Según Roger Mimó, catalán enamorado de esta franja fronteriza entre las cumbres del Atlas y el desierto del Sáhara que estábamos recorriendo, las palabras ksar (alcázar) y kasbah (alcazaba) tienen aquí un significado muy diferente al del norte de Marruecos. En esta zona, una kasbah es una casa solariega fortificada, mientras que ksar se aplica a cualquier aldea defendida por una muralla. No se entendía en estas tierras lo de vivir sin protección contra los más que probables ataques de las tribus vecinas.
Los ksar pueden tener entre doscientos y tres mil habitantes. Las casas, siempre de tapial, se apiñan unas contra otras para protegerse del sol y del viento y para formar con sus muros exteriores un recinto compacto más fácil de defender, con solo una o dos entradas y varias torres de hasta cinco pisos de altura. Para reforzar el perímetro defensivo, las paredes exteriores no solían tener ventanas ni puertas, aunque en la actualidad se ven cada vez más aberturas.
El interior de cada vivienda consta de un patio central al que, en la planta baja, se abren los establos y almacenes y, en las superiores, los dormitorios, dispuestos a lo largo de un corredor. La azotea se dedica a habitaciones de los niños, cocina y secadero de diversos productos agrícolas.
Además de viviendas, en todo ksar hay al menos una mezquita, a veces tan humilde que no tiene ni minarete. Anejo a la mezquita o en su interior suele ubicarse el hammam, con una gran caldera en la que se calienta el agua para el baño y, al menos, tres salas independientes: una para las mujeres, otra para los hombres y la tercera, más pequeña, para lavar los cadáveres. Bajo la escalera que conduce a la azotea suele guardarse el na’sh, las angarillas en que se llevan los muertos al cementerio.
Otra institución sorprendente de estos ksar es el toro comunitario, que de día suele estar amarrado a un poste en el exterior de la muralla y que los vecinos pueden utilizar por turnos para cubrir a sus vacas. A cambio, cada vez que entran en la aldea con hierba para su ganado deben entregarle un manojo al toro.
Los ksar más grandes pueden tener otros edificios colectivos, como una sala de reuniones donde los cabezas de familia deciden los asuntos comunitarios, un fonduk para alojar a los comerciantes, un cementerio, una escuela coránica, fregaderos, pozos y molinos de cereales o de aceite.
Aquí me vi obligado a hacer una pausa. El viento del desierto, incesante, arrastraba partículas finísimas de arena que, poco a poco, cubrían mi ropa, mi calva, el teléfono, la mochila y hasta las hojas del cuaderno en el que escribía. El bolígrafo crujía al deslizarse sobre el papel. La piscina me llamaba.
17 de abril de 2024
Después del baño y aprovechando que mis compañeras habían concertado una excursión por los poblados cercanos a las dunas, me acerqué al centro de Merzouga, a unos diez kilómetros del hotel. Merzouga es un pueblo grande, que se extiende varios kilómetros a lo largo de la carretera N13. Llamarle desolado es poco; el sol intenso apagaba los colores, el calor y el viento cargado de arena expulsaban a los posibles paseantes. Había tal cantidad de alojamientos turísticos (hoteles de todas las categorías, kasbah, campamentos de jaimas y hasta un camping municipal) que dudo que nunca lleguen a más de un veinte por ciento de ocupación. Estos días, sin duda, no formaban parte de la temporada alta. En el arcén se sucedían negocios de alquiler y reparación de quads y motos todo terreno, cafés vacíos, mínimas tiendas de alimentación, agencias de viaje y algún puesto de artesanía de mala calidad. No conseguí encontrar un auténtico shal azul de los tuareg; solo vendían malas imitaciones en tejidos sintéticos y colores demasiado llamativos.
Aproveché para cambiar dinero y comprar agua, pañuelos de papel y repelente antimosquitos, que pronto descubrí que resultaba absolutamente ineficaz contra las moscas.
