27 de abril de 2024
Desde Marrakech, con millón y medio de habitantes, hasta Sidi Ifni, con solo treinta mil, hay cuatrocientos kilómetros que se pueden recorrer en poco más de cinco horas, pero el salto mental es muy difícil de medir. Si Marrakech es el lujo, la riqueza, la ciudad imperial, los grandes zocos y las hordas de turistas arrasándolo todo, Sidi Ifni es la humildad, la tranquilidad, el ritmo relajado de una pequeña ciudad de provincias con un ambiente y un urbanismo claramente españoles. No se producen atascos en sus calles anchas y rectas, no hay motos que avasallen a los peatones y, por no haber, no hay ni turistas.
La actual Sidi Ifni, cuya ubicación se ha descubierto recientemente que no coincide con la de la antigua plaza fuerte de Santa Cruz de la Mar Pequeña, fue cedida a España en 1860 por el desigual tratado de Wad Ras, pero no fue ocupada de hecho hasta 1934. Desde un primer momento, su función fue únicamente militar, para lo que se construyeron fortificaciones, cuarteles, edificios oficiales, un aeropuerto y viviendas. La zona donde se levantó esta ciudad de nueva planta estaba muy poco poblada y no tenía ningún interés económico para España. Ni siquiera se podía construir un puerto, por lo que las comunicaciones se hacían por avión y, cuando el mar lo permitía, mediante lanchas de desembarco desde un buque nodriza. Allí se creó el cuerpo de Tiradores de Ifni, al principio con mandos españoles y gran mayoría de soldados nativos voluntarios. Este cuerpo fue trasladado a España cuando el golpe de estado de 1936 y tomó parte activa en los combates de la guerra civil, donde murieron la mitad de sus dos mil integrantes. Carne de cañón, dirían entonces sus mandos.
Sidi Ifni, en realidad, no tiene mucho que ver y se puede visitar perfectamente en un par de horas. Objetivamente, no merece las cinco horas de viaje desde Marrakech, pero a mí me llevó un objetivo más sentimental: quería ver con mis propios ojos lo que queda de la reciente presencia española (hace solo treinta y cinco años) e imaginarme cómo se habrían sentido los reclutas españoles a los que la mala suerte o sus antecedentes penales los habían enviado a hacer la mili allí, donde nada se les había perdido. Año y medio sin poder salir del enclave, sin ver a su familia ni a su novia, en un ambiente muy hostil y con unas condiciones de vida miserables.
Recordé el “glorioso” comportamiento del ejército español, cuyos oficiales fueron muy valientes en una guerra civil contra paisanos mal armados, pero abandonaron Sidi Ifni (y después el Sahara Occidental) a las primeras escaramuzas, dejando atrás a sus habitantes indígenas, teóricamente tan españoles como nosotros.
La presión marroquí para recuperar la ciudad aumentó tras la independencia de Marruecos en 1956, dando lugar a la poco conocida guerra de Ifni. Jaime Martín nos la cuenta desde el punto de vista de un recluta español en su comic Las guerras silenciosas (Norma Editorial). También mi amado Javier Reverte sitúa allí su novela El médico de Ifni.
Los pasos hacia la independencia comenzaron con la constitución de un gobierno municipal en la sombra, amparado por el partido Istiqlal y que se ocupaba de todos los asuntos indígenas. Siguieron con el izado de la bandera marroquí en la mezquita y culminaron con incidentes armados entre la policial municipal indígena y el ejército español; una especie de precuela del Proces, aunque con un final, por ahora, muy diferente.
A lo largo de 1957 fue aumentando la tensión, que incluyó actos de sabotaje y de terrorismo. A finales de ese año y a lo largo del siguiente se multiplicaron los ataques del Ejército Marroquí de Liberación, que obligaron a los soldados españoles (mal armados y con muchas dificultades para recibir refuerzos o suministros) a abandonar los puestos avanzados y gran parte del territorio ocupado, replegándose hasta las afueras de la propia ciudad de Sidi Ifni. Ni siquiera las actuaciones de Gila y Carmen Sevilla lograron elevar la moral de los soldados españoles, escasos de comida y de munición, calzados con alpargatas, comidos por las chinches y con un material en mal estado, procedente en muchos casos de la guerra civil.
En 1958 se firmó un alto el fuego y el ejército español evacuó la ciudad. Nunca se informó a la opinión pública sobre los 198 muertos, 574 heridos y 80 desaparecidos. Con estos antecedentes, no comprendo por qué una calle de Sidi Ifni lleva el nombre del general Mola, represor, golpista y furibundo enemigo de la independencia de Marruecos. No me imagino una calle de Argel dedicada al general de Gaulle.
