lunes, 10 de junio de 2024

Mequinez: cerrada por obras

   11 de abril de 2024

    El Ramadán terminó antes de ayer martes por la noche; ayer miércoles fue la fiesta del fin del ayuno, mañana viernes es el día semanal dedicado a la oración y el sábado y domingo son días teóricamente no
laborales. Estamos en medio de un largo puente de cinco días durante los cuales muchos negocios y casi todos los centros oficiales permanecen cerrados. Si sumamos a esto que los monumentos religiosos (la Gran Mezquita, entre ellos) están vetados a los no musulmanes, que muchos de los edificios más significativos de Mequinez (madraza de Bou Inania, puerta de Al-Mansour, fonduk El Hanna, prisión subterránea de Kara) están en obras y que a los palacios reales no se puede acceder por motivos de seguridad, poco es lo que podremos visitar durante nuestra estancia. Para reforzar esa sensación de ciudad cerrada, las calles más comerciales de la medina y los principales zocos, que habitualmente están atiborrados de gente y con las mercancías cubriendo todas las paredes, estos días aparecen desiertas. Este efecto se refuerza por la inexistencia de escaparates, ya que las tiendas de la medina suelen almacenar todas sus existencias en el interior y colgar las mercancías más atractivas de las fachadas.

   Un paseante con ganas de charla me contó la explicación oficial del cierre por obras de tantos monumentos. En 1996 la Unesco declaró patrimonio de la humanidad la medina de Mequinez, seguida años después por las de las otras tres ciudades imperiales: Rabat, Fez y Marrakech. Sin embargo, no fue hasta veintitrés años más tarde, en 2019, cuando el gobierno marroquí decidió emprender un ambicioso plan cuatrienal para las restauración de estas ciudades. En el caso de Mequinez, el proyecto acumula ya un año de retraso y no tiene aspecto de estar próximo a finalizar. Han terminado, eso sí, las obras de derribo de cientos de viviendas adosadas al interior y el exterior de las murallas, pero calculo que a la reconstrucción le quedan varios años por delante.

   Uno de los pocos edificios que pudimos visitar hoy fue el museo Dar Jamai, un palacio construido en el siglo XIX por el gran visir del sultán Muley Hassan. Situado en el borde de la medina más cercano a la Villa Imperial, es una buena muestra del poder y las riquezas acumuladas por aquel alto funcionario. Su amplitud, sus fuentes, el jardín y la riqueza de la decoración contrastan con la estrechez y la falta de ventilación de muchas viviendas de la medina.

   La parte baja del palacio, con enormes salones en torno a un patio, era donde se desarrollaba la vida pública del visir: reuniones, fiestas y despacho de asuntos oficiales, mientras que en la planta superior, con una decoración todavía más recargada, se centraba la vida familiar. Allí vivían las mujeres y los niños: ningún extraño podía acceder al harén, palabra que, en árabe, tiene el doble sentido de “sagrado” y “prohibido”.

   

   En la actualidad, el palacio alberga una excelente exposición de instrumentos musicales. Allí pude enterarme de lo que era la música gnawa, que llegó a Marruecos de la mano de los esclavos negros procedentes de la zona que se extiende entre el Sahel y el golfo de Guinea (hausas, bambaras, mandingas…). Sus ritmos con repetitivos y en las letras en árabe insertan palabras de sus idiomas originales. Se cree que los primeros gnawa llegaron a finales del siglo XVI, y ellos se consideran a sí mismos árabes, no bereberes; no por su origen racial, sino por su cultura.

   Las cofradías gnawa cultivan una mística relacionada con el sufismo y utilizan la repetición de determinados movimientos y del nombre de Allah para llegar a un estado de trance que les facilita la comunicación con la esfera de la divinidad. Este mismo trance aparece también en otras religiones sincréticas procedente del África, como el candomblé brasileño o el vudú haitiano. Las prácticas gnawa son consideradas heréticas por los musulmanes más estrictos.

   En Dar Jamai aprendí que en Marruecos hay muchas otras cofradías relacionadas con la música. La Aisawa, fundada en Mequinez por el mítico Cheij el Kamel, reúne a miles de fieles en su procesión anual, en la que los participantes danzan al son de la taaruja, el bendir, la ghaita, el laut, el ttabal y la tassa. Los miembros de Hamduchia, otra cofradía también fundada en Mequinez, alcanzan el trance mediante la repetición incesante de alabanzas a Allah y a Mahoma.

   12 de abril de 2024

   Hoy hemos pasado parte del día en la ciudad francesa, al otro lado de una vaguada que la separa la medina. Íbamos a la caza de edificios decó, en especial del Cámera Cinema, construido en 1938 y cuyo vestíbulo está decorado con un inmenso mural de Marcel Couderc. En el mural, que recorre toda la escalera del cine y que pudimos admirar tranquilamente gracias a la amabilidad de una taquillera, contiene imágenes de todo lo que en los años treinta representaba la modernidad: Tenistas, trasatlánticos, música de jazz, cine, rascacielos, ciclistas, carreras de caballos, boxeadores, la Estatua de la Libertad, marineros franceses…

   Unos metros más allá encontramos el Hotel Majestic, perfectamente restaurado y que mantiene en su interior gran parte de la decoración y mobiliario Art Déco.