18 de abril de 2024
Esta mañana hemos emprendido un recorrido de doscientos cincuenta kilómetros que nos llevará hasta Tinerhir, en el curso bajo del valle del Todra. Casi todo el camino transcurría atravesando la hamada, cuyas piedras y grava iban cambiando de color entre el blanco, el gris marengo y el negro. Viendo estas tierras yermas, en las que no puede pastar ni un camello, y que el PIB de España es casi 10 veces más alto que el de Marruecos, se comprende mejor el ansia de muchos jóvenes marroquís por cruzar el Estrecho.
Nuestra primera parada la hicimos en el mausoleo de Muley al Cherif, un antepasado de la actual dinastía alauita, autoproclamado rey de Tafilálet en 1.639. Su familia procedía de Yambu, en la península arábiga, y había llegado a Marruecos con la primera oleada musulmana, la que extendió el islam por todo el norte de África. Muley fue padre de ochenta y cuatro hijos y ciento veinticuatro hijas. Su tumba, pese a ser antepasado del rey Mohamed VI, se encontraba bastante abandonada.
Pocos kilómetros más lejos, nos detuvimos en el palacio real de Ouled Abdelhalim, levantado a mediados del siglo XIX y un excepcional ejemplo de arquitectura de tapial. El muro exterior había sido restaurado por el Ministerio de Vivienda, pero la zona de las habitaciones del sultán y de sus cuatro esposas estaba clausurada por hallarse en peligro de ruina inminente. La muralla, de unos nueve metros de alto por uno y medio de espesor, se apoyaba en torreones, también de barro, de quince metros de altura.
Cruzando la puerta principal se accedía al primer patio, donde vivían los esclavos y se resguardaba el ganado por la noche. Una segunda muralla, con una puerta monumental decorada con yeserías, daba paso al segundo patio, en el que se encontraban los almacenes de la cosecha y donde vivía la servidumbre. Todavía una muralla más rodeaba la vivienda del sultán, a la que no pudimos acceder por el riesgo de derrumbe. El Ministerio de Turismo tiene previsto reconstruir el palacio y transformarlo en un hotel de lujo. Inshallah!
[…]
No voy a describir con detalle cada uno de los ksar que visitamos a lo largo del día, sino que me centraré en uno de ellos, el Gouliminem, en las afueras de Goulmina.
Vaya por delante que las altas torres que franqueaban la entrada principal de esta aldea, por muy fotogénicas que sean, no son las originales. Una de ellas se vino abajo hace unos años, ocasión que aprovechó el ayuntamiento para derribar la otra y construir dos torres nuevas.
La entrada, en ángulo y con doble portón, conserva unos bancos corridos entre ambas puertas, donde, según cuenta Roger Mimó en su libro “Fortalezas de Barro en el Sur de Marruecos”, dormían los visitantes que no fueran de toda confianza. De esa manera, los viajeros pasaban la noche protegidos de los peligros del exterior pero no podían acceder al interior del poblado.De la calle principal que cruza todo el ksar de sur a norte salen varios callejones ramificados, muchos de ellos sin salida; en cada uno de ellos habitaban (y en muchos casos habitan todavía) los miembros de un determinado clan familiar de los varios que conforman el poblado. Cada una de estas callejas tiene un portón que se puede cerrar por la noche para evitar conflictos y agresiones entre clanes. No deben ser fáciles las reuniones de cabezas de familia.
En el otro extremo de la calle principal, otro portón da paso al barrio judío, construido tiempo después. Al fondo de esta mellah, un nuevo arco decorado con motivos bereberes conduce a la montaña. Allí se encuentra el canal principal de abastecimiento de agua, en el que varias mujeres hacían la colada, y el establo colectivo, ocupado por una docena de burros.
A media tarde llegamos a Tinerhir. Antes de seguir camino, visitamos a Roger Mimó en su Hotel Tomboctou para agradecerle la información que habíamos encontrado en su libro sobre la arquitectura del barro. Desde allí seguimos la carretera N12, que penetra en las gargantas del Todra, para llegar a nuestro hotel. Estas gargantas presentan un fuerte contraste con la hamada y las llanuras esteparias que las rodean. A lo largo de milenios, el Todra ha ido excavando su cauce en las estribaciones del Alto Atlas, hasta formar un desfiladero de trescientos metros de profundidad y treinta kilómetros de longitud.
