En las familias finas, en lugar de mandarte a la mierda directamente, unas veces te enviaban a freír monos y otras al Congo Belga. Nunca supe por qué ni para qué, ni los motivos de que eligieran uno u otro destino.
Cuando llegó a casa el catálogo de verano de Banoa, la agencia especializada en viajes “diferentes” con la que ya había viajado en alguna ocasión, y vi su propuesta de hacer un recorrido de once días en una barcaza, bajando por el río Congo desde Kisangani hasta Mbandaka, acampando en las aldeas de la orilla y viviendo con todas las incomodidades imaginables, no lo pensé dos veces.
Por supuesto, había leído “El corazón de las tinieblas”, pero se me vinieron a la cabeza las palabras que en “Vagabundo en África” le dice Pierre a Javier Reverte: “Un río…, un río no es lo mismo que el mar. Y el Congo… Bueno, he oído hablar del río Congo. Es difícil navegarlo. Tenga cuidado, en cualquier caso, hay lugares que tienen leyendas malditas, y ese es uno de ellos”.
En cualquier caso, creo que estaba escrito en algún sitio que yo acabaría por visitar el Congo. En mis años de adolescencia tenía pegada en la puerta de mi armario una reproducción de una carta de navegación de la desembocadura del río Congo desde Boma hasta Matadi, el tramo navegable entre el mar y las cataratas Livingstone.
Resuelta mi jubilación a mediados de mayo, pude dedicarme en cuerpo y alma a la preparación del viaje. Vacunas, compra de artículos de acampada, elección de ropa y calzado (el eterno ¿Qué me pongo?), estudio de unos rudimentos de francés, y –sobre todo- búsqueda y lectura de documentación sobre el país, nada fácil de encontrar.
Al margen de los dos libros ya citados, que releí, y de los clásicos como el informe de Roger Casement sobre el Estado Libre del Congo (novelado por Vargas Llosa en “El sueño del celta”), no había mucha información actualizada.
Y la que encontré era como para no ir. Desde las recomendaciones de viaje de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores: “SE DESACONSEJA ABSOLUTAMENTE EL VIAJE, SALVO POR RAZONES DE NECESIDAD” hasta las noticias sobre el conflicto armado en el Este del país, y sobre todo las recomendaciones de un congoleño amigo de mi hermana, “no se te ocurra ir a mi país”.
Pese a todo esto, el 1 de septiembre me encontré en Barajas con parte de mis compañeros de viaje. El resto, procedente de Barcelona, se nos sumaría en Estambul, ya que por motivos económicos volaríamos hasta Kinshasa con Turkish Airlines. Catorce personas más o menos de mi edad, con estricta paridad de hombres y mujeres, y que como enseguida pude comprobar tenían una amplia experiencia en viajes de este tipo. La mayoría habían recorrido el Amazonas, el Himalaya y África en general en muchas ocasiones, a base de hasta tres viajes al año. Las excepciones éramos S., un canario, y yo, absolutamente novatos en África negra.
No voy a contar el pesado viaje desde Cádiz hasta Kinshasa, la antigua Leopoldville, con escalas en Jerez, Madrid, Estambul y Brazzaville; solo que salí de casa un día antes de comer, y llegué al Hôtel Invest de Kinshasa a la hora de cenar del día siguiente. Una paliza.
Ya en el avión Estambul-Kinshasa, mi primera experiencia congoleña. Una pasajera de armas tomar afirmaba haber perdido su pasaporte congolés, y pedía que la dejasen volver a buscarlo al autobús que nos había traído desde la terminal. En cuestión de minutos se montó una tremenda discusión entre ocho o diez pasajeros congoleños y hasta seis tripulantes. Las voces subían de tono mientras buscaban un consenso imposible, en una mezcla de francés, inglés, turco y otro idioma que no identifiqué pero que podía ser lingala o swahili.
Después de media hora de discusión, el avión arrancó motores y comenzó a rodar con varios pasajeros de pie, que se negaban a obedecer las órdenes de la tripulación de sentarse y ponerse los cinturones. De pronto, y sin causa aparente, la bronca empezó a decaer. Poco a poco los pasajeros se fueron sentando y los tripulantes volvieron a sus puestos. Despegamos.