      El contraste con la medina se hacía cada vez más evidente. Me imagino las caras de los marroquíes de la primera mitas del siglo pasado, entre la admiración y el desprecio, al ver los cambios introducidos en su vida por los ocupantes franceses.

   13 de abril de 2024

   Para evitar un día más recorriendo una ciudad cerrada, hoy hemos ido a Volubilis. Es una excursión sencilla: una carretera en buen estado nos condujo hasta la entrada de la ciudad romana, a poco más de treinta kilómetros de Mequinez. Muchas familias marroquíes habían tenido la misma idea que nosotros.

   La ciudad se alza sobre una colina, en el centro de un valle muy fértil, cubierto de olivos y trigales. Estábamos contemplando un paisaje muy similar al que vieron los cartagineses hace dos mil trescientos años y los romanos seiscientos años después. A esa riqueza agrícola se debe la fundación de la ciudad; el mismo nombre de Volubilis deriva de Oulili, el nombre bereber de una flor silvestre, todavía muy abundante en toda la zona.

   No fue difícil esquivar a los guías que se ofrecían a enseñarnos las ruinas en el idioma que quisiéramos. Comprendo que necesitan ganarse la vida, pero prefiero leer en un libro unos datos más o menos fiables y —sobre todo— pasear a mi ritmo, que escuchar los posibles errores e invenciones de algunos guías. Lo digo con conocimiento de causa, porque en varias ocasiones he sido testigo de las tremendas patrañas que nos cuentan a los grupos de turistas. En Ceuta me hablaron de la visita de los Reyes Católicos, Alfonso XIII y Victoria Eugenia, y en la torre Tavira de Cádiz me han mostrado la calle San José del Toro, sin que valieran de nada mis protestas de que José del Toro pudo haber sido un buen alcalde, pero nunca alcanzó los altares. El único alcalde de Cádiz santificado por decisión popular ha sido san Fermín Salvochea.

   Dos horas y media estuvimos recorriendo los mosaicos que decoran muchos de los palacios de la ciudad, en medio de una luz deslumbrante y bajo un cielo intensamente azul que nos acompañarían durante casi toda nuestra estancia en Marruecos. Nos preocuparon las malas condiciones de conservación de los restos mosaicos; no creo que duren mucho tiempo si las autoridades no toman medidas. Nada protegía los mosaicos de las inclemencias del tiempo, nadie eliminaba los matojos que crecían entre sus grietas y nadie impedía a los visitantes saltar las endebles barreras y pisar directamente los mosaicos; solo un par de vigilantes provistos de silbatos intentaban inútilmente controlar a las docenas de turistas.

   Un padre de familia, incluso, se encaró con mi cuñada cuando ella le reprochó que pusiera a sus hijos a posar en el centro de un mosaico ubicado en una zona de acceso prohibido.

   Sorprende el contraste entre las dimensiones de algunos palacios, de hasta cuatro mil quinientos metros cuadrados, y el exiguo tamaño de los dormitorios de servicio. Peor vivirían, estoy convencido, los esclavos y colonos que trabajaban las tierras de los nobles, y de cuyas chozas no ha quedado ningún vestigio.

   […]

   Merece la pena hablar de los riad, los alojamientos tan de moda últimamente. Influidos por varios artículos en revistas de viaje y por nuestra experiencia previa en Tánger, habíamos decidido alojarnos, siempre que fuera posible, en establecimientos de este tipo.

   Descubrimos,  a nuestra costa, que los riad suelen ser más bonitos y con mucho más encanto que los hoteles tradicionales, pero también bastante más incómodos. Escaleras estrechas y empinadas, habitaciones pequeñas y sin ventanas a la calle, mala cobertura de la red Wifi y cercanía excesiva a las mezquitas resultaron ser rasgos comunes a la mayoría de ellos.

   En el caso del Riad Mama, el que habíamos reservado en Mequinez, estas deficiencias se veían agravadas por la mala gestión. Nada más llegar, el encargado, que hablaba un francés muy elemental,

pretendió cobrarnos en metálico. Cuando le mostramos la reserva, en la que indicaba claramente que admitían tarjetas de crédito, se limitó a llamar al dueño por teléfono para que habláramos con él. El dueño nos prometió solucionarlo, pero no tuvimos más noticias suyas hasta cuatro días después, cuando nos pidió que retrasáramos nuestra marcha un rato, hasta que él llegara con un datáfono nuevo.

   El encargado se pasaba el día fumando canutos con un colega en la azotea del edificio; a veces hasta le costaba bajar las escaleras para abrir la puerta. Cuando nos quejamos porque no nos habían arreglado las habitaciones, volvió a ponernos con su jefe, el cual se disculpó y prometió solucionarlo. Era inútil preguntarle nada a Abdelganí, que así se llamaba el encargado. Era más fácil dirigirse a la cocinera, una señora mayor que no pretendía hablar francés pero al menos se esforzaba en entendernos. Si se acababa el papel higiénico, Abdelganí afirmaba estar désolé, como cuando protestábamos porque el pan o los bollos del desayuno eran del día anterior o se cortaba el funcionamiento de la WiFi, pero en ningún caso hacía nada para solucionar el problema.

