jueves, 13 de junio de 2024

Del vergel al desierto

   15 de abril de 2024

   De Mequinez a Er-Rachidia hay poco más de trescientos kilómetros, pero el cambio del paisaje físico y humano da la impresión de un viaje mucho más largo.

   Mientras Mequinez es una de las cuatro ciudades imperiales, fundada hace catorce siglos por los bereberes en medio de un valle muy fértil, Er-Rachidia fue construida por los franceses a comienzos del siglo pasado para servir como base a la Legión Extranjera en sus intentos de controlar a las tribus al este del Atlas Medio. Es una ciudad cuadriculada, sin medina, callejones ni palacios, en el más puro estilo racionalista. Se encuentra en el valle del Ziz, justo donde las últimas estribaciones del Atlas se transforman en llanuras pedregosas y los bosques desaparecen frente a una vegetación esteparia. El verdor de los oasis que se extienden a ambas orillas del río Ziz hace más evidente la aridez de las montañas, en la que no crece ni un árbol. Comenzamos a entrever las primeras kasbah.

   Es lógico preguntarse por qué nos detuvimos en una ciudad sin el menor encanto. La explicación se encuentra en el tipo de viaje que habíamos decidido emprender: tranquilo, reposado, sin agobios ni demasiadas horas al volante. Tardamos seis horas en recorrer los trescientos kilómetros desde Mequinez hasta Er-Rachidia, con una sola parada para comer en Midelt, a mitad de camino.

   La autovía se transformó pronto en una carretera de un solo carril en cada sentido, repleta de curvas y de cambios de rasante; no resultaba fácil superar los sesenta kilómetros por hora.

   Pese a nuestra prudencia, a poco de empezar las curvas nos paró la policía; creo que pertenecían a la Gendarmería Real, equivalente a nuestra Guardia Civil. Habíamos adelantado a otro coche en un largo tramo recto, con perfecta visibilidad, inexplicablemente señalizado con raya continua. Cuatrocientos dirham de multa, unos cuarenta euros, que pagamos sin rechistar. En España habrían sido cuatrocientos euros y cuatro puntos del carnet de conducir.

   A partir de ese momento redoblamos nuestra precaución, pese a las locuras que veíamos cometer a otros conductores.

   Aquellas curvas marcaban el comienzo del ascenso al Atlas, que en esta zona no es demasiado elevado. Aun así, en invierno debe de nevar mucho, pues encontramos numerosas estructuras antiventisqueros, balizas de nieve y barreras preparadas para impedir la circulación cuando lo aconsejara el espesor de la nevada.

   Pasamos muy cerca de Ifrán, con sus estaciones de esquí, donde tienen sus chalets los miembros de la élite marroquí. A ambos lados de la carretera se veían repoblaciones de cedros, pero muy pocos bosques naturales.

   Después del puerto de montaña de Ait Harrou, a mil seiscientos metros de altura sobre el nivel del mar, comenzamos el descenso por la vertiente oriental del Atlas. Desaparecieron los bosques de pinos y de cedros y, en su lugar, crecían ejemplares aislados de araar, una especie de conífera similar al ciprés, que también se encuentra en la sierra minera de Cartagena.

   16 de abril de 2024

   Queríamos visitar Ciudad Orión, una de las obras escultóricas gigantescas construidas por el alemán Handjög Voth en mitad del desierto, pero no esperábamos que resultara sencillo. Había muy pocas referencias en internet y las indicaciones para llegar allí eran, cuando menos, confusas. Según Google Maps, estaba a unos treinta kilómetros al noroeste de Erfud, en el centro de una hammada y a unos cinco kilómetros de la carretera más cercana, pero no teníamos información sobre el estado de las pistas. Como nuestro coche, un Toyota Corolla híbrido, no era muy adecuado para circular por fuera del asfalto, llamamos a varias agencias de viajes y expediciones en Erfud. En ninguna de ellas habían oído hablar de Ciudad Orión ni parecían tener ningún interés en proporcionarnos un todoterreno con conductor para llevarnos hasta allí.

   Ayer, cuando ya estábamos a punto de desistir, se nos ocurrió consultar al recepcionista, un joven muy agradable que pasaba la tarde tocando la guitarra con sus amigos. Uno de ellos afirmó conocer perfectamente el lugar, nos dio unas indicaciones bastante coherentes para llegar hasta allí e insistió en que la pista estaba en perfecto estado y que podríamos llegar con nuestro cochecillo sin ningún problema.

   A la mañana siguiente, de acuerdo con sus indicaciones, condujimos hasta Erfud y allí tomamos una carretera secundaria hacia el noroeste, donde comenzaron a complicarse las cosas. En una gasolinera nos decían que la pista estaba a solo dos kilómetros; en la siguiente, que todavía faltaban veinte para  encontrarla. En algo coincidían todos: en las palabras Khorf khitara, que no sabíamos lo que significaban. Llegamos a un pueblo llamado Khorf, lo que nos indicaba que íbamos por buen camino; algo más adelante paramos en un bar de carretera, donde Ahmed, el encargado, nos dijo que, en efecto, algo más adelante había un lugar perfectamente señalizado como Khorf Khitara desde donde partía la pista hacía Ciudad Orión, pero que la ruta era intransitable con nuestro coche.

   Ahmed se ofreció a llamar a un amigo, conductor de un todoterreno, que aceptó llevarnos por una cantidad razonable. Luego nos aconsejó que siguiéramos un par de cientos de metros por la carretera y que esperáramos a su amigo en “la khitara de Karim”. Allí entendimos por fin lo que eran las famosas khitaras: unas conducciones subterráneas que, en su día, habían llevado el agua de las montañas hasta el oasis de Khorf. Algo muy parecido a los Qanat de los que hablo en mi cuaderno de viajes por la Ruta de la Seda.

   Estos de Marruecos, propiedad cada uno de un clan familiar distinto, discurrían en paralelo y tenían pozos de acceso cada veinte o treinta metros. Ya no funcionaban; el cambio climático había secado los manantiales de las montañas y las khitaras estaban abandonadas. Previo pago, y mientras esperábamos a nuestro conductor, pudimos visitar una de ellas. Karim, el propietario, después de consultarme prudentemente cuál de las mujeres que me acompañaban era mi esposa, me hizo la típica broma machista: preguntarme por cuántos camellos le cambiaba a mi cuñada. Creo que mi respuesta lo dejó cortado: No hay camellos en todo el valle del Draa para comprar a una mujer libre.

   Cuando llegó nuestro conductor confirmamos el trato: transporte a las tres megaesculturas y un tiempo de espera razonable en cada una de ellas, por el módico precio de 15€ por persona. Empezamos por la Espiral Dorada, levantada por Handjög Voth en piedra negra y cuya planta sigue la de una espiral áurea, una figura logarítmica en la que el radio es proporcional al número 1,358456 elevado al ángulo expresado en radianes.

    Esta figura aparece en la naturaleza en muchas formas, desde la concha del nautilus hasta las galaxias espirales o la disposición de las semillas en un girasol.

   Vista desde fuera, la escultura parecía un bloque negro, con aspecto monolítico, que destacaba contra el fondo gris de la hammada. Al acercarnos, descubrimos que la espiral se prolongaba por la llanura mediante alineaciones de piedras hincadas en el suelo y que el edificio, de unos diez metros de alto, estaba construido en mampostería negra e iba subiendo lentamente hasta la plataforma superior, desde donde una escalera de caracol conduciría hasta las habitaciones donde se alojó el alemán durante la construcción, si no estuviera clausurada. Yo calculé un radio de doscientos metros para los tramos finales de la espiral.

   A pocos kilómetros, entre la calima, apareció Ciudad Orión, quizás la obra más impresionante de las tres. La ubicación de cada torre dentro del conjunto se corresponde con la situación aparente desde la Tierra de cada estrella de la nebulosa de Orión, y la altura de las torres es proporcional al brillo aparente de la estrella que representan. Las torres están construidas en tapial y las más elevadas cuentan con una escalera que permite ascender a la plataforma superior. El calor, que comenzaba a ser demasiado intenso, y la luz deslumbrante del sol contribuían a la sensación extraterrestre que daba el recinto. A lo

lejos, como si se tratara de un espejismo, se divisaba a unos camellos que pastaban una hierba inexistente; cerca de ellos, una jaima supongo que protegía a sus propietarios. Ni un árbol, ni una casa. Nada.

   Unos kilómetros más de pista y llegamos a la última y más modesta de las esculturas, la Escalera Celeste. Una escalera se eleva dieciséis metros hacia el cielo en el centro de un círculo de piedras; me recordó inmediatamente los observatorios astronómicos medievales de Asia Menor. Handjög Voth debe de haber sido todo un personaje.

   Se nos había hecho tarde, absortos en la contemplación de estas maravillas. Cuando regresamos a Khor, aparcamos frente a los que nos pareció un buen sitio para comer: el restaurant Sahara, adornado con una gran copia del icónico retrato del Che Guevara firmado por Alexander Korda y con fotos de varios platos: tajín, pinchitos, ensalada…

   El camarero nos aseguró que podíamos comer allí, pero, en cuanto nos sentamos, nos dijo que solo tenían bocadillos y shawarma. Pedimos tres shawarma de pollo y el camarero desapareció calle abajo montado en una bicicleta. Volvió al cabo de cinco minutos, asegurando que la comida estaría lista en media hora. Cierto. A la hora prevista llegó un cochazo negro desde el que le entregaron nuestros tres shawarma. Evidentemente, en el Sahara no tenían nada para comer pero no iban a perderse un negocio caído del cielo, Bismilah! La factura confirmó nuestras sospechas: seis euros por persona puede parecer barato, pero en Marruecos y para un local como aquel era un precio desmesurado.

   A media tarde llegamos al hotel que habíamos reservado cerca de Merzouga, la Kasbah Erg Chebbi, a la que se accedía desde la carretera general por una pista de grava de poco más de un kilómetro. El hotel, construido con materiales tradicionales justo en el límite entre el desierto de grava y el de arena, permitía acceder a las dunas directamente desde su patio trasero. Grandes salones decorados con mucho gusto al estilo bereber, habitaciones amplias en torno a un patio rodeado de soportales, piscina en otro patio independiente y, por fin después de más de una semana de viaje, carta de vinos. Allah’ Akbar!.

   En cuanto empezó a caer el sol, mientras hacíamos tiempo para la cena, nos dimos un paseo por las dunas más cercanas. Bastaba caminar cien metros por aquella arena rojiza y finísima para sentirse Lawrence de Arabia. El hechizo se completó cuando, tras unas dunas, apareció una caravana de camellos. Tengo que confesar que, al acercarse, los presuntos hombres del desierto resultaron ser un grupo de moteros llanitos, a los que los turbantes mal colocados les daban más aspecto de accidentados que de beduinos.


   Pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

Tetuán de las Victorias:

Mequínez, cerrada por obras

La arquitectura del barro 

Uarzazate, el Hollywood del desierto

Marrakech, una distopía inminente

Sidi Ifni

Essauira

Rabat, la república de los piratas

Fin de trayecto

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