Como contaba en el episodio anterior, zarpamos a las cinco y media de la tarde, con casi un día entero de retraso. Al cabo de media hora, justo a la puesta del sol, viramos a estribor y nos acercamos a la orilla. Había que buscar una buena zona para acampar, a ser posible en los terrenos de la misión de San Gabriel que se alzaba a pocos metros de la orilla, y para encontrar un lugar apropiado bajaron a tierra Mikael, el hijo de Michel, y dos marineros.
Pasaba el tiempo y Mikael no volvía. Se estaba haciendo de noche y decidimos pasar la noche a bordo; los cinco que habíamos decidido dormir sobre la cubierta superior instalamos allí nuestras tiendas y colchonetas a la tenue luz de la luna nueva y de miles de estrellas. El grupo electrógeno seguía sin funcionar.
Después de cenar, en pleno bochorno de calma chicha, subimos para intentar dormir mientras el resto del grupo se instalaba con tiendas y mosquiteras en la cubierta baja. Pasaba de las nueve de la noche, el calor era asfixiante y la humedad superior al cien por cien, si es que eso es posible. El exterior de la tienda estaba húmedo, pero no menos que el interior, la colchoneta o mi ropa. Cerré la cremallera y aprovechando que no tenía que compartir la tienda con K. me desnudé y me dejé caer sobre la colchoneta de tres centímetros de grosor.
Ni así se podía dormir; el sudor me corría a chorros por todo el cuerpo, mojando más si cabe la sábana. La charla incesante de la tripulación, el ruido de algún fueraborda que pasaba, una música que sonaba en la lejanía… Acabé poniéndome tapones en los oídos, y maldije a la agencia de viajes por haberme hecho cargar con un saco de dormir y un forro polar, claramente inútiles en aquellas circunstancias.
Al cabo de un tiempo me desperté. Se había levantado una brisa fresquita que en poco tiempo secó todo. Me sentía en la gloria y volví a dormirme, para despertarme de nuevo en pleno vendaval. La tienda de campaña oscilaba con fuerza, y me dio miedo que una racha acabara con la tienda y conmigo en el río.
Me vestí a toda prisa, recogí mis pertenencias y salí de la tienda. Kim, el guía, estaba también en pie; entre los dos recogimos como pudimos nuestras tiendas, despertamos a nuestros compañeros y les ayudamos a doblar las suyas. Bajamos todos a la cubierta principal y buscamos un hueco para acomodarnos; yo encontré uno bastante aceptable sobre los arcones de estribor. Antes de tumbarme de nuevo a dormir todavía dediqué unos minutos a disfrutar del viento y del aire de pie en la proa de la embarcación.
Al principio me impedían dormir el ruido del vendaval y la descarga de adrenalina que me había provocado el rápido desalojo de la cubierta superior, pero creo que pronto me quedé frito de nuevo, envuelto en el saco sábana, ya que el verdadero saco de dormir lo tenía dentro de mi arcón, sobre el que dormía a pierna suelta otro de mis compañeros.
Pero la noche todavía no había terminado. En algún momento me desperté de nuevo, esta vez con la lluvia empezando a caerme sobre la cara; en buena lógica meteorológica, después de la calma chicha había llegado el vendaval, y ahora tocaba el remate de la tormenta, que pronto se convirtió en un fuerte temporal de agua. Otra vez en pie buscando refugio.
Aunque los marineros se apresuraron a soltar las lonas que protegían los costados, para cuando terminaron se había mojado toda la zona de barlovento de la cubierta inferior, incluyendo el arcón sobre el que me había instalado. El costado de sotavento estaba atestado, y acabé tendiendo la colchoneta debajo de la mesa del desayuno. ¡Y allí volví a dormirme! Entre sueños oía el crepitar de la lluvia, el flamear de las lonas y el roncar de mis compañeros. Amaneció pero nadie se movía, apurábamos hasta el último momento de descanso según aminaba el viento y la lluvia se convertía en un orballo suave. Una noche inolvidable.
Salió el sol por completo y desayunamos pero seguíamos parados; comprobé en mi GPS que estábamos a unos cinco kilómetros del centro de Kisangani, a la altura del aeropuerto. Al parecer había que cambiar una pieza del grupo electrógeno y el mecánico, Patrick, se había ido a la ciudad a intentar comprarla en cuanto abrieran las tiendas.
Menos mal que volvió a las once de la mañana y pudimos zarpar, pero con veinticuatro horas de retraso. Empezábamos mal.