Ya de noche, y tras una breve escala en Brazaville en la que ni salimos del avión, aterrizamos en el aeropuerto N’Djili de Kinshasa. La terminal podría decir que me decepcionó, donde esperaba unas instalaciones mugrientas y un caos de controles y extorsiones me encontré un aeropuerto limpio, ordenado, sin ningún problema con los trámites. Aunque supongo que algo ayudaría la presencia de Evelyn, empleada de la agencia Go Congo, que acudió a esperarnos y ayudarnos en cualquier problema burocrático.
Pero fue salir del recinto aeroportuario y darme de bruces con la verdadera realidad. El trayecto de algo más de veinte kilómetros hasta el Hôtel Invest se convirtió en un sobrevuelo a baja altura sobre el lado oscuro de África. Atascos de tráfico, olor a humo y a basura, miles de personas caminando en la semi oscuridad, música africana a toda pastilla, microbuses atestados con el cobrador colgando fuera, camiones cargados de bultos y gente hasta límites insospechados, controles de policía, semáforos enormes con aspecto de Mazinger Z… No quería ni imaginarme caminando de noche por los arcenes de aquella carretera.
En el Hôtel Invest llegó uno de los momentos más importantes del viaje, el que podía transformar mis vacaciones en una pesadilla o en un paraíso: el reparto de habitaciones. Me temía un compañero como el famoso Sostoa de la ruta de la seda, que con su alcoholismo le había amargado el viaje al pobre con quien le tocó compartir habitación. Mi primera sorpresa fue que todos, absolutamente todos los viajeros iban desparejados. Ni matrimonios, ni parejas de hecho o de derecho, ni siquiera amigos. Cada uno por su cuenta.
El reparto se hacía por consenso. Dispuesto a dejar al azar la culpa de mi suerte o mi desgracia, permanecí callado hasta que solo quedamos dos personas. ¡Bingo! Me tocaría compartir habitación (y más adelante tienda de campaña) con K., una enfermera donostiarra de mi edad que ya en Barajas me había caído muy bien.
Adelanto ya que la cohabitación resultó perfecta. Ni una discusión, ni un roce en todo el viaje. Consensuábamos sin difcultad la hora de apagar la luz, de poner el despertador, el orden de uso del cuarto de baño, si poner o no el aire acondicionado o encender la apestosa espiral anti mosquitos. He tenido mucha suerte.
A la mañana siguiente salimos con el microbús a visitar un centro de recuperación de bonobos en las afueras de la capital. Ya a la luz del día vimos lo que la noche anterior solo intuíamos: una gran ciudad del tercer mundo en todo su esplendor, o mejor dicho en toda su miseria. No se podía hablar de calles, sino de carreteras –en general sin asfaltar- entre barriadas de chabolas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y en las que se calcula que viven unos ocho millones de personas.
Las carreteras estaban bordeadas por un frente casi continuo de tienduchas: farmacias, peluquerías, desavíos o ferreterías, casi todas con nombres religiosos: “La bendición de Dios”, “Amor divino”, “Él es el camino”, entre los que de cuando en cuando aparecían nombres chinos o hindúes: “Grand boutique de Chang”, “Bijouterie de Brahma”…
En las zonas donde una muralla trataba de ocultar las barriadas de chabolas o protegía algún recinto oficial, entre el muro y la carretera se extendía otro estrato comercial más bajo: Barberos al aire libre con un espejo clavado en un árbol, puestecillos de venta de gasolina en botellas de litro, tostadores de cacahuetes a la brasa, montones de ropa usada, sastres que cosían uniformes escolares en máquinas de mano, y vendedores de cualquier producto imaginable y de algunos que todavía no me podía imaginar, según leeréis más adelante.
Entre los coches, motos, camiones y microbuses se entremezclaba el último nivel comercial, el de los vendedores ambulantes: Pantalones vaqueros, gafas, bolsitas de cuarto litro de agua supuestamente depurada, naranjas, maracuyás, tarjetas de prepago para teléfonos móviles, bandejas de pescado ahumado, sombreros de plástico con la bandera de la RDC…
Y aliñando todo esto, la multitud incesante. Hombres con traje negro y maletín de ejecutivo se mezclaban con otros en calzonas y camiseta de tirantes, con mujeres vestidas con las llamativas telas africanas, con niños de uniforme blanco y azul que llevaban su carteras escolares, o cubiertos con harapos y cargando grandes bultos o empujando carretillas. Un bullicio incesante, al que contribuían los bocinazos de los camiones, los pitidos de las moto-taxis y la música atronadora de los puestos de alquiler de equipos de sonido.
