lunes, 29 de octubre de 2018

Buscando a Juan Valdés

(22 al 25 de septiembre de 2018)

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La derrota de La Heroica
Tierradentro
- Superyo
- De buses, busetas, autobuses y bambuses

En Salento tuvimos la suerte de alojarnos en una vivienda preciosa, propiedad de una colombiana residente en California, que la utilizaba como residencia durante sus estancias en Colombia. No en vano en Airbnb estaba clasificada como superhost.

Ubicada sobre un terraplén en la parte alta del pueblo, tenía una gran veranda, con vistas deslumbrantes sobre los montes de alrededor y —en los amaneceres claros— hasta se divisaban los picos del parque nacional de Los Nevados, que incluye el tristemente célebre Nevado del Ruiz, el de Santa Elena y el volcán Tolima.

Dentro, la casa tenía todo tipo de comodidades, dos enormes dormitorios y un salón con chimenea. Y detrás había un jardín con frutales, cuidadísimo, y una segunda veranda con barbacoa, todavía mayor que la delantera.

Llegamos a Salento un sábado, en plenas celebraciones del ciento setenta aniversario de la fundación del pueblo, lo que había atraído a centenares de visitantes. Al margen de los festejos, Salento se merece una visita. Es quizás el pueblo cafetalero que mejor ha sabido conservar su arquitectura tradicional: casas de una o como mucho dos plantas, grandes aleros, tejas oscuras, paredes blancas y puertas y ventanas pintadas de las más increíbles combinaciones de colores.

En la calle 4 o Real, la única más o menos horizontal de aquel pueblo construido en plena ladera, se alternaban tiendas de artesanía de bastante buena calidad, bares, restaurantes, ventanillas —puntos de venta de alcohol y tabaco—, locales dedicados a la degustación y venta de café, talleres de tatuaje y cuanto servicio pueda demandar un turista. Y por en medio circulaba un flujo incesante de visitantes de fin de semana, llegados de todo el Quindío y hasta de Medellín, Cali y Bogotá. Esperábamos que el domingo por la tarde se marcharan la mayoría de ellos y pudiéramos disfrutar tranquilamente de Salento.

La plaza del Ayuntamiento estaba cerrada al tráfico y ocupada por terrazas de bares y restaurantes. En el centro, un escenario sobre el que se sucedían las actuaciones: la banda de música municipal, cantantes de tangos, grupos de baile regional, orquestas de merengue… Cada terraza tenía además su propio equipo de sonido, que competía en volumen con las demás terrazas y el escenario, por lo que nos era difícil soportar aquel guirigay.

Como se anunciaba lluvia, el domingo contratamos un coche con conductor para que nos llevara a recorrer la zona cafetalera; tuvimos la suerte de que no cayó una gota en todo el día.

De todos los pueblos que visitamos, probablemente Pijao fuera el más interesante; allí habían apostado por conservar el encanto de la tradición cafetalera, tanto humana como arquitectónica y etnográfica. Ambiente de domingo, familias paseando y hombres vestidos de Juan Valdés, con sombrero de paja, botas de caucho, machete al cinto, mulera blanca de rayas al hombro, y cara y manos curtidas por el sol.

Hablando de Juan Valdés, uno de los personajes colombianos más conocidos por el mundo, en realidad nunca existió como persona física. Fue creado en 1959 con el objetivo de representar el esfuerzo y la dedicación de más de medio millón de caficultores colombianos, a la vez que popularizar el producto con una imagen muy reconocible.

El icónico personaje que durante más de 50 años ha estado presente en los anuncios de café, ha sido encarnado por tres hombres a lo largo del tiempo. El actual, Carlos Castañeda, es cafetero desde que tiene uso de razón.

En la plaza de Pijao no quedaba un banco libre, en la barbería había cola para cortarse el pelo, y en los bares corría la cerveza y el canelazo, una mezcla de aguardiente, panela (azúcar integral de caña) y canela. Varios billares se extendían a ambos lados de la calle principal, llenos de hombres bebiendo y jugando, pero sin ninguna mujer. En la supermachista Colombia todavía quedan muchos espacios exclusivamente masculinos.

Nos metimos en un café, donde conservaban en buen uso una cafetera italiana de los años treinta del siglo pasado. Parecía difícil de manejar, pero funcionaba perfectamente, y hasta yo me atreví a tomar un tinto, el café solo, fuerte y sin azúcar que allí se consume a todas horas. Estaba delicioso, lógico en plena zona cafetalera; el encargado nos aseguró que en Pijao se cultivaba el mejor café de Colombia, igual que decían en San Agustín, en Salento y en todos los pueblos que visitamos.

Tengo que mencionar que el pueblo de Pijao recibe su nombre de los indígenas pijaos o natagaimas, uno de los grupos que más resistencia opuso a la invasión española. Junto con los andaquíes, lucharon durante más de dos siglos antes de ser aniquilados, sin haberse rendido jamás. Más de cuatrocientos conquistadores españoles y cuarenta mil indios murieron en los combates; como parte de la pacificación se ejerció una política de mestizaje forzado, eufemismo para designar la violación masiva y sistemática de las mujeres indígenas.