La garganta se abre al palmeral de Tinerhir, que se nutre de las aguas superficiales y subterráneas que discurren por ella. En torno al palmeral se agolpan los ksar y kasbah donde residen los miles de familias que viven de la agricultura.La carretera, asfaltada, se internaba en la garganta entre sendas filas casi ininterrumpidas de hoteles, cafés y restaurantes. Nos alojamos en uno de ellos, el Amazir, elegido al azar. Nuestra habitación incluía una terraza muy amplia, desde la que veíamos correr el río diez metros más abajo y escuchábamos cantar a los pájaros entre abedules y palmeras. Frente a nosotros, un farallón interminable nos protegía del sol gran parte del día; de noche incluso hizo frío.
19 de abril de 2024
Esta mañana decidimos seguir remontando la garganta antes de dirigirnos a Uarzazate. Durante los primeros siete kilómetros, hasta las fuentes de Toudgha, se sucedían los tenderetes de venta de artesanía y los autocares y furgonetas de los tours, apiñados en determinados puntos para hacer la misma foto del mismo acantilado o para posar con el río de fondo en plan influencer. Aguas arriba de estas fuentes, el río se volvía subterráneo y desaparecieron los turistas.
Seguimos conduciendo otros veinte kilómetros hasta el pueblo de Tamatusht, que parecía vivir ajeno al resto del mundo y donde todavía se conservaban bastantes kasbah en buen uso, como la muy fotogénica del caíd Fuas Basu.
Nos habría gustado visitar la mellah de Tinerhir, pero no teníamos tiempo si queríamos recorrer el oasis de Skoura y llegar a dormir a Uarzazate. No es fácil la vida del turista.
El oasis de Skoura se extiende diez kilómetros a lo largo del río Dadés y alberga una altísima concentración de kasbah. Quizás la más conocida, por haber aparecido en la película Lawrence de Arabia, sea la de Amridil, construida en el siglo XIX para M'hamed Ben Brahim Nasiri al lado del ksar donde hasta entonces había residido su familia. El edificio fue un regalo de Madani El Glawi (hermano mayor de Thami el Glawi) en agradecimiento al maestro que había enseñado el Corán a su hijo. Ya volveremos más adelante sobre esta familia Glawi, de la que hay bastante que contar.
La kasbah de Amridil es de las pocas en las que hay que pagar entrada, pero creo que merece la pena. Tanto el exterior como el interior estaban muy bien conservados y se podía pasear por todas su habitaciones e, incluso, subir hasta la azotea, con buenas vistas sobre el oasis.
La entrada, en ángulo y con doble puerta para dificultar un asalto, desembocaba en un patio muy estrecho que daba luz y ventilación a las habitaciones. Alrededor de este patio se encontraban los establos, almacenes y dormitorios de servicio. Por el interior de una de las torres se subía hasta el primer piso, donde se encontraban las habitaciones principales y la cocina, ennegrecida por el hollín al carecer de chimenea. Las habitaciones, con aspilleras en los muros exteriores, daban a un corredor que rodeaba el patio.
Un piso más arriba estaba la azotea, usada para secar la cosecha y donde se encontraban las habitaciones de los niños. Todavía se podía subir un nivel más hasta las terrazas almenadas que coronaban las cuatro torres.
Al salir de esta kasbah hicimos un recorrido a través del palmeral, en el que se estima que hay más de cien kasbah y un millón de palmeras. Circulando por caminos de tierra que discurrían entre sembrados vimos muchas de estas casas fortificadas, en general peor conservadas que la de Amridil. Al haber perdido su utilidad tradicional y desaparecido el miedo a las algaradas de los clanes vecinos, la mayoría de sus habitantes ha preferido mudarse a viviendas de ladrillo, más sencillas de mantener. Los viejos edificios de tapial se van desmoronando; calculo que en menos de veinte años no quedará más que el recuerdo.
Desde Skoura seguimos a Uarzazate, donde pasaríamos varios días, pero esa es otra historia.
Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.
Uarzazate, el Hollywood del desierto
Marrakech, una distopía inminente
Rabat, la república de los piratas
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