   Se iba acabando el largo puente y los turistas brotaban de nuevo, como las setas tras las lluvias de otoño. También reabrían las tiendas de los zocos, mucho más amplios y modernos que los de Tetuán. Las principales calles de la median estaban cubiertas por unas techumbres de madera con celosías a los lados, para proteger a los caminantes del sol a la vez que dejaban circular el aire para refrescar un poco el ambiente.

   Aprovechando las circunstancias, a la vuelta de Volubilis pudimos cumplir uno de los dos ritos ineludibles para todo turista que visite Marruecos: comprar una alfombra. Es casi tan inevitable como la diarrea del viajero; puedes tomar precauciones, prometerte a ti mismo que no caerás en la tentación, pero, al final, todos acabamos pasando por el aro.

   El pecado lo cometimos en una tienda aneja al restaurante “Au gout de Meknès”, en cuya agradable terraza habíamos comido un par de veces. En el local, que el camarero nos describió primero como una cooperativa y luego como un negocio familiar, dormitaba el abuelo. Apareció luego el padre del camarero y, por fin, su hermano, que era quien en realidad llevaba el negocio.

   Por suerte, yo tenía muy claro lo que quería, lo que al vendedor le evitó extender por el suelo los cientos de alfombras que almacenaba y a mí me privó de gran parte del espectáculo. Yo quería un kílim tejido, no una alfombra de nudo, lo que reducía mucho el rango de precios. Las dimensiones que buscaba, unos setenta por cien centímetros, contribuían a cerrar el abanico, igual que los colores base (rojo o azul) y el diseño que buscaba, muy sencillo y basado en motivos bereberes.

   Los kílim marroquíes no tienen los dibujos entretejidos con la urdimbre, como los turcos y de otros países de Oriente Medio, sino bordados, lo que los hace menos resistentes pero permite una elaboración mucho más rápida.

   Cuando el dueño se convenció de que no iba a lograr vendernos sus productos más caros, las alfombras de nudo de dos o tres metros de largo, y se resignó a enseñarme lo que yo pedía, el ambiente se relajó notablemente y pronto encontré uno que me gustó. Casi igual de rápido fue el regateo, lo que me dejó con la impresión de que mi primera oferta había sido demasiado alta. Pero ya sabemos que el precio justo es el que satisface tanto al vendedor como al comprador, por lo que no me quejo en absoluto de mi compra. Espero que el kílim me acompañe largos años..

   14 de abril de 2024

   Marruecos no me parece un país preocupado por su futuro; muchos jóvenes están convencidos de que su vida será mejor que la de sus padres, pero creo que esa idea es más producto de la fe que del razonamiento. La población, muy concentrada en el noroeste del país, crece a un ritmo ligeramente decreciente del 1% anual, mientras que el PIB, una vez superada la pandemia, sube algo por encima. Sin embargo, la inflación, actualmente en un 6% anual, hace que el nivel de vida esté descendiendo. El 27% de la población tiene menos de 15 años, frente a un 13% en España; este dato objetivo coincide con mis impresiones subjetivas: las calles están llenas de niños. Es verdad que la tasa de desempleo (en torno a un 9%) está por debajo de la española, pero esa cifra no reconoce el subempleo ni la economía informal. Los jóvenes, con un paro cuatro veces superior, del 36%, están por encima de la media española.

   Por otra parte, la corrupción permanece incrustada en la sociedad. Aunque la situación parecía haber mejorado con el nuevo rey, la posición de Marruecos en el ranking mundial ha empeorado en los últimos años. No nos engañemos: Marruecos no disfruta de una verdadera democracia, sino que vive bajo un régimen autoritario y teocrático, en el que el rey, como Carlos de Inglaterra, es también la máxima autoridad religiosa del país.

   Mención aparte merece la situación de las mujeres, aunque, como turistas, no tiene en nosotros más consecuencias directas que el que los camareros, independientemente de quién pague la cuenta, me traigan siempre a mí la vuelta. Pero ver a esos jóvenes con ropas deportivas y peinados hipster junto a sus parejas, cubiertas desde la cabeza hasta los pies; a muchas niñas de pocos años con el hijab ocultando sus cabellos o a alguna mujer mayor con un litam tapándole la cara, excepto una estrecha ranura para los ojos, me revuelve las tripas. También en esto el nuevo rey trajo cierta esperanza. Su boda con Halma Sellami, que siguió teniendo vida pública después del matrimonio, parecía mostrar un ligero cambio de mentalidad, pero su casi desaparición (llegó a rumorearse que estaba secuestrada) tras su divorcio han mostrado que era un espejismo.

   Al día siguiente salimos para el desierto, pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

Tetuán de las Victorias:

Del vergel al desiert

La arquitectura del barro 

Uarzazate, el Hollywood del desierto

Marrakech, una distopía inminente

Sidi Ifni

Essauira

Rabat, la república de los piratas

Fin de trayecto

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