Aunque el día seguía nublado y hacía fresquito no llovía, por lo que pudimos colgar sacos y colchonetas a secar. Patrick consiguió reparar el grupo electrógeno, y pusimos nuestras baterías a recargar. Bueno, más que las nuestras las de cámaras, teléfonos móviles y frontales; las mías corporales estaban al cien por cien, me notaba rebosante de energía y a la vez poseído por una calma totalmente zen.
Después de comer, mientras gran parte del grupo dormía la siesta, aproveché para tener una larga charla con Kim, de escritor a escritor. El estaba terminando su primera novela, con muy buena pinta por lo que me contó, y yo acababa de terminar la mía y estaba buscando editor. Prometimos vernos en la entrega del premio Planeta, que no dudábamos sería para alguno de los dos.
Como el cielo seguía nublado y la temperatura andaba sobre los veintiocho grados, después de la charla todavía pudimos echarnos una siesta sobre la toldilla.
Cuando nos despertamos, nos dedicamos a la que sería nuestra principal ocupación a lo largo de la travesía: Mirar el paisaje La verdad es que era muy cómodo, no tenías más que sentarte y por delante de ti desfilaban aldeas, piraguas, y la omnipresente selva. Un crucero perfecto, salvando todas las circunstancias. Eso sí, conforme nos alejábamos de Kisangani se iba espaciando la presencia humana. Poco a poco nos adentrábamos en el corazón de África.
A poco nos cruzamos con el primer tren fluvial, un conjunto formado por varias gabarras amarradas entre sí y empujadas por un remolcador. Las gabarras iban atestadas de carga, y por en medio o encima se instalaban cientos de personas. Aquella era la única forma de desplazarse por el rio para la mayoría de los congoleños, en un viaje que podía durar un par de meses o no terminar nunca, dados los frecuentes naufragios por sobrecarga. Por lo que había leído, la vida a bordo era francamente precaria. Las escasas instalaciones sanitarias estaban reservadas para los tripulantes; el resto de pasajeros tenía que hacer sus necesidades por la borda. No había servicio de comedor, por lo que cada familia transportaba o compraba su comida por el camino y la cocinaba en un hornillo de carbón; los pasajeros que viajaban solos podían contratar un servicio de catering con cualquiera de las mujeres que se dedicaban a ese negocio, junto con la lavandería y otros servicios digamos más personales.
A media tarde pasamos frente a Yanonge, una aldea bastante grande con misión católica, varias factorías abandonadas y mucha vida en la orilla: pescadores, lavanderas, niños jugando, curiosos… Cuando vi una gran antena, probé a enviar un SMS. ¡Funcionaba! Por lo menos tendría una forma de comunicación con el exterior, aunque fuera esporádica.
No paramos, teníamos que recuperar el tiempo perdido en Kisangani si queríamos llegar a Mbandaka a tiempo de coger el avión a Kinshasa. Unos kilómetros más abajo apareció de la nada una piragua en la que una pareja remaba furiosamente. Cuando nos alcanzaron y se nos abarloaron, vimos que eran fabricantes y vendedores de tableros de un juego, muy popular en toda África y entre los negros del Caribe, que se conoce con distintos nombres en cada país, siendo el más extendido el de awele. Se juega con cuarenta y ocho fichas (piedras, semillas…) y catorce casillas (agujeros, recipientes…) y funciona de una manera similar a las damas, comiendo fichas al contrario.
De todas maneras los tableros eran muy bastos y demasiado grandes, y esperábamos encontrar más y mejor artesanía a lo largo del recorrido, por lo que no les compramos ni uno. Se soltaron y se dejaron arrastrar por la corriente. Me dieron pena, tanto esfuerzo para nada, y a saber cuándo pasaba otro barco al que le pudieran ofrecer su mercancía. En castigo, no volvimos a encontrar ni una pieza de artesanía hasta llegar a Kinshasa.
La tripulación, que seguía con curiosidad y bastante guasa mis intentos de aprender algunas palabras de lingala, estaba empeñada en enseñarme algo cada día. Aquel día tocaba Babé agani bondéle, (¿qué idioma hablas?), frase perfectamente inútil pero que anoté con total dedicación, y que tuve que repetirles varias veces entre sus risas. Creo que mi acento no era muy bueno.
Al anochecer repetimos la jugada de la noche anterior, ya habíamos aprendido que era mucho más cómodo y más seguro dormir a bordo que acampar en la orilla. No había serpientes ni tarántulas, teníamos váter, las tiendas no se manchaban de barro, y no había riesgo de visitas indeseadas, ya que un marinero dormía en una silla, justo al pie de la plancha de desembarco, y se despertaba al menor ruido.
