Al llegar a Umangui, un poblado en el que al parecer se fabricaba alfarería, nos encontramos con que estaba afectada por una epidemia de cólera; a juzgar por las medidas higiénicas no la erradicarían fácilmente. Disponían de un mini centro de salud financiado por Médicos Sin Fronteras, y en su recinto habían levantado un pabellón temporal de aislamiento, única medida eficaz para combatir estas epidemias, según nos contó K., nuestra enfermera titular. Pero el responsable del centro de salud se paseaba por el mercado con las mismas botas, guantes y bata que usaba para atender a los enfermos, y las bateas para mojarse los zapatos en desinfectante situadas en los accesos al pabellón de aislamiento estaban secas, pese a haber ya dos enfermos internados. El responsable del centro de salud nos enseñó los bidones de lejía suministrados por MSF, y le prometió a K. que “hoy mismo” rellenaría las bateas. Mientras, familiares y amigos de los enfermos y simples curiosos entraban y salían sin control del teórico recinto de aislamiento.
El mercado estaba bastante animado, pero solo compramos un bolsón de cacahuetes listos para tostar en la plancha de nuestra cocina, teníamos miedo de llevarnos la epidemia con nosotros, y de hecho antes de subir a bordo nos limpiamos como pudimos las suelas de las botas en el agua del río, y ya en el barco nos lavamos concienzudamente las manos.
Fotografié a un grupo de niños que se empujaban unos a otros para salir en la foto, cual dirigentes políticos de nuestro país. Cuando les enseñé las fotos, el visor se llenó de deditos: “¡Ngai, ngai!” (yo, yo) gritaban entusiasmados al reconocerse; aquellas podían ser las primeras y quizás únicas fotos suyas que verían en su vida. Me dio pena no poder dejarles unas copias.
Los más pequeños, casi desnudos, llevaban un cordón negro amarrado a la cintura, supongo que para protegerlos de todo mal. Algo así como el cordón del Nazareno que todavía visten algunas beatas del barrio de Santa María.
Algunas de las chozas de adobe del poblado estaban encaladas y decoradas con motivos naif, como un tren fluvial o un escudo del Barça.
Lo que no encontramos fue la alfarería. Al parecer la única persona que se dedicaba a este oficio, una mujer ya bastante anciana, había fallecido recientemente sin trasmitirle a nadie sus conocimientos.
Casi a la hora de comer avistamos otro banco de arena, bastante extenso. Era una isla efímera surgida en las últimas semanas y desaparecería cuando llegaran las lluvias; podíamos decir con casi total seguridad que éramos los primeros blancos en visitarla. Varamos la barcaza y esta vez sí que me di un buen baño. Me daba vergüenza llegar a Cádiz y confesar que no me había bañado en el río, y además ya me había hecho al color marrón de las aguas a fuerza de ducharme y lavarme la ropa con ellas.
El baño resultó de lo más agradable. En la orilla aguas abajo de la isla la profundidad del agua aumentaba rápidamente, por lo que pudimos bañarnos a nuestro antojo en aquellas aguas no demasiado tibias. Lo malo fue la quemadura que me agarré en los pocos minutos que permanecí en el islote. El sol vertical del trópico no perdona a los que tenemos la piel tan blanca como la mía, a los monguele más puros.
Huí hasta el refugio del barco mientras los cocineros asaban en una barbacoa tres grandes pescados, que mis compañeros devoraron encantados bajo la atenta mirada de una familia de pescadores. Dentro del barco se estaba de maravilla, a la sombra de la cubierta superior, refrescado por la brisa; solo echaba en falta un gin tonic. ¡Dura vida la del turista!
Seguimos río abajo, siempre rodeados por la selva. Cada vez escaseaban más las aldeas; sólo esporádicamente avistábamos un claro con un par de cabañas. Y de telefonía móvil ni rastro desde que salimos de Lisala, ni la volveríamos a encontrar en varios días. Estábamos en el tramo más aislado de nuestro recorrido, donde cualquier percance tendríamos que resolverlo con nuestros propios recursos.
Solo muy de cuando en cuando nos cruzábamos con un tren fluvial o se nos acercaba una piragua. A veces con pescado para vender, pero muchas otras solo la curiosidad movía a los remeros. Saludaban, se abarloaban a nuestro barco, se agarraban a la borda, asomaban la cabeza, miraban todo con ojos como platos y recorrían una y otra vez el interior del barco como si lo estuvieran filmando. Luego se despedían y se soltaban, supongo que para volver a sus aldeas y contar que habían visto a los hombres blancos con sus extrañas costumbres.