Los pijaos, al igual que muchos otros pueblos ancestrales, nunca se conformaron con su suerte, y han seguido luchando por recuperar sus tierras ancestrales. La última rebelión armada se produjo en 1915, y en la actualidad el estado colombiano reconoce setenta resguardos indígenas en 17 municipios, que son la base territorial de su gobierno autónomo.

Visitamos también otros pueblos de la comarca, como Barcelona, Córdoba, Bellavista, Génova y Circasia, que aunque mantenían su ambiente rural habían dejado perderse casi toda la arquitectura tradicional. En cualquier caso, los recorridos de pueblo en pueblo constituían una excusa perfecta para sumergirse en aquellos paisajes de color esmeralda. Las montañas, no muy altas, se alzaban entre los valles como cuchillas cubiertas por todos los matices de verde. Predominaban los cafetales, de un tono más oscuro, con frutos amarillos o rojos, pero en los rincones más umbríos crecían enormes helechos arborescentes, y en las cimas mandaban los pinos y eucaliptos madereros.

Lo más llamativo eran las guaduas, de las que ya hablé en el artículo “De buses, microbuses, bambuses y busetas”, una variedad de bambú de un verde luminoso, muy ramificada, que puede alcanzar quince o veinte metros de altura. Se utiliza fundamentalmente como material de construcción (las cañas para vigas y pilares, las hojas para techos), pero también para fabricar muebles, bisutería y accesorios del hogar, como maceteros, botelleros, apliques, cestas...

Después de varias horas de viaje, y ya en el camino de vuelta, paramos a comer en un restaurante de carretera, lo que en Andalucía llamaríamos una venta. Domingo a mediodía, el local estaba lleno de gente, lo que casi siempre es buena señal. Su especialidad era el sancocho trifásico, con carne de gallina, puerco y res, pero yo preferí el de simple gallina. Puedo asegurar que no estaba hecho con gallina pensionada, porque me tocó la mitad trasera, llena de huevos en formación de todos los tamaños, desde un guisante hasta una pelota de golf. La calidad y cantidad de la comida justificaban plenamente el éxito del restaurante.

Llegamos a Salento a media tarde, pensando que al ser domingo se habrían marchado los visitantes y podríamos pasear tranquilamente por el pueblo semivacío.

Grave error. Era verdad que había muchos menos turistas, pero las fiestas seguían. Un festival de rock duro atronaba desde el mediodía todas las calles de Salento, con epicentro en la plaza del Ayuntamiento. Entre lo malos que eran los grupos que se iban sucediendo en el escenario, y la ínfima calidad del sonido, aquello era insoportable. No apetecía pasear por el pueblo o cenar en una terracita; ni siquiera se podía aguantar en la veranda de nuestra casa, a un kilómetro del centro. Esa noche tuvimos que improvisar una cena dentro.

El lunes bajamos temprano a la plaza para coger sitio en uno de los Jeep Willys que funcionan como microbuses en toda la zona cafetalera, y acercamos en él al valle de Totora. Eran una mezcla de transporte público y atracción turística, y permitían viajar colgados de la parte trasera. Cuando llegamos a la parada, uno de los jeeps —jics  o yipaos, les llaman allí— estaba casi lleno, esperando a los últimos pasajeros para salir. Como me correspondía una plaza de pie sobre el parachoques trasero, se la cedí encantado a otro guiri bastante más joven que yo. Si los locales nunca viajaban ahí colgados, por algo sería.

Preferí esperar al siguiente jeep, que salía pocos minutos después, y sentarme al lado del conductor. En un cuarto de hora llegamos al valle de Totora, donde nos asaltaron los guías locales, que pretendían vendernos excursiones a pie o a caballo a donde fuera. Aunque nuestra intención original era alquilar unos caballos para recorrer el valle a nuestro aire, en cuanto vimos que cada grupo de jinetes iba acompañado por un palafrenero a pie, cambiamos de opinión. Aquello me recordaba demasiado los paseos en pony de las ferias.

Para quitarnos de encima a los guías, echamos a andar muy decididos por un camino por el que habíamos visto alejarse a unos extranjeros. Al cabo de quince minutos nos encontramos con un rótulo que indicaba “FINCA LA ROSA. PROPIEDAD PRIVADA”, junto con un mapa del valle y sus principales rutas. Un empleado de la finca nos explicó las distintas opciones, tiempos y dificultad, y nos cobró una pequeña cantidad por acceder al sendero.

Mientras hablábamos con él, un paisano nuestro intentaba colarse sin pagar. Indignado, proclamaba que aquello era una estafa y que el monte es público y gratuito. El empleado le argumentaba que se trataba de una finca privada, y que el dinero de las entradas se empleaba en el mantenimiento del sendero, como luego comprobaríamos.