28 de abril de 2024
Pese a los años transcurridos, todavía hay ifneños que intercalan frases en español en sus conversaciones y sobreviven algunos de los edificios edificados entonces. Por nuestras conversaciones con los habitantes de la ciudad, no conservan un mal recuerdo de la colonización española, tan diferente de la francesa. Durante la ocupación española no se expropiaron los terrenos de cultivo, quizás porque no había, se financió el funcionamiento de la mezquita y de la escuela coránica y se prohibió el proselitismo católico.
Gran parte de los edificios de la ciudad son de aquella época y tienen un aspecto entre modernista y bereber. El antiguo aeropuerto, hoy en día abandonado, se construyó colindante con el centro de la ciudad por motivos tácticos: los militares no querían arriesgarse a perder la única conexión segura que tenían con Canarias, ya que el teleférico que facilitaba el embarque y desembarque de pasajeros y mercancías no se inauguró hasta un año antes del fin de la colonización. Hoy en día, pese a su ubicación tan céntrica, el aeropuerto sigue sin urbanizar y se usa solo como aparcamiento y para el mercadillo de los fines de semana.
Ya desde la víspera habían ido llegando docenas de camiones y furgonetas; las caravanas de camellos han desaparecido. Aunque la mayoría de los vendedores son ambulantes que van de mercado en mercado y venden todo tipo de mercancías, desde ropa usada hasta herramientas, hierbas medicinales o equipo de acampada, todavía quedan algunos labradores que traen su cosecha de cebollas, de tomates o de albaricoques, tan pequeños como sabrosos. No faltan, por supuesto, el aceite de argán ni la miel, uno de los principales productos de esta zona.
Hemos comprado fruta, tomates, pepinos y miel de limonero y de algarrobo. Esta noche nos prepararemos la cena en nuestro apartamento; una ensalada que nos sabrá mejor que la comida de cualquier restaurante.
Al salir del mercadillo condujimos diez kilómetros hacia el norte, hasta la playa de Leghzira. Era domingo y se notaba: Familias, grupos de amigas, excursiones escolares… La playa era salvaje y abierta al océano, pero unos islotes protegían del oleaje la zona de baño. Aun así, la temperatura del aire y del agua no animaban a meterse en el mar.
La playa es famosa por los dos arcos naturales que cerraban sus extremos. El del norte se derrumbó hace unos años, socavado por el mar y la lluvia, pero el del sur se conserva perfectamente.
Coincidimos con la excursión de un instituto de alguna ciudad del interior. Ellos jugaban, incansables, al fútbol; ellas tocaban la guitarra y la darbuka, cantaban, bailaban, se hacían fotos y se mojaban los pies en la orilla. Igual que un grupo de adolescentes de cualquier país del mundo.
Para comer elegimos uno de los chiringuitos instalados sobre la arena, o quizás fue el camarero quien nos eligió a nosotros. Por sesenta dirham (unos seis euros) por persona, nos tomamos sendos menús del día: ensalada marroquí, que en Cádiz habrían llamado piriñaca; pulpo o sargo a la brasa; patatas fritas, postre, agua y pan. Nos quedamos allí hasta que la marea obligó a retirar las mesas.
De vuelta a Sidi Ifni, siesta y paseo por su playa urbana, ocupada parcialmente por instalaciones tan prescindibles como un aparcamiento para caravanas (había otros dos en las inmediaciones). El ambiente, si cabe, era más familiar que el de Leghzira: no solo fiambreras, sino hasta una familia al completo comiendo en torno a una olla exprés, calentada sobre un hornillo de carbón.
Hasta ahora casi no he hablado sobre el alcohol, no prohibido pero tampoco fácil de consumir. En muy pocos restaurantes se sirve y, cuando lo hay, no solo es caro sino que todos los precios de la carta se multiplican por tres o por cuatro. No se puede beber a la vista del público, lo que significa que no se sirve en las terrazas ni en locales cuyo interior se pueda ver desde la acera. Hay algunos bares, pocos, medio a oscuras y que no tienen vino ni parecen estar abiertos a las mujeres. Una solución si quieres probar los excelentes y baratísimos vinos marroquís es comprar una botella en un gran supermercado, como Carrefour, donde los sitúan en una zona separada del resto de lineales, para cerrarla durante el Ramadán y otras festividades religiosas.
Una excepción a esta política es el Hotel Bellevue, en Sidi Ifni. En un restaurante ubicado en una zona discreta de este antiguo cuartel de Infantería de Marina pudimos tomar una San Miguel bien fría y una copa de Guerrouane Rouge muy aceptable, aunque tuvimos que pagar la botella entera y luego llevárnosla para el apartamento, envuelta en un papel para no escandalizar a los creyentes.
Al lado del hotel, en la antigua Plaza de España, ahora de Hassan II y que no desentonaría en ninguna ciudad andaluza, fotografiamos el Ayuntamiento (que sigue ejerciendo esa función), el Consulado Español (en ruinas), la iglesia de Santa Cruz (ahora un juzgado), el antiguo Casino de Oficiales (transformado en club privado) y el Palacio del Gobernador, ahora asignado a la Casa Real y en claro estado de abandono. La única vez que Hassan II visitó Sidi Ifni, en febrero de 1972, sufrió un atentado con bomba del que salió ileso; inmediatamente, abandonó la ciudad en helicóptero. Desde entonces, ningún rey de Marruecos ha regresado a la ciudad.
No me resulta fácil describir Sidi Ifni, quizás por su falta de exotismo. Creo que esa es su principal característica: paseando por ella me sentía como es casa, podía estar en Paterna, en Conil o en Sanlúcar. Las calles amplias, las casas de una o dos plantas, el mercado y los edificios oficiales encajarían perfectamente en cualquier ciudad andaluza de no muchos habitantes.
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Cuando se viaja siempre se aprende algo, aunque solo sea a viajar, a que existen otros países, otras culturas, otras formas de entender la vida, a veces mejores que la nuestra. Esta tarde he aprendido que la juventud árabehablante ha creado un nuevo idioma para usar en los chats y otras redes sociales cuando su teléfono no incluye el alfabeto árabe. El arabizi es una transcripción del árabe basada parcialmente en el abecedario latino. Algunos caracteres se representan de una manera peculiar, basada más en su forma que en su pronunciación. Así, la letra ? (kh) la reemplazan por un siete (7), o la ? (ç) por el tres (3). Salvando todas las distancias, me recordó a los primeros emoticonos, cuando :) representaba una sonrisa o ;) un guiño.
Este arabizi es comprensible para cualquier persona que lea árabe, salvando las diferencias de pronunciación entre unos países y otros, que llevan a diferentes transcripciones al abecedario latino. Frente a otros idiomas, como el japonés o el chino, que tienen una transcripción “oficial”, en cada país de habla árabe se transcribe en función del idioma de la potencia colonial. Así, en la península arábiga se basan en el inglés, en Argelia en el francés y en Marruecos se usan tanto la grafía francesa como la española (Arcila – Assilah, Tetuán – Tetouan…).
29 de abril de 2024
Hoy, último día de nuestra estancia en Sidi Ifni, hemos cogido el coche para dirigirnos hacia el sur por la carretera de la costa, que según Google Maps está asfaltada solo a lo largo de los primeros cuarenta kilómetros. La carretera, estrecha y en no muy buen estado, serpentea entre la montaña y el mar, en el que se alternan los acantilados y las playas desiertas.
En Sidi Ouarzik una pista de grava nos llevó al puerto pesquero, en realidad una calita donde no había ni un solo barco. Luego nos enteramos de que, debido al habitual mal estado de la mar y a la ausencia de puertos seguros, el pescado que se consumía en aquella zona se capturaba con caña desde las rocas.
Un hotelito mínimo y espartano, Maison Diyani, ofrecía una carta de pescados y la euforia del momento nos impulsó a pedir un sargo sin preguntar el precio. Tuvimos que esperar una hora a que se descongelara y otra hora más a que lo cocinaran. Lo pagamos como si fuera recién pescado.
Después de comer seguimos camino hacia el sur, a lo largo de una costa cada vez más salvaje y deshabitada. Al final de la vieja carretera, nos encontramos un tramo de veinte kilómetros recién construido que algún día acabará llegando a Playa Blanca y contribuyendo al desarrollo urbanístico de aquel tramo de costa en el que, por ahora, no se veía ni una sola casa.
A la vuelta a Sidi Ifni nos acercamos a una farmacia para comprar algunos medicamentos. Ante las dificultades idiomáticas, nos hicieron pasar al despacho del farmacéutico, formado en Granada, que nos confirmó la placidez de la vida en aquella ciudad olvidada mientras nos enseñaba fotos de su nieta vestida de gitana en la fiesta del colegio.
Mañana viajaremos a Esauira, pero esa es otra historia.
Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.
Tetuán de las Victorias:
Mequínez, cerrada por obras
Del vergel al desierto
La arquitectura del barro
Uarzazate, el Hollywood del desierto
Marrakech, una distopía inminente
Essauira, la bien diseñada
Rabat, la república de los piratas
Fin de trayecto