Atracamos en la aldea de Lotukali, atrayendo a un centenar de niños y a un par de docenas de adultos; de hecho no creo que faltase nadie que no estuviera gravemente enfermo. Saludos (¡Mboté!), gritos de excitación, y cientos de fotos y de sonrisas. Hasta bien entrada la noche se escucharon las voces de los niños desde la oscuridad de la orilla: ¡Monguele! Así nos llamaban a los blancos en lingala. No era una palabra peyorativa, sino meramente descriptiva. La usan para designar el color blanco en general, y a los hombres blancos en particular, aunque nos sorprendía la naturalidad con que la usaban: Merci, monguele. Nada que ver con la carga negativa que entre nosotros tiene la palabra negro.
La noche fue fresquita y antes de amanecer tuve que vestirme y meterme en el saco de dormir. Banoa tenía razón, al Congo había que venir abrigado.
A las cinco amanecimos envueltos en una bruma densa como el puré de mandioca de la cena. Cuando salí de la tienda los niños estaban en la orilla, sentados en cuclillas, esperando pacientemente a que les repartiéramos las botellas de plástico vacías, todo un tesoro para ellos. Me di cuenta entonces que en los pocos días que llevaba en el Congo no había visto ningún juguete, más allá de una pelota de trapo en el patio de una escuela. Ni siquiera esos juguetes que en otros países de África se fabrican los propios niños con pedazos de madera, alambres y chapas de cerveza. Nada. Una prueba más de la absoluta miseria de la vida en las aldeas, donde no se solía pasar hambre, pero donde tampoco había nada que no fueran herramientas o artes de pesca.
Zarpamos en seguida para intentar recuperar el retraso, y mientras nosotros recogíamos el campamento se fue levantando la bruma.
Después de un tiempo (hacía días que no miraba la hora) llegamos a Yangambi, un antiguo centro de investigación agro forestal en desuso desde la época de Lumumba, con una gran factoría también abandonada pero que podría haber sido un magnífico museo de la revolución industrial. Reconocí una enorme máquina de vapor de eje horizontal y con un solo pistón de unos treinta centímetros de diámetro. No encontré vestigios de la caldera, pero se conservaba un gran volante de inercia de más de dos metros de diámetro, la biela y la rueda que movía la polea principal. Esta polea, ya desaparecida, es la que en su día hacía girar un eje de unos cincuenta metros de largo que recorría toda la nave y a su vez accionaba toda la maquinaria: centrifugadoras, molinos, tamices, cintas transportadoras, cilindros de secado, prensas…
La maquinaria había sido canibalizada poco a poco, al menos en sus piezas menores, que se usaban para fines tan variados como pesas para las redes, yunques o material para fabricar hoces y machetes.
En su día, calculo que allá por los años veinte o treinta del siglo pasado, esta factoría había elaborado aceite de palma y procesado caucho, café y nuez de cola, apropiándose en nombre del Rey Leopoldo de Bélgica de las riquezas naturales de la zona y pagando unos sueldos de miseria a sus habitantes.
En un rincón, detrás de un coche antiguo al que no le quedaba ni la marca, vivía una familia numerosa, con su hoguera para cocinar en el suelo, sus gallinas, su ropa tendida…
Dimos también un paseíto por el mercado, mucho más organizado y amigable que el de Kisangani, y pudimos ver cómo era la alimentación habitual de los lugareños: Mandioca, papaya, plátanos de tres o cuatro variedades, alubias, arroz, pescado fresco o requemado, grandes caracoles de río, y gusanos. Gusanos grandes, vivos, del tamaño más o menos de mi dedo pulgar. Negros, rojos, blancos, con pelos o sin ellos… Por lo visto muy apreciados por su bajo precio y la buena calidad de las proteínas que contienen. Tengo que confesar que no me decidí a probarlos, aunque viviendo en una ciudad que come caracolas, anémonas de mar, navajas, chipirones, ranas y galeras, no debería haberles hecho ascos.
Cuando zarpamos me decidí por fin a asearme; no me había atrevido a ducharme con aquella agua turbia y marrón desde que salimos de Kinsangani. Una vez vencida la primera impresión de asco, el agua estaba fresca y apetecía remojarse, aunque fuera a cacitos. Aproveché también para lavar un par de mudas que tendí en la amura, donde el aire y el sol las secaron rápidamente.
La tarde la pasamos como siempre, charlando, leyendo, escribiendo, escuchando música y mirando el paisaje. La sensación era la de viajar en un chiringuito, con las sillas y mesas de plástico, el techo de madera, las vistas al río y las bebidas casi siempre frescas. Y con la ventaja de que el paisaje no era estático, sino que se renovaba continuamente.
Esa noche llegamos a Bokando, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.
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