 Como el español seguía porfiando que en España nadie cobraba por ir al monte, le sugerí que se volviera a España a caminar gratis. Me miró con cara de pocos amigos y masculló algo, pero por lo menos se calló, y acabó pagando la entrada. Cuando más tarde nos adelantó no nos devolvió el saludo; hay gente que no sabe perder. Tengo que confesar que no era el único que nos adelantaba; nosotros íbamos a un ritmo tranquilo, para admirar con calma el paisaje y sobre todo para no agotarnos.

El sendero, delimitado por cercas y alambradas para el ganado, discurría al principio con una ligera pendiente por praderas donde pastaban vacas Holstein. Al fondo se veía una garganta que bordeaba el pico Morrogacho, de tres mil quinientos metros de altura sobre el nivel del mar y más de mil sobre nuestra ubicación.

Al llegar a la garganta la cosa cambió. Las praderas fueron reemplazadas por la selva húmeda de montaña y el sendero se hizo cada vez más empinado, a la vez que se ceñía al cauce del río Quindío, poco más que un arroyo en aquel punto.

Varias veces tuvimos que cruzar el río por unos puentes colgantes muy precarios. Pasábamos de uno en uno, bien agarrados a los cables de suspensión y con cuidado de no meter el pie en los huecos de los tablones desaparecidos. Por suerte, casi no había llovido en los últimos días, por lo que el sendero no estaba embarrado y el río no corría demasiado bravo.

Al cabo de dos horas de subida, sudorosos pero contentos, llegamos a una bifurcación perfectamente señalizada, que en una hora más nos habría permitido llegar hasta una reserva de colibríes. O incluso se podía seguir ascendiendo hasta internarse en el parque nacional de Los Nevados, y llegar a uno de los pocos glaciares que siguen activos tan cerca del ecuador.

Unos caminantes que bajaban por el otro ramal nos dijeron que a media hora de ascensión muy dura estaba el punto culminante de la ruta. Tenían razón, por lo menos en cuanto a la dureza de la subida; lo de la media hora, en cambio, resultó sumamente optimista. El sendero, que zigzagueaba ladera arriba, nos obligaba a detenernos cada pocos metros para recuperar el aliento.

Fuimos trepando lentamente, mientras el ecosistema cambiaba, transformándose en un bosque subalpino de eucaliptos y pinos pátula. Estos árboles, que en los últimos tiempos se han plantado masivamente en las tierras altas del Quindío para la producción de pasta de papel, están provocando la reducción del caudal de los ríos.

Después de una hora de ascensión llegamos por fin al punto más alto de nuestro recorrido, la finca “La Montaña”, a 2.860 metros sobre el nivel del mar. Las vistas, como es lógico, eran espectaculares: el Morrogacho, todo el valle con sus haciendas ganaderas, los bosques de palmas de cera…

Allí había varios galpones de madera puramente ganaderos, y un edificio a medio camino entre hostal cutre y refugio de montaña. Una india preparaba café o infusiones en un hogar de leña y vendía agua y refrescos. Un grupo de alemanes, de los que te encuentras siempre en los sitios más perdidos, echaban la mañana cerveza en mano. Los aseos estaban cerrados, con un rótulo “NO FUNCIONA”.

Descansamos un buen rato antes de emprender el regreso, por una pista cómoda, apta para vehículos, que descendía lentamente hacia el valle; agradecimos el contraste con la subida. La pista nos llevó a través de varios grupos de palmas de cera o totoras. Esta palmera, que puede llegar a setenta metros de altura, ha sido declarada árbol nacional de Colombia, y aparece en el billete de cien mil pesos, el de más alta denominación. El tronco se encuentra cubierto por una secreción de cera blanquecina, que se utiliza para hacer velas.

La pista terminaba en el centro del valle, a pocos metros de la parada de los jeeps que nos llevaron de vuelta a Salento. Habían sido cinco horas de caminata para un recorrido de solo doce kilómetros. Duro, pero precioso.

En Salento, por fin, reinaba la tranquilidad. Habían terminado las fiestas, con casi todos los turistas ya de vuelta en sus casas, y no estaba previsto ningún concierto al aire libre. Hasta habían desaparecido casi todas las terrazas. Salento en toda su esencia rural. Comimos estupendamente, paseamos, hicimos fotos, compramos artesanía y café, tomamos algo en un bar… La perfecta vida del turista, que según leí no recuerdo dónde consiste en hacer el tiempo entre las comidas.

Al día siguiente, bien temprano, volamos desde el aeropuerto de Pereira hasta Bogotá, donde pasaríamos cuatro días antes de regresar a Madrid, pero esa me temo que no va a ser otra historia. Algo hay que dejar a la imaginación.

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Grecia
Tánger
Río Congo
Ruta de la seda
Estado de Bahía (Brasil)
Japón
Indonesia

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