martes, 28 de junio de 2022

Eureka

     En Siracusa, donde pensábamos dormir cinco noches, tuvimos la suerte de alojarnos en Casa Lucía, un precioso y enorme apartamento ubicado en un edificio barroco muy transformado, en el número 14 de Via Vittorio Veneto. En realidad, Siracusa está formada por tres partes claramente diferenciadas: la isla fortaleza de Ortigia, fundada en el siglo VI a.C y unida a tierra firme por dos puentes; la ciudad griega de Neápolis, que se construyó 300 años después, y la propia ciudad de Siracusa.

   Ortigia, donde se encontraba nuestro apartamento, fue el punto en el que se establecieron los primeros habitantes, procedentes de Corinto. Toda Ortigia está declarada zona de bajas emisiones, como pronto será el casco antiguo de Cádiz, por lo que está muy restringido el uso de vehículos a motor. En los pocos accesos hay cámaras que captan las matrículas no autorizadas y multan automáticamente con cien euros, como bien nos advirtió Alberto, el encantador propietario de nuestro apartamento.

   Solo hay una mínima parte de la isla a la que puede acceder un coche no registrado, y es el aparcamiento municipal disuasorio de Palete. El sistema de pago del aparcamiento tiene que haber sido diseñado por un informático con una mentalidad perfectamente lógica y unos resultados incomprensibles para una persona normal. Todos los días se formaban ante las máquinas de prepago largas colas de turistas desesperados, intentando una y otra vez pagar hasta que aparecía alguien con cierta experiencia que explicaba los esotéricos pasos a seguir.

   ¿Por qué el proceso de pago comenzaba pulsando la tecla “CANCEL”? ¿por qué en un momento determinado había que apretar la tecla “CREDIT CARD”, si el sistema no admitía otra forma de pago? Al segundo día me tocó a mí explicar el proceso a las tres personas que me precedían en la cola, ayudado por otro cliente que traducía mis explicaciones del inglés al italiano. A nuestro lado, varias personas sin hogar intentaban dormir.

   En cuanto deshicimos el equipaje nos lanzamos a una primera toma de contacto con Ortigia, merecidamente declarada Patrimonio de la Humanidad. Varias cosas sorprenden en esta islita: su limpieza, su ausencia de ruido y su casi absoluta turistificación.

   La limpieza, muy superior a la de las demás ciudades italianas que he visitado, se explica en parte por la existencia de un ambicioso plan de separación de residuos, que por lo que pude observar se cumplía con bastante rigor. En nuestro apartamento teníamos cinco contenedores: Papel y cartón, vidrio, plásticos y envases, restos orgánicos y ”secco”, denominación que engloba al resto de residuos domésticos. Cada atardecer bajábamos la bolsa que correspondiera ese día y la dejábamos en uno de los contenedores del portal. Por la noche pasaba un camioncito eléctrico que vaciaba los contenedores. Los bares y restaurantes tenían recogida diaria y no se veían bolsas de basura abandonadas en las aceras.

   El silencio de las calles se debía, en gran parte, a las restricciones de tráfico privado, compensadas en parte por la existencia de un autobús gratuito que recorría frecuentemente la isla de extremo a extremo. Pero había algo más, la absoluta educación de los conductores, tan poco frecuente en Italia. Muchas calles eran peatonales, pero incluso en las llamadas de plataforma única compartida, en las que no cabían simultáneamente un coche y un peatón, no se oía un bocinazo. Los conductores esperaban pacientemente a que circulasen los peatones, que a su vez procuraban resguardarse en un portal para dejar paso a los coches. Ni un camión ni furgoneta circulaba por esas calles estrechas, y el reparto se realizaba con carretillas o motocarros, muchos de ellos eléctricos.  


El verdadero problema de Ortigia es a la vez su principal recurso: la turistización, cuyas consecuencias empezamos a ver en Cádiz. La demanda de viviendas turísticas dispara los precios de compra y alquiler y expulsa a los residentes originales, que se ven obligados a mudarse a la nueva Siracusa. A la vez, los bares, restaurantes y tiendas de recuerdos desplazan a los comercios tradicionales. No era sencillo encontrar una ferretería, una copistería ni un supermercado. A cambio, aunque desconozco las estadísiticas, supongo que un porcentaje muy alto de los residentes se dedican a la hostelería, el alquiler de apartamentos y otros servicios relacionados.

   A la mañana siguiente salimos dispuestos a  recorrer los principales monumentos de la isla. Comenzamos, como es habitual en nuestros viajes, por el mercado municipal, que en esta ocasión me resultó algo decepcionante. El bonito edifico del mercado estaba cerrado permanentemente, y a su alrededor se levantaban filas de puestos callejeros, muchos de ellos respaldados por bajos comerciales minúsculos. Carnicerías, pescaderías, fruterías, charcuterías y tiendas de especias se mezclaban sin orden ni concierto con otros tenderetes dedicados al menaje de hogar o a los recuerdos turísticos. Nosotros queríamos comprar queso, embutido, fruta y verdura para cenar en el apartamento, pero en casi todos los puestos nos trataban como lo que éramos, turistas, y —en opinión de una de mis compañeras— pretendían engañarnos en el precio o en el peso. No le quito la razón, aunque la verdad es que desconozco a cómo está en España el kilo de pistachos. Las compras, los regateos y las explicaciones de los vendedores nos ocuparon un par de horas.

