarita, de unos tres años, y sus hermanos, algo mayores. Era enternecedor ver a los dos niños cuidando de su hermanita y a los artesanos, tenderos y paseantes pendientes de los tres chiquillos, regalarles alguna chuchería o un simple saludo cariñoso.

   La separación de gremios no es ahora tan estricta como hace unos siglos, pero todavía se detecta en algunas calles una especial concentración de pollerías, barberos, hojalateros o esparteros. Otro aspecto que diferencia la medina de la ciudad moderna son los ruidos. En los callejones de la medina no se escuchan bocinazos ni petardeos de escapes, sino cacareos de gallinas, rebuznos, salmodias de Corán en las madrazas, martilleo de los hojalateros, campesinas pregonando frutas o verduras frescas, almuédanos llamando a la oración, maullidos de innumerables gatos, pitidos de algún móvil o niños jugando a la pelota.

   Para finalizar nuestra exploración de la medina, ascendimos por entre barrios cada vez más humildes hasta la Kasbah, pero el antiguo Cuartel de Regulares estaba cerrado por reconstrucción.

   10 de abril de 2024

   Hoy se celebra Eid-el-Fitr, la fiesta del fin del ayuno y la abstinencia. Desde primera hora de la mañana, desde nuestra habitación escuchamos cantos y tambores. Un grupo de jóvenes, reunido en nuestra calle en torno a unas mesas adornadas con manteles blancos y flores, como para una boda, coreaba con mucho entusiasmo unas melodías sencillas acompañadas por el ritmo de las darbuka. Eran miembros de una cofradía. Más tarde, llegó otro joven con un equipo de sonido y dos buenos altavoces. Los cánticos desaparecieron, derrotados por el volumen de la música grabada. Se están perdiendo las tradiciones.

   Las calles estaban irreconocibles, con los comercios y oficinas cerrados, excepto alguna tiendecilla de conveniencia. Por la ciudad nueva no circulaba casi ningún coche y la gente paseaba estrenando ropa; había aumentado mucho la proporción de quienes vestían el atuendo tradicional. Los jóvenes, chicos y chicas por igual, presumían de peinado recién hecho; diríase que era el Domingo de Ramos en cualquier ciudad española.

   Pese a la animación callejera, seguía siendo complicado encontrar un sitio para cenar. Comer en un restaurante no forma parte de la cultura marroquí, especialmente en los días de fiesta; solo come fuera quien, por motivos de trabajo o viaje, no tiene otro remedio. En una ciudad poco visitada, como Tetuán, solo hay un par de restaurantes, claramente orientados a los turistas. En la mayoría de los cafés no se sirven comidas, aunque no se oponen a que lleves unos pasteles de alguna patisserie cercana. Solo en los locales de comida rápida, como pizzerías o shawarmas, que a su vez son los únicos frecuentados por mujeres, se puede comer algo.

Mañana viajaremos hasta Mequinez, pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

Mequinez 

Del vergel al desiert

La arquitectura del barro 

Uarzazate

Marrakech

Sidi Ifni

Essauira

Rabat: La república de lospiratas

Fin de trayecto





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