Teníamos pensado llegar a Bonguela alrededor de las cuatro y media de la tarde, pero esta previsión, como casi todas las de Michel, resultó incumplible. Caía la noche estrellada y no había rastro de ninguna población; seguimos navegando a la luz de la luna casi llena.
Al cabo de bastante tiempo vimos una hoguera y varias linternas. Habíamos llegado a Bonguela. Con el proyector del barco el piloto eligió el punto que le pareció más apropiado para pasar la noche: una playita llena de piraguas, a pocos metros de un árbol muy robusto que crecía en la orilla misma del río. La noche era espectacular, con un cielo límpido, sin una nube, lo que hizo crecer el número de tiendas plantadas en la cubierta superior.
Esa misma noche Michel contrató con los notables del poblado una excursión para el día siguiente.
Poco después de amanecer se congregó nuestra expedición: tres grandes piraguas, una docena de remeros, el jefe tradicional del poblado, el jefe de policía del distrito y el maestro nos iban a acompañar en un recorrido por un pequeño afluente. Inmediatamente me acordé de "Tintín en el Congo", el libro cuya versión en Lingala, aunque se citaba en internet, nadie parecía conocer en el Congo. Embarcamos en las piraguas entre el cachondeo de los mirones, que se morían de risa al ver la poca maña de los monguele; una de las piraguas estuvo a punto de volcar. Por si acaso, yo rechacé la silla de plástico que me ofrecían y me senté directamente en el fondo de la piragua. No tenía tan buenas vistas como mis compañeros, pero me encontraba mucho más seguro y de paso bajaba un poco el centro de gravedad de nuestra embarcación.
Retrocedimos unos doscientos metros por el cauce principal, y en seguida encontramos el afluente, de dos o tres metros de ancho, por donde íbamos a navegar durante unas horas. El agua no estaba turbia como la del río Congo, pero presentaba el mismo color cocacola, gracias al tanino de las frutas y hojas que caían continuamente de la selva que nos rodeaba. La vegetación llegaba hasta el mismo borde del arroyo, y eran frecuentes los troncos caídos que dificultaban el paso de las piraguas.
Navegábamos por una zona bastante deforestada, con hierbas cortantes, cañaverales, plantaciones de mandioca, muchas palmeras de las que producían el vino de palma y algunas ceibas y árboles de teca dispersos aquí y allá. Cada pocos cientos de metros aparecía una aldea, de donde salían a saludarnos todos sus habitantes.
Algunas estaban especializadas: Recolección de cañas de bambú, lavado, secado y molido de la mandioca, hasta fabricación de unas nasas preciosas a base de tiras de bambú y lianas. Lástima que fueran demasiado grandes para llevarlas en el avión, con gusto me habría traído un par de ellas, aunque no sé muy bien qué uso podría darles en España.
En una de las aldeas, aparentemente abandonada, hicimos un intento fallido de penetrar en la selva, pero no había senderos y estaba todo lleno de tarántulas, hormigas rojas, arbustos espinosos o urticantes y otras maravillas de la naturaleza. Comprobé una vez más que la selva no era para mí.
Emmanuel, el maestro que nos acompañaba en la excursión, nos contó que la escolarización no llega al cuarenta por ciento. La escuela teóricamente es gratuita y los sueldos de los maestros son cosa del estado, pero la realidad es muy diferente; de entrada, es obligatorio el uso del uniforme escolar (camisa blanca y falda o pantalón azul marino), lo que excluye a muchas familias al no poder costeárselo. Además, como el estado hace décadas dejó de pagar a los maestros, ahora son los padres los que tienen que ayudar a mantenerlos. El propio Emmanuel reunía no más de veinte dólares al mes por su trabajo como maestro, o sea que por las tardes salía a pescar; de otra manera se moriría de hambre.
En esta zona, como en el resto del río, se pescaba con nasas cebadas con piel de mandioca, y se cazaba con arcos, flechas y cerbatanas; las balas eran demasiado caras. Pero quedaba poca caza, ya hacía años se habían comido a todos los monos, cocodrilos e hipopótamos, y ahora lo más grande que se encontraba eran las palomas y las ratas de agua.
Esa tarde aprendí dos nuevas frases en lingala: “Pesa ngai mbongo” (dame dinero), cuyo significado ya había intuido en bastantes ocasiones, y la más útil de todas: “Mbongo eza té” (no tengo dinero), mentira piadosa que a partir de ese momento usé con bastante frecuencia.
Como amenazaba tormenta, antes de atardecer amarramos en una aldeíta de pescadores con treinta y seis habitantes, la cual por no tener no tenía ni nombre.
Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.
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