Cuando empezaron a clarear los edificios nos metimos por una carreterita destrozada que seguía el cauce de un río, convertido ahora en alcantarilla a cielo abierto. El olor pestilente del cauce no impedía que en las orillas se extendieran las huertas regadas por aquellas aguas semi fecales, que debían de ser muy beneficiosas, visto el tamaño de las hortalizas que colgaban de las matas.
Llegamos por fin a Lola ya Bonobo (el paraíso de los bonobos). Era domingo, y varias familias congoleñas y un grupo de chinos esperaban a que el parque se abriera al público.
Los bonobos, que junto con los gorilas, los chimpancés y los orangutanes constituyen el grupo de los llamados grandes primates, son una especie muy curiosa, con grandes similitudes físicas con los chimpancés pero con claras diferencias intelectuales.
Como no saben nadar ni les gusta el agua, su hábitat natural está perfectamente delimitado: los ríos Congo, Lwalaba y Kasai los confinan a un extenso territorio selvático, enclavado íntegramente dentro de la RDC. Estrictamente vegetarianos, a diferencia de los omnívoros chimpancés, forman una sociedad matriarcal, polígama y poliándrica. Aunque los machos son más fuertes, las hembras se alían entre ellas para mantenerlos a raya y defenderse de sus agresiones. Y en caso de conato de conflicto recurren inmediatamente al sexo, tanto homo como heterosexual, para apaciguarse. Por eso los llaman los monos hippies.
Fue una belga, Claudine André, la que más luchó por ellos, igual que Jane Goodall por los orangutanes, Biruté Galdikas por los chimpancés y Dian Fossey por los gorilas. Se las conoce como las cuatro damas de los simios. Ella fundó este santuario, donde se recogen y reeducan bonobos liberados de la cautividad. Siempre que pueden los devuelven a su hábitat natural, y cuando están demasiado dañados física o psíquicamente los dedican a la reproducción, o simplemente a vivir tranquilamente en Lola ya Bonobo.
Hicimos un recorrido guiado por los amplios terrenos del parque, en compañía del grupo de chinos, probablemente empresarios como los miles que viajan al Congo a montar aquí sus negocios. Una de las chinas, que hablaba lingala mejor que el guía local, me enseñó las primeras palabras de esa lengua, que luego usaría con muchísima frecuencia: Matonyi minggi, muchas gracias. Y otra frase algo menos útil: Tó kendé, vámonos.
Al margen de esa anécdota del aprendizaje de lingala, me encantó la visita al parque, en la que la cercanía a los bonobos iba aumentando gradualmente para mantener nuestro interés. Al principio los vimos de lejos, al otro lado de un gran estanque, pero luego el camino, rodeado siempre de vallas electrificadas, nos fue permitiendo un mayor acercamiento. Lo más peligroso era las zonas en las que solo esta valla nos separaba de los bonobos. No porque alguno se hubiera vuelto agresivo en cautividad, sino porque la mayor diversión de muchos de ellos era recoger disimuladamente tierra o excrementos, y arrojárselos a los turistas que se acercaban demasiado para fotografiarlos. Me dio la impresión de que se reían cuando acertaban en sus lanzamientos.
El plato fuerte lo ponía la llegada a la zona de cuidados infantiles para los huérfanos. Los bonobos más pequeños, protegidos de contagios por un grueso cristal, no se soltaban ni un momento de sus cuidadoras, que los llevaban a cuestas mientras tomaban sus biberones. Y los un poco mayores trepaban por las ramas de unas matas de bambú que caían sobre el camino.
Por la tarde hicimos un recorrido en microbús por las principales atracciones de Kinshasa: El museo etnográfico, interesantísimo, con una magnífica colección de máscaras y esculturas indígenas, los restos del monumento a Stanley, conocido como el destructor de rocas por sus trabajos para construir el ferrocarril Matadi – Kinshasa, el monumento a Lumumba, y poco más.
Al día siguiente volaríamos a Kisangani, la antigua Stanleyville, pero esa es otra historia, que podéis leer pinchando aquí.
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