30 de abril de 2024
Había oído decir que Esauira se parecía a Cádiz; ahora puedo confirmarlo. También he escuchado que Cádiz se parece a Tiro, pero, por el momento, no me atrevo a opinar. Me encaja, sin embargo, ese triple parecido porque las tres ciudades han sido fundadas por los fenicios.
Cádiz comparte muchas cosas con su hermana marroquí: la larguísima playa urbana, la medina amurallada (Cádiz-Cádiz, le llaman a la suya los gaditanos), los grupos de turistas recorriendo la ciudad con su guía al frente (falta un perro pastor para que parezcan rebaños), la piriñaca (que allí llaman ensalada marroquí) y el excelente pescado frito, elaborado en ambas ciudades con pescado del Atlántico y aceite de oliva.
Hay otro aspecto que une a las dos ciudades, tan pertinaz como impalpable: el viento. Cuando sopla el poniente, tanto a Cádiz como a Esauira trae los cielos limpios, la humedad, el fresco, el ruido de las ventanas batientes, las gaviotas refugiadas en las azoteas. Si vira a levante es el polvo del desierto, en Esauira mucho más cercano; el cielo blanquecino, la sequedad y las sombrillas volando por la playa.
No hay aquí carnavales, pero sí un festival de música gnawa, cargado de ritmos y colores africanos. Por no hablar de las Puertas de Tierra (Bab Marrakech) y la Puerta del Mar (Skala de Mar), las fortificaciones que cierran las dos entradas de la ciudad. Y cañones, a docenas, portugueses y españoles en Esauira, franceses, españoles e ingleses en Cádiz. No los usan en Esauira como guardacantones, sino que, relucientes, fingen defender la kasbah en una imagen que, inevitablemente, me trae a la cabeza las murallas de San Carlos.
Los cañones de Esauira se fabricaron en el siglo XVIII; los procedentes de España llevan grabadas la iniciales de Carlos III. Predominan los fundidos en Barcelona, pero también hay alguno de la Real Fábrica de Artillería de Sevilla. Los compró el sultán Sidi Mohammed Ben Abdallah como parte de un tratado con España en el que no solo se acordaba intercambiar prisioneros y embajadores sino también la libertad de pesca y navegación entre los dos países, la compra de estos cañones y la reparación de buques marroquís en astilleros españoles.. Este tratado se suspendió temporalmente tras los intentos del sultán de recuperar por la fuerza Ceuta y Melilla, pero luego se amplió cediéndole a España el puerto de Casablanca. Parece que la historia de las relaciones entre Marruecos y España se repite una y otra vez.
El mismo sultán Ben Abdallah mandó reconstruir la ciudad con planos del arquitecto francés Theodore Cornut, discípulo del gran Vauban, lo que explica las calles largas y rectas de la medina, tan poco habituales en el resto de Marruecos.
Tanto le gustó el resultado al sultán que decidió cambiar el nombre tradicional de Mogador por Esauira, “la bien diseñada”. Durante la ocupación francesa (1912 a 1956) volvió a llamarse oficialmente Mogador, pero con la independencia recobró su nombre actual.
Esauira nació fenicia, como Cádiz, para ser luego cretense, griega, romana y bereber. En 1506 fue tomada por una escuadra portuguesa que quería disponer de una escala segura en la ruta de las Indias Orientales, pero tuvieron que abandonarla poco después ante los continuos ataques marroquís. Su refundador, el sultán Ben Abdallah, centralizó en ella todo el comercio atlántico con Europa, cerrando a los extranjeros los puertos de Safi, Agadir y Rabat. Así, Esauira se convirtió en el destino final de las caravanas que cruzaban el desierto por la ruta de Marrakech y que llegaban cargadas con toda clase de mercancías, entre las que no faltaban los esclavos. Esclavos que, por cierto, muchas veces acababan revendidos en alguna de las ocho “tiendas de esclavos” que llegaron a funcionar en Cádiz.
1 de mayo de 2024
El puerto de Esauira constituye una atracción turística por derecho propio, aunque haya personas a quienes el olor y la suciedad les puedan resultar insoportables. Su influencia se extiende por toda la medina, en forma de carros de mano que reparten la pesca del día por las docenas de restaurantes especializados en tajín de pescado, albóndigas de sardinas, centolla, langosta o gallo a la plancha. Curiosamente, en los menús de estos restaurantes suelen aparecer las gambas al ajillo (escrito así, en español). Mención aparte merecen los boquerones, que los marroquíes consumen fritos y en bocadillo en los numerosos freidores callejeros. A la entrada del puerto, que conserva las murallas y bastiones del siglo XVIII, docenas de chiringuitos cocinan el pescado y el marisco recién capturados. En el interior, multitud de puestos ofrecen las capturas de los barcos que se protegen en la dársena, desde pateras mínimas hasta grandes arrastreros.
Las amas de casa pasean entre los vendedores, escogiendo y regateando hasta conseguir un precio razonable. Se puede, incluso, comprar cualquier pescado y llevarlo a uno de los chiringuitos exteriores, donde te lo cocinan por un euro.
En aquel puerto abierto a los paseantes me encontré de nuevo con oficios de mi infancia, como rederos y calafates, trabajando sobre el cantil del muelle para reparar las redes o los propios barcos. Un hombre pegaba parches en la ropa de aguas y una masajista demasiado escotada me ofreció sus servicios cuando mi mujer miraba para otro lado.
Varios hombres escamaban y quitaban tripas y fileteaban el pescado para quien prefiriese llevárselo limpio a casa. Cuando acumulaban una buena cantidad de despojos se las lanzaban a una bandada de gaviotas patiamarillas, que se peleaban a picotazos por los mejores trozos.
Los zocos de Esauira, agrupados en torno a la mezquita Ben Youssef, se organizaban por patios: pescado en el más grande, frutas y verduras, especias, joyería bereber… Sobrevivía algún sastre, aunque proliferaban las tiendas de ropa deportiva más o menos falsa. Alguna boutique con precios europeos atraía por igual a ciudadanos y visitantes.
Me sorprendió el porcentaje tan elevado de turistas marroquíes que circulaban por sus calles, muy superior al que nos habíamos encontrado hasta entonces en otros lugares del país. Salvo en los restaurantes, donde predominábamos los europeos, la inmensa mayoría de visitantes que nos encontramos en la playa, en las fortificaciones, en los zocos o en los interminables conciertos de música callejera procedían de otras partes de Marruecos.
Por la noche, desde nuestra habitación en el Riad Dar el Bahar, se escuchaba el mar rompiendo contra las rocas.
Mañana partiremos, con pena, para Rabat, pero esa es otra historia.
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