Este viaje comenzó mal y terminó peor. Faltaban cuatro días para subirnos al avión cuando empecé a sentir los primeros síntomas del coronavirus, confirmados inmediatamente por un test de antígenos.
Aunque intenté convencer a mis compañeras de que no cambiaran sus planes por mi enfermedad y de que viajaran en las fechas previstas, las tres se negaron y decidieron que atrasaríamos todo el viaje tres semanas. Así me encontré, con un poco de fiebre y bastante malestar, intentando modificar todas las reservas con el menor coste posible. Todos los alojamientos aceptaron cambiar las fechas sin coste o incluso cancelarlas cuando no tenían habitaciones disponibles en las nuevas fechas, pero tengo que mencionar el antiético comportamiento de la compañía Vueling. Habíamos pagado una tarifa más cara de lo normal que, en teoría, permitía cambios de fecha sin coste. Digo en teoría porque, en realidad, los nuevos billetes nos costaron una media de cien euros más por persona, en concepto de “diferencia de tarifas”. Con las prisas y la fiebre acepté el sobreprecio, pero, cuando me encontré mejor, comprobé que un billete “nuevo” para primeros de junio costaba exactamente lo mismo que los que habíamos comprado hacía tiempo para mediados de mayo.
Ya en el avión, nos encontramos con que el único azafato de la tripulación llevaba la mascarilla colocada permanentemente por debajo de la barbilla o por debajo de la nariz. Mientras, por la megafonía nos recordaban que las mascarillas eran de uso obligatorio “tapando nariz y boca excepto en el momento de comer o de beber”.
El pasajero sentado a mi lado escuchaba en su móvil (sin auriculares) coplas de carnaval que iba alternando con sevillanas rocieras. Luego se quitó la mascarilla para roncar más cómodamente, con un sonido que a mí me recordó el que emitían los brontosaurios de Jurassic Park. Este comportamiento, junto con sus frecuentes viajes al aseo y el sombrero de Fino Quinta que llevaba puesto, me llevaron a deducir que la noche anterior la había pasado en la feria de El Puerto de Santa María.
Cuando aterrizamos en Palermo ya estaba anocheciendo. Con prisas recogimos el coche de alquiler, un precioso Lexus tan automatizado que tuvimos que pedir ayuda a un empleado para que nos configurase el navegador. En ese momento tuvimos un golpe de suerte, ya que alcancé a oír a una de mis compañeras decirle al técnico que íbamos a Caltanissetta. Una pequeña diferencia que nos podía haber dejado a cuarenta kilómetros de nuestro destino para esa noche. Por otra parte, las indicaciones del navegador del coche eran muy poco fiables, lo que, unido a los frecuentes desvíos por obras, acabaron dejándonos al fondo de un sendero sin asfaltar, frente a la valla metálica de una finca. Allí decidimos dar la vuelta, en contra de las indicaciones del navegador, que seguía insistiendo: "Continúe durante cien metros, luego gire a la derecha”.
El B&B Da Pietro resultó ser exactamente lo que me había imaginado: un lugar sin ningún encanto ni más huéspedes que nosotros, atendido por el mismo Pietro, un señor mayor al que evidentemente habíamos despertado con nuestra llegada, pero que nos aclaró rápidamente que el pago era en metálico y que no esperáramos una factura.
Horroroso es poco para describir la decoración. En nuestro dormitorio, un enorme armario de cuatro cuerpos competía por el espacio con una cómoda no menos descomunal, muebles ambos perfectamente inútiles en un establecimiento que estaba claramente destinado a clientes de una sola noche; en las paredes habían rotulado varias frases de esas que se publican en Facebook con intención de hacerte pensar.
El alojamiento, cuya piscina era hinchable y estaba vacía, se encontraba en medio del campo, con todas sus ventajas. A las cuatro de la mañana, mientras el cielo comenzaba a palidecer, me despertaron varios gallos, a los que pronto acompañaron un par de pavos reales y otras aves cuyo graznido me recordó al de las ocas.
Sabía que no era el momento de levantarme y ponerme a escribir, pero no soportaba más el canto de los gallos. En el porche, un gato que devoraba los restos de una empanada me recordó la llegada. Menos mal que en el aeropuerto de El Prat había logrado convencer a mis compañeras de que el B&B no era lo que parecía en los anuncios y que sería muy poco probable que a las once de la noche estuviera abierto el restaurante. Compramos un par de botellas de agua y alguna cosa de comer, cuyas sobras liquidaba ahora el gato.
Por suerte, alguien había apagado las guirnaldas de bombillas de colores y las dos bolas giratorias de discoteca que animaban el porche a nuestra llegada y pude contemplar como la silueta de Enna, en lo alto de una colina al otro lado del valle, se iba definiendo contra el horizonte. Estas magníficas vistas servían de fondo a la mayor colección que he visto nunca de “horrores de jardín”: gnomos, ciervos, búhos, vírgenes, halcones y hasta un Santa Claus de tamaño natural y de cara a la pared, que me recordaron inmediatamente a uno de los protagonistas de Full Monty, muy aficionado a ese tipo de figuras.
Cuando el primer rayo de sol incidió contra lo que parecía la parte más alta y mejor conservada de una fortaleza, se hizo patente la fea realidad. Lo que había confundido con unos torreones amenazantes, sin duda de origen normando, era en realidad una fila de bloques de viviendas de diez o doce pisos que afearán durante siglos esta ciudad, fundada por los sículos hace dos mil setecientos años.
En Enna tuvimos una rápida inmersión en la cultura siciliana. Como el señor Pietro ya nos había dejado bien claro que la tarifa, pese al rótulo B&B bien visible en la fachada, no incluía el desayuno, nos subimos al coche dispuestos a parar en el primer bar o cafetería que encontramos, que resultó ser la Pasticceria Di Maggio.
El dueño o encargado, pese a mis intentos de hablarle en italiano, desde el primer momento decidió llamarme Míster y hablarme en un inglés muy elemental. Después de discutir con mis compañeras las proporciones exactas de leche y café que deseaban No, un americano no, el mío que tenga un poco menos de café, Di Maggio me preguntó qué deseaba. El míster quería un té negro, mi desayuno habitual cuando voy de viaje. Me miró como si hubiera pedido un chuletón poco hecho en un restaurante vegano. ¿Un té? ¿Caldo? El diálogo se complicó al no recordar yo que caldo, en italiano, significa caliente. Llegamos por fin a un acuerdo y me sirvió una tacita mínima de té, caldo y desteinado. Comprendí que no era el momento de ponerme exigente y abandoné mi intención de pedir una tostada de pan con aceite. Tenían pan, aceite y tostadora, pero en aquella pasticceria los hombre acompañaban el café con grapa y las pocas mujeres con pasteles.
Al salir del bar nos vino al encuentro otro aspecto de Sicilia: la hospitalidad con los forasteros. El maletero del Lexus era muy pequeño y nuestros cuatro maletines de cabina levantaban la bandeja trasera y eran visibles desde el exterior, por lo que intentamos comprar un pedazo de plástico negro para taparlos, una pequeña precaución que reducía las probabilidades de robo. Le pregunté a uno de los parroquianos que desayunaban en la terraza del café y me encaminó a una ferretería cercana, que no conseguí encontrar. Cuando me vio regresar con las manos vacías, me hizo una seña para que lo acompañara hasta su coche. Del maletero sacó un fajo de bolsas de basura de cien litros, insistió en que me llevara todas las que necesitase e incluso me ayudó a cortar una y cubrir con ella las maletas.
Una hora más tarde estábamos entrando en la Villa Romana del Casale, pero esa es otra historia que podéis leer pinchando aquí
Otros capítulos:
Tras las huellas de Montalbano
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