sábado, 22 de junio de 2024

Marrakech, una distopía inminente

   23 de abril de 2024 

 En esta ciudad de millón y medio de habitantes se acabó la tranquilidad de la que hasta ese momento habíamos disfrutado. Las calles de la medina, muy estrechas, estaban atiborradas de peatones, ciclistas, motos y motocarros petardeando y soltando bocanadas de humo negro. Un perfecto ejemplo de a dónde nos puede llevar la política de movilidad del Partido Popular, que en Cádiz está revirtiendo las medidas de peatonalización y calmado del tráfico tomadas durante los ocho años de un gobierno municipal de izquierdas. En Marrakech puedes salir a la calle sin encontrarte con tu novio, como presumía Ayuso, pero no tienes la libertad de tomarte una caña en una terraza.

   Esa libertad de aparcar donde te da la gana, de circular a toda velocidad por el centro de las ciudades y de llegar con el coche hasta la puerta de tu casa no es moderna ni sostenible, sino decimonónica y tercermundista. Esos presuntos derechos de unos pocos van en contra de los derechos de la mayoría a respirar aire limpio, a dormir sin ruidos y a pasear sin sobresaltos.

   ¿Imagináis la calle Compañía, los Callejones o la Plaza de la Cruz Verde invadida por los coches y las motos? Pues eso es lo que pasa en la medina de Marraquech.

   Menos mal que el Riad Celia, en el que nos alojamos, ubicado en uno de los cruces más concurridos de la medina, era un oasis de tranquilidad. Una habitación muy amplia, cómoda, bien decorada y perfectamente equipada nos ayudaba a relajarnos cada vez que volvíamos de un paseo por la ciudad.   

Como de costumbre, comenzamos nuestro recorrido por la mellah, que en Marraquech es especialmente extensa pero mantiene la tipología habitual de calles estrechas, rectas y largas. La presencia judía en Marraquech se remonta al siglo XI, desde que el almorávide Joseph Ibn Tasifin fundó la ciudad y autorizó que en ella habitasen judíos en igualdad de condiciones con los musulmanes. La limpieza étnica lanzada en nuestro país por los Reyes Católicos dio lugar a la llegada de un gran contingente de judíos refugiados procedentes de España y Portugal. Fue entonces cuando se fundó la sinagoga Alazmah, que pudimos visitar. Hasta la llegada de la dinastía saadí, de origen árabe, no se obligó a los judíos a residir exclusivamente en el barrio de la mellah. Los árabes recién llegados relegando a quienes llevaban siglos residiendo allí, como ahora hace el estado de Israel con los palestinos.

   De las treinta y cinco sinagogas que llegó a haber en la ciudad, tras el regreso a Israel de la inmensa mayoría de los judíos marroquíes solo quedan dos en funcionamiento; en el cementerio, muy extenso y también segregado, hay muy pocas tumbas recientes.


   24 de abril de 2024

   En la ciudad se apreciaban perfectamente las huellas del terremoto del año pasado: docenas de casas derruidas o apuntaladas, miniexcavadoras retirando escombros, calles cortadas por el riesgo de derrumbe… La mezquita de la kasbah, recién restaurada, ha estado a punto de perder su minarete, reforzado provisionalmente con una especie de jaula de acero. Se estima que, en todo el país, fallecieron tres mil personas y más de cinco mil resultaron heridas.

   Como si no hubiera pasado nada, los principales monumentos de Marrakech estaban atiborrados de turistas hasta un punto que no me podía imaginar; a veces daban ganas de marcharse ante las colas y el tumulto que se formaban en algunos de ellos. Para mí, la ciudad ha muerto de éxito. En los zocos ha desaparecido la especialización por gremios y la gran mayoría de las tiendas se dedica a la venta de recuerdos y de artesanía puramente decorativa. Solo en algún fonduk de los barrios más alejados de Jemá-el Fnaa se escucha el martilleo de los hojalateros o el pregón de los alfareros.

   25 de abril de 2024

   […]

   Por fin he terminado de revisar las galeradas de mi inminente libro. Me asombra la cantidad de erratas que encuentro, nada menos que una cada diez páginas, y me pregunto cuántas se me estarán escapando; estoy convencido de que más de una llegará a la imprenta.

   […]

   Hoy, mientras mis compañeras visitaban el museo de Yves Saint Laurent y el cercano Pierre Bergé de arte bereber, me he sentado en un cafetín a escribir en este cuaderno mis recuerdos más recientes.

   Ayer fue un día intenso, no por el caos de circulación por las callejuelas ni por las innumerables veces que nos perdimos, hasta acabar recorriendo el zoco de los herreros (mi orishá Ogum, siempre presente), el de los tintoreros o el de los talabarteros. Lo que me dejó mentalmente agotado fueron dos edificios que visitamos —complejos quizás sea la palabra más adecuada—

   Abrigados por otros cientos de turistas visitamos la Medersa Ibn Yusuf (“madraza del hijo de José” en traducción literal). Esta madraza fue un centro de enseñanza islámico fundado en el siglo XIV por el sultán Abou al Hasan. Luego fue totalmente reconstruido por los reyes saadíes, quienes dejaron una excelente muestra de su arte y su arquitectura. Los alrededor de ochocientos estudiantes (talibán en árabe) que residían allí durante al menos cuatro años, practicaban árabe clásico con todos sus matices y dificultades y con sus dos caligrafías, la cursiva y la cúfica. A la vez, aprendían a recitar el Corán de memoria: en los exámenes de fin de curso, el fakih recitaba una azora elegida al azar y los estudiantes debían escribir la siguiente con su mejor letra.

   Sus ciento cuarenta dormitorios, distribuidos en torno a treinta patios, me parecieron cómodos hasta saber que en cada una de ellos convivían y estudiaban hasta seis alumnos.