   Nuestro siguiente paseo comenzó, a pocos pasos del apartamento, por la Via Giudecca, corazón de lo que en su momento fue uno de los barrios judíos más importantes de Europa. Desgraciadamente, los judíos fueron expulsados de Sicilia en 1492, a la vez que de España. No en vano reinaba en la isla el católico Fernando II de Aragón, que también mandaba en Nápoles, Cerdeña y Navarra.

   En el sótano de unos de los palacios, transformado ahora en un hotel con encanto, se encuenta el "miqwè" (baño de purificación ritual judío) más importante y evocador de Europa, construido en la época bizantina. Cuando los judíos se vieron obligados a abandonar la isla, tapiaron el acceso a estos baños rituales para impedir su profanación. Su entrada no se descubrió hasta hace pocos años, con motivo de las obras de restauración del palacio.

   Se accede a los baños mediante una escalera excavada en la roca, que desciende a una pequeña sala rectangular situada a 18 metros por debajo del nivel de la calle, en el centro de la cual hay tres estanques en los que todavía brota agua procedente del rico acuífero de Siracusa, que también da vida a la Fuente de Aretusa. Los miembros de la comunidad judía de Siracusa se sumergían en él para borrar sus pecados. Otras dos salas porticadas contienen sendos baños de menor tamaño, que al parecer se usaban en los rituales previos a las bodas.

   Nosotros coincidimos en la visita con un pequeño grupo de turistas italianas, bastante escandalosas,  y con una anciana judía estadounidense, muy emocionada por ese retorno a sus ancestros y que no paraba de hacer preguntas, a muchas de las cuales la guía/vigilante no era capaz de responder.   

En este barrio de calles estrechas, muchas veces sin salida, en las que te puedes encontrar una dedicatoria tan bonita como esta, que mi amiga Soco ha traducido para quien no entienda el italiano: “A Luigi Capuana, maestro de crítica serena y precisa, investigador sutil de los ocultos trabajos humanos, poeta de la virtud ignorada del almas oscuras y dolientes”, se ubica la antigua sinagoga, construida poco antes de la expulsión de los judíos y transformada luego en iglesia de San Juan Bautista.

   A estas alturas del día el calor apretaba cada vez más, por lo que nos limitamos a una rápida visita a la iglesia de la abadía de Santa Lucía, la mártir a la que se suele representar con una bandejas en la que lleva sus ojos, arrancados durante las persecuciones del emperador Diocleciano por negarse a adorar a los dioses oficiales. Pero la verdadera razón de la devoción de los siracusanos por Santa Lucía no se debe a que haya nacido en esta ciudad ni a su defensa cerrada de sus creencias, sino a que en 1646, en medio de una larga hambruna, la santa desvió hasta el puerto de Ortigia dos naves cargadas de trigo. ¿Piratería?

   En la fachada de la iglesia se conservan, bien visibles, dos escudos de la monarquía española de principios del siglo XVIII, cuando en la isla reinaba Felipe V “el Animoso”. Por desgracia, el mayor tesoro de esta iglesia, un óleo de Caravaggio representando el entierro de la santa, ha sido trasladado a un museo.

   En la misma plaza se encuentra el palacio Borgia-Impellizzeri. Allí me enteré que Borgia era la versión italiana de un apellido de origen español, Borja. La familia Borgia/Borja se trasladó a Roma en el siglo XV, y dos de sus miembros llegaron a ser papas bajo los nombres de Calixto III y Alejandro VI.

   En esta plaza, verdadero corazón de Ortigia, se levantan también el Ayuntamiento, la sede episcopal y, sobre todo, la catedral, construida aprovechando la cimentación y las columnas del tempo griego de Atenea, que habían resistido más de mil años hasta que quedaron englobadas en la estructura de una iglesia cristiana. Los musulmanes convirtieron la iglesia en mezquita y los normandos la devolvieron al culto católico. Otros mil años después se derribó la vieja iglesia para construir la actual catedral, que sigue conservando las columnas romanas.

   Lo último que visitamos ese día, cuando el sol comenzaba a caer y con él bajaban las temperaturas, fue el Castello Maniace, en el extremo sur de la isla. El fuerte debe su nombre al comandante bizantino Giorgio Maniace, que a comienzos del siglo XII expulsó de la ciudad a los musulmanes, aunque solo por cinco años. Hubo que esperar cuarenta años a que llegaran los normandos y la ciudad pasara definitivamente a manos cristianas. Vinieron luego los suabos y los genoveses, hasta que Federico II de Hohenstaufen, poeta, soldado y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, mandó construir el actual castillo. Este personaje, conocido en su época como stupor mundi, el asombro del mundo, hablaba nueve idiomas y escribía en siete. Fundó la escuela poética siciliana y la Universidad de Nápoles, con lo que se convirtió en un precursor del Renacimiento.

   No podemos terminar este primer día en Siracusa sin recordar a uno de sus hijos más ilustres, Arquímedes. Nació y vivió aquí en el siglo III a.C., y fue un excelente matemático, físico e ingeniero. Además de descubrir el principio que lleva su nombre mientras se bañaba, calculó un valor muy exacto para el número Pi, desarrolló fórmulas para calcular el área y la superficie de una esfera, ideó varios artefactos de guerra contra las naves romanas que intentaban conquistar la ciudad, construyó el buque más grande de la época e inventó la rueda dentada y el tornillo de Arquímedes.

Al día siguiente comenzamos nuestro recorrido por Ragusa, pero esa es otra historia que podéis leer pinchando aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lo que tengas que decirnos, nos interesa. Gracias.

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.