   El patio central de la madraza, donde se rezaban las cuatro oraciones diarias y se escuchaban las lecciones más importantes, mide más de doscientos metros cuadrados y está decorado con artesonados, arabescos, mocárabes y grandes zócalos de zelig.

   Las madrazas contaban con un cuerpo de profesores permanentes, pero era habitual que los eruditos que visitaban la ciudad, como Ibn Batuta, se alojaran allí y dictaran sus lecciones en este patio central.

   Paseando por el edificio recordé mi primera visita, en 1995; ni un solo rótulo indicaba entonces el camino hasta la madraza. No se pagaba entrada, por supuesto, ni era fácil encontrarla. El polvo y los escombros se acumulaban en el patio central y las puertas que conducían a los pisos superiores estaban clausuradas. Todo ha cambiado, en este caso creo que para bien.

 Mientas admirábamos los detalles infinitos de las yeserías y comentábamos lo decorativa que era la escritura cúfica, llegó un joven muy elegante, vestido al estilo tuareg. En un rincón del patio desplegó una mesita, la forró con un paño negro y fue sacando de su maletín y colocando meticulosamente sobre la mesa plumas, tinteros, tarjetones y otros aperos de escribir. Terminó su preparación colocando un anuncio que desveló el misterio: se ofrecía a escribir en caligrafía árabe el nombre de los visitantes, por una cantidad muy razonable. No me lo pensé y yo fui su primer cliente aquella mañana. Aquí está el resultado, para que cada cual juzgue si mereció la pena.

   


   Yo me quedé tan satisfecho que, sin pensármelo demasiado, le encargué otra tarjeta con el nombre de mi profesora de escritura, María Alcantarilla, a la que espero que le haya gustado mi regalo.

   Desde la madraza, tras perdernos varias veces, dar algunos rodeos y preguntar de vez en cuando, llegamos a Dar el Bacha, la casa del pachá en castellano. Se trataba del palacio que Thami el Glawi, pachá de Marrakech, se hizo construir en 1910. Ya he hablado antes de esta familia de traidores, y ahora visitaríamos una de las pruebas de su inmensa riqueza.

   El complejo consta de diversos edificios articulados en tono a un patio e incluye la residencia privada del pachá y la de sus concubinas, un hammam, una biblioteca y las dependencias de servicio.

   El palacio, como otras muchas propiedades de la familia Glawi, les fue expropiado poco después de la independencia del país y, en la actualidad, alberga el Museo de las Confluencias, especializado en artes decorativas. Ojalá nos sirviera de ejemplo esta eficacia en España, donde la familia del dictador Franco sigue disfrutando de gran parte de sus bienes ilícitamente conseguidos.

   Mientras paseaba, con la boca abierta, por aquellos salones, recordé el palacio de Liria en la calle Princesa de Madrid, propiedad de la Casa de Alba junto con otros veinte palacios y castillos. ¿Los veremos algún día expropiados y abiertos al disfrute público?

   Al salir de allí y abandonar la medina para dirigirnos al barrio de Gueliz, en la ciudad nueva, tuvimos que recorrer casi un kilómetro de tierra de nadie, ocupada solo por jardines y edificios oficiales. Ya he comentado antes que el concepto urbanístico de los franceses era muy diferente al de los españoles: en Tetuán, una plaza muy concurrida conecta directamente la medina, la mellah y el barrio español; en Marrakech, en Mequinez y en Rabat los colonos franceses preferían vivir mucho más lejos de los marroquís, los cuales tenían prohibido circular por los barrios franceses si no podían demostrar que trabajaban allí.

   26 de abril de 2024

   Otro de los monumentos más visitados de Marrakech es el conjunto que alberga las tumbas de los sultanes saadíes y sus familiares directos. La dinastía saadí fue la primera cuyos miembros eran originarios de la península arábiga; antes, los sultanes eran bereberes. La dinastía que sustituyó a la saadí es la alauí, a la que pertenece Mohammed VI, el actual sultán.

   Durante la ocupación francesa, los marrakechís ocultaron la existencia de estas tumbas, que consideraban sagradas, tapiando la única entrada. Solo después de mucho investigar, un oficial francés encontró un callejón que conducía a la entrada y que sigue siendo el único acceso al complejo.

   Las tumbas y los edificios que las albergan están en perfecto estado de conservación, pero la afluencia de turistas es tan excesiva que han perdido gran parte de su encanto. En mi opinión, no vale la pena esperar media hora de cola al sol para ver, durante un par de minutos, el salón principal de las tumbas.

   Pero esas aglomeraciones de las que me quejo no deberían disuadir a nadie de visitar esta ciudad mítica. Tan grande es la medina, seiscientas hectáreas, que aún quedan zonas que conservan su comercio tradicional y sus habitantes originales. Se siguen construyendo nuevos fonduk o se reparan los dañados por el terremoto y en ellos se vuelven a instalar los comerciantes y artesanos. Entramos en uno de ellos, todavía sin terminar, atraídos por el ritmo que marcaban los martillos de varios hojalateros. Cuando vimos la lentitud con la que avanzaba la elaboración de una lámpara de latón cincelado, nos dio vergüenza el precio tan bajo que habíamos pagado en Uarzazate por una similar.

   Mañana saldremos para Sidi Ifni, ya sin mi cuñada, que regresa en avión a Bilbao, pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

Tetuán de las Victorias:

Mequínez, cerrada por obras

Del vergel al desierto

La arquitectura del barro

Uarzazate, el Hollywood del desierto

Sidi Ifni, nuestra historia olvidada

Essauira

Rabat, la república de los piratas

Fin